Authors: Agatha Christie
El día había llegado... Sería el siguiente.
LA CASA DEL CANAL
A la mañana siguiente, antes de partir, Tuppence echó un último vistazo al cuadro de su habitación, tanto para fijar sus detalles en su mente como para recordar el emplazamiento del edificio en el paisaje. Esta vez iba a verlo no desde la ventanilla de un tren, sino desde la carretera. La perspectiva sería muy distinta. Existía la posibilidad de que diera con muchos puentes similares a aquél, con otros canales parecidos, quizá... También podía ser que viese casas semejantes, (Tuppence no creía en esto último.)
En el ángulo inferior derecho había una firma, la del artista que pintara el cuadro, pero era ilegible... únicamente se veía allí que el apellido comenzaba por una B.
Apartada su atención del lienzo, Tuppence procedió a efectuar una comprobación de sus efectos: una guía de ferrocarriles con su correspondiente mapa; una selección de cartas geográficas; una relación de nombres probables, que incluía Medchester, Westleigh, Market Basin, Middlesham, Inchwell... Éstos delimitaban el triángulo que había decidido examinar. Tuppence se preparó, asimismo, un maletín con cosas puramente personales... La esperaban tres horas de volante antes de plantarse en la zona de operaciones. Después, se deslizaría lentamente por carreteras de segundo o tercer orden, en busca de unos probables canales...
Tras detenerse en Medchester, donde tomó café y un tentempié, avanzó por una carretera de segundo orden, próxima a una línea de ferrocarril. Pasó por una zona cu-bierta por espesas arboledas y surcada por numerosas corrientes de agua.
Como en la mayor parte de los distritos rurales ingleses, abundaban allí los postes indicadores, en los que figuraban nombres desconocidos por completo para Tuppence, y que por alguna razón u otra, raras veces conducían al sitio señalado. Aquella muestra del sistema de comunicación por vía terrestre vigente en Inglaterra constituía una auténtica jugarreta. El camino serpenteaba para alejarse del canal y cuando el conductor, esperanzado, se dirigía al punto en que debía haber estado aquél, el chasco era casi seguro. Yendo hacia Great Michelden, el siguiente poste in-dicador ofrecía dos vías, una que apuntaba a Pennington Sparrow y la otra a Farlingford. . Escogido Farlingford, llegábase al sitio citado, pero casi inmediatamente el siguiente poste lo enviaba a uno de vuelta sin más a Medchester, de manera que el viajero volvía ineludiblemente sobre sus pasos. En realidad, Tuppence no dio nunca con Great Michelden, y durante largo rato fue incapaz de localizar el perdido canal. De haber tenido alguna idea sobre el nombre de la población que andaba buscando, todo se hubiera presentado mejor. La localización de los canales en los mapas era una labor que producía desconcierto. Una y otra vez fue a parar a la línea de ferrocarril, circunstancia que la reanimaba, pasando ilusionada por Bees Hill, South Winterton y Farrell St. Edmund. Farrell St. Edmund había tenido en otro tiempo estación, pero se encontraba fuera de servicio, cerrada. Tuppence pensó: «De dar con alguna carretera bien conservada que se deslizara a lo largo del canal, o junto a la línea de ferrocarril, todo me resultaría ' mucho más fácil.»
Conforme avanzaba el día, Tuppence se sentía más y más desorientada. Incidentalmente, llegó a una granja emplazada junto a un canal, pero la carretera insistía luego en no tener nada que ver con éste, apuntando hacia una elevación. Llegó así a un sitio denominado Westpenfold, que contaba con una iglesia dotada de una torre cuadrada.
Desconsoladamente, siguió por una carretera llena de baches que parecía ser la única salida de Westpenfold. Guiándose por su sentido, puramente instintivo, de la orientación (en el que cada vez confiaba menos), Tuppence continuó avanzando, convencida ya casi de que se dirigía a un punto completamente opuesto a su meta. Llegó así a una bifurcación, de pronto. Se le ofrecía entonces un camino hacia la derecha y otro hacia la izquierda. Había entre ambas vías los restos de un poste indicador, los brazos del cual habían sido quebrados.
«¿Por qué camino me decidiré? —se preguntó Tuppence —, ¿Quién puede saber aquí cuál es el que me conviene? Yo no, por supuesto.»
Optó por avanzar a marcha moderada, por el situado a la izquierda.
Describía unas cuantas curvas. Al final de una de ellas, la carretera se ensanchaba, trepaba por una elevación, luego descendía y se, internaba por un paisaje despejado. Terminaba en cuesta, se detuvo, llegando a sus oídos entonces como un chillido...
«Parece el silbido de una locomotora», se dijo Tuppence, repentinamente esperanzada.
No se había equivocado. Aquello era un tren. Después descubrió la vía del ferrocarril. Un tren de mercancías avanzaba por, ella, resoplando, silbando continuamente su locomotora. Y más allá estaba el canal, y al otro lado del mismo había una casa que Tuppence identificó inmediatamente. El canal en cuestión era cruzado por un puente airosamente levantado, estrecho. La carretera quedaba por de-bajo del nivel de la vía férrea, ascendía luego, iba en busca del puente... La casa estaba situada a mano derecha. Tuppence siguió avanzando. No parecía existir el camino que ahora buscaba para internarse en la zona de la casa. Un muro regularmente alto aislaba éste de la carretera.
Tuppence detuvo el coche, apeándose. Seguidamente, echó a andar hacia el puente, contemplando lo que se podía ver de la casa desde allí.
La mayor parte de las ventanas altas se hallaban cerradas. Los postigos de las mismas eran verdes. El edificio seguía sugiriendo la idea de una insólita quietud. La luz del Sol, ya muy amortiguada, daba un especial encanto a la casa. No había ningún detalle que hiciera pensar en que estaba habitada. Tuppence regresó al coche, avanzando un poco más. El muro, moderadamente alto, corría a su derecha. La cuneta izquierda de la carretera estaba delimitada por una serie de matorrales, al otro lado de los cuales se veían unos amplios bancales que verdeaban.
Más adelante, llego a una parte de hierro forjado que interrumpía la continuidad del muro. Colocó el coche a un lado de la carretera y tornó a apearse. Después, escu-driñó el terreno situado al otro lado de la puerta. Aumentó levemente un campo de visión poniéndose de puntillas. Contemplaba un jardín... Aquello no parecía estar montado en plan de granja, aunque Tuppence pensó que podía haberlo sido en otro tiempo. El jardín se veía atendido. No ofrecía nada de notable. Producía la impresión de que su dueño o dueños no habían conseguido imponer el orden allí más que a medias.
Desde la puerta de hierro, un camino circular abrazaba el jardín, rodeando la casa. La que tenía a la vista Tuppence debía de ser la entrada principal, si bien no lo parecía. Era algo burda. Una puerta de servicio, quizá. La casa ofrecía un aspecto distinto vista por aquel lado.
En primer lugar, no estaba vacía. Allí vivía alguien. Las ventanas estaban abiertas; flotaban las cortinas al viento; junto a la puerta había un balde lleno de verduras... En el extremo opuesto del jardín, Tuppence descubrió la figura de un hombretón que efectuaba una labor de cava. Era una persona ya entrada en años, que se movía con lentitud, pero siempre al mismo ritmo. Desde luego, la casa, contemplada desde allí, no ofrecía ningún encanto; ningún artista la habría elegido como tema de un cuadro. Era una vivienda más habitada por alguien, una familia corriente. Tuppence vaciló. ¿Qué procedía hacer en su caso? ¿Dar media vuelta y olvidarse del edificio que tanto reclamaba su atención? No. No podía obrar así después de todas las molestias que se había tomado. ¿Qué hora era en aquel momento? Consultó su reloj de pulsera. Entonces vio que se le había parado. Oyó el rumor de una puerta que se abría y miró por entre los hierros de nuevo...
Salió una mujer. Depositó una botella de leche en el suelo y al incorporarse, miró en dirección a Tuppence. Vio a ésta y se quedó inmóvil. Luego, pareció tomar una decisión, echando a andar por el camino, en dirección a ella. «Es curioso —se dijo Tuppence —. Tiene todo el aspecto de una bruja, pero de una bruja buena.»
Tendría aquella mujer unos cincuenta años. Sus cabellos eran largos y estaban un tanto desordenados a causa del viento. A Tuppence le recordó una pintura (¿de Nevinson?) en la que aparecía una bruja montada en su escoba. A eso se debía que le hubiese venido a la mente el vocablo «bruja». En aquella mujer no había ninguna nota juvenil, ni de belleza. Tenía la faz arrugada y vestía bastante descuidadamente. Llevaba un gorro puntiagudo sobre la cabeza y su nariz se prolongaba en busca de la barbilla, levantada. Con todo, nada había de siniestro en su cara. Daba la impresión de ser una mujer bondadosa. «Sí —pensó Tuppence —, eres exactamente igual que una bruja, pero resultas una bruja buena, amable. Creo que eres en realidad, lo que se ha dado en llamar una bruja blanca.»
La mujer se acercó a la puerta. Su voz era agradable, hablando con una entonación característica entre los campesinos de aquella zona.
—¿Busca usted a alguien? —inquirió.
—Lo siento —respondió Tuppence —. Debe de haberme juzgado un tanto descarada al curiosear así, sin más, en su jardín... Verá, usted. Es que me ha llamado la atención su casa.
—¿Quiere usted entrar? Así podrá echar un vistazo a nuestro jardín a su gusto —dijo la bruja, amablemente.
—¡Oh! Será un placer para mí. No tengo nada que hacer, de momento. ¡Qué buen tiempo el de esta tarde!, ¿eh? No quisiera entretenerla...
—¡Bah! No se preocupe.
—Siendo así...
—Primeramente, pensé que se había extraviado —manifestó la bruja buena —. No sería la primera vez...
—Bajando por la pendiente del otro lado del puente me dije que esta casa era preciosa.
—Desde allí ofrece una vista excelente —declaró la mujer —. Hay artistas que se instalan en ese punto para pintar sus cuadros. Bueno, esto ocurría en otro tiempo.
—Me lo explico. Yo estoy con la idea de que he visto antes esta casa en un cuadro, en no sé qué exposición —repuso Tuppence, apresuradamente —. Por lo menos, la casa a que me refiero se parecía mucho a ésta. Es posible que fuese la misma, ¿no?
—Sí que es posible. Es curioso... Viene un artista y pinta su cuadro. Más adelante, se presentan otros. Y luego, cuando en el pueblo se celebra la exposición anual, vemos que todos han ido a escoger el mismo tema, No sé por qué... Cuando no es el prado con el arroyo, o un gran roble, o un grupo de cauces, nos enfrentamos con la inevitable
Iglesia normanda. Los cuadros casi siempre son iguales, con escasas variantes... Claro que tengo que decirle que yo de arte no entiendo nada. Entre, entre...
—Es, usted muy amable. Y el jardín me parece muy bonito.
—¡Bah! Queda regular. Tenemos flores, un poco de huerta... Sucede que mi esposo, actualmente, no puede dedicarle toda la atención que requiere y yo no dispongo de tiempo para ocuparme de él a fondo.
—La primera vez que vi esta casa fue desde el tren —declaró Tuppence —; me fijé en ella porque precisamente por las inmediaciones el convoy aminoró la marcha. De esto hace ya algún tiempo. Suponía que no volvería a verla.
—Y ahora, al bajar por esa pendiente, se la ha encontrado de repente plantada delante de usted. Y es que en la vida ocurren cosas muy curiosas, ¿verdad?
«Menos mal —pensó Tuppence —, que hablar con esta mujer es la cosa más fácil del mundo. No he tenido siquiera que esforzarme para darle explicaciones. Aquí se arregla una con decir lo primero que se le venga a la cabeza.»
—¿Quiere usted ver la casa? —inquirió la simpática bruja —. Veo que le inspira un gran interés. Es una vieja construcción, ¿sabe? de estilo georgiano, según dicen todos. Claro que nosotros sólo disponemos de la mitad del edificio.
—Ya —contestó Tuppence —. Fue dividido en dos partes, ¿no?
—Ésta es la parte posterior —manifestó la mujer —. La fachada principal queda al otro lado, el que vio usted desde el puente. Es una rara forma de dividir una casa, ¿no le parece. Yo creo que es más lógico en el sentido opuesto. ¿Me entiende? Derecha e izquierda, quiero decir.
—¿Hace mucho tiempo que vive usted aquí? —preguntó Tuppence.
—Tres años. Después de retirarse mi marido, nos dedicamos a buscar un sitio en el campo donde pudiéramos vivir tranquilamente. Algo que estuviese bien de precio... Esta vivienda nos convenía. Tenía que resultar barata forzosamente, por el hecho de encontrarse aislada. Este sitio queda lejos de cualquier poblado.
—Vi el capitel de una iglesia a cierta distancia.
—¡Ah! Eso es Sutton Chancellor. Queda a unos cuatro kilómetros de aquí. Pertenecemos a esa parroquia, desde luego, pero entre este punto y la población, no hay ninguna casa. Bueno, la aldea es muy pequeña, ¿eh? ¿Le apetece una taza de té, señora? —preguntó la mujer —. Acababa de poner la tetera en el fuego cuando la vi. Un minuto y lo tendré todo preparado —se llevó ambas manos a la boca, en forma de bocina y gritó: ¡Amos! ¡Amos!
El hombretón que Tuppence viera trabajando en el jardín volvió la cabeza.
—El té estará servido dentro de unos minutos.
El viejo levantó una mano para dar a entender a su mujer que la había comprendido. Ésta abrió la puerta de la casa, invitando a Tuppence a pasar.
—Me llamo Perry —dijo la amable bruja —. Alice Perry. —Beresford es mi apellido.
—Entre, señora Beresford.
Tuppence tuvo una vacilación que duró unos segundos. Pensó: «Por un momento, me sentía como Hansel y Gretel. La bruja me invita a entrar en su casa. Tal vez sea una casa de mazapán... Así debería ser.»
Miró a Alice Perry de nuevo y dijo que aquélla no era la bruja de la casa de mazapán de Hansel y Gretel. Alice era una mujer corriente. Bueno, corriente hasta cierto punto. Se conducía con una amabilidad extraordinaria. Era extraña incluso tanta solicitud, «Estoy segura de que produce hechizos —pensó Tuppence —. Pero los suyos tienen que ser buenos.» Inclinó levemente la cabeza y cruzó el umbral...
El interior era más bien oscuro. Los corredores eran pequeños. La señora Perry la hizo pasar por una cocina, entrando después las dos en un cuarto de estar. Nada había de sorprendente en la vivienda. Tuppence pensó que probablemente toda ella se reducía a una adición al cuerpo principal. Cortada horizontalmente, era estrecha. Constaba en esencia de un pasillo bastante oscuro, al que daban varias habitaciones. Ciertamente que aquél era un método muy raro de dividir una casa.