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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

El astro nocturno (9 page)

BOOK: El astro nocturno
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A la cabeza del proscrito, retornaba una y otra vez la idea de depurar el país: la corte, corrupta; la Iglesia hedía a nepotismo, afán de lujo y de riquezas, falta de espíritu cristiano y vanidad. Los siervos se fugaban de sus predios porque necesitaban comer, los nobles sólo buscaban su propio provecho; el rey, un títere de los nobles o un tirano. Más allá de la venganza por la muerte de Floriana, Atanarik ansiaba ahora un cambio radical; rehacer, desde sus raíces, un reino que se hundía. El gardingo real pensaba que mientras él era perseguido como asesino, el auténtico criminal detentaba injustamente la corona.

Cuando el sol descendía sobre el horizonte, iluminando la Sagra, huyó de Toledo. Se escabulló entre el tumulto de los campesinos que salían de la ciudad, antes de que se cerrasen las puertas. Caminaba inclinado, mirando al suelo, y cubierto por la capucha. A su espalda colgaba un saco en el que parecía llevar grano, pero en donde en realidad escondía una espada. Los guardias de las puertas que buscaban, entre los que salían, al noble gardingo que había asesinado a la dama, no le reconocieron y le dejaron pasar. Quizá creyeron que era otro más de los muchos campesinos que habían acudido a trocar productos en el mercado.

Anduvo deprisa, sin detenerse. Cuando llegó a los cerros que se elevaban cercanos a la ciudad, al inicio de las montañas que debía atravesar para llegar al Sur, se paró para echar una última mirada a la urbe, aquel lugar donde había muerto su Floriana, el lugar de su adolescencia y primera juventud. Las altas torres de las iglesias, los palacios de los nobles, las casas de los menestrales descendiendo hasta el Tagus y en lo alto, coronándolo todo, el palacio del rey Roderik.

Se abstrajo mirando a la ciudad a la que amaba. Al tiempo, a su lado, sintió la presencia de alguien; una presencia suave que apareció allí de modo casi mágico.

Era Alodia.

—Mi señor, llevadme con vos. Tengo miedo de permanecer en la ciudad. Los hombres del rey me buscan. No tengo a nadie.

Atanarik se miró a sí mismo, a las ropas que llevaba puestas, su aspecto rústico.

—Ahora soy un siervo. Nada tengo. Mi camino es largo y va a las lejanas tierras africanas.

—Iré con vos. Os serviré.

—No puedo ofrecerte nada —dijo él, compadecido.

—Ahora pertenezco al judío Samuel, mi ama me cedió a él tiempo atrás para que les sirviese de enlace. Él ha sido bueno conmigo, me ha acogido en mi desgracia; pero sé que en Toledo no estoy segura. Han puesto precio a mi cabeza. Los bandos recorren la ciudad, antes o después sus criados pueden hablar, querrán cobrar la recompensa… Me apresarán los hombres del rey, me torturarán y seré ejecutada.

Los ojos de Alodia estaban cubiertos de lágrimas. Atanarik se ablandó.

Caminaron así, juntos. Dos siervos de la gleba, él delante; ella, como una esposa sumisa, unos pasos más atrás. Nadie podría sospechar que eran proscritos, sino unos labradores que se dirigían a los campos cercanos a trabajar, o quizás a mercar a una aldea próxima.

Llegó la noche y durmieron en un pajar. La luz de la luna se colaba entre las pajas del techo.

—Tampoco vos podéis dormir…

—No —dijo Atanarik.

—¿Pensáis en ella? ¿En Floriana?

—Nada la borra de mi pensamiento —calló unos segundos, no deseaba hablar de Floriana, después siguió—, y… tú, Alodia, ¿en qué piensas?

Alodia tenía su mente fija en quien amaba. Finalmente, ella pudo balbucir.

—En nada.

Entonces, él le habló amablemente:

—No se puede no pensar en nada. Nuestras ideas bullen y cambian, transforman nuestro ánimo. Siempre se piensa en algo.

Ruborizándose y, haciendo un esfuerzo, ella le confesó por decir algo:

—Pienso en mi aldea, pienso en que vos me librasteis de algo peor que la muerte, que me trajisteis a la noble ciudad de Toledo.

Ambos callaron un tiempo. Al cabo Atanarik interrumpió el silencio, preguntando:

—¿Qué es aquello peor que la muerte de lo que te he librado?

Con cierto temblor en la voz, ella le respondió.

—Mi aldea es pagana. Adoran a la diosa, yo fui educada para ser su sacerdotisa. La sacerdotisa de la diosa debe traer al mundo los hijos de la diosa… y ellos vienen al mundo por un antiguo rito.

—¿Cuál?

—Cuando la nueva sacerdotisa ha llegado a la pubertad, en la primera luna llena, los hombres de la aldea, uno tras otro poseen a la sacerdotisa de la diosa.

Alodia avergonzada calló de nuevo. Él, compadecido de ella, le dijo suavemente:

—Había oído hablar de esos sacrificios en las tierras cántabras… Se dice que las mujeres del Norte lo aceptáis libremente.

—Mi madre sí lo hizo, por ello yo soy hija de la diosa. No tengo padre. Mi hermano Voto fue un padre para mí. Él me enseñó la luz del Único Posible. Me dijo, que no era la diosa la que descendía sobre la sacerdotisa, sino la lascivia de los hombres del poblado… Me pidió que huyese cuando se acercase el tiempo del sacrificio.

—¿Tu hermano no podía protegerte?

—A mi hermano Voto, lo expulsaron del poblado cuando supieron que había abrazado la luz del Único Posible, cuando supieron que había rechazado a la diosa.

—¿No tenías a nadie más que te defendiese?

—No. Mis otros parientes adoran a la diosa. Mi tía Arga era su sacerdotisa y me vigilaba. Vos me salvasteis.

—Te conduje a la servidumbre.

—¿Acaso era la libertad lo que yo tenía en el poblado? No. Lo que yo tenía era la esclavitud. Vos me hicisteis libre… Me respetasteis y me librasteis de la lujuria de vuestros soldados. Me condujisteis a un lugar seguro.

—Ahora recuerdo cómo apareciste en medio de aquel camino. Creí que estabas loca…

—Os compadecisteis de mí…

Atanarik prosiguió:

—¿No podía haber ocurrido que te hubiese encontrado alguien que no te hubiese respetado?

—Oré. Sí, le pedí al Único que me ayudase. Un espíritu se me apareció, un espíritu de fuego me reveló que no me ocurriría nada. Entreví la luz del Único y en la luz se me reveló que os encontraría…

Ella guardó silencio de nuevo, asustada por su atrevimiento ante aquel a quien consideraba su amo y señor. Pensó que una pobre campesina de un lugar perdido en las montañas del Norte no podía aspirar a nada más que a servir a tan alto señor. Recordó la luz, que tiempo atrás le había hablado, y le había dicho que encontraría a alguien que la protegería y que ese alguien le partiría el corazón. Sintió vergüenza por haberse expresado con tanta libertad ante un noble.

Él percibió su turbación.

—Me hablas del Único… Es una forma curiosa de hablar de tu dios…

Ella sonrió. Al hablar de Aquel, el Único, al que ella amaba, su voz se dulcificó.

—Entre las gentes del Norte hay muchos dioses. Los de mi poblado creen en la Diosa que es una diosa más pero que vela especialmente por nosotros. Mi hermano Voto me explicó que sólo existía un Dios, con tal poder que era capaz de crearlo todo de la nada. Un Dios omnipotente, las cosas, nosotros mismos somos hechos por Él. Existimos porque Él existe. Nos mantiene en el ser. Si dejara de pensar en nosotros, desapareceríamos. Ese Dios Omnipotente no tiene rivales. Además Voto me explicó que Él es mi Padre. Eso me consuela. Yo no tengo Padre, puede ser cualquiera de mi poblado, cualquier anciano, cualquier hombre deforme… Pero el Único es Perfecto y es mi Padre. El Único es el Único Posible porque si existiese otro como él, ya no sería omnipotente. La Diosa no es buena, porque permite sacrificios como aquel del que yo nací; tampoco es Todopoderosa porque hay otros dioses que limitan su poder. Yo pienso que la diosa es un engaño de los hombres. En cambio, he visto la luz del Único Posible, se me ha revelado su espíritu.

Atanarik percibió un misterio en las palabras de la muchacha. No hablaron más. Entre las tablas que cubrían el techo de aquel pajar, Atanarik divisó retazos de un cielo estrellado. Y por primera vez en mucho tiempo Atanarik no soñó con Floriana. Su sueño fue plácido.

La sierva no podía dormir. La luz de la luna entró por la ventana entreabierta iluminando el rostro de Atanarik. Alodia se sentó y lo miró largo tiempo. Sus rasgos finos y rectos, la marca en su mejilla, las pestañas que cubrían la luz olivácea de sus ojos…

Al amanecer, un hombre con una horca entró en el pajar donde el sueño velaba los rostros del godo y de la sierva. Se levantaron deprisa. El hombre les gritó:

—¿Quiénes sois? ¿Siervos huidos?

—No. Vamos hacia Toledo…

Les amenazó con la horca, pinchó a Alodia, que estaba más cerca de él. Atanarik sacó la espada que llevaba oculta y desarmó al hombre, al que ataron con una soga que colgaba del techo y le amordazaron, tras lo cual salieron huyendo.

Atanarik decidió apartarse del camino real y dirigirse hacia el sur orientándose por el sol, campo a través, dejando atrás la senda que habían llevado antes. Pronto escucharon a una jauría de perros que les perseguía a lo lejos. Alguien había encontrado al hombre atado, quien les había denunciado a los habitantes de la aldea cercana. Se figuraron que eran siervos huidos, quizás al campesino le llamó la atención la hermosa espada de Atanarik. No era posible que un siervo poseyese tal arma, sospecharon que aquel hombre quizás había matado a su amo. Estaba penado ocultar a siervos huidos. Además, si había cometido un asesinato sería peligroso. Los hombres de la aldea cercana, alertados por las explicaciones del campesino, salieron en busca de los fugitivos.

Llegaron a lo alto de un monte, desde allí se divisaba el Tagus y en la orilla, la barca varada de un pescador; Atanarik se la señaló a Alodia. Corrieron por la pendiente que llegaba al río y al llegar a su orilla, se montaron en la barca; avanzando ocultos por las cañas de la ribera.

Los perros se detuvieron al llegar a la margen del río y perdieron el rastro. Los del poblado, tras continuar la búsqueda por la ribera del río, algún tiempo después se dieron por vencidos y finalmente retornaron a la aldea.

La barca fue navegando sola, río abajo. Se dejaron llevar por la corriente. Pasaron todo el día en la lancha, deslizándose en el agua, sin remar, ocultos. Al anochecer, la barca se detuvo en la orilla.

Saltaron a tierra y, caminando cerca del río, encontraron un embarcadero, con una choza deshabitada. Durmieron allí.

Al nacer el sol, Alodia sacó de una faltriquera un mendrugo de pan y lo comió con ansia. Después, se dirigió al cauce del agua para lavarse. Sacó un peine de madera y se atusó el largo cabello rubio ceniza, el sol naciente de la mañana hacía brotar rayos de plata entre el cabello rubio oscuro. Así se la encontró Atanarik.

Cerca del embarcadero, salía un camino. El antiguo espathario se orientó por el sol, la senda conducía hacia el sur. Caminaron por ella. El sol iba subiendo en el horizonte, un sol de otoño que no calentaba. La brisa suavemente movía las ropas de Alodia. Más allá del río, en un viñedo, los labradores recolectaban la uva. Un niño corría entre ellos. Los fugitivos no osaban a acercarse a los campesinos. No sabían dónde se encontraban.

Al fin, el gardingo real se atrevió a aproximarse al lugar en el que los siervos estaban vendimiando. Varios de ellos se habían separado del grupo y se habían acercado al borde del campo, donde había unos pellejos con agua. Atanarik les hizo un gesto y uno de los vendimiadores, un hombre rechoncho y fuerte, se acercó hasta ellos.

—¿Quiénes sois? —les preguntó para orientarse.

—Siervos de mi señor Teodoredo.

Atanarik miró a Alodia. Las tierras de Teodoredo estaban al suroeste de Toledo. Cercanas a ellas había alguna población. Pensó en comprar allí caballos para acelerar la huida.

—¿Qué tal la cosecha?

—Este año no ha llovido casi nada. El pedrisco se llevó parte de las viñas en el mes de junio. Debemos pagarle a mi señor Teodoredo. No podremos comer.

Alodia les contempló, aquel hombre era poco más que piel y pellejo. Los otros tampoco mostraban muy buen aspecto.

—Vamos a la feria de ganado. Nos han dicho que hay feria en una ciudad próxima.

—Debe de ser en Norba…
[8]

—¿Norba?

La barca les había llevado lejos, muy hacia el oeste, a las tierras de la Lusitania.

—Si camináis dos o tres días al sur creo que encontraréis la ciudad. Allí suele tener lugar una feria de ganado; aunque con la carestía y la peste no sé si hallaréis gran cosa.

El hombre les ofreció agua. Atanarik se la pasó a Alodia, que estaba sedienta.

—¿Es tu esposa? —dijo el siervo con cierta admiración.

—Sí —hubo de contestar Atanarik.

El gardingo la miró, bebiendo agua con la boca entreabierta, el cabello rubio ceniza brillando bajo la luz del sol de otoño. Nunca la había mirado así. Se dio cuenta de que era de mediana estatura, bien proporcionada, con una nariz fina y recta, con rasgos delicados. Tenía los ojos entrecerrados para beber de la cantimplora de barro y las pestañas sombreaban sus mejillas. Al fin, bajó el recipiente y se lo pasó a Atanarik, mirándole con ojos brillantes. Le sonrió. Él le devolvió la sonrisa, hacía mucho tiempo que no lo hacía. Algo dulce recorrió el corazón del gardingo.

Los siervos compartieron con ellos un escaso pan oscuro, Atanarik les pagó con unas monedas de cobre. Se despidieron, saludándoles con la mano, sin preguntar nada.

Ahora, Alodia y Atanarik caminaban el uno junto al otro por el camino. Atanarik estaba contento.

—En Norba compraremos caballos y ropas. Tengo que llegar a Septa cuanto antes y caminando tardaríamos mucho tiempo.

—No sé cabalgar.

—Aprenderás, no es difícil. Buscaré un animal de carga, que sea dócil, en el que puedas montar.

—Mi señor, os retraso en el camino.

—Ahora ya no puedo dejarte atrás —exclamó con tono decidido—. Te dejaré en Hispalis, al cuidado del obispo Oppas. Allí estarás a salvo.

A ella se le humedecieron los ojos. No podía soportar el pensamiento de estar lejos de Atanarik, pero guardó silencio sin emitir ninguna protesta.

La mañana era cálida y suave. Después de los días pasados en los que parecía que el invierno se había apoderado del mundo, el otoño volvía con días algo más templados. Soplaba un aire tibio, que levantaba suavemente las faldas de ella y la corta capa de él. El campo mostraba una tierra rojiza, interrumpida por las vides. Entre los viñedos, los campos de cereal habían sido cosechados.

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