Authors: Agatha Christie
Tuppence, desconcertada, no supo qué responder.
—Yo... No, creo que no —acertó a decir después.
—Me hice esa pregunta, sí. Me figuré que había venido aquí por esa causa. Alguien tenía que aparecer por esta casa, transcurrido algún tiempo. Quizás ellos lo quisieran así... Ahí es donde está, ¿sabe? Detrás de la chimenea.
—¿Sí?
—Siempre a la misma hora —siguió diciendo la señora Lancaster, todavía en voz baja—. Siempre a la misma hora del día —levantó la vista, fijándola en la repisa de la chimenea y Tuppence imitó un gesto—: Las once y diez. Sí. Siempre a la misma hora, todas las mañanas.
La anciana suspiró.
—La gente no comprende... Les dije lo que yo sabía. ¡Pero no me creyeron!
Tuppence sintió un gran alivio al advertir que en aquel momento la puerta de la estancia comenzó a abrirse. Entró Tommy. Tuppence se puso en pie.
—¿Nos vamos ya, Tommy? —Tuppence se encaminó hacia la puerta, volviendo la cabeza para saludar a la anciana—. Usted lo pase bien, señora Lancaster.
—¿Qué tal te ha ido por aquí? —inquirió Tommy al emerger los dos en el vestíbulo.
—Bien. ¿Y a ti?
—Después de marcharte tú, me he sentido como si me hallara en una casa en llamas —declaró Tommy,
—Al parecer, le caí mal a tu tía ¿eh? Es magnífico, según como se mire lo sucedido.
—¿Por qué magnífico?
—Hombre, a mi edad, y dada mi apariencia limpia, respetable y ligeramente vulgar, es halagador que alguien la tome a una por una depravada mujer, por una mujer fatal, saturada de sensuales encantos.
—¡Qué tonta eres! —respondió Tommy, pellizcándola en un brazo afectuosamente—. ¿Con quién alternabas ahí dentro? Me dio la impresión de ser una persona muy simpática esa anciana.
—Sí que lo es, la pobre vieja. Lo malo es que no anda muy bien de la cabeza.
—¿Que no anda bien de la cabeza, dices?
—Sí. Al parecer, está convencida de que hay una criatura muerta detrás de la chimenea o algo por el estilo. Me preguntó si se trataba de mi pobre hijo.
—¡Qué lástima! Supongo que aquí tendrán que admitir personas que no tengan su cabeza en orden. Habrá otras, en cambio, que no presenten más inconveniente natural que el de una edad avanzada. Aun así, es muy agradable. —Sí que lo es, efectivamente —declaró Tuppence—. Es una mujer muy agradable, muy dulce. ¿Qué es concretamente lo que motivará sus curiosas fantasías?
Surgió la señora Packard de repente ante ellos. —Adiós, señora Beresford. Supongo que la habrán servido una taza de café.
—Sí, sí. Es usted muy amable. Muchas gracias.
—Nos ha complacido mucho su visita, señora Beresford —la señorita Packard se volvió ahora hacia Tommy—. Tengo entendido que al final su tía se ha alegrado mucho de verle. Lamento que haya sido tan brusca con su esposa.
—Yo creo que ella ha disfrutado lo suyo conduciéndose así —señaló Tuppence.
—Sí. Tiene usted razón. Le gusta mostrarse ruda con los demás. Desgraciadamente, es algo que no le cuesta trabajo. —Por el hecho de ensayar a menudo tal comportamiento —dijo Tommy.
—Ustedes son muy comprensivos —opinó la señorita Packard.
—He estado charlando con la señora Lancaster —declaró Tuppence—. ¿No es ése su apellido?
—Sí, sí, la señora Lancaster... Todas la queremos mucho. —Es un poco especial, ¿no.
—Bueno. Tiene una gran imaginación —manifestó la señorita Packard indulgentemente—. Hay varias ancianas aquí por el estilo. Son inofensivas. Verán ustedes... piensan en cosas que creen haber vivido. Otras veces, las relacionan con distintas personas. Nosotras hacemos como que no nos damos cuenta; procuramos no animarlas en sus disparatadas figuraciones. Les seguimos la corriente. A mí me pa—rece que se trata tan sólo de un ejercicio mental, que da lugar a fantasías que les hubiera gustado vivir. Son siempre cosas emocionantes, de carácter serio, trágico. Es igual. No se desarrollan en estas mujeres manías persecutorias, a Dios gracias. Nunca se nos han dado tales casos.
—Bien. Esto se ha acabado —dijo Tommy con un suspiro, al subir al coche—. No tenemos necesidad de volver por aquí hasta dentro de seis meses, por lo menos.
No había de ser necesario tampoco aquello, ya que tía Ada, tres semanas más tarde, falleció mientras dormía.
A mí los funerales me entristecen, normalmente. ¿No te pasa a ti lo mismo? —inquirió Tuppence, dirigiéndose a su esposo.
Acababan de regresar del de tía Ada para participar en el chal habíanse visto obligados a hacer un largo y molesto desplazamiento por ferrocarril, ya que el en—tierro se había efectuado en la aldea de Lincolnshire, a donde habían ido a parar la mayor parte de los familiares de la anciana.
—¿Qué otro efecto podría causarte un funeral? —le preguntó Tommy, siempre razonable—. No es una ceremonia alegre.
—Eso es según los sitios —declaró Tuppence—, Ahí tienes a los irlandeses, por ejemplo. La gozan en los velatorios de sus difuntos. Primeramente, lloran estrepitosamente a sus muertos y a eso sigue la bebida en abundancia, y una terrible algarabía, de juerga. A propósito, ¿te apetece beber algo? —añadió Tuppence, mirando de reojo hacia el aparador.
Tommy se acercó al mueble, sacando del mismo lo que consideró más apropiado para aquel momento: una botella de White Lady.
—¡Oh! Esto no irá mal —comentó Tuppence.
Se quitó el sombrero negro que llevaba todavía puesto, arrojándolo al otro lado de la habitación, despojándose después del abrigo.
—Odio estas ropas de luto —dijo—. Huelen siempre a bolas de naftalina, por haber estado guardadas tanto tiempo...
—No tienes por qué vestir de luto a diario —dijo Tommy.
—¡Oh! Claro. Ya lo sé. Dentro de unos momentos voy a subir a nuestra habitación para cambiarme de vestido. Me pondré un jersey escarlata para ver si así me animo un poco. Entretanto, sírveme otro White Lady.
—No sabía yo que los funerales te vestían el espíritu de fiesta.
—Te dije antes que los funerales me entristecen —manifestó ella unos minutos después, al reaparecer luciendo un vestido de color cereza, bastante chillón, adornado a la altura de un hombro con un lagarto en el que se veía un diamante y un rubí—, porque los funerales como el de tía Ada son siempre tristes. Se junta en ellos mucha gente de edad y hay pocas flores. No se observa la presencia de personas sollozantes, ni de curiosos. Se piensa en el difunto como un ser viejo y solitario, que nadie echará de menos.
—Yo me inclinaba a pensar que te sería más soportable ese funeral que el mío, por ejemplo.
—No quiero pensar en tu funeral porque prefiero irme de este mundo antes que tú. Si de todos modos, yo me viera obligada a ello, a estar en tu funeral, me figuro que asistiría a una orgía del pesar. Llevaría conmigo un puñado de pañuelos.
—¿De enlutados bordes?
—No había pensado en tal detalle, pero considero ésta una acertada idea. Por otro lado, el servicio religioso del entierro es muy emotivo. Se siente una elevada. Hay un pesar real, que se sale del marco de la ceremonia. Se siente una terriblemente mal, pero produce un efecto beneficioso, a la larga.
—Te seré sincero, Tuppence, encuentro tus observaciones acerca de mi muerte y sus probables efectos en ti de evidente mal gusto. No me agrada el tema.
—De acuerdo. Hablemos de otra cosa.
—La pobre tía Ada se marchó para siempre —dijo Tommy—, y a todo esto, pacíficamente, sin sufrimientos. Todo ha pasado ya. Ahora voy a dedicarme a poner en orden mis cosas.
Tommy se aproximó a su mesa, examinando varios papeles.
—¿Dónde habré puesto la carta que recibí del señor Rockbury?
—¿Quién es el señor Rockbury? ¡Ah! ¿Te refieres al abogado que te escribió? _
—Si. Para ocuparse de la liquidación de los efectos de tía Ada. Por lo visto, soy el último superviviente de la familia.
—¡Qué lástima que no te haya dejado una buena suma de dinero!
—De haber tenido dinero se lo habría dejado al Hogar de los Gatos —puntualizó Tommy—. Algo por el estilo se llevará las pocas monedas que le habrán quedado. ¿Qué puede entonces venir a parar a mis manos? Naturalmente, eso, como comprenderás, me tiene absolutamente sin cuidado.
—¿Era una mujer aficionada a los gatos?
—No lo sé. Supongo que sí. Nunca le oí hablar de ellos —Tommy reflexionó unos segundos, añadiendo—: Tengo entendido que se divertía a veces diciendo a sus viejas amistades, cuando iban a verla: «Me he acordado de ti en el testamento querida», o bien: «Este broche que tanto te gusta irá a parar a tus manos en virtud de una de las cláusulas de mi testamento.» Ya verás como la única heredera, o la más beneficiada en este asunto, será la casa de los gatos ésa...
—Me la imagino perfectamente a tía Ada dirigiéndose con esos términos a sus visitantes... ¿Amigas? No creo que las tuviera, realmente. Sencillamente: le gustaba traer y llevar de un lado para otro a sus conocidas. Era un diablo esa anciana, ¿no te parece? Desde luego tiene su mérito sacar algún partido de la vida cuando se cuentan tantos años como contaba ella, viéndose como se veía recluida en una residencia para ancianas. ¿Vamos a ir a Sunny Ridge?
—¿Dónde está la otra carta, la de la señorita Packard? ¡Ah! Aquí está. La puse con la de Rockbury. Sí... Me dice que hay algunas cosas allí de las que, al parecer, he pasado a ser dueño. Mi tía se llevó algunos muebles al irse a vivir a la residencia. Y, desde luego, se encuentran también algunos efectos personales. Ropas y cosas así... Tendremos que disponer de ellas. Estarán sus cartas... por el hecho de haberme nombrado su albacea habré de mediar en este asunto. No creo que haya dejado nada que deseemos nosotros conservar. Bueno... No me acordaba del pupitre que siempre me ha gustado tanto. Recuerdo que perteneció al tío William.
—Quédate con el pupitre, como recuerdo —sugirió Tuppence—. Lo demás podría ser vendido en pública subasta. —La verdad es que tú no tienes por qué acompañarme en este desplazamiento —opinó Tommy,
—Pues creo que me gustaría visitar de nuevo Sunny Ridge.
—¿Qué dices? ¿No supone eso un fastidio para ti?
—¿Cómo va a parecerse fastidioso examinar las cosas de tía Ada? ¡Ni hablar! Siento una gran curiosidad, Tommy. Las cartas de otras personas y sus antiguas joyas despiertan siempre un gran interés... Además, tenemos la obligación de examinarlo todo detenidamente. No estaría bien que enviásemos sus efectos a los subastadores, sin más. Iremos los dos, Tommy. Quizá veamos algo que consideremos conveniente conservar en nuestro poder.
—¿Por qué deseas volver de nuevo a Sunny Ridge? Tú debes de obrar impulsada por otro motivo, ¿A que sí?
—¡Ay, querido! Esto de estar casada con alguien que la conoce a una tan a fondo tiene sus quiebras.
—Hay otro motivo, pues, ¿no?
—En realidad...
—Vamos, vamos, Tuppence. Normalmente, tú no eres aficionada a meter las narices en las cosas de los demás.
—Pienso que es mi deber —replicó Tuppence con firmeza—. Obro así porque...
—Adelante. Explícate de una vez.
—Quisiera volver a hablar con... con la anciana de la primera visita,
—¿Con quién? ¿Con la que te dijo que había una criatura muerta al otro lado de la chimenea?
—Exacto —declaró Tuppence—. Me gustaría tener ocasión de charlar de nuevo con ella. Quiero averiguar qué era realmente lo que había en su mente al decirme aquellas cosas. ¿Es que se había acordado de algo ya pasado? ¿Era aquello fruto de su fantasía? Cuanto más pienso en eso más extraordinario se me antoja el caso. Quizá hubiera imaginado una historia... ¿Se acordaba de algo referente a una chimenea y a una criatura muerta? ¿Qué es lo que la llevó a pensar que la criatura podía ser mía? ¿Doy la impresión de haber vivido la triste experiencia de perder un hijo?
—No sé qué aspecto puede ofrecer la persona que ha pasado por tan desgarrador trance —dijo Tommy—. Sea lo que sea, Tuppence, nuestra obligación nos llama allí. Ahora, me sorprende que quieras hallar un motivo de distracción en lo macabro. Asunto resuelto, querida. Escribiremos a la señorita Packard y fijaremos una fecha.
Tuppence suspiró.
Esto sigue igual —fue su comentario.
Ella y Tommy se habían plantado ante la puerta de Sunny Ridge.
—¿Por qué había de cambiar?
—Lo ignoro. Fue una sensación que experimenté, algo que tiene relación con el tiempo. Este marcha a diferente ritmo, según los sitios. Vuelve a un lugar al cabo de cierto tiempo y te encuentras con que éste ha corrido alocadamente. Aquí, en cambio, parece no haber pasado nada. El tiempo se ha detenido en este lugar. Todo lo que veamos nos parecerá lo mismo que antes.
—No acabo de entenderte. ¿Es que te propones permanecer aquí, quieta, sin oprimir el botón del timbre siquiera? Tía Ada ya no se encuentra en esta casa, para empezar. He aquí algo distinto de la vez anterior.
Tommy hizo sonar el timbre a continuación.
—Es la única diferencia que encontraremos. Mi anciana amiga se estará bebiendo un vaso de leche y hablará de chimeneas... La señora Cómo—se—llame se habrá tragado un dedal o una cucharita; una mujer menudita saldrá chillando de una habitación, reclamando su chocolate. La señorita Packard descenderá por las escaleras...
Abrióse la puerta. Una joven que llevaba encima del vestido otro de nilón, inquirió:
—¿El señor y la señora Beresford? La señorita Packard les está esperando.
La muchacha se disponía a pasar a los recién llegados al cuarto de estar cuando la señorita Packard descendía por las escaleras, saludándoles desde ellas. No estaba tan " animada como en la ocasión, anterior: Adoptaba una expresión de gravedad que llamaba la atención. Era una experta en cuanto a la fijación del grado exacto de condolencia en cada caso.
Tres veintenas de años y diez más era el período de vida señalado para los humanos en la Biblia, y las muertes, en su establecimiento, se daban raras veces por debajo de esa cifra. Eran muertes esperadas, que se producen ineludiblemente.
—Han sido ustedes muy amables al venir. He arreglado todas las cosas para que se molestaran lo menos posible durante el rato que dediquen a su examen. Me alegro de que hayan venido en seguida porque ya hay tres o cuatro personas que han solicitado la habitación libre. Ustedes— se harán cargo. —No quiero que piensen en ningún momento que les di prisa...