—Y… ¿Ziyad?
El bereber calla durante un instante, cavilando hasta qué punto debería revelar a un extraño el refugio del jefe bereber.
—Dicen que se dirigió hacia el reino Hausa…
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que quizá se oculta en las montañas de Awras…
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—Altahay se expresa de un modo impreciso—. Ahora has de descansar, más tarde hablaremos.
Con una palmada, el jefe de los bereberes, llama a la servidumbre para que atienda al recién llegado. Los esclavos le conducen hacia una tienda cercana a la charca, donde se acomoda. El suelo está mullido por alfombras de nudos y, en las paredes de lona, se apoyan amplios almohadones bordados. Todo huele a almizcle y a especias; al fondo de la tienda, un recipiente de bronce sobre un infiernillo, exhala humo blanquecino y oloroso; a un lado, una palangana con agua donde Atanarik se lava las manos y se refresca la cara y el cuello. Después el godo se retira el turbante, mostrando unos cabellos castaños y cortos; un semblante de facciones rectas, con barba joven y escasa; en la mejilla, una señal oscura, estrellada, como un lunar grande.
Rendido por el viaje, agobiado por el calor del día, se recuesta sobre los almohadones pero no llega a dormir, está intranquilo.
Cuando se levanta y sale de la tienda, el sol ha iniciado su descenso. Se dirige al manantial en el centro del campamento bereber. Una nube perdida, aislada en el cielo, se refleja en el agua del oasis. La corriente mana del suelo y se remansa en el lugar para, después, desaparecer bajo tierra. No es una poza enfangada sino un venero de aguas límpidas donde afloran las corrientes subterráneas del desierto. El godo se relaja apoyándose en una palmera. Bajo su sombra, los esclavos del bereber le sirven vino y dátiles. Atanarik bebe sediento, después mordisquea sin ganas los dátiles; transcurre perezosamente el tiempo. De pronto, en un instante, el sol se esconde. Atanarik se sigue asombrando por la celeridad del crepúsculo en aquellas tierras australes. El sol apenas ha rozado la arena del desierto, cuando desaparece del horizonte. En el ocaso luce aún un fulgor rojizo, la tierra se vuelve oscura, el horizonte es purpúreo.
Al salir las estrellas, se alza el fuego en el oasis, las mujeres preparan alimentos y el olor suave de la carne y el mijo guisados se extiende por el campamento. Le conducen al lugar donde Altahay cena recostado entre almohadones, cerca del fuego; Atanarik se inclina en un saludo protocolario, antes de sentarse junto a él. Se escuchan las notas de la flauta y el tambor. Una música suave, que se va transformando en cada vez más intensa y rítmica, se alza entre las llamas. Pronto, el godo se abstrae contemplando a aquellas mujeres libres —tan distintas de las damas de la corte de Toledo— beduinas que danzan con descaro ante los hombres. Atanarik las observa para después fijar su vista en el cielo.
La noche se ha tornado fría, las estrellas parecen formar palabras, figuras, un acertijo que quizá quiera señalarle algo. Sobre el horizonte brilla un astro de luz penetrante, la primera estrella del ocaso. Sumido en la contemplación del firmamento, apenas escucha a Altahay que, junto a él, asume sus deberes de hospitalidad; al fin, el godo encauza su pensamiento hacia el jeque cuando éste comienza a hablar de aquel hombre, una leyenda entre los bereberes, al que Atanarik está buscando.
—Conocí a Ziyad, el guerrero que es una leyenda para nosotros, los bereberes… Ambos éramos jóvenes, creo que tendríamos la misma edad que tú tienes ahora, cuando nos enfrentamos a las tropas árabes. Las capitaneaba un hombre valeroso, Uqba ben Nafti, el conquistador árabe del Magreb, uno de los más grandes generales del Islam.
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Le llamaban el Africano porque cruzó y conquistó todo el Norte de África desde Egipto hasta el Atlas. Destruyó Cartago y fundó Kairuán en la provincia de Ifriquiya.
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Tras sus campañas se dijo que los árabes eran invencibles, porque derrotaron una a una todas las tribus bereberes. Sólo Kusayia, el padre de Ziyad, y, tras la muerte de éste, su hijo, prohijado por la Kahina, les han hecho frente con éxito.
—¿Sabes dónde se oculta Ziyad? ¿Sigue teniendo hombres que luchen a su lado?
—Creo que sí. Hace poco uno de sus lugartenientes atacó las costas hispanas, pero él se oculta… Si un día Ziyad se levantase en armas, todo el Magreb le seguiría… Yo, el primero de ellos… —Altahay calla un momento y luego prosigue— tal es su prestigio.
Atanarik fija su vista atentamente en el bereber; quizás algún día, aquel hombre, Altahay —cuyo nombre significa «el audaz guerrero»—, luche a su lado. Atanarik desea conocer más acerca de Ziyad pero el jeque, al hablar del legendario caudillo bereber, se torna parco en palabras. En la conversación se hace una pausa más larga que Altahay aprovecha para observar al forastero con detenimiento, fijándose en la pequeña mancha que marca la cara del godo. Al fin se dirige a él, preguntándole:
—¿Por qué tú, un godo, buscas a aquel de quien los bereberes nos gloriamos?
Atanarik alza los ojos, aquellos ojos claros y oliváceos, aquellos ojos en los que se mezclan las razas.
—Porque es… mi padre.
Altahay muestra una actitud de admiración y reverencia al hijo de aquel que es un héroe para los hombres del desierto.
—Debí suponer que tenías algún parentesco con él. Tienes su señal en la cara, la señal de la familia de Kusayla.
Atanarik se pasa la mano por la mancha que le marca la cara desde niño, un lunar grande, la señal que un día le avergonzó y de la que ahora se enorgullece.
—¿Cómo puede ser que Ziyad tenga un hijo… un hijo godo, un hombre del Norte…? —el bereber inquiere.
Atanarik se recuesta entre los almohadones.
—Te contaré una historia.
Altahay le observa con curiosidad y expectación; al bereber le gustan las historias; le agrada sentarse junto al fuego y que le narren antiguos relatos que él, a su vez, contará, modificándolos y transformándolos hasta que un día se conviertan en leyendas.
—Como bien me has contado, antes de que yo naciera, los árabes procedentes de Egipto cruzaron el Magreb enfrentados primero a los bizantinos, después a los asentamientos godos de la costa y, por último, a los bereberes del Atlas, a quienes comandaba Kusayla, el padre de Ziyad…
Altahay recuerda bien aquel tiempo en el que las tribus bereberes del Magreb se enfrentaron a un poderoso enemigo: los árabes recién convertidos al Islam que avanzaban por el Norte de África. Por eso le interrumpe, diciendo:
—No pensábamos que Uqba, el árabe, fuese a llegar hasta el Atlántico ni que atacase el Sahara, enfrentándose a nosotros los bereberes, nos sentíamos resguardados por el desierto y por las montañas del Atlas. En esta tierra no hay riquezas, somos nómadas, guiamos caravanas, los bereberes que habitan las montañas pastorean ganado…
El jeque se detiene, quizá pensando en su pueblo. El godo prosigue hablando:
—En un principio el árabe no iba contra vosotros, los bereberes. Creo que Uqba quería cruzar el estrecho y dirigirse a Hispania. Pero al llegar a Tingis,
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el jefe de la plaza y gobernador del área del estrecho, el hombre que me envía a ti, Olbán de Septa, impidió el paso de los árabes hacia las tierras de Hispania y lanzó a Uqba hacia el sur, contra los bereberes. Supongo que sabrás cómo el conde Olbán logró desviar el ataque del árabe…
—Se dice que hizo un pacto con ellos.
Atanarik asiente:
—Sí. Abandonó Tingis y hubo de refugiarse en Septa. Después, con promesas de riquezas y oro, Olbán dirigió a los musulmanes hacia el Atlas y hacia los territorios del Sus, enfrentándoles a los bereberes. El conde de Septa protegió Hispania porque, en aquel tiempo, estaba en buenas relaciones con la dinastía reinante entre los godos. Olbán siempre ha sido comerciante, su fortuna es inmensa, y además de proteger a los godos quería mantener la paz para salvaguardar sus intereses económicos en el estrecho, sus negocios con las tierras del Levante, Egipto y Asia. No quería que el reino godo fuese atacado, ni tampoco una guerra desastrosa para el comercio. Para evitarla y desviar a los árabes hacia el interior de África, el conde Olbán rindió tributo a Uqba y le pagó con oro, joyas, caballos y esclavos. Además, como prenda de amistad, Olbán le entregó como esposa a una bella mujer, su prohijada, originaria de una antigua familia goda. La mujer llevaba con ella una cuantiosa dote en joyas y objetos preciosos. Su nombre era Benilde…
Atanarik, melancólico y en voz algo más baja, murmura:
—Aquella mujer era mi madre.
El joven forastero enmudece. Se escucha el crepitar del fuego. El bereber le observa atentamente, pero no interrumpe su silencio. Después Atanarik prosigue relatando la historia:
—Sin embargo, el destino de mi madre no iba a estar entre los árabes sino entre los bereberes… A su regreso hacia su cuartel general en Kairuán, Uqba recogió en Septa a su futura esposa, y envió por delante al grueso de su ejército, por lo que se quedó con pocos efectivos. Fue un error. En su retirada hacia Ifriquiya, Uqba fue atacado por Kusayla, quien le venció. Uqba murió en el combate y Kusayla se hizo con todo el botín que llevaba el árabe. De esta manera, Benilde pasó de ser la futura esposa del gobernador de Ifriquiya a la cautiva de Kusayla…
Altahay, que le escucha cada vez más interesado, ahora recuerda claramente aquel episodio de la guerra entre los árabes y los bereberes:
—Yo participé en la escaramuza en la que murió Uqba, fue en Tahuda. Recuerdo que tomamos prisionera a una mujer, una mujer muy hermosa. Repartimos el botín, y Kusayla se quedó con la mujer como rehén. No sé qué fue de ella.
Atanarik se lo explica lentamente, recordando con melancolía aquellos hechos anteriores a su nacimiento:
—Al descubrir que Benilde era un personaje de alcurnia, una goda pariente del conde Olbán de Septa, Kusayla intentó negociar su canje. Las negociaciones se retrasaron y, entretanto, Kusayla murió por heridas de la batalla. Fue el hijo de Kusayla, Ziyad, quien la desposó. El matrimonio apenas duró unos meses, dicen que Benilde no soportaba la dura vida del campamento bereber, ni las costumbres de mi padre Ziyad, un hombre con multitud de esposas y concubinas. Cuando llegó el rescate, mi madre, enferma de melancolía, solicitó ser reintegrada a su raza y a su gente. Como recuerdo de su breve matrimonio, Ziyad le regaló una bandera que había conquistado a Uqba, el árabe… —Atanarik se detiene un momento, pensativo, y luego prosigue—: Es el único recuerdo que guardo de mi padre.
Atanarik introduce la mano entre los pliegues de la túnica y, de una faltriquera que lleva junto al pecho, extrae una fina tela de seda cuidadosamente doblada. La extiende ante Altahay. Es una bandera de color verde, en el centro una media luna y dos alfanjes de hoja curva cruzados entre sí.
—¡La bandera, de Uqba, el conquistador árabe! —se asombra el bereber—, una de las que conquistamos en la emboscada de Tahuda…
—Mi madre regresó a Septa, donde dio a luz un hijo que soy yo. Ella murió cuando yo era aún niño; pero antes de partir hacia el lugar de donde no se regresa me entregó la bandera. Me dijo que mi padre había sido un gran guerrero y que yo seguiría sus pasos. —Atanarik se detiene y continúa hablando con orgullo—: Yo soy el hijo de Benilde y Ziyad, una mezcla de razas: godo por mi madre; bereber por mi padre. No conocí a Ziyad, fui educado en Septa por Olbán, y después enviado a las Escuelas Palatinas de Toledo, donde aprendí el arte de la guerra. Ahora, graves asuntos hacen que regrese al Magreb y que busque a mi padre para solicitar su ayuda.
Altahay le observa pensativo. Aquel relato del godo le trae imágenes de su juventud, de un tiempo de guerra, el tiempo en el que los árabes avanzaron desde el Oriente, dominando a su pueblo. Recuerda las banderas árabes al viento, los gritos del invasor que asolaba las tierras del Magreb. Sólo Kusayla y tras la muerte de éste, Ziyad, les han hecho frente con éxito. Por eso, escudriña con interés los rasgos de Atanarik, siente curiosidad por saber qué es lo que ha traído al hijo de Ziyad a las tierras del Magreb, a la búsqueda de su padre.
—¿Puedo preguntarte cuáles son esos graves asuntos?
Atanarik le contesta con voz firme, decidida:
—El país de los godos se hunde, la peste y la hambruna se han apoderado del antiguo y aún esplendoroso reino de Toledo. Nadie pone remedio al desastre. El actual rey, Roderik, es un usurpador, un tirano al que hay que derrocar, un homicida que asesinó a la mujer que yo amaba. Son muchos los descontentos. Se está labrando una guerra civil. Yo he tomado ya parte en ella, necesito hombres que me sigan, que quieran cruzar el estrecho para atacar a ese reino corrupto. Nos espera la gloria y un gran botín.
Ante estas palabras ardientes, el jeque bereber observa a aquel godo que le habla lleno de pasión. Siente que una fuerza emerge de él, un magnetismo en el que Altahay se ve envuelto. Le recuerda a Kusayla, le parece ver en él a Ziyad, que sigue invicto y ha llegado a dominar el Magreb desde su guarida en las montañas del Atlas. Un hombre joven que quiere cambiar el destino del mundo. Sí, él, Altahay, es también un guerrero y le gustaría luchar junto al hijo de Ziyad en esa campaña que se avecina. Atanarik es la cría de un león del desierto, un águila que cruza las cumbres, un guía de hombres, una estrella en el ocaso del reino godo que se alza para brillar con una luz rutilante.
—Eres un digno hijo de tu padre, en tus venas corre la sangre de Kusayla. Te indicaré el camino que conduce hacia Ziyad. Hablaré de ti a las otras tribus. Te proporcionaré los hombres que necesitas. Tu padre tiene muchos hijos pero ninguno tiene la marca de Kusayla en su faz, y no creo que ninguno de ellos posea el ardor guerrero que inflama tu corazón.
La luz de la hoguera se apaga, las brasas emiten un resplandor tenue. Las estrellas giran y siguen su órbita en un cielo límpido. El bereber se retira y Atanarik lo hace también a su vez.
La cueva de Hércules
En la tienda encuentra a la mujer que Altahay le ha cedido como muestra de hospitalidad, una mujer morena, una de las esclavas que le observa con timidez. Atanarik no desea gozar de ella. La sierva le mira sorprendida por el rechazo, y se acuesta a sus pies como un perrillo. El cabello oscuro y ondulado la cubre. Contemplando aquella negra cabellera, a su mente regresa una figura ensangrentada, un cabello azabache esparcido sobre un lago de sangre.