Read El bueno, el feo y la bruja Online

Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

El bueno, el feo y la bruja (7 page)

BOOK: El bueno, el feo y la bruja
10.36Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Una sonrisa se dibujó en la comisura de mis labios mientras manipulaba el contestador. No estaba nada mal para ser un madurito. Claro que cualquiera con más de treinta años me parecía viejo entonces.

El de Nick era el único mensaje. Enseguida estaba paseando por la habitación tras descolgar el teléfono y marcar el número de los Howlers. Me tiré de la camiseta mientras sonaba el tono. Después de huir de aquellos lobos necesitaba una ducha.

Se oyó un chasquido y una voz grave casi gruñó:

—Hola, equipo de los Howlers.

—¡Entrenador! —exclamé reconociendo la voz del hombre lobo—, buenas noticias.

Hubo una breve pausa.

—¿Quién es? —preguntó—. ¿Cómo ha conseguido este número?

Me quedé sorprendida.

—Soy Rachel Morgan —dije lentamente—, ¿de Encantamientos Vampíricos?

Medio oí un grito no dirigido al teléfono.

—¿Qué perro ha llamado a un servicio de acompañantes? Sois atletas, por el amor de Dios. ¿No podéis ligar con unas lobas sin tener que pagarles?

—¡Un momento! —dije antes de que me colgase—. Me contrató para recuperara su mascota.

—¡Ah! —Hubo una pausa y oí varios gritos de guerra al fondo—. Ya.

Sopesé brevemente las molestias que acarrearía cambiar nuestro nombre frente al escándalo que montaría Ivy después de mandar imprimir mil tarjetas de visita en negro brillante, contratar la página de publicidad en la guía telefónica, la pareja de tazas extra grandes con nuestro nombre en letras doradas… Ni en sueños.

—He recuperado vuestro pez —dije volviendo a la realidad—. ¿Cuándo puede venir alguien a recogerlo?

—Eh —masculló el entrenador—, ¿no te ha llamado nadie?

Me cambió la cara.

—No.

—Uno de los chicos la puso en otro sitio mientras limpiaban su pecera y no se lo había dicho a nadie —dijo—. Nunca desapareció.

¿La?, pensé. ¿El pez era hembra? ¿Cómo lo sabían? Luego me enfadé. ¿Había irrumpido en la oficina de unos hombres lobo para nada?

—No —dije con frialdad—, no me llamó nadie.


Mmm
, lo siento. Gracias por su ayuda de todas formas.

—¡Eh! Un momento —grité percibiendo el desdén en su voz—. He pasado tres días planeando esto. ¡He arriesgado mi vida!

—Y lo entiendo, pero… —empezó a decir el entrenador.

Di vueltas muy enfadada y miré al jardín a través de las ventanas. El sol centelleaba en las tumbas de fuera.

—Creo que no lo entiende, entrenador, ¡le hablo de balas de verdad!

—Pero es que nunca llegó a perderse —insistió el entrenador—. Usted no tiene nuestro pez. Lo siento.

—Con un «lo siento» no me va a quitar a esos lobos de encima. —Furiosa di vueltas alrededor de la mesita de centro.

—Mire —dijo—, le enviaré unas entradas para el próximo partido de exhibición.

—¡Entradas! —exclamé estupefacta—. ¿Por colarme en la oficina del señor Ray?

—¿Simón Ray? —preguntó el entrenador—. ¿Se ha colado en la oficina de Simón? Joder, qué fuerte. Adiós.

—¡No, espere! —grité, pero se cortó. Me quedé mirando el aparato que emitía pitidos. ¿Es que no sabían quién era yo? ¿No sabían que podría echarles una maldición a sus bates para que se rompiesen y que todas sus bolas saliesen fuera? ¡Se pensaban que me iba a quedar sentada sin hacer nada cuando me debían mi alquiler!

Me dejé caer en el sillón de ante gris de Ivy con una sensación de impotencia.

—Sí, claro —dije bajito. Un hechizo sin contacto directo requería una varita. Las clases de formación superior no incluían la fabricación de varitas, solo pociones y amuletos. No tenía los conocimientos y mucho menos la receta para algo tan complicado. Supongo que en realidad sí que sabían perfectamente quién era.

El sonido de un zapato arrastrado por el linóleo en la cocina me hizo levantar la vista hacia el pasillo. Estupendo. Glenn había oído toda la conversación. Avergonzada me levanté del sillón. Ya sacaría el dinero de algún sitio. Tenía todavía casi una semana.

Glenn se giró cuando entré en la cocina. Estaba de pie junto al depósito con el pez inútil. Quizá podría venderlo. Dejé el teléfono junto al ordenador de Ivy y me acerqué al fregadero.

—Puedes sentarte, detective Edden. Vamos a quedarnos aquí un rato.

—Me llamo Glenn —dijo poniéndose tenso—. Va en contra de las normas de la AFI depender de un miembro de tu familia, así que guárdatelo para ti. Y nos vamos al apartamento del señor Smather ahora.

Solté una carcajada burlona.

—A tu padre le encanta forzar las normas, ¿a que sí?

Arrugó el ceño.

—Sí, señora.

—No iremos al apartamento de Dan hasta que Sara Jane salga del trabajo —dije y luego me callé. No era con Glenn con quien estaba enfadada—. Mira —le dije pensando que no me gustaría que Ivy se lo encontrase aquí solo mientras yo me duchaba—, ¿por qué no te vas a casa y nos vemos aquí de nuevo sobre las siete y media?

—Prefiero quedarme. —Se rascó una roncha ligeramente rosada bajo la correa del reloj.

—Claro —dije amargamente—, lo que prefieras. Pero yo tengo que darme una ducha. —Obviamente le preocupaba que me fuese sin él. Su preocupación estaba bien fundada. Inclinándome hacia la ventana sobre el fregadero grité hacia el espléndido jardín que cuidaban los pixies.

—¡Jenks!

El pixie entró zumbando por el agujero en el cristal, tan rápido que apostaría que había estado escuchando a hurtadillas.

—¿Llamabas, princesa de la pestilencia? —dijo aterrizando junto al señor Pez en el alféizar.

Le eché una mirada de hartazgo.

—¿Querrías enseñarle a Glenn el jardín mientras yo me ducho?

Jenks agitó las alas tan rápido que se desdibujaron.

—Vale —dijo lanzándose a describir amplios y cautelosos círculos alrededor de la cabeza de Glenn—, ya hago yo de canguro. Vamos, listillo. Te voy a dar la visita de cinco dólares. Empecemos por el cementerio.

—Jenks —le advertí y él me dedicó una mueva echándose su rubio pelo sobre los ojos ladinamente.

—Por aquí, Glenn —dijo saliendo disparado hacia el pasillo. Glenn lo siguió, claramente a disgusto.

Oí como se cerraba la puerta trasera y me incliné hacia la ventana.

—¿Jenks?

—¡Qué! —El pixie volvió veloz por la ventana con expresión de irritación. Me crucé de brazos meditando un instante.

—¿Podrías traerme unas hojas de verbasco y alegría cuando puedas? Y, ¿nos queda algún diente de león que siga en flor?

—¿Dientes de león? —Descendió cinco centímetros sorprendido y haciendo entrechocar las alas—. ¿Te estás ablandando? Vas a hacer una poción contra los picores, ¿a que sí?

Me incliné para ver a Glenn de pie, rígido bajo el roble y rascándose el cuello. Daba pena y como Jenks no paraba de repetirme, no podía resistirme a los desvalidos.

—Tú tráemelos, ¿vale?

—Claro —dijo—, no sirve de mucho así, ¿verdad?

Ahogué una risa y Jenks salió volando por la ventana para reunirse con Glenn. El pixie aterrizó en su hombro y Glenn dio un respingo.

—Eh, Glenn —dijo Jenks en voz alta—, vamos hacia esas flores amarillas de allí, detrás del ángel de piedra. Quiero enseñarte al resto de mis niños. Nunca han visto antes a un agente de la AFI.

Esbocé una ligera sonrisa. Glenn estaría a salvo con Jenks si Ivy venía a casa antes de tiempo. Mi compañera guardaba celosamente su privacidad y odiaba las sorpresas, especialmente las que llevaban uniforme de la AFI. Que Glenn fuese hijo de Edden tampoco ayudaba mucho. Estaba dispuesta a dejar a un lado viejas rencillas, pero si percibía que su territorio estaba siendo amenazado, no dudaría en actuar y su particular estatus social de vampiro no muerto en ciernes le permitía librarse de cosas que a mí me llevarían a los calabozos de la AFI.

Me giré y mis ojos recayeron en el pez.

—¿Qué voy a hacer contigo… Bob? —dije con un suspiro. No iba a devolverlo a la oficina del señor Ray, pero no podía dejarlo en el depósito de agua. Abrí la tapa para encontrármelo con las agallas abriéndose y cerrándose y casi flotando de lado. Pensé que quizá sería mejor ponerlo en la bañera.

Con el depósito en la mano me dirigí al baño de Ivy.

—Bienvenido a casa, Bob —murmuré volcando el contenido del depósito en la bañera negra de Ivy. El pez cayó pesadamente en los cinco centímetros de agua y apresuradamente abrí el grifo, removiendo el chorro para mantenerlo a temperatura ambiente. Enseguida Bob el pez estaba nadando en gráciles y reposados círculos. Cerré el grifo y esperé basta que dejó de gotear y la superficie se quedó lisa. La verdad es que era un pez muy bonito, contrastaba sobre la porcelana negra, todo plateado con alargadas aletas color crema y ese círculo negro decorándole un costado que parecía el negativo de una luna llena. Metí los dedos en el agua y huyó a la otra esquina de la bañera.

Lo dejé allí y crucé el pasillo hasta mi baño, saqué una muda de ropa de la secadora y abrí la ducha. Mientras me recogía los rizos del pelo y esperaba a que el agua se calentase, me fijé en los tres tomates que maduraban en el alféizar. Hice una mueca alegrándome de que no estuvieran a la vista de Glenn. Me los había dado una pixie en pago por llevarla oculta al otro lado de la ciudad para huir de un matrimonio no deseado. Y aunque los tomates ya no eran ilegales, me parecía de mal gusto dejarlos a la vista cuando solía tener invitados humanos.

Hacían tan solo cuarenta años desde que un cuarto de la población humana del planeta había sido esquilmada por un virus creado por el ejército que se les había ido de las manos y acabó unido espontáneamente a un enlace débil de un tomate creado por ingeniería genética. Fue exportado antes de que nadie lo supiese y el virus cruzó los océanos con la facilidad de un viajero internacional y entonces comenzó la Revelación.

El virus transgénico tuvo efectos diferentes sobre los inframundanos ocultos. A los brujos, los vampiros no muertos y las especies más pequeñas como los pixies y las hadas no les afectó en absoluto. Los hombres lobo, los vampiros vivos, los leprechauns y similares pillaron una gripe. Los humanos murieron en masa junto con los elfos, cuya costumbre de aumentar su número mezclándose con humanos les salió por como un tiro por la culata.

Los EE. UU. habrían seguido el mismo camino que los países del tercer mundo si los inframundanos ocultos no hubiesen salido a la luz para detener la expansión del virus, quemar a los muertos y mantener a la civilización hasta que lo que quedaba de la humanidad acabase su duelo. Nuestro secreto estuvo a punto de ser revelado debido a la pregunta de qué hace a esta gente inmune cuando el carismático vampiro vivo Rynn Cornel nos hizo ver que juntos igualábamos en número a los humanos. La decisión de darnos a conocer y vivir abiertamente entre los humanos a los que habíamos estado imitando para mantenernos a salvo fue casi unánime.

La Revelación, como se denominó, marcó el comienzo de tres años de pesadilla. La humanidad trasladó su miedo hacia nosotros y lo proyectó contra los bioingenieros que habían sobrevivido, asesinándolos en juicios diseñados para legalizar esos asesinatos. Luego fueron más lejos y prohibieron todos los productos genéticamente modificados, junto con la ciencia que los había creado. Una segunda oleada más lenta de muertes siguió a la primera cuando las antiguas enfermedades experimentaron un nuevo resurgir al no existir ya las medicinas que los humanos habían creado para combatir enfermedades como el mal de Alzheimer o el cáncer. Los humanos siguen considerando los tomates como veneno, incluso a pesar de que el virus desapareció hace tiempo. Si no los cultiva uno mismo, hay que ir a una tienda especializada para encontrarlos.

Arrugué la frente al mirar a la fruta roja cubierta de gotas por la condensación de la ducha. Si fuese lista lo pondría en la cocina para ver cómo reaccionaría Glenn en Piscary's. Llevar a un humano a un restaurante de infrahumanos no era una idea brillante. Si montaba una escenita, probablemente no solo no conseguiríamos ninguna información, sino que puede que nos prohibieran la entrada o algo peor.

Considerando que el agua estaba ya lo suficientemente caliente, me metí en la ducha soltando unos «ah, uh, ah». Veinte minutos después estaba envuelta en una gran toalla rosa y de pie frente a mi feo tocador de contrachapado, con su docena de perfumes colocados en la parte de arriba. La imagen borrosa del pez de los Howlers estaba encajada entre el marco y el espejo. La verdad es que a mí me parecía el mismo pez.

Los gritos de entusiasmo de los niños pixies se filtraban hasta mí a través de la ventana abierta, logrando suavizar mi estado de ánimo. Muy pocos pixies lograban criar a una familia en la ciudad. Jenks era más fuerte de espíritu de lo que muchos pensaban. Ya había matado antes para proteger su jardín y que sus hijos no se muriesen de hambre. Era agradable oír sus voces chillando de alegría: el sonido de la familia y la seguridad.

—¿Qué perfume era? —murmuré paseando los dedos sobre mis perfumes, intentando recordar con cuál estábamos probando Ivy y yo ahora. De vez en cuando aparecía un nuevo frasco sin ningún comentario cada vez que Ivy encontraba algo nuevo para que yo lo probase.

Cogí uno y se me cayó cuando justo detrás de mi oreja Jenks dijo:

—Ese no.

—¡Jenks! —grité aferrándome a la toalla y girándome de un brinco—. ¡Sal de mi habitación echando leches!

Salió disparado hacia atrás cuando intenté alcanzarlo. Su sonrisa se amplió de oreja a oreja mirando la pierna que accidentalmente dejé descubierta. Riéndose bajó en picado y aterrizó en un frasco.

—Esta funciona bien —dijo—, y vas a necesitar toda la ayuda que puedas cuando le digas a Ivy que vas a intentar cazar a Trent de nuevo.

Fruncí el ceño y alargué la mano para coger el frasco. Entrechocando las alas, Jenks se elevó dejando un rastro de polvos pixie brillando al sol sobre las destellantes botellitas.

—Gracias —dije con tono hosco reconociendo que su olfato era mejor que el mío—, y ahora vete. No, espera. —Se quedó titubeante junto a la pequeña vidriera de mi habitación y me incliné para abrir el agujero para pixies del cristal—. ¿Quién está vigilando a Glenn?

Jenks literalmente irradiaba orgullo paterno.

—Jax. Están en el jardín. Glenn está disparando huesos de cerezas hacia arriba con una gomilla para que mis niños las atrapen antes de que caigan al suelo.

Me sorprendió tanto que casi se me olvidó que tenía el pelo chorreando y que no llevaba puesta más que una toalla.

BOOK: El bueno, el feo y la bruja
10.36Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

All Fishermen Are Liars by John Gierach
Desperate Chances by A. Meredith Walters
Chinaberry by James Still
Dark Moon by David Gemmell
Against the Season by Jane Rule
Horse Camp by Nicole Helget