Authors: Agatha Christie
—El hospital de Market Basin... —dijo Albert, reflexivo —.
No oí en ningún momento a la señora referirse a ese lugar. Jamás lo mencionó como futura dirección.
—Nunca pensó tampoco que las señas del hospital fuesen las suyas cualquier día —manifestó Tommy —. Yo me figuro que mi esposa fue golpeada en la cabeza. Alguien la depositaría dentro de una cuneta para que fuese recogida y, huyó...
Tommy hizo una pausa.
—Mañana por la mañana va usted a llamarme a las seis y media. Quiero ponerme en marcha a primera hora. —Lamento lo del pollo, señor. Lo había metido en el horno sólo para calentarlo y me olvidé por completo de él. —Olvídese definitivamente de ese pollo, Albert, y de todos los demás. Tengo entendido que estos seres son los más estúpidos del reino animal, por lo que suelen terminar sus días bajo las ruedas de los coches. Entierre usted mañana el cadáver calcinado y resérvese un buen funeral. —Ella no estará a las puertas de la muerte, ¿verdad, se-ñor? Supongo que no será nada grave...
—Vamos, vamos, Albert, déjese usted de fantasías melodramáticas —dijo Tommy —. Si hubiera escuchado con la debida atención la conversación que sostuve con mi hija, habría comprendido que mi esposa se recupera normalmente, sabe quién es, o quién ha sido y dónde se encuentra... Por añadidura, la gente que la rodea, la retendrá hasta que me presente yo. En modo alguno le dejarán salir del establecimiento. Y menos para que se dedique a desarrollar actividades detectivescas.
—Ahora que habla usted de actividades detectivescas... Albert tosió, disponiéndose a seguir hablando.
Tommy le salió al paso.
—Es ese un tema que no tengo el menor interés de abordar —declaró Tommy — Olvídese de él, Albert Dedíquese a aprender contabilidad o jardinería Es mejor
—Es que estaba pensando... Quiero decir: por lo que respecta a algunas pistas...
—¿A qué pistas desea referirse?
—He estado reflexionando
—Todas las complicaciones de la vida salen de ahí, Albert: de la función pensante
—Ese cuadro, por ejemplo —dijo Albert —, es una pista, ¿no?
Tommy observó que su criado había vuelto a colgar el lienzo
—Una pista tiene que conducir a algo En realidad, señor, yo estaba pensando ahora en el pupitre...
—¿Cómo?
—He dicho que estaba pensando en el pupitre.
—¿En cuál?
—Usted recordará que aquí entró uno, en compañía de la mesita, las dos sillas y otros efectos. Me dijo que eran muebles de la familia.
—Pertenecieron a mi tía Ada —señaló Tommy.
—En los muebles viejos (a eso quería referirme) se encuentran también a veces pistas.
—Es posible.
—No es cometido mío, ya lo sé... Supongo que no debiera haberlo hecho, pero la verdad es que no pude evitarlo... Fue durante su ausencia... Decidí echarle un ligero vistazo.
—¿Al pupitre?
—En efecto, Quise comprobar si contenía alguna pista. Los pupitres de ese tipo suelen tener cajones secretos.
—Es posible —repitió Tommy.
—Pues ya está. ¿Por qué no buscar en ese mueble el cajón secreto?
—Es una idea muy sugestiva —declaró Tommy —. Ahora bien, ¿por qué iba a esconder mi tía Ada cosas en cajones secretos?
—Con las personas de edad nadie sabe nunca a qué atenerse. Son muy reservadas, en ocasiones. Yo las comparo a las cornejas, o a las urracas. No sé. Uno de los dos animales tiene que ser. Podríamos pensar en un testamento secreto, en un documento escrito con tinta invisible, en un tesoro...
—Lo siento, Albert, pero me veo obligado a causarle una desilusión. Estoy seguro de que nada en particular hay dentro de ese bonito pupitre familiar que en otro tiempo perteneció a mi tío William. Otro hombre que se volvió muy brusco al llegar a la vejez. Aparte de ser sordo como una tapia, tenía muy mal genio.
—Bueno, ¿y qué hay de malo en mirar? Por otro lado, ese mueble hay que repasarlo a conciencia, limpiarlo bien. Usted sabe cómo acaban estas piezas de museo en manos de las mujeres ya ancianas. No se esmeran precisamente en su limpieza... Y menos cuando padecen reuma y les cuesta tanto trabajo agacharse.
Tommy reflexionó unos momentos. Se acordaba de que él y Tuppence habían examinado rápidamente los cajones, depositando lo que contenían en un par de grandes sobres, sacando de ellos, además, madejas de lana, dos rebecas, una estola de terciopelo negro y tres fundas de almohada muy finas, de todo lo cual se desprendieron. Habían mirado también los papeles que había pasado a su poder. Nada existía en ellos de positivo interés.
—En el examen de las cosas que vinieron a parar a nuestras manos, Albert, invertimos mi esposa y yo dos noches. Vimos dos o tres cartas de gran interés, varias recetas de cocina, unos cuantos libros de cocina y tarjetas de racionamiento, con muchos de sus cupones, que databan de la guerra. No. No había allí nada de auténtico interés, aparte de las cartas a que me he referido. Todo lo demás era corriente y vulgar,
—Usted se ha referido principalmente a los papeles, objetos corrientes de esos muebles. Yo he pensado en lo que verdaderamente merece el calificativo de secreto. Tengo que decirle que, siendo yo un chico, trabajé durante seis meses al lado de un vendedor de antigüedades... También le ayudé a falsear algunas piezas. Así fue como empecé a saber de cajones secretos en los muebles de otras épocas. Habitualmente, respondían al mismo diseño. Había de tres o cuatro clases, cada una de las cuales contaba con su correspondiente variante. ¿No cree usted, señor, que debiéramos echarle un vistazo a ese pupitre? Para llevar a cabo tal cosa, necesito que esté usted presente.
Albert miró a Tommy con la misma expresión de un perro suplicante.
—Sí que vamos a mirar, desde luego. Explíquese.
—He aquí un mueble precioso —dijo Albert, paseando la mirada por los contornos del pupitre, uno de los objetos heredados de tía Ada por su señor —. Está perfectamente conservado y pulido. Es una muestra típica del arte de los carpinteros de otra época anterior.
—Adelante, Albert. Le ha llegado la hora de divertirse un poco. Ahora, no se esfuerce demasiado, ¿eh? Y cuidado con estropeármelo...
—Descuide. Siempre he sido un hombre muy cuidadoso. No tema, que no voy a golpearlo, ni a deslizar hojas de navaja por sus posibles aberturas. Primeramente, nos ocuparemos de la porción frontal, tirando de las dos tablas que salen. Frente a la de la izquierda debía de sentarse su tía Ada. Este es un bonito secante, de nacarada empuñadura. Se hallaba en el cajón de la izquierda.
—Sí. Quedaron ahí un par de cosas.
Albert mostró a Tommy a continuación dos depósitos verticales.
—Vea... Aquí se pueden guardar papeles, pero esto no tiene por qué ser calificado de escondrijo secreto. El sitio más habitual es el armario del centro... en el fondo del mismo, generalmente, hay una ligera depresión. Retirando aquél, se encuentra un espacio. Existen, no obstante, otros dispositivos y sitios semejantes...
—Todo esto no me parece demasiado secreto, ¿eh? Basta con deslizar un panel y...
—Bueno, la cosa radica en que llega un momento en que usted cree que lo que piensa es todo lo que va a encontrar. Corrido el panel, hay una cavidad en la que uno puede guardar todo aquello que no quiere que manosee gente extraña. Pero eso no es todo... Mire: aquí tenemos un menudo tablero, a modo de repisa. Verá que se puede tirar de él.
—Sí, sí, ya lo veo. Muévalo.
—Es entonces cuando damos con otro reservado escondrijo, precisamente detrás del armario central.
—Pero no hay nada en él.
—No. Se queda uno desconcertado... Sin embargo, deslizando la mano dentro, tanteando el espacio, se advierte la existencia, hacia la izquierda, o a la derecha, de dos pequeños cajones. Hay un semicírculo labrado en la madera, arriba... Basta apoyar el dedo en el mismo y hacer una ligera presión —mientras hablaba, Albert había ido, adoptando diversas posturas, recordando a Tommy los laboriosos movimientos de un contorsionista —. A veces, la cosa está difícil... Espere... espere... Ya está.
El dedo índice de Albert había avanzado algo más. Siempre con suavidad, consiguió retirar el cajón de la abertura, dejándolo a la vista de Tommy con el aire de un perro que acabara de recoger una presa para su amo.
—Un momento, un momento, señor. Aquí dentro hay algo, algo metido en un sobre largo, de papel fino. Probemos por el lado opuesto.
Albert comenzó a operar con la otra mano, haciendo otro amago de exhibición de contorsionismo. Por fin salió a la luz un segundo cajón, que colocó al lado del primero.
—También hay aquí algo más —señaló Albert —. Otro sobre que alguien escondió en el mueble en una época u otra. No he abierto ninguno de los dos... No me hubiera atrevido a hacer tal cosa. Usted es quien ha de hacer eso... Es lo que he dicho: estos sobres podían ser muy bien pistas.
Entre los dos sacaron lo que contenían los polvorientos cajones. Tommy cogió primeramente un sobre sellado, arrollado a lo largo, sujeto por una cinta de goma. Esta se partió nada más tocarla.
—Parece ser algo de gran interés —apuntó muy sorprendido Albert.
Tommy contempló perplejo, el sobre. Alguien había estampado en él una palabra: «Confidencial».
—Ya ve usted —dijo Albert —: «Confidencial». Es una pista, ciertamente.
Tommy abrió el sobre. Contenía una hoja de papel escrito a mano. La escritura se había desvanecido en parte y los rasgos parecían arañazos. Albert se inclinó sobre su hombro ansiosamente.
—«Receta para la crema de salmón de la señora Macdonald» —leyó Tommy —. «Me la ha cedido como un favor muy especial. Prepárense unos cortes de salmón...» —Tommy miró a Albert —. Lo siento, Albert. Ésta es una pista que sólo puede conducirnos a una buena mesa.
Albert produjo unos sonidos reveladores de su disgusto.
—Bueno, no hay que apurarse —dijo Tommy —. Aquí tenernos otro sobre para probar suerte.
El otro sobre no parecía ser tan antiguo. Presentaba dos sellos de lacre, con el dibujo en cada uno de una rosa silvestre.
—Estupendo —comentó Tommy —. ¡Qué fantasía la de tía Ada! Mediante este nuevo documento nos enteramos, seguramente, de cómo hay que preparar unos buenos biftecs a la plancha,
Tommy desgarró el sobre. Enarcó las cejas. De aquél se desprendieron diez billetes de banco de cinco libras cada uno, cuidadosamente plegados.
—Este papel moneda ya cuenta algunos años —explicó Tommy —. Fue usado durante la guerra. Es un papel muy bueno. Probablemente, este dinero ya no es de curso legal en la actualidad.
—¡Dinero! —exclamó Albert —. ¿Para qué guardaría ese dinero?
—¡Oh! Esto no es de extrañar en una anciana —manifestó Tommy —. La tía Ada siempre tuvo su escondrijo. Recuerdo que hace varios años me dijo, en cierta ocasión, que toda mujer debería tener guardadas cincuenta libras, por lo menos, en billetes de a cinco, para atender a inmediatas urgencias.
—Bien. Supongamos que este dinero es válido todavía...
—No creo que hayan sido retirados por completo de la circulación estos billetes, Usted, Albert, va a dar los pasos necesarios para cambiarlos en cualquier banco.
—Aquí queda otra cosa. En un cajón inmediato... —señaló Albert.
El otro sobre era más voluminoso. Tenía tres rojos sellos de lacre. En el mismo tipo de letra, se leían las siguientes indicaciones «Después de mi muerte, este sobre debe ser enviado sin abrir a mi abogado, señor Rockburry, de la firma Rockburry & Homkins, o a mi sobrino Thomas Beresford. No debe ser abierto por ninguna persona no autorizada.»
Contenía el sobre en cuestión varias hojas de papel escritas. El tipo de escritura era defectuoso, de rasgos muy picudos, resultando ilegible en algunos puntos. Tommy leyó el texto con dificultad
«Yo, Ada María Fanshawe, doy cuenta aquí de ciertos hechos que han llegado a conocimiento mío y que me han sido referidos por personas residentes en este establecimiento, llamado Sunny Ridge. No me es posible garantizar que la información conseguida sea correcta, pero existen razones para creer que esta casa es, o ha sido, marco de actividades censurables, probablemente de índole criminal. Elisabeth Moody, una mujer extravagante, pero en cuyas palabras, a mi juicio, se puede creer, declara haber identificado a un conocido delincuente. Es posible que haya entre nosotros un envenenador. Por lo que a mí respecta, prefiero mantenerme a la expectativa, estudiando lo que ocurre a mi alrededor. Me propongo tomar nota aquí de los hechos que vaya conociendo. Cabe la posibilidad de que todo resulte ser una falsa alarma. Pido a mi abogado, o a mi sobrino, Thomas Beresford, que lleven a cabo una detenida investigación.»
—¿Ve usted? —inquirió Albert con aire de triunfo —. ¿Qué le estaba diciendo? ¡Esto es una auténtica pista!
Here is a church and here is the steeple
Open the doors and there are the people
He aquí una iglesia; he aquí la torre
Se abren las puertas y aparece la gente
Supongo que lo que nosotros debiéramos hacer ahora es reflexionar —dijo Tuppence.
Tras una alegre reunión en el hospital, a Tuppence le había sido dada el alta. La famosa pareja se encontraba en aquellos momentos en el cuarto de estar de la mejor «suite» de «El Cordero y la Bandera», en Market Basin, comparando sus notas.
—Déjate de pensar, querida —dijo Tommy —. Ya sabes lo que te ha dicho el doctor antes de abandonar el hospital. Nada de preocupaciones, nada de ejercicios mentales y una bien dosificada actividad física... Tómate las cosas con la mayor calma posible.
—Bueno, ¿y qué es lo que estoy haciendo ahora? —inquirió Tuppence —. Permanezco con las piernas en alto y la cabeza apoyada en dos cojines, ¿no? En cuanto a lo de pensar... Pensar no ha de ser necesariamente un ejercicio mental No estoy haciendo cálculos matemáticos, ni me dedico a estudiar economía, ni estoy sumando las cuentas de la casa. Pensar consiste en descansar cómodamente, dejando la mente abierta a todo, por si capta algo interesante, importante, por las buenas, sin buscarlo. Y de todos modos, ¿no te gusta más acaso verme aquí, reflexionando tran-quilamente? No preferirás que pase a la acción de nuevo, ¿verdad?
—De esto último puedes estar completamente segura —comentó Tommy —. Lo de antes se acabó. Quieras o no, permanecerás inmóvil, descansando. Y si es preciso no te perderé un instante de vista, ya que no confío lo más mínimo en ti.