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Authors: Agatha Christie

El cuadro (21 page)

BOOK: El cuadro
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—La señora Lancaster —dijo Eccles,

No se alteró ni un solo músculo de su «cara de póker». Aquello ni siquiera fue una pregunta. La frase quedó como colgando en el aire.

«He aquí un hombre cauteloso —pensó Tommy —. Claro que la cautela, en los abogados, es como su segunda naturaleza. Y uno, cuando los necesita, suele elegirlos así.»

—La señora Lancaster ha vivido en una residencia denominada Sunny Ridge... Se trata de un establecimiento para damas ancianas. Yo he tenido allí, durante cierto tiempo, a una tía mía. En Sunny Ridge se sintió hasta el momento de su muerte feliz, a gusto.

—¡Oh, sí! Naturalmente. Claro que me acuerdo de la señora Lancaster. Ya no vive allí, ¿verdad?

—Efectivamente, ya no vive allí.

—De momento, no recuerdo con precisión... —Eccles alargó una mano, en busca del teléfono —. Voy a ver si refresco la memoria...

—Le pondré al corriente de todo en pocas palabras —dijo Tommy —; mi esposa deseaba conocer las señas de la señora Lancaster porque ha entrado en posesión de una cosa que tiempo atrás perteneció a aquélla. Un cuadro, concretamente. La señora Lancaster se lo regaló a mi tía, la señorita Fanshawe. Ésta murió hace poco y todos sus efectos han venido a parar a nuestras manos. Figura entre ellos el lienzo de la señora Lancaster. A mi mujer le gusta mucho, pero imaginándose que la amiga de mi tía puede tener en mucho aprecio el cuadro, estima que lo correcto es ofrecerse para devolvérselo.

—Ya —dijo el señor Eccles —. Esa es una gran atención. Tommy sonrió.

—Ya sabe usted los sentimientos tan especiales que suscitan los objetos más nimios en sus dueñas, cuando éstas llegan a edades críticas. Para la señora Lancaster sería una satisfacción que el cuadro de que estamos hablando se hallase en posesión de su amiga, dispuesta siempre a admirarlo y apreciarlo en su justo valor, el efectivo y artístico. Pero al morir mi tía, no parece justo que el lienzo vaya a parar sin más a manos extrañas. El cuadro no tiene ningún título. Se ve en él una casa en plena cam-piña. Yo me imagino que será algún edificio familiar, relacionado de una manera u otra con la señora Lancaster.

—Si, sí, pero no creo...

Alguien llamó a la puerta del despacho. Abrióse la misma y entró un empleado, quien colocó una hoja de papel delante del señor Eccles. La mirada de éste se detuvo en ella.

—¡Ah, sí! Ya me acuerdo. Sí. Creo que la señora... —Eccles bajó la vista, consultando la tarjeta de Tommy —, la señora Beresford llamó por teléfono, hablando conmigo. Le aconsejé que se pusiera, en contacto con el Southern Counties Bank, sucursal de Hammersmith. Es la única disección que conozco. Las cartas dirigidas al banco, a nombre de la señora Johnson, serían reexpedidas oportunamente a la destinataria. La señora Johnson es, creo, una sobrina o prima lejana de la señora Lancaster. Fue aquélla la persona que se puso de acuerdo conmigo para arreglar todo lo concerniente al ingreso de la anciana en Sunny Ridge. Me pidió que hiciera algunas averiguaciones sobre el establecimiento, ya que solamente lo conocía de oídas, por habérselo recomendado una amiga. Procedimos conforme a sus instrucciones, puedo asegurárselo. La residencia era excelente y en mi opinión, la señora Lancaster estuvo muy contenta todo el tiempo que residió allí.

—Sin embargo, salió de la residencia inesperadamente, más bien, para no volver —apuntó Tommy.

—Sí, sí, desde luego. La señora Johnson, al parecer, regresó recientemente de África oriental... ¡Como tanta otra gente en las circunstancias actúales! Ella y su marido han vivido por espacio de unos años en Kenya. Adoptaron nuevas disposiciones para el futuro, diciendo ocuparse personalmente de su anciana pariente. Desconozco actualmente el paradero de la señora Johnson. Recibí una carta de ella dándome las gracias por nuestra colaboración y saldando la cuenta que le habíamos abierto. Me indicó que si por cualquier motivo necesitaba ponerme al habla con ella dirigiera mis cartas al banco, pues no había decidido todavía con su marido qué ciudad elegirían para vivir. Señor Beresford le he dicho cuanto conozco sobre este asunto.

Los modales del señor Eccles eran suaves, pero firmes. No mostraba el menor embarazo no se le veía inquieto, en absoluto. El tono de su voz lo decía todo. Finalmente, pareció ablandarse un poco.

—No debiera estar usted preocupado, señor Beresford —dijo, tranquilizador —. Es decir, no permita que su esposa se inquiete inútilmente. La señora Lancaster es una mujer ya anciana y, como tal, inclinada al olvido de ciertos detalles. Probablemente, no se acuerda ya del cuadro que regaló a su tía. Tendrá ya, me parece, setenta y cinco o setenta y seis años de edad. Cuando se llega a esta avanzada etapa de la vida, la memoria flaquea. Esto es lógico.

—¿La conoció personalmente?

—No. Nunca hablé con ella.

—Pero a la señora Johnson, sí, ¿verdad?

—Me entrevisté con la señora Johnson incidentalmente, cuando se presentó aquí para consultarme con respecto a las últimas disposiciones a adoptar. Se me antojó una mujer agradable, metódica. Y muy competente, a la hora de enjuiciar sus previsiones —el señor Eccles se puso en pie, añadiendo —: Lamento no poder serle más útil, señor Beresford.

Aquello era una disimulada, pero firme despedida. Tommy salió de la acera de la calle Bloomsbury, mirando a su alrededor, en busca de un taxi. El paquete que llevaba consigo era de poco peso, pero escasamente manejable, engorroso. Levantó la vista un momento, contemplando la fachada del edificio que acababa de abandonar. Eminentemente respetable; una construcción que tenía su historia. Nada podía objetársele, a primera vista. Nada raro había en la firma Partingdale, Harris, Lockeridge y Partingdale, ni el señor Eccles... Su visita no había cado ninguna alarma. Tommy se dijo que en las novelas, en una situación semejante, la sola mención de los nombres Lancaster y Johnson habría suscitado una mirada recelosa, un gesto de sobresalto, algo, en fin, que sugiriera que allí existía algo que no marchara bien. Seguramente, en la vida real las cosas no se daban así. Todo lo más, el señor Eccles tenía que parecerle un individuo demasiado cortés para quejarse porque le hicieran perder su precioso tiempo con motivo de una investigación tan ingenua como la que él, Tommy, había emprendido.

«Sin embargo —pensó Tommy —, ese señor Eccles no me gusta.» Recordó vagamente algunos episodios del pasado; se acordó de otras personas con las cuales le había sucedido lo mismo. Muy a menudo, aquellas corazonadas —pues de corazonadas se trataba —, no le habían engañado. Pero quizá la cosa fuese más simple que todo eso. Cuando se alterna con personalidades muy diversas, uno adquiere una extraña experiencia. Es lo que le pasa al hombre acostumbrado, por razón de su oficio o actividad, a calibrar el valor de las antigüedades. Acaba por dejarse guiar por su instinto. Éste le permite advertir la falsificación antes incluso de que los expertos inicien sus pruebas y reconocimientos. Siente que hay algo que marcha mal en el objeto de su atención. Igual pasa con los que entienden de pinturas. Lo mismo ocurre, evidentemente con el cajero del banco a cuyas manos va a parar un billete falso.:.

«Todo en él parece correcto —se dijo Tommy —. Se mueve normalmente, habla bien... Y no obstante...A Movió frenéticamente un brazo, llamando a un taxi, cuyo conductor le correspondió con una mirada de indiferencia al tiempo que pisaba el acelerador a fondo. «Cerdo», pensó Tommy. Miró a un lado y a otro de la calle, en busca de otro taxi más asequible. Por la acera avanzaban unos grupos no muy numerosos de gente. Algunas personas apretaban el paso, otras caminaban indolentemente, más allá, un desconocido se había detenido para consultar la placa de latón que había junto a una entrada. Al cabo de unos segundos, el hombre dio la vuelta y los ojos de Tommy se dilataron a causa del asombro. Conocía aquella —faz. Observó cómo el otro llegaba al final de la calle, deteniéndose, volviéndose sobre sus pasos. Alguien salió del edificio, a espaldas de Tommy y en aquel instante el del rostro familiar empezó a desplazarse más de prisa. Manteníase desde el otro lado de la calzada a la altura del que acababa de aparecer. Casi con seguridad que el individuo que había salido del domicilio social de Partingdale, Harris, Lockeridge y Partingdale era el señor Eccles. Tommy fijó la vista en su figura. En aquel momento, pasó a su lado, tentador un taxi más. Tommy levantó una mano y el vehículo se detuvo. Abrió la portezuela y se acomodó dentro.

—¿A dónde vamos?

Tommy vaciló, Fijó la vista en su paquete. Al ir a dar determinada dirección cambió súbitamente de parecer, respondiendo

—Al número catorce de la calle Lyon.

Un cuarto de hora más tarde, llegaba a su destino. Tommy pagó al taxista. Luego, penetró en una entrada y oprimió el botón del timbre de una puerta. Preguntó por el señor Ivor Smith.

Al entrar en una de las habitaciones del segundo piso, un hombre sentado frente a una ventana, hizo girar en redondo su sillón, dibujándose en su cara una expresión de sorpresa.

—¡Hola, Tommy ¿Cómo iba a figurarme que podías ser tú? Hace mucho tiempo que no nos vemos. ¿Qué haces aquí? ¿Saludando a los viejos amigos? _

—Ojalá —estuviese dedicado hoy a esa — grata tarea, Ivor. —Supongo que te diriges a tu casa,' tras haber participado en esa asamblea.

—Pues sí.

—Mucho chau —chau, como siempre, ¿eh? Seguramente, no habréis llegado a ninguna conclusión provechosa, ni se habrá dicho nada que sea de utilidad.

—Tienes razón. Todo se ha reducido a una lamentable pérdida de tiempo.

—Me imagino que os habréis pasado las horas escuchando las invectivas de Bogie Waddock... Es un fastidio ese hombre. Cada vez está más insoportable.

—¡Oh! Bien...

Tommy se sentó en la silla que Ivor Smith empujó hacia él. Aceptó un cigarrillo y dijo:

—Me preguntaba... Es una suposición un tanto arriesgada, pero... ¿Tú sabes algo de particular acerca de un individuo llamado Eccles, perteneciente a la firma Partingdale, Harris, Lockeridge y Partingdale?

—Vaya... —se limitó a murmurar Ivor Smith.

Éste enarcó las cejas. Eran las suyas unas cejas ideales a la hora de cumplir tal función. En extremo interior, en cada una de ellas, se elevaba a la altura de la nariz y los otros opuestos se prolongaban inverosímilmente hacia las mejillas. El gesto en sí resultaba excesivamente acentuado. Pero en Ivor Smith era natural.

—¿Qué tienes contra Eccles?

—La verdad es que no sé una palabra sobre él.

—Y quieres estar informado, ¿eh?

—Sí.

—¡Hum! ¿Qué es lo que te ha hecho venir a verme?

—Vi a Anderson en la calle. También hacía mucho tiempo que no lo veía, pero pude reconocerle en el acto. Estaba vigilando a alguien. Se trataba de una persona procedente del edificio que yo acababa de abandonar. Hay dos firmas de abogados allí y una sociedad que se dedica á llevar la contabilidad. El individuo en cuestión puede pertenecer a cualquiera de las tres entidades. Ahora bien, uno de los que caminaban acera abajo me pareció que era Eccles. Me pregunté entonces si por ventura aquél era el hombre que Anderson vigilaba.

Ivor Smith contestó:

—Bien, Tommy. Tú siempre fuiste muy perspicaz.

—¿Quién es Eccles?

—¿No lo sabes? ¿No posees la menor idea sobre él?

—No —repuso Tommy —. No quiero empezar ahora a referirte una larga historia... Recurrí a él para solicitar una información relacionada con una señora ya entrada en años que salió recientemente de una residencia para damas ancianas. El abogado que se encargó de todos los trámites para el internamiento de la mujer en el establecimiento fue Eccles. Para haber actuado con todo decoro y eficiencia. Deseaba obtener las señas de la vieja. Me dijo que no las tenía. Es posible... Empecé a dudar, no obstante. Es el único camino que tengo para dar con ella.

—¿Y andas empeñado en localizarla todavía?

—Sí.

—Me parece que mi ayuda te va a servir de bien poco. Eccles es un abogado muy respetable, un profesional honesto que obtiene grandes ingresos, que posee una clientela magnífica, que trabaja para distinguidos terratenientes, hombres de carrera, soldados y marinos retirados, generales y almirantes y otras personas por el estilo. Es el colmo de la respetabilidad. Me imagino por lo que me has dicho que ha estado moviéndose estrictamente dentro del terreno de lo legal.

—Sin embargo... tú te interesas por él —señaló Tommy.

—Sí. Nosotros estamos muy pendientes de su persona —Ivor suspiró —. El señor James Eccles suscita nuestra curiosidad desde hace seis años, por lo menos. Y la verdad es que a pesar del tiempo transcurrido no hemos hecho muchos progresos...

—Muy interesante —respondió Tommy —, Seguiré haciéndote preguntas. ¿Quién es exactamente nuestro señor Eccles?

—Quieres saber por qué Eccles nos inspira sospechas, ¿no? Pues para expresarlo en pocas palabras te diré que creemos que es uno de los mejores cerebros del país dentro de la actividad criminal organizada.

—¿Hablas de la actividad criminal?

Tommy se mostró francamente sorprendido.

—¡Oh, sí, sí! Bueno, aquí no se trata de aventuras de capa y espada; nada de labores de espionaje y contraespionaje. Llana y simplemente actividad criminal, querido. Hasta el momento presente no hemos podido averiguar que haya cometido ningún delito. Nunca ha robado nada. Jamás ha falsificado nada, nunca se ha quedado con el dinero de nadie... No hemos podido hacernos con ninguna prueba contra él. No obstante, siempre que se produce un robo a gran escala, bien planeado, por ejemplo, de una manera u otra, damos con el señor Eccles a mayor o menor distancia del hecho de turno..., llevando una vida impecable.

—Seis años —dijo Tommy, pensativamente.

—Es posible que llevemos más tiempo detrás de él. Necesitamos algunos meses para descubrir el orden con que se producían las cosas. Atracos a bancos, robos de joyas a particulares, etcétera. Esto es, operaciones en las que siempre había por en medio dinero en abundancia. Todas se realizaban de una manera particular, casi uniforme. Inevitablemente, se pensaba que habían sido planeadas por la misma mente. Los que dirigían las operaciones y quienes las ejecutaban nada tenían que ver con el planeamiento. Esos hombres hacían lo que se les ordenaba, se movían de acuerdo con unas indicaciones precisas, no se veían obligados a pensar. Las reflexiones corrían a cargo de otra persona.

—¿Y qué es lo que os llevó a pensar en Eccles? Ivor Smith clavó la barbilla en su pecho.

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