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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

El astro nocturno (43 page)

BOOK: El astro nocturno
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Tariq está profundamente concentrado, rezando las oraciones al dios Clemente en voz alta. De pronto, algo le distrae, un ruido como si un animal estuviese hurgando por debajo del suelo, el sonido de alguien que roe algo, un ruido rotatorio. Piensa que quizás haya una rata cerca. Escucha. Ahora oye una voz que pronuncia su nombre. La voz viene del suelo, a través de la pequeña trampilla, en la celda de Tariq penetra un tenue resplandor.

El bereber se arrodilla en el suelo y, en voz baja para no despertar a los guardianes, pregunta:

—¿Quién va ahí?

—Soy yo. Soy Alodia.

—¡Alodia! —repite con alegría—. Olvidé que eres capaz de atravesar los túneles.

—¿Estáis bien, mi señor?

—Todo lo bien que se puede estar, preso y atrapado en este lugar inmundo —escucha más ruidos que provienen del suelo e inquiere—. ¿Hay alguien más ahí?

Alodia introduce los dedos por las rejas de la alcantarilla. Tariq se agarra a los barrotes que la separan de ella y comienza a moverlos con fuerza, intentando no hacer ruido, pero no puede desprenderlos.

—Sí, mi señor.

—¡Samal!

—Decidnos qué debemos hacer… —le pregunta el africano.

—Avisa a los otros bereberes. Cuando la luna haya madurado por completo, tendrá lugar un juicio en el que Musa puede condenarme o salvarme. Es vital que os levantéis contra él… Diles que organicen una revuelta y que pidan mi regreso. Habla con Kenan y Altahay, habla con los jefes bereberes, dirígete a mis hermanos Barani. Recuérdales que le deben vasallaje y sumisión al hijo de Ziyad.

—Todos están listos para luchar por vos… —responde Samal.

—Recluta a cuantos más hombres puedas…

—Lo haré.

La voz de Tariq se torna más suave, cuando le pide al bereber:

—Samal, buen amigo, cuida de mi esposa… ¡Que Allah el Todopoderoso os guíe y acompañe! Escuchadme bien, Alodia debe huir inmediatamente de la ciudad, la usarán en mi contra.

Él la escucha llorar. Alodia se acerca a la reja que le separa de su esposo, y agarrándose a los barrotes prorrumpe en sollozos:

—¡No puedo! ¡No puedo seguir!

Tariq se impacienta ante la debilidad de su esposa y le dice:

—¿Qué te ocurre ahora?

Ella, ahogada por la angustia, repite sin cesar:

—No puedo, no tengo fuerzas… Llevo a vuestro hijo. Quiero que mi hijo tenga padre.

Tariq, cada vez más agitado, le ordena:

—¡Por Allah Misericordioso! ¡Huye!

Después susurra en una voz que parece fría y dura para Alodia, pero que está llena de desesperación:

—Irán a por ti, te torturarán, te utilizarán para tenerme bajo su poder. Quieren el secreto. ¡Samal! ¡Cuídala, condúcela lo más lejos posible de aquí!

Alodia se retira de la reja en el suelo. Desearía que él le hubiese dicho alguna palabra amable, algo que la confortase. Samal tira de ella empujándola hacia delante. Alodia camina vacilante y cansada.

La luz de la antorcha que penetra por la alcantarilla desaparece. Tariq se hunde en la tristeza al ver desaparecer aquel brillo suave que parece siempre envolver a Alodia.

19

La revuelta bereber

Las calles de la ciudad de Toledo han sido tomadas por los hombres de Tariq, por las tropas bereberes. Los clanes, las tribus, las kabilas piden el regreso de su señor, Tariq ben Ziyad. Samal ha desempeñado bien su cometido y ha conseguido levarlas. Les ha hablado de la injusticia cometida contra Tariq. Aquellas tribus, siempre belicosas, pocas veces aunadas entre sí, se han unido contra lo que consideran una afrenta. La organización tribal de los bereberes suele cifrarse en un proverbio: «Yo contra mi hermano; mi hermano y yo contra mi tío; yo, mis hermanos y los hijos de mi tío contra todos los demás.» Tariq es de los suyos, el hijo de Ziyad, por eso ahora lo defienden aunque en muchos momentos de la conquista no le hayan obedecido y, contraviniendo sus órdenes, hayan saqueado campos y ciudades sin atender a ninguna norma.

Musa se asoma a las ventanas de la fortaleza y ve la ciudad tomada por las tropas del Magreb. Ante él se presentan dos opciones: someterlas a través de un baño de sangre, que no le va a reportar beneficios para la campaña, o negociar. El gobernador de Kairuán sabe que necesita a aquellos hombres, por eso se apresta a pactar.

Los cerrojos que atrancan la mazmorra donde Tariq permanece encerrado se descorren con un ruido metálico y el general bereber es conducido fuera de la prisión. Al llegar al patio central, la luz brillante del sol de Toledo le molesta, haciéndole parpadear. Le llevan a las estancias de Musa.

Éste, al verle llegar, abre los brazos, estrechándole como signo de paz, mientras le susurra con voz suave pero amenazadora.

—Puedes colaborar conmigo o enfrentarte a mí. Sé que tienes una esposa, si no obedeces mis órdenes, la buscaré dondequiera que se encuentre y no la volverás a ver. Si no colaboras, muchos bereberes morirán.

Después, le besa tres veces en las mejillas, en gesto de amistad y le promete que le repondrá al mando de las tropas. Tariq se estremece ante el contacto con el árabe; odia a aquel hombre que después de haberle humillado le halaga porque le necesita para conseguir el tesoro y para proseguir la campaña al tiempo que le amenaza con dañar a su familia y a sus gentes.

Desde un balcón de piedra, los dos hombres se dirigen a la multitud bereber en el patio de armas del palacio. Públicamente Musa expresa su consideración a Tariq ben Ziyad, el jefe bereber, y le confirma como su general para la campaña que se avecina.

Los hombres del desierto y la montaña magrebí gritan el nombre de Tariq una y otra vez. El hijo de Ziyad, apoyándose en la balaustrada, les saluda con la mano y dirigiéndose a ellos anuncia:

—Debemos seguir luchando por Allah, en contra de los incircuncisos. Debemos estar unidos a los hermanos musulmanes. Aún queda un reino por acabar de conquistar, aún quedan tesoros. Seguimos en la
yihad
, la Guerra Santa de Allah, el Clemente, el Misericordioso.

Un grito de alegría y de victoria se extiende entre las tropas bereberes al distinguir a su señor, al escuchar sus palabras. Tariq no sonríe. Aquellas palabras no le han salido del corazón. Junto a él en la balconada se hallan Musa y su hijo Abd al Aziz; siente la amenaza de los árabes sobre él. Él también tiene dos opciones: someterse al califa, representado en Musa, o rebelarse, pero el precio de esto último sería su vida, y con su caída arrastraría a muchos compatriotas, y si el árabe la encuentra, también a Alodia.

En cualquier caso, lo que más mueve a Tariq para seguir en la lucha junto a los árabes es la fidelidad hacia las tribus del desierto, a lo que un día prometió a su padre. Muchos de los que han cruzado el mar forman parte de su familia, hermanos, primos, o hijos de sus hermanos. No puede abandonarlos. Se retira del balcón y los hombres que abarrotaban el patio de armas del palacio se dispersan.

Musa le ordena que le muestre el lugar donde ha guardado el tesoro; debe pagar el precio de su perdón. Sólo Tariq sabe dónde está y dónde se encuentran las llaves de la cámara en la que se guarda. Tariq pide que liberen a Ilyas, a quien meses atrás nombró como guardián del tesoro. Después, Musa, Tariq e Ilyas junto con los otros conquistadores, avanzan por los intrincados corredores de piedra del Alcázar. Llegan frente a la gran cámara con su pesada puerta de hierro. Tariq ordena a Ilyas que abra la puerta. Este saca una enorme llave de una faltriquera e introduciéndola en el agujero de la cerradura la hace girar. La puerta se desliza sobre sus goznes. La luz de las antorchas ilumina la sala; brilla el cuantioso tesoro de los godos, al que se une el botín que ha conseguido el propio Tariq en la campaña, así como las riquezas de la cámara de Hércules. Desparramado por la estancia refulge un gran caudal de oro, plata, adornos, perlas de valioso oriente y piedras preciosas: rubíes, topacios, esmeraldas… Deshecha en trozos por el suelo está también el objeto más preciado, la mesa del rey Salomón que los godos obtuvieron tras el saqueo de Roma; una joya de valor incalculable que el emperador Tito consiguió tras la destrucción del Templo de Jerusalén.

Tariq le hace una señal, que Musa no aprecia, a Ilyas, ambos se entienden.

El wali de Kairuán no tiene ojos más que para aquellas riquezas. Su alegría es inmensa, se considera a sí mismo el hombre más poderoso de la tierra. Se arrodilla ante el tesoro, besa las piedras, las joyas… Ya nada importa, ante aquel botín el califa le elevará, le tomará de la mano. Ahora Musa puede afirmar que el hijo de un esclavo ha conquistado para el califa, para el Islam, un país de amplias tierras, hermosas mujeres y un tesoro de valor inconmensurable.

Sí. Musa puede borrar su pasado para siempre; el origen humilde que siempre le ha avergonzado. El wali era hijo de Nusayr, un judío capturado en los primeros tiempos del Islam, durante una de las primeras campañas en la península arábiga, un hombre que fue esclavo y años después medró en la corte de Damasco. Tras su conversión al Islam, Nusayr consiguió colocar a su descendencia en puestos clave en la administración omeya. El hijo del esclavo ha sido despreciado en muchas ocasiones por los árabes de pura raza, ha tenido que humillarse. Con su victoria, con la adquisición del tesoro, Musa puede rehabilitar aquel pasado deshonroso para un conquistador.

El árabe sale de la cámara del tesoro tan satisfecho y lleno de gozo, que decide celebrar un gran banquete en el que sienta a Tariq a su derecha. El bereber ha enmudecido,
y
apenas puede tragar bocado.

Después del festín, los jefes árabes y bereberes se reúnen. Ahora que los dos ejércitos se han unido, es preciso que prosigan la campaña, el país no está totalmente pacificado ni enteramente ocupado.

En la reunión de capitanes, Musa se muestra ávido de nuevo botín, deseoso de continuar la guerra. Sin embargo, Tariq no muestra el entusiasmo, ni aquellas ganas de revancha y de conquista, que sentía al inicio de las hostilidades, hace algo más de un año en la lejana ciudad de Kairuán. Ahora su venganza ha quedado atrás. El rastro de la mujer muerta se ha diluido en la batalla, su ánimo no está dirigido ya hacia el desquite. Lo que un día movió sus pasos, el afán de justicia en el antiguo reino godo, se ha mostrado irrealizable. La idea de un reino más justo, en el que la sagrada ley islámica sea impuesta, se ha desvanecido ante aquel Musa ávido de riqueza y poder. Con toda claridad percibe que los bereberes, el pueblo que trajo de África, van a ser sojuzgados por los conquistadores árabes.

Se extienden mapas sobre una amplia mesa de campaña. Los jefes árabes y bereberes discuten sobre el camino que deben seguir. Tariq escucha los planes que se están trazando, sin pronunciar palabra, a menos que se dirijan a él directamente. Está resentido por el trato recibido y por las amenazas. Entre los capitanes está Olbán, que le saluda con displicencia. El conde de Septa, que buscaba el dominio sobre el reino visigodo, se ha de contentar con ser sólo un peón en la conquista, y no está contento con ello.

La reunión se prolonga hasta bien entrada la noche. Deciden proseguir la guerra cuanto antes, en otoño, antes de que se aproxime el invierno.

Al fin, Tariq consigue retirarse a sus habitaciones, las mismas que compartió con Alodia.

Al entrar en ellas, percibe, con una sensación afilada y dolorosa, que están vacías. Los meses pasados, al llegar tras una campaña, se había encontrado con su esposa. Había discutido con ella sobre la copa, se habían amado, habían reído, habían contemplado las estrellas juntos, o hablado de mil cosas. Después de años de vida solitaria, Tariq tenía algo, lo más parecido a un hogar que nunca hubiera vivido. Ahora, ella esperaba un hijo de él, alguien que continuase lo que Ziyad, tiempo atrás, había iniciado. Tariq ignora si algún día llegará a conocer a su hijo; si volverá a ver a Alodia o no.

Todo aquel espejismo de tranquilidad, de vida familiar, se ha desvanecido. Se tumba en el lecho mirando a las vigas de madera de roble que se entrecruzan. Arriba, en el piso superior, los criados pasan de un lado a otro, haciendo ruidos en la madera.

La tristeza le corroe las entrañas.

Se levanta; fuera, encuentra a los soldados bereberes que custodian sus habitaciones. Les ordena que busquen a Samal. Le explican que su camarada ya no está en la corte. Unos días antes de la revuelta se había marchado con algunos hombres y un joven muchacho rubio hacia las tierras más allá del Tagus, las que el mismo Tariq le diera tiempo atrás como propiedad.

Sí, Samal se había ido y con él se ha llevado a Alodia. Se pregunta, una y otra vez, si volverá a verla. Después se inquieta por si su joven esposa estará a salvo.

La noche es intranquila. Ha vencido pero no ha conseguido nada de lo que buscaba. A pesar de ello, debe volver a la guerra, a la Guerra Santa para extender el Nombre de Allah, el Misericordioso, el Justiciero, el de los Cien Nombres. Ahora, esta idea no le produce entusiasmo, como en los primeros tiempos tras su conversión al Islam, sino una dolorosa sensación de interno desconcierto.

20

Hacia la Frontera superior

Los álamos del camino junto a un río sombrean el paso de las tropas del Islam. Un corredor formado por la erosión fluvial abre paso a una antigua calzada romana que discurre hacia el norte. Tariq galopa al frente de la vanguardia bereber, rodeado de Ilyas, Razin y un poco más atrás Kenan y Altahay. Su ánimo está confuso; por un lado se recrea en la brisa de la tarde, que le acaricia la cara y mueve su cabello castaño, se siente libre y goza con ello. Sin embargo, no puede olvidar las humillaciones que días atrás le inflingió Musa. Sólo cuando Tariq le entregó el tesoro real visigodo, y se le sometió, Musa se ha mostrado satisfecho de él, confirmándole en el mando de la vanguardia del ejército; el hijo de Ziyad conoce que el árabe no se fía totalmente de él. La tropa bereber también está resentida por los acuerdos; se sienten utilizados, galopan en el frente del ejército islámico, en el lugar de mayor peligro, protegiendo a los árabes. Actúan como la fuerza de choque. Inmediatamente detrás les siguen las tropas de Musa, supervisando que el botín no se vaya a extraviar y exigiendo siempre la mejor parte.

Aunque Tariq escucha las protestas de sus capitanes, no puede hacer nada, sólo templar ánimos y seguir luchando por Allah. Las aguas han tornado a su cauce; el lugarteniente de Musa, Tariq, debe obedecer las órdenes de su señor. Ordena a las filas bereberes multicolores, con mil banderas, que avancen y embistan a un enemigo que huye, ya muy debilitado.

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