Le parece aún hoy, cuando está en las lejanas tierras africanas, oír de nuevo a los hombres del rey, subiendo hacia la cámara del crimen y él, Atanarik, sin poderse mover junto a su amada, su amada Floriana. Aún recuerda el frío de la muerte al palpar su suave piel helada. Al girar el cadáver, pudo ver las marcas de arma blanca, las múltiples heridas rojas que manchaban su túnica, una sangre aún fresca, casi palpitante. Contempló aquel rostro de rasgos rectos, de cejas finas y negras que enmarcaban unos ojos claros de pestañas oscuras, su boca carnosa y su piel blanca. La mirada fija de Floriana mostraba una expresión de terror y desesperación.
Los soldados del rey le habrían apresado si una criada joven, una sierva, no le hubiera ayudado. No puede olvidar cómo le había empujado intentando separarle de Floriana, recuerda el roce tenue de aquella mano tímida, su suave voz diciéndole: «Debéis huir, mi señor, os culparán de este crimen.»
—¿Quién…? ¿Quién ha sido…? —balbuceó él.
—No, no lo sé… Da igual… Debéis iros.
Atanarik depositó suavemente el cadáver en el suelo, se levantó y agarrando fuertemente los hombros de la criada, la zarandeó una y otra vez mientras le preguntaba angustiado:
—Dime quién ha sido, lo mataré…
—Os digo que no lo sé; ella discutía con un hombre… —gimió la sierva, intentando liberarse de él—. No sé de quién era aquella voz… Floriana solicitaba compasión y perdón… Ante los gritos me asomé a tiempo para ver cómo la atravesaba una y otra vez con su puñal, pero sólo pude ver una capa oscura y el brazo que se alzaba sobre ella con el puñal ensangrentado. Después quienquiera que fuese huyó… No pude hacer nada.
Atanarik bramó enfurecido.
—Mataré a quienquiera que haya sido…
—¡No! ¡Ahora no podéis! ¡Huid! Por Dios os lo pido, huid…
Los ojos de la sierva le miraban con consternación, unos ojos claros, color de agua; unos ojos hermosos y extraños. El, sorprendido ante aquella mirada, le preguntó.
—¿Quién eres?
—Me llaman Alodia. Soy la cautiva a la que vos amparasteis. Fuisteis vos mismo quien me entregó a mi ama Floriana… ¿No lo recordáis?
La mente de Atanarik parecía estar vacía, bloqueada por el dolor. Se inclinó de nuevo sobre el cadáver de la que había amado, rozando con la mano su cabello.
Los recuerdos se diluyen en la insensibilidad que provoca el sueño. El cansancio le rinde y cae profundamente dormido. En su letargo, divisa de nuevo el mar que cruzó no tanto tiempo atrás, las velas godas, de color oscuro, las antiguas columnas de Melkart, la gran roca de Calpe que adentra las tierras de Hispania en el océano, y el mar azul intenso delante de él, picado por el oleaje. Las costas de la Tingitana, Septa y Olbán. En sus pesadillas, le parece escuchar su propio grito al descubrir el cadáver de Floriana.
Sobresaltado, se despierta. Fuera se escuchan voces. Se lava la cara en el lebrillo y se viste con ropas bereberes. La luz del sol naciente le deslumbra al salir de la tienda. El campamento se está levantando. Los bereberes no permanecen mucho tiempo en un mismo lugar. Encuentra a Altahay preparando la partida de la caravana.
Al distinguir a Atanarik se inclina ante su huésped, con reverencia. Después, profiere un grito en su lengua. Un criado se le acerca, es un hombre de piel negra y labios gruesos, de baja estatura.
—Es Kenan, un hombre valiente… un amigo, me salvó una vez la vida. Le estoy agradecido por ello… Él te conducirá hasta el reino Hausa, allí podrás comprar hombres que luchen contigo, los mejores guerreros de África. —Los ojos de Altahay brillaron ladinos—. El te ayudará pero tú deberás ayudarle a él…
—¿A qué te refieres?
—Kenan tiene que saldar una vieja deuda, que él mismo te contará… Deberás ayudarle si deseas conseguir hombres fieles.
Atanarik se siente interpelado ante la proposición que le indica el bereber. Ahora, Altahay no se muestra ya con la confianza que le manifestó la pasada noche; quizá duda de él y de su historia. El godo protesta:
—No tengo mucho tiempo, debo encontrar cuanto antes a Ziyad.
—Desde el reino Hausa podréis encaminaros hacia las montañas del Aurés, el lugar donde Ziyad se oculta.
—Según tu plan deberemos ir muy al sur para después desandar el camino retornando hacia el norte. Me propones un largo viaje…
—Lo es; pero, si no es por el sur, no hay otra forma de entrar a salvo en los lugares que domina Ziyad. Además, en el reino Hausa conseguirás hombres que te serán fieles, te aseguro que te va a merecer la pena…
—No podré ir solo.
—Irás con Kenan y os acompañarán algunos hombres más. Te proporcionaré mercenarios que buscan un futuro mejor que el desierto.
—¿Podré confiar en ellos?
—Como en mí mismo —ahora el jeque le habla protocolariamente—. Mi señor Atanarik, sois el hijo de Ziyad; para los bereberes, vuestro padre es un hombre al que debemos lealtad.
Altahay le conduce hacia un lugar en el campamento en el que unos hombres armados se están montando sobre grandes camellos. Son en torno a una veintena de guerreros; unos, oscuros, de la raza de Kenan; otros, de piel clara, de la tribu de Altahay.
Después el bereber, le cambia el caballo por un camello, que le será de más utilidad en el largo viaje hacia el sur, y le suministra provisiones. El godo, por su parte, le recompensa con el oro que Olbán le ha entregado en Septa días atrás.
Guando el sol asciende sobre el horizonte, Atanarik se despide del jeque; éste le dice que quiere combatir junto a él; que se le unirá cuando cruce el estrecho.
El hombre del Norte emprende el camino hacia el interior guiado por el individuo de piel oscura. El godo ha montado alguna vez en camello, aquél es un animal dócil. Desde lo alto de sus dos jorobas, durante leguas Atanarik se balancea al ritmo de sus pasos, divisando siempre el mismo panorama, un océano de dunas ambarinas, en un erial inabarcable. En lomos de aquel animal viejo de pelambre deslucida, el godo cabecea monótonamente.
Sol. Arena. Sol. Más arena.
Un cielo sin nubes.
Ni rastro de brisa.
Sequedad.
Calor, un calor que les penetra en la piel, a pesar de la protección de los mantos bereberes. Al avanzar, los camellos levantan la arena que les precede en su marcha. El guía le sonríe, una hilera de dientes blancos atraviesa la faz oscura.
Ella era blanca, con una piel suave, y unos labios rosados. Floriana… Olbán la envió desde Septa, en las tierras de la Tingitana, a la corte del rey godo. Una joven dama que debía servir junto a la reina. Una mujer hermosa, hermosa e inteligente. Quizá fue eso lo que la condenó, lo que la condujo a ser asesinada.
La sierva. Alodia, una mujer extraña, le salvó la vida, posiblemente a costa de la suya propia. Las puertas de las dependencias de Floriana temblaban bajo los golpes de los soldados, se escuchaba la voz de Belay, el capitán de la guardia, el hombre del rey, el espathario de Roderik. Alodia arrastró fuera de la estancia a Atanarik, lo introdujo en un pasadizo que solamente conocían las damas de Floriana y le indicó que avanzase a través de él. Ella se quedó detrás para cerrar la entrada al corredor y disimularla con un tapiz. Nadie podría saber que allí existía una salida de la estancia.
Cuando, echando la puerta abajo, la guardia entró, la sierva ya había cerrado la entrada del pasadizo y cruzaba el aposento. Corrió hacia la balconada externa del palacio, saltó sobre un estrecho saliente en la muralla y caminó sobre el abismo. Algunos hombres fueron tras ella; otros registraron la estancia sin encontrar la entrada ya oculta. Al llegar a la ventana, los soldados con sus grandes botas de campaña no pudieron seguir a la sierva que deambulaba sobre el angosto alero del muro del palacio. La muchacha se desvaneció entre la niebla nocturna. Sonaron las trompetas, y se escucharon gritos que enviaban en persecución de Alodia a la guardia, a los arqueros, para que la atravesasen desde abajo. La noche, oscura y turbia por la niebla, la protegía. Ella se deslizó, pegada a la pared, temblando, y se introdujo por una estrecha abertura en el muro del palacio. Esbelta como un felino, delgada y ágil, desapareció de la vista de sus perseguidores como si se hubiese esfumado en la noche. Se adentró en el pasadizo que rodeaba las estancias de Floriana, descolgando uno de los hachones de la pared, se dirigió hacia donde Atanarik avanzaba perdido en la oscuridad subterránea. La sierva pronto le encontró, y él se dejó conducir hacia las profundidades de la tierra. Marcharon deprisa y sin rumbo, huyendo de sus perseguidores. Les pareció escuchar a los lejos las voces de los soldados, buscándoles, por lo que se internaron en lo más profundo de la roca que cimentaba la capital del reino de los godos, la antigua ciudad fundada por Hércules. Se perdieron por aquellos túneles, que parecían no tener fin. Durante largo tiempo caminaron deprisa, todo lo deprisa que les permitía lo oscuro de los pasajes y lo resbaladizo del suelo, hundiéndose más y más en las entrañas de la tierra. Las galerías, que en su inicio estaban formadas por bóvedas de cañón y sillarejo, fueron dando paso a la roca madre, una roca de colores extraños, que a menudo brillaba al paso de la antorcha. Se sentían enterrados en vida, perdidos en un lugar misterioso, ajeno a todo lo conocido.
El cabello rubio ceniza de Alodia brillaba a veces por el resplandor de la tea. Llegaron a un arroyo que, habiendo labrado un túnel, descendía hacia el interior de la montaña, prosiguieron a través de él, mojándose los pies. La húmeda roca del pasadizo brillaba bajo la antorcha. Al fin, se encontraron en una enorme cueva con una laguna en el centro, donde desembocaba el arroyo. En el techo, estalactitas alargadas que resplandecían cuando la luz de la tea incidía sobre ellas. En el ambiente se respiraba un hedor insoportable.
Rodearon la laguna pisando una tierra arenosa. Algo se movió en el agua, formando un oleaje alargado que llegó a la orilla donde se encontraban. Les atenazó una sensación de miedo. Al otro lado de la laguna, en la penumbra se entreveía otro pasadizo que se elevaba; seguramente por allí estaría la salida. Antes de llegar a él, la luz de la antorcha se reflejó sobre un gozne de metal dorado y una gran puerta entreabierta. No mucho tiempo atrás, el gran portón había estado cerrado por varias cadenas y candados que ahora yacían en los suelos. Los eslabones rotos no estaban cubiertos por la herrumbre, eran aún brillantes. La humedad del suelo no los había aún enmohecido.
Al verlos caídos por el suelo y la puerta abierta, Alodia gritó.
—¡No!
—¿Qué ocurre?
—Lo ha hecho. Roderik ha abierto la puerta prohibida. Roderik le decía a Floriana que quería entrar en la cueva de Hércules, pero ella le advirtió que no lo hiciese, que el mal caería sobre él.
—¿Cómo puedes saberlo, sierva?
—Yo… yo les oía. Floriana no se fiaba de Roderik; cuando él venía quería que yo estuviese cerca y yo… yo he escuchado todo lo que decían. ¡Venid conmigo! —exclamó ella muy nerviosa.
Penetraron en el interior de la estancia. No era una cueva natural sino una enorme cúpula, construida mediante una ingeniería muy antigua y compleja para sostener el gran palacio de los reyes godos. Del techo pendía una gran lámpara de bronce con brazos de formas extrañas, con dragones alados y serpientes de las que salían lenguas en las que había pequeños recipientes de aceite, Alodia encendió uno de ellos con la antorcha y el fuego pasó a los siguientes, hasta prender toda la lámpara, una luz suave pero límpida colmó la estancia. La claridad iluminó el oro, la plata y las piedras preciosas.
Contemplaron las joyas, armas y muebles de distintas clases y tamaños. Había grandes espadas romanas, yelmos y escudos; baúles entreabiertos en los que asomaban monedas antiguas; marfil, collares, brazaletes, coronas, anillos… Entre tantos objetos valiosos y en el centro de la cúpula, bajo la lámpara, destacaba una mesa de oro, guarnecida en esmeraldas. La mesa era de una sorprendente belleza, una tabla de oro y plata, decorada por tres cenefas de perlas de diverso oriente, a las que rodeaban múltiples pies de esmeralda. Estaba grabada en unos caracteres de una lengua que Atanarik no supo descifrar, pero que Alodia reconoció.
En el suelo y cerca de la mesa, encontraron un arca abierta; la tapa había sido forzada, los candados rotos. El interior se hallaba casi vacío, solamente unas extrañas banderas en las que lucía un símbolo: una media luna y dos alfanjes de hoja curva cruzados entre sí.
Alodia se asustó aún más al ver el arca abierta y exclamó:
—Todos los males vendrán sobre aquel que osó desvelar el secreto de Hércules, su reino será destruido.
Atanarik percibió el frío del ambiente, el misterio, y al examinar las banderas, exclamó:
—Son las banderas que mi padre, Ziyad, conquistó…
—¿Las conocéis?
—Sí. Las banderas árabes del pueblo contra el que luchó mi padre. Es lo único que conservo de él, porque fue lo único que mi madre se trajo cuando le abandonó.
—Pues estas banderas —dijo ella— un día ondearán en Toledo y en todas las tierras de Hispania.
—¿Cómo sabes eso?
—Yo asistí oculta a las reuniones de los conjurados, en las estancias de Floriana. Ellos buscaban esta cueva, que es la cueva de Hércules, vedada para cualquier ser humano. Vos y yo la hemos encontrado pero parece ser que antes de nosotros vino alguien y la ha abierto. La leyenda afirma que el que abra esta cámara atraerá sobre sí y los suyos todo tipo de males.
La miró desconcertado, él había escuchado también aquellos relatos que circulaban por Toledo, pero le habían parecido patrañas, cuentos de comadres.
Ella prosiguió:
—Por Toledo, siempre ha circulado una leyenda que he escuchado en multitud de ocasiones. La leyenda cuenta que los que construyeron este lugar lanzaron una maldición sobre el hombre que osase profanarlo, el hombre que rompiese las cadenas sería entregado a sus enemigos. Dentro del cofre, están las banderas del vencedor. Roderik ha tentado a la fortuna, por eso el destino se cebará en él y posiblemente en nosotros.
Los ojos de Alodia brillaban, sobrecogida por un temor supersticioso. Mientras, el joven godo miró hacia las riquezas que le rodeaban… Pensó que si Roderik, un hombre avaro y codicioso, había estado allí, habría querido llevarse las riquezas, pero no había señales de que se hubiese sustraído nada. El tesoro permanecía allí, al parecer, indemne. Algo había asustado al rey o a los que hubieran abierto aquella cueva. ¿Por qué —quienquiera que hubiera abierto la cámara— no se había llevado las joyas, el oro, las piedras preciosas y las riquezas de aquel lugar?