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Authors: Agatha Christie

El cuadro (13 page)

BOOK: El cuadro
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—No tenemos aquí ningún establecimiento adecuado para una señora como usted —respondió la señora Copleigh —. Ahora bien, si se da por satisfecha con un par de huevos fritos, un poco de jamón, pan y mermelada casera...

Tuppence, naturalmente, manifestó que aquello compondría una cena espléndida. La habitación que le había asignado la señora Copleigh era muy bonita y alegre. Estaba empapelada; el lecho parecía 'muy cómodo y todo respiraba un aire de impecable limpieza.

—¿Qué? ¿Le gusta el papel de las paredes, verdad? —inquirió la señora Copleigh, que parecía haber adivinado el pensamiento de Tuppence —. Lo escogimos cuando vino a pasar aquí con nosotros una pareja, su luna de miel: El dibujo, como verá, de grandes rosas entrelazadas, no puede ser más romántico.

Tuppence convino con la dueña de la casa que aquellos detalles eran precisamente los que tenían un auténtico valor en la vida,

—Estas parejitas modernas gastan poco, generalmente. No me refiero concretamente a la que vino aquí... La mayor parte de los recién casados se dedican a ahorrar para comprarse una casa o están pagando algo a plazos. Otras veces están pensando en la compra de un, mobiliario, En tales condiciones, poco es lo que queda para una luna de miel de —categoría o algo por el estilo. Estos jóvenes de hoy son prudentes. No se gastan así porque sí el dinero.

Bajó las escaleras sin dejar de hablar un momento. Tuppence se tendió en el lecho para descansar media hora. Había vivido una jornada muy movida. La señora Copleigh le inspiraba muy fundadas esperanzas y confiaba en que una vez se hubiese repuesto sería capaz de llevar la conversación al terreno que a ella le interesaba más, para hacerla fructífera. Estaba segura de que podría enterarse de todo lo que supiese concerniente a la casa del canal; pronto sabría quién había vivido allí, qué había habido de bueno y de malo dentro de sus muros, de qué escándalos había sido escenario y otros extremos. Su seguridad se acrecentó después de haber sido presentada al señor Copleigh, un hombre que en raras ocasiones abría la boca. Su conversación fundamentábase principalmente en una serie de amistosos gruñidos, que habitualmente equivalían a un signo afirmativo. Los tonos más bajos correspondían a la negación.

Tal como pudo apreciar Tuppence, se contentaba con que su esposa hablara. Él hallábase abstraído, repasando sus planes para la jornada siguiente, día de mercado.

Tuppence se hallaba muy satisfecha con el giro que tomaban las cosas. No podía ir mejor. Aquello era lo mismo que si la señora Copleigh o su marido le hubieran dicho: «¿Está usted necesitada de información? Pues bien, nosotros tenemos seguramente la que busca.» La señora Copleigh venía a ser tan cómoda como un aparato de radio o un televisor. No había más que girar un botón y en segui-da empezaban a oírse frases y más frases acompañadas de expresivos gestos. La señora Copleigh tenía también de goma la cara, no sólo el cuerpo, aquella redonda pelota... La gente de que hablaba cobraba vida, en forma caricaturesca, ante los ojos de Tuppence.

Esta dio buena cuenta de una espléndida ración de jamón con huevos, haciendo los debidos honores al pan y la mantequilla; saboreó y elogió la mermelada, de fresas, precisamente la que ella prefería, cosa que declaró, expresándose con toda sinceridad. Al mismo tiempo absorbió el aluvión de informaciones facilitadas por la dueña de la casa, hasta el punto de que más tarde tomó abundantes notas en su agenda. La señora Copleigh efectuó un completo repaso de la historia del distrito, hasta donde alcanzaban sus conocimientos.

Las secuencias facilitadas por su interlocutora no eran ordenadas cronológicamente, por lo cual, a veces, Tuppence tropezaba con dificultades. La señora Copleigh se remontaba a lo mejor a un episodio de quince años atrás para pa-sar inmediatamente a otro acaecido dos años antes o a lo largo del último mes. Tuppence tendría que proceder posteriormente una clasificación severa de todos aquellos materiales. También se preguntó ésta, en diversas ocasiones, si en realidad acabaría sacando algo en limpio.

El primer botón que había oprimido no le dio ningún resultado. Tuppence había aludido a la señora Lancaster...

—Yo creo que era por aquí —explicó, mostrándose deliberadamente vaga —. Poseía un cuadro, un cuadro muy bonito, debido a un artista que me parece que era conocido en esta región.

—¿Cómo ha dicho usted que se llamaba esa mujer? —Lancaster era su apellido.

—No recuerdo a ningún Lancaster por aquí. Lancaster, Lancaster... Un caballero sufrió un accidente de automóvil... No. Me estaba acordando del coche, un Lancaster, es decir, un Lanchester... Oiga: ¿no sería ésa la señora Bolton? Contará ahora los sesenta años ya. Puede ser que contrajera matrimonio con un hombre apellidado Lancaster Se marchó al extranjero y tengo entendido que se casó más tarde,

—El autor del cuadro que ella regaló a mi tía se llamaba Boscobel... Sí, ése creo que era su apellido... ¡Qué buena está la mermelada! —exclamó Tuppence.

—No le pongo manzana nunca. Es esto lo que hace la mayor parte de la gente. Dicen que mejora la mermelada, pero a mí se me antoja que le resta su sabor carac-terístico.

—Sí. Estoy de acuerdo con usted, señora Copleigh. —¿Qué nombre ha mencionado usted ahora? Sé que empezaba con B, pero no he acabado de cogerlo. —Boscobel.

—¡Oh! Ya recuerdo... El señor Boscowan. Veamos... Hace quince años, por lo menos, que no ha estado aquí. Vino varias veces seguidas. Le gustaba nuestro distrito. Luego, alquiló una casa. Era una de las de Farmer Hart, que re — tuvo para su labrador. Pero el Consejo le construyó otra nueva... Fueron cuatro las nuevas viviendas especialmente destinadas a los trabajadores.

»El señor B. era un artista de mediana categoría —continuó la señora Copleigh —. ¡Qué abrigo más raro solía usar! Era como de pana. Llevaba una especie de parches en los codos. Y también en los hombros. Se ponía camisas verdes y amarillas. Pintaba recurriendo a todos los colores: A mí me gustaban sus cuadros. Una vez, los expuso... Por Navidad, me parece. No, no. La exposición debió ser en el verano. Sí; sus lienzos eran bonitos. Nada del otro mundo, sin embargo, ¿me comprende? Invariablemente, pintaba un par de .árboles o dos vacas asomándose por encima de una valla. Pero sus cuadros respiraban paz, quietud y tenían unos colores muy lindos. No eran como los de esos pintores de hoy en día.

—¿Es que suele haber muchos artistas por aquí siempre? —No, en realidad, no. Que den que hablar, ¿me entiende? Cuando llega el verano aparecen por aquí dos o tres muchachas que se dedican a realizar bosquejos... Tuvimos en el pueblo un joven, hace cosa de un año, que se llamaba a sí mismo artista. Nunca iba correctamente afeitado. No puedo decir que me gustaran sus cuadros. Muchos colo-res, todos mezclados confusamente. No se podía ver nada claro en sus lienzos. Vendió muchos cuadros, eso es cierto. Y no eran nada baratos.

—Debían de costar unas cinco libras —dijo el señor Copleigh, mediando en la conversación tan inesperadamente que Tuppence sufrió un sobresalto.

—Voy a explicarle qué es lo que piensa mi marido —indicó la mujer, haciéndose la intérprete de aquél —. Él opina que ningún cuadro debiera costar más de cinco libras. Eso es lo que él dice, ¿verdad, George?

—¡Ah! —exclamó el hombre por toda respuesta.

—El señor Boscowan pintó un cuadro en el que aparecía la casa que hay junto al puente y el canal... ¿No era denominada «Waterside» o «Watermead»? Hoy pasé por allí.

—¿Fue usted por esa carretera? Es terrible... Muy estrecha. Siempre he pensado que la casa a que se refiere usted está muy solitaria. No me gustaría vivir en ella. Me parece excesivamente aislada. ¿Estás de acuerdo conmigo, George?

George produjo un ruido que expresaba disentimiento y quizá desprecio ante la proverbial cobardía de las mujeres.

—Allí vive Alice Perry... —comentó la señora Copleigh. Tuppence abandonó su investigación sobre Boscowan para ocuparse ahora de los Perry. Había llegado a una conclusión: le convenía seguir a la señora Copleigh, que saltaba con facilidad de un tema a otro.

—Una rara pareja, sí, señora Beresford.

George hizo otro ruido que significaba que estaba de acuerdo,

—Son muy para ellos. En cuanto a Alice...

—Está loca —declaró tajante el señor Copleigh.

—Yo no diría tanto. Lo parece, todo lo más. Lleva siempre los cabellos desordenados, sin peinar, sueltos... Y luego, viste chaquetones masculinos y calza botas de goma. Suele decir, además, cosas muy raras y cuando una le pregunta cualquier cosa se sale por los cerros de úbeda, como si pensara en otro tema completamente distinto. No. Yo no la llamaría loca. La considero una mujer muy especial, eso es todo.

—¿Cae bien a la gente?

—La gente apenas la conoce, pese a que el matrimonio vive aquí desde hace varios años. Circulan por el lugar muchos cuentos sobre su persona. Pero a lo mejor no son más que eso: cuentos.

—¿De qué clase?

A la señora Copleigh no le molestaban las preguntas directas. Las acogía con la misma naturalidad que las otras, las formuladas con mayores o menores rodeos, contestándolas con idéntico agrado.

—Dicen que habla con los espíritus, por la noche. Se sienta para ello frente a una mesa... También se ha hablado aquí de que por las noches se ven luces en la casa, moviéndose de un lado para otro. Lee mucho, me han dicho. Sus libros tienen dibujos muy particulares en sus páginas, a base de círculos y estrellas. El que no está bien de la cabeza, a mi entender, es Amos Perry.

—Un tío muy simple —comentó el marido indulgentemente.

—Es posible que estés en lo cierto. Pero también se han dicho muchas cosas de él. Le tiene cariño a su jardín, pero entiende poco de eso...

—El matrimonio ocupa sólo la mitad de la casa —declaró Tuppence —. La señora Perry, amablemente, me invitó a entrar.

—¿Sí? ¿De veras? Creo que no me gustaría nada entrar en su casa —dijo la señora Copleigh.

—Con la parte de la finca que ocupan ellos no pasa nada —informó el marido,

—¿Ocurre algo con la otra? —inquirió Tuppence —. Me refiero a la que da al canal.

—Pues verá usted... Se han contado muchas cosas de ella. Desde luego, allí no vive nadie desde hace años. Han circulado numerosos rumores. A la hora de concretar, nadie sabe dilucidar la verdad, sin embargo. Todo data de hace mucho tiempo. La casa fue construida hace un centenar de años, ¿sabe? Se afirma que allí, primeramente, estuvo recluida una hermosa joven, por obra de un caballero de la corte.

—¿La corte de la reina Victoria? —inquirió Tuppence con gran interés.

—Yo creo que no. La vieja reina se comportaba de una manera muy clara en ciertas situaciones. Me inclino a pensar que el episodio data de fechas anteriores. El caballero en cuestión iba a ver a su prisionera periódicamente. Más tarde sostuvieron un altercado y entonces, una noche, él la degolló.

—¡Es terrible! —exclamó Tuppence —. ¿Y fue colgado el asesino?

—No. Nada de eso. Se dice que viéndose obligado a deshacerse del cadáver, para ocultar su delito, el hombre la emparedó en la chimenea.

—¿Que la emparedó en la chimenea?

—Hay quien afirma que la muchacha era una monja que se había escapado de un convento. A eso se debe que muriera emparedada. Es lo que suelen hacer con casos así en los conventos.

—Pero no fueron monjas las que impusieron el castigo. —No, no. Lo hizo él. Su amante. Levantó un muro de ladrillo en la chimenea y lo forró con una plancha de hierro. Sea como sea, ella no fue vista por nadie, ya en lo sucesivo. ¡Pobrecilla! Caminaba siempre de un lado para otro, embutida en finos vestidos. También hay personas que afirman que la joven se marchó con él, con objeto de establecer su residencia en la ciudad. Fueron muchos los que aseguraron haber visto luces por la casa u oído diversos ruidos... No pocos se abstenían cuidadosamente de acercarse por allí después de haber oscurecido.

—¿Y qué sucedió más tarde? —preguntó Tuppence, pensando que detenerse en el reino de Victoria era situarse demasiado lejos en el pasado, con vistas a sus indagaciones.

—No estoy muy enterada, si quiere que le diga la verdad. Me parece que cuando la casa fue puesta en venta, la adquirió un granjero llamado Brodgick. No duró mucho tiempo en sus manos. Brodgick era un caballero granjero. Por eso le gustaba la casa, supongo. Ahora bien, la tierra de labor era escasa y por otra parte no sabía qué hacer con la que tenía. Entonces, decidió vender a su vez la finca.

Cambió de manos muchas veces... Se llevaron a cabo en ' el edificio algunos cambios... Nuevos cuartos de baño... Todo eso... Creo recordar en estos momentos que se estableció allí un matrimonio que se dedicaba a la cría de aves. Su mala suerte se tornó famosa. He de advertirle que todas estas cosas son anteriores a mi época. Me parece que el mismo señor Moscowan pretendió comprar la casa en cierta ocasión. Por entonces, pintó el cuadro...

¿Qué edad tendría el señor Boscowan cuando estuvo aquí?

—Contaría unos cuarenta años, o un poco más. Era un hombre de muy buen ver. Luego, engordó algo. A las mujeres les caía bien.

—¡Ah! —exclamó el señor Copleigh.

Profirió un gruñido que venía a ser un aviso.

—Todos nosotros sabemos cómo suelen ser los artistas —dijo la señora Copleigh, abarcando con, esta consideración a Tuppence —. Visitaba Francia con mucha frecuencia y sus modales acabaron por ser los de un francés.

—¿Era soltero?

—En efecto. Por lo menos, cuando estuvo aquí. Mostraba grandes preferencias por la hija de la señora Charrington, pero de tal relación no salió nada. Ella era una muchacha muy atractiva; pero excesivamente joven para él. La chica no tendría más de veinticinco años.

—¿Quién era la señora Charrington?

Tuppence se sintió profundamente desconcertada al ver que entraban en escena nuevos personajes.

«¿Qué demonios estoy haciendo aquí, en fin de cuentas? —se preguntó de repente, al sentirse fatigada —. Estoy prestando oídos a una serie interminable de habladurías que m me van ni me vienen. No debe de haber nada de verdad en cuanto me han referido. Ahora comprendo... Todo empezó cuando una agradable anciana, de cabeza poco o nada firme, mezcló en su mente las historias que este señor Moscowan, o alguien como él, le contó acerca de la casa, con su leyenda... Le hablaría de una persona que había muerto emparedada allí y la vieja, por una razón u otra, imaginó que había sido una criatura. Y aquí estoy, poco menos que buscando una aguja en un pajar. Tommy me dijo que era un estúpida y estaba en lo cierto. Sí, soy una estúpida, querido.»

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