Authors: Agatha Christie
—Las colocaré en un jarrón —dijo la señorita Packard.
—Usted no hará nada de eso. Debiera usted saber ya que sé muy bien qué es lo que me conviene.
—Tiene usted un aspecto muy bueno, tía Ada —declaró el señor Beresford.
—Nada más verle, me he dado cuenta de la clase de persona que es usted. ¿Qué pretende haciéndose pasar por mi sobrino. ¿Cómo me dijo que se llamaba? ¿Thomas?
—Sí. Thomas o Tommy.
—Nunca oí hablar de usted. Yo tuve un sobrino que se llamaba William. Lo mataron en la última guerra. Y es lo mejor que pudo ocurrirle. De haber sobrevivido, habría optado por seguir el mal camino Estoy cansada —manifestó tía Ada, recostándose en las almohadas y mirando a la señorita Packard—. Lléveselos. No vuelva a permitir la entrada de gente extraña en mi habitación.
—Me figuré que una visita como ésta la animaría —contestó la señorita Packard, imperturbable.
Tía Ada emitió una risita agresiva.
—Conforme —dijo Tuppence, despreocupadamente—. Nos iremos. Dejaré aquí las rosas. Es posible que cambie de opinión sobre las flores. Vámonos, Tommy.
Tuppence se volvió hacia la puerta.
—Adiós, tía Ada. Siento mucho que no se acuerde de Tía Ada permaneció silenciosa hasta que Tuppence hubo salido de la habitación con la señorita Packard. Tommy se dispuso a seguirlas.
—¡Eh, tú! Vuélvete, hombre —dijo tía Ada, alzando la voz—. Te conozco perfectamente. Tú eres Thomas. Tenías los cabellos rojos antes, con el color de las zanahorias. Acércate. Quiero hablar contigo. La4u que me disgusta es ella. No conseguirá nada alegando e es tu esposa. Estoy informada. Aquí no me traigas esa clase de mujeres. Siéntate y háblame de tu madre. ¡Tú, fuera! —añadió la anciana, agitando una mano en dirección a Tuppence, que vacilaba en la puerta.
Tuppence se retiró inmediatamente.
—No está de humor hoy —explicó la señorita Packard, tan serena como al salir, escaleras abajo—. A veces sabe ser muy desagradable. Cuesta trabajo creer en estos cambios tan radicales.
Tommy se sentó en la silla que acababa de señalarle tía Ada, declarando dulcemente que pocas cosas podía contarle de su madre, ya que ésta había fallecido cuarenta años atrás. Estas palabras dejaron a la anciana tan tranquila.
—Es curioso. ¿Tanto tiempo ha transcurrido desde entonces? Bueno, es que el tiempo pasa rápidamente —la mujer examinó atentamente el rostro de Tommy—. ¿Por qué no te has casado? —inquirió—. Búscate una mujer adecuada, que sepa cuidarle. Estás metiéndote en años, ¿eh? Sepárate de todas esas mujeres perdidas. Mira que traerse una aquí, que se atreve a hablar como si fuese tu esposa..
—La próxima vez que vengamos a verla le diré a Tuppence que traiga consigo su certificado matrimonial. —Haz de ella tina mujer honesta, Tommy —recomendó tía Ada.
—Llevamos casados más de treinta años —le explicó Tommy—. Tuvimos tina hija y un hijo, los cuales contrajeron matrimonio ya.
—Lo peor de todo —declaró la anciana, retirándose airosamente—, es que nadie me dice nada de nada. Si me hubierais tenido al día en lo tocante a los asuntos familiares...
Tommy no quiso iniciar una discusión. Tuppence, una vez, habíale dado un consejo excelente: «Si alguien que haya rebasado los sesenta y cinco años te hace quedar mal, no se lo reproches ni discutas. Nunca intentes hacerle ver que tú eres quien está en lo cierto. Excúsate inmediatamente y echa la culpa de todo sobre ti, añadiendo que estás arrepentido y que jamás volverás a hacer lo que sea»
Pensó Tommy entonces que allí tenía precisamente la línea a seguir con tía Ada
—Lo siento, tía Ada. Ya sabe lo que pasa andando el tiempo: uno tiende a olvidarse de todo. No todo el mundo tiene la dicha de conservar la memoria tan fresca como usted —declaró sin ruborizarse.
Tía Ada sonrió. Ya no habla por qué volver a hablar de aquello.
—Veo que te das cuenta... Bueno, siento haberte recibido con alguna brusquedad. Es que no me gusta que se me imponga nadie. En esta casa no se sabe nunca que va a pasar. Permiten que cualquiera entre a verte. Cualquiera. Si yo aceptara a todo el mundo, ateniéndome a lo que dicen ser, me expondría a ser asesinada y robada en mí lecho.
—Bueno, no creo en tal posibilidad, tía Ada —dijo Tommy. Nunca se sabe... En los periódicos se leen las cosas más rama Y luego están aquellas que nos cuentan los demás, de viva voz. Bueno, no es que yo me crea todo lo que me dicen. Pero sí procuro mantenerme atenta, vigilante.¿Querrás creer que el otro día hicieron pasar aquí a un individuo desconocido...? Yo era la primera vez que lo veía. El doctor Williams, se hacía llamar. Dijo que el doctor Murray se había marchado de vacaciones y que él era su nuevo compañero. ¡Un nuevo compañero o colaborador! ¿Cómo podía saber yo que no mentía? Lo dijo él y basta.
—¿Era o no su nuevo compañero?
—Bueno, en realidad, sí que lo era —manifestó tía Ada, ligeramente enojada al comprobar que perdía terreno—. Pero nadie habría podido afirmarlo con seguridad. Llegó en un coche, llevaba consigo el clásico maletín negro, con el instrumento que emplean los médicos para medir la presión sanguínea..., todos esos objetos, en fin. Es como esas cajas mágicas de los prestidigitadores. ¿Qué otra persona podía ser?
Tommy guardó silencio, aguardando las siguientes palabras de la anciana.
—Mi punto de vista es éste: Cualquiera puede entrar en una casa como la nuestra, declarándose médico Inmediatamente, sea quien sea, las enfermeras sonríen, las muy estúpidas...Doctor por aquí, doctor por allá... ¡Qué necias! Y si la paciente jura que no ha visto nunca al hombre en cuestión, ellas dirán solamente que aquélla ha perdido la cabeza, que olvida fácilmente los rostros. Cuando yo, precisamente —añadió la Ada con firmeza—, me acuerdo siempre de todas las caras. ¡Qué tal se encuentra tu tía Caroline? Hace tiempo que no oigo hablar de ella. ¿La has vuelto a ver.
Tommy ; contestó en tono de excusa que su tía Caroline había fallecido quince años atrás. Tía Ada no encajó esta noticia con gestos de pesar. No se trataba de una hermana suya, sino de una prima hermana solamente.
—Todos se mueren —comentó la anciana con cierta complacencia—. Carecen de vigor, de energía. Sí. Eso es lo que les pasa... Un corazón defectuoso, una trombosis, coronarla, hipertensión, bronquitis crónica, artritis reumatoide... y todo lo demás. Son gente floja. Con personas así los médicos hacen su agosto. ¡Y venga a recetar cajas de inyecciones, frascos de tableteas Y jarabes! ¡Y vengan tabletas amarillas, tabletas rosadas, tabletas verdes! No me sorprendería nada que las hubiera negras también. ¡Uf! En mis buenos tiempos, con azufre y meladuras lo curaban todo. Lo mismo que en los de mi abuela. Supongo que esas cosas eran tan eficaces como otras... Como solamente se podía optar entre dos cosas, una, invariablemente, se ponía buena —la anciana asintió, satisfecha—. No se puede confiar en los médicos... ¿Te atreves tú? En cuestiones profesionales, cuando se trata de una novedad, ¡ni hablar...! A mí me han dicho que se han producido aquí muchos casos de envenenamientos. A fin de conseguir corazones para los cirujanos, me han informado. Pero yo misma no doy crédito a tales afirmaciones. La señorita Packard es una mujer que no consentiría eso jamás.
En la planta baja, la señorita Packard, siempre excusándose, indicó a Tuppence una habitación algo apartada del vestíbulo.
—Lamento lo ocurrido, señora Beresford, pero espero que comprenda: los viejos son así. Imaginan cosas fantásticas o suelen dejarse llevar por la simpatía o antipatía.
—Regir una casa como ésta tiene que ser muy difícil —opinó Tuppence.
—¡Oh, no, realmente! —contestó la señorita Packard—. A mí me gusta mi trabajo. Y la verdad es que tengo cariño a todas estas mujeres. Lo normal es que nos aficio—nemos a la gente cuyo cuidado se nos ha encomendado. Todo el mundo tiene sus antojos y extravagancias, pero estas mujeres son fáciles de gobernar cuando se sabe lo que se lleva entre manos.
»Son como criaturas, realmente —añadió la señorita Packard, con una sonrisa de indulgencia—. Sucede, sin embargo, que los niños, con su especial lógica, nos ponen a menudo en aprietos, ¿no es así? Ahora bien, estas personas ancianas lo que desean principalmente es que los que estamos a su alrededor les confirmemos sus suposiciones, que les demos la razón en todo. Por de pronto, son felices. Yo dispongo aquí de unas auxiliares magníficas. Son chicas pacientes, de buen carácter, no muy inteligentes... Verá... Es que si fuesen muy despiertas su paciencia se acabaría. ¿Qué hay, señorita Donovah?
La señorita Packard había vuelto la cabeza en dirección a una joven con pinte—nez que acababa de bajar corriendo las escaleras.
—Es la señora Lockett de nuevo, señorita Packard. Dice que se está muriendo y quiere que la visite el médico. —¡Oh! —exclamó la señorita Packard, siempre serena—. ¿De qué se muere esta vez?
—Afirma que en las setas de la comida de ayer debía de haber restos de algún fungicida y que se ha envenenado. —Eso es nuevo. Subiré para hablar con ella. Siento dejarla a usted sola unos momentos, señora Beresford. Ahí encontrará varias revistas y periódicos para entretenerse.
—No se preocupe por mí.
Tuppence penetró en el cuarto que le había señalado la directora del establecimiento. Era una estancia agradable, que daba a un jardín, por medio de unas puertas grandes de cristales. Había allí unos sillones y jarrones con flores sobra las mesitas. Adosada a una de las paredes se encontraba una estantería repleta de novelas y libros de viajes. Sobre una de las mesas había diversas revistas.
En aquel instante no había más que una persona en la habitación. Era una anciana de blancos cabellos, peinados hacia atrás. Tenía un vaso de leche en las manos y se había quedado con la vista fija en el mismo. Su faz era de un tono rosado claro. Sonrió afectuosamente al ver entrar a Tuppence.
—Buenos días —dijo—. ¿Va usted a vivir aquí, con nosotras o está en la casa de visita?
—Estoy de visita —respondió Tuppence—. Una tía mía reside aquí. Mi marido está hablando con ella en estos instantes. Pensamos que los dos a la vez en su cuarto podría suponer un poco de agobio para ella.
—Es una atención por su parte —respondió la anciana. A continuación tomó un sorbo de leche—. Me pregunto... No, creo que es correcto. ¿Le gustaría a usted tomar algo? ¿Una taza de té, de café, quizá? Voy a hacer sonar el timbre... Atienden bien, aquí.
—No, gracias —contestó Tuppence—. De veras.
—¿Un vaso de leche, tal vez. Hoy no está envenenada.
—No, no... Nosotros estaremos aquí ya solamente unos minutos.
—Muy bien... Pero su deseo no daría lugar aquí a molestias, realmente. Nadie piensa en tal cosa dentro de estas paredes. A menos, que usted pida algo imposible.
—Yo me atrevería a decir que mí tía es de las que piden imposibles —declaró Tuppence—. Mi tía es la señorita Fanshawe
—¡Ola, la señorita Fanshawe! —exclamó la anciana—. La conozco claro.
Algo pareció contener su locuacidad, pero Tuppence añadió despreocupadamente:
—Es más bien una gruñona. Siempre lo ha sido. —Tiene usted razón. Yo tuve una tía que era as! también. Y su endiablado genio empeora con los años todas nosotras, no obstante, queremos a la señorita Fansliavve. Es muy, muy divertida cuando ella quiere...
—Sí sí...
Tuppence reflexionó, considerando la figura de tía Ada bajo nueva luz.
—Hablando de los demás es muy acre —añadió la anciana—. ¡Ah! Mi apellido es Lancaster... Señora Lancaster. —El mío es Beresford.
—A veces una pone malicia en las cosas. Es inevitable, Hay que oír a su tía en sus descripciones de otras internas aquí y los comentarios que formula. Es verdad que una no debiera encontrar esto divertido, pero...
—¿Hace tiempo ya que reside aquí?
—Si, hace algún tiempo ya. Veamos... Siete, ocho años, Deben de ser más —la mujer suspiró—. Una ¡lega a perder el contacto con ciertas cosas Y con la gente también. Los parientes que me quedan viven en el extranjero.
—Será triste eso.
—Pues no, en realidad, no. No me importa demasiado, la verdad. Ni siquiera los conocía muy bien. Sufrí tina grave enfermedad, muy grave, y me encontraba sola en el mundo, por lo cual ellos pensaron que me hallaría mejor en una casa como ésta. Me considero afortunada por haber venido a parar aquí. La gente que me rodea es amable, comprensiva. Y los jardines son realmente deliciosos. Se perfectamente que no podría vivir apartada de los demás, ya que sufro confusiones lamentables —la anciana se tocó la frente con la palma de una mano—. Aquí dentro unas cosas con otras. No siempre determinados acontecimientos consigo recordar bien.
—Es una pena. Pero claro, siempre surge algún achaque que otro...
—Hay enfermedades que resultan muy dolorosas. Hay aquí dos internas que padecen artritis reumatoide. Sufren terriblemente. Tal vez sea beneficioso esto de no ver con claridad lo que ha sucedido a nuestro alrededor, no saber identificar a las personas. Físicamente, por lo menos, eso no duele.
—Yo pienso que quizá tenga usted razón —manifestó Tuppence.
Se abrió la puerta de la habitación y entró en ella una joven portadora de una bandeja, en la que había dos tazas, una cafetera y un platito con un par de bizcochos. La muchacha colocó la bandeja junto a Tuppence.
—La señorita Packard se figuró que le agradaría tomar una taza de café —declaró.
—Muchas gracias.
La chica salió de la estancia y la señora Lancaster dijo: —Ya lo ve usted, son muy atentos, ¿verdad?
—En efecto.
Tuppence vertió un poco de café en su taza, tomando un sorbo. Las dos mujeres guardaron silencio durante unos momentos. Luego, Tuppence ofreció el platito con los bizcochos a la anciana, pero ésta hizo un movimiento denegatorio de cabeza.
—No, gracias, querida. Con mi vaso de leche tengo suficiente por ahora.
Dejó el vaso sobre la mesita y se recostó en su asiento, entornando los ojos Tuppence pensó que tal vez aquella fuera la hora de la mañana en que su acompañante descabezaba un sueño. En consecuencia, decidió seguir callada. Después, de repente, la señora Lancaster pareció experimentar un sobresalto, despertándose. Abrió los ojos y dijo a Tuppence:
—Me he fijado en que miraba usted hacia la chimenea.
—¡Oh! ¿Sí? —inquirió Tuppence, algo impresionada.
—Sí. Me lo preguntaba... —la anciana se inclinó hacia delante, bajando la voz—. Perdone... ¿Pensaba usted en su pobre criatura?