El cuadro (18 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: El cuadro
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—Ya podía pensar que a estas horas es natural que me sienta preocupado —dijo Tommy. —

Claro que Tuppence no le había inspirado jamás ninguna inquietud. A Tuppence no le pasaba nada nunca. Albert provocó en él algunas vacilaciones.

—Ojalá no haya tenido ningún accidente —observó al tiempo que presentaba a Tommy un plato de verdura, mientras movía la cabeza sombríamente.

—Llévese esto, Albert. Sabe muy bien que odio las verduras —manifestó Tommy —. ¿Por qué había de sufrir un accidente? No son más que las nueve y media en estos momentos.

—La carretera ofrece hoy peligros constantes —señaló Albert —. Cualquiera puede sufrir un accidente, señor. Sonó el timbre del teléfono,

—Aquí está la señora —declaró Albert.

Colocando apresuradamente el plato de verdura en el aparador, salió precipitadamente del comedor. Tommy se levantó, dejando a un lado su trozo de pollo y siguiendo a Albert.

—Yo atenderé la llamada —dijo en el momento en que el criado empezó a hablar.

—Sí, señor. El señor Beresford está en casa. Aquí lo tiene... —Albert se volvió hacia Tommy —. El doctor Murray... Es para usted.

—¿El doctor Murray?

Tommy se quedó pensativo unos segundos. El apellido le era vagamente familiar, pero de momento no acertó a recordar la identidad de su comunicante. Si Tuppence había sufrido algún accidente... Inmediatamente, con un suspiro de alivio, recordó que el doctor Murray era el médico que atendía a las ancianas internas de Sunny Ridge. Tendría que hablarle, seguramente, de algo relacionado con el funeral de tía Ada. Auténtico hijo de su tiempo, Tommy se dijo que habría por en medio algunas formalidades que cubrir, además, en las cuales no había caído. Quizás algún documento que firmar...

—Diga, diga... Aquí Beresford.

—¡Oh! Me alegro de poder comunicar con usted. Espero que se acordará de mí. Atendí a su tía, a la señorita Fanshawe.

—Sí, naturalmente que me acuerdo. ¿En qué puedo servirle?

—La verdad es que quería charlar con usted un rato cuando haya ocasión para ello. ¿No podríamos ponernos de acuerdo para vernos cualquier día, en la ciudad?

—Sí, naturalmente. Esto no es difícil. Pero... Bueno, ¿es algo que no puede decirme por teléfono?

—Prefiero no decírselo por este medio. La cosa no corre prisa. No pretenderé tal cosa, pero... Mire: lo ideal sería que pudiera hablar extensamente con usted.

—¿Ha ocurrido algo desagradable?

Nada más pronunciar estas palabras, Tommy se preguntó por qué tenía que haber sucedido algo desagradable.

—No, no, Es posible que yo esté haciendo una montaña de una cuestión de poca importancia. Desde luego, es lo más probable... Es que... verá... En Sunny Ridge se han dado algunas cosas extrañas, que merecen ser analizadas.

—¿Es algo que tiene que ver con la señora Lancaster? —inquirió Tommy.

—¿La señora Lancaster? —el doctor Murray pareció sorprendido —. ¡Oh, no! Ella se marchó hace tiempo de aquí. Efectivamente..., antes de que su tía falleciera. Es algo que no tiene que ver nada con eso.

—Yo he estado ausente... No he hecho más que regresar. ¿Quiere que le telefonee mañana por la mañana? Entonces podríamos ponernos de acuerdo...

—Conforme. Le daré mi número de teléfono. Estaré en mi consultorio hasta las diez.

—¿Malas noticias? —inquirió Albert al regresar Tommy al comedor.

—Por favor, Albert, no me hable en ese tono —contestó Tommy, irritado —. No, desde luego, hasta este momento, no hay malas noticias.

—Pensé que tal vez la señora...

—La señora se encuentra perfectamente. Siempre ha sido así. Lo más seguro es que se haya dedicado a seguir una de esas extrañas pistas con que ha dado más de una vez. Usted ya la conoce... ¿Por qué hemos de estar preocupados? Llévese este pollo. Ha estado en el horno demasiado tiempo y no hay quien se le coma ahora. Tráigame un poco de café. Seguidamente, me acostaré.

—Mañana traerá el cartero alguna carta, cualquier comunicación que por una causa u otra no haya sido entregada a su debido tiempo. Ya sabe cómo está el servicio de correos en al actualidad... Tendremos algún cable... Eso si no telefonea.

Pero al día siguiente no llegó ninguna carta a la casa, ni hubo ninguna llamada telefónica, ni ningún cable... Albert observó de reojo a Tommy, abriendo la boca en varias ocasiones, como si se hubiera dispuesto a decir algo, optando por guardar silencio, sabedor de que sus lúgubres predicciones no serían bien acogidas.

Finalmente, Tommy se compadeció de él. Acabó con su última tostada, bebióse una taza de café y dijo:

—De acuerdo, Albert. Seré yo quien haga las preguntas: ¿Dónde para? ¿Qué le ha sucedido? ¿Qué vamos a hacer a continuación para localizarla?

—¿Recurriremos a la policía, señor?

—No sé. Vamos a ver...

Tommy hizo una pausa.

—En el caso de que haya sufrido un accidente...

—Lleva encima su licencia de conducir, aparte de otros documentos que pueden servir para identificarla fácilmente... Los hospitales se dan prisa a la hora de dar cuenta de estos sucesos... Se ponen en contacto con los familiares de las... de las víctimas. No quiero precipitarme tampoco. Es posible que ella esté rezando porque no haga ninguna tontería. ¿No tienes ninguna idea, ninguna, Albert, acerca de que pudiera ser para nosotros un dato revelador? ¿No citó ningún nombre?

Albert movió varias veces la cabeza, denegando.

—¿Cuál era su estado de ánimo? ¿Se sentía contenta, agitada, preocupada, abatida?

Albert no vaciló al responder:

—Yo la vi contentísima, radiante de satisfacción.

—Igual que un sabueso cuando se lanza tras un rastro —terminó Tommy.

—Cierto, señor. Usted sabe muy bien cómo se pone la señora cuando...

—Cuando persigue algo concretamente... Ya. Yo me pregunto ahora...

Tommy guardó silencio, quedándose pensativo.

Algo había surgido. Y Tuppence habíase arrojado sobre el rastro, como diera a entender a Albert. Había telefoneado más tarde para anunciar su regreso. ¿Por qué no se hallaba de vuelta, entonces? «En este momento, a lo mejor —pensó Tommy —, está sentada tranquilamente en Dios sabe dónde, contando mentiras a quienes la escuchan, hallándose entregada a su tarea con tanta atención que no se acuerda de nadie.»

En el caso de que anduviese detrás de una pista definida, se sentiría terriblemente enojada si él, Tommy, recurría a la policía, alegando que su esposa había desaparecido... Ya estaba oyendo los comentarios de Tuppence: «¿Cómo pudo ocurrírsete tal cosa, hombre? Sé cuidar de mí perfectamente. Dados los años que llevamos juntos, debieras saberlo, ¿no?» (Pero..., ¿sabía cuidar de sí misma, real-mente?)

Nadie podía predecir a dónde era capaz de llegar Tuppence arrastrada por su imaginación.

¿Hacia un peligro cierto? Hasta aquellos momentos no había habido ningún indicio de riesgo en este punto... Fuera, claro está, de la imaginación de Tuppence.

Si recurría a la policía, manifestando que su esposa no había regresado a su casa, pese a haber anunciado su vuelta... Bueno. Podía dar motivo con ello, incluso a una situación cómica. ¿Y si los agentes se permitían unas sonrisitas impertinentes, preguntándole, aunque fuese con tacto, qué clase de amistades masculinas cultivaba su mujer?

—Yo me encargaré de localizarla —declaró Tommy —. Tiene que estar en alguna parte... No sé si en el norte o en el sur, en el este o en el oeste... No tengo la más leve idea. Por supuesto, Tuppence incurrió en una solemne tontería al no señalar su paradero cuando llamó por teléfono.

—Quizá la hayan secuestrado los miembros de alguna pandilla de delincuentes...

—¡Albert, por Dios!

—¿Qué va usted a —hacer, señor?

—Me voy a trasladar a Londres —anunció Tommy, echando un vistazo al reloj de pared —. Primeramente, comeré en mi club con el doctor Murray, que me telefoneó anoche, quien tiene que comunicarme algo referente a los asuntos de mi difunta tía... Tal vez me facilite alguna orientación útil... Después de todo, este asunto se inició en Sunny Ridge. Voy a llevarme el cuadro colgado encima de la repisa de la chimenea, en mi dormitorio...

—¿Va usted a presentarse con él en Scotland Yard?

—No, Albert —repuso Tommy —, Voy a ir con él a Bond Street,

Capítulo XI
-
Bond Street y el Doctor Murray
1

Tommy saltó del taxi y pagó al conductor, introduciendo luego medio cuerpo dentro del vehículo para sacar un objeto plano, torpemente envuelto, que se veía bien a las claras que era un cuadro. Con éste debajo del brazo, penetró en las «New Athenian Galleries», una de las galerías de arte más antiguas y más importantes de Londres.

Tommy no era hombre a quien el arte preocupase excesivamente. Había estado en aquel edificio porque tenía ' un amigo que «oficiaba» allí.

«Oficiar» era el verbo aplicable a aquel hombre, por su aire de sereno interés al moverse de un lado para otro, su tono de voz, siempre bajo, su discreta y agradable sonrisa, todos ellos rasgos altamente eclesiásticos.

Un hombre joven, de rubios cabellos, fue a su encuentro. En sus labios se dibujó una sonrisa al identificar al visitante.

—Hola, Tommy —dijo —. Hacía tiempo que no nos veíamos. ¿Qué llevas bajo el brazo? No me digas que ahora, a tus años, te dedicas a pintar. Son muchas las personas que actualmente se lanzan por ese camino. Con unos resultados deplorables, por cierto,

—Indudablemente, no me he dado nunca por el arte creativo —contestó Tommy —. No dejó de llamarme la atención el otro día, sin embargo, un libro que vi en el cual se explicaba a los niños, en unos términos sencillísimos, la forma de empezar a pintar acuarelas.

—Dios nos coja confesados si alguna vez te da por seguir tales consejos.

—Mira, Robert: yo lo que deseaba era utilizar tus conocimientos, como experto que eres en la materia. Quiero que me des tu opinión sobre este lienzo.

Robert cogió el cuadro que le entregó Tommy, despojándolo de su desmañada envoltura. Lo colocó sobre una silla y le echó un vistazo. Luego, se alejó de él seis o siete pasos. Seguidamente, miró a su amigo.

—¿Y bien? ¿Qué quieres saber? ¿Pretendes venderlo, no?

—No. No quiero venderlo, Robert. Deseo que me des algunas indicaciones... Empecemos por esto: ¿quién lo pintó?

—He de decirte que si quisieras venderlo, es una obra de fácil. colocación. Diez años atrás, en cambio, no hubiera habido nada que hacer. Sucede, amigo mío, que Boscowan se ha puesto últimamente de moda.

—¿Boscowan? —Tommy miró a Robert inquisitivamente —. ¿Es ése el nombre del autor? He podido apreciar que su nombre empezaba por una B, pero no me fue posible averiguar más.

—Se trata de Boscowan, desde luego. Fue un pintor muy popular hace veinticinco años. Vendía bien, celebró numerosas exposiciones. A la gente le gustaban sus cuadros. Técnicamente, puede ser considerado un pintor excelente.

" Luego, con la evolución normal en los medios artísticos, pasó de moda. Finalmente, se apagó. Mucho después, sus obras han experimentado una notable alza. Lo mismo ha sucedido con Stitchworth y Fondella... Los tres van para arriba.

—Boscowan... —repitió Tommy, Robert, servicial, le deletreó el apellido.

—¿Pinta todavía?

—No. Murió ya. Falleció hace varios años. Era un hombre ya de edad entonces. Creo que contaba los sesenta y cinco años... Fue un pintor muy fecundo. Por ahí hay muchos lienzos suyos. En la —actualidad, planeábamos una exposición de sus cuadros aquí. Suponemos que la cosa va a salir bien. ¿Por qué te interesa tanto este artista, Tommy?

—Es una historia muy larga para ponerme a contártela ahora —repuso Tommy —. Uno de estos días te llamaré por teléfono para que comamos juntos y te facilitaré todos los pormenores del caso desde el principio. La historia, en efecto, es larga, complicada y un tanto estúpida. Yo lo que quisiera saber es algún detalle más acerca de este Boscowan, ¿Sabes, por casualidad, tú, dónde se encuentra emplazada la casa del cuadro?

—De momento, no puedo decírtelo... El tema de este lienzo es el usual de Boscowan. Generalmente, pintaba pequeñas casas de campo situadas en sitios, en paisajes solitarios; en ocasiones, se trataba de una granja, con una vaca o dos para completar el asunto. A veces, las vacas eran sustituidas por un carro, siempre a alguna distancia, en un plano muy posterior con respecto al tema principal. Su fuerte eran las escenas de la vida rural. En algunos cuadros, la superficie aparece como un esmalte. Boscowan utilizaba una técnica peculiar y la gente gustaba de ella. Muchos de los cuadros que pintó fueron a parar a Francia, a Normandía, principalmente. Sentía preferencia por las iglesias. Tengo aquí uno de los lienzos. Espera un momento que voy a traerlo.

Robert se aproximó al pie de las escaleras de la estancia en que se encontraban, dando una voz. Luego, regresó junto a su amigo, portador de un cuadro de reducidas dimensiones.

—Aquí lo tienes —dijo —. «Iglesia de Normandía».

—Sí, ya —contestó Tommy —. Otro cuadro por el estilo. Mi esposa sostiene que en la casa de mi lienzo no ha debido vivir nadie jamás. Ya comprendo el sentido de su comentario. A mí me parece que en esa iglesia no ha asistido nadie nunca a una función religiosa. Ni asistirá, seguramente.

—Bien. Es posible que tu esposa haya puesto el dedo en la llaga. Ésta es una morada silenciosa, tranquila..., que no alberga a ningún ser humano. He de decirte que raras veces pintaba Boscowan la figura humana. Las hay, en sus paisajes, una o dos, todo lo más, pero lo corriente es que no... Yo estimo que, en cierto modo, tal peculiaridad da un tono especial a sus obras, un raro atractivo. El efecto de aislamiento es fuerte. El parecía desnudar al paisaje de sus ocupantes. La paz de la campiña era entonces, sin ellos, más verdadera. Si vamos al caso, habrá que ver en esto último la causa de que el gusto general haya evolucionado en dirección a él. Hay mucha gente por todas partes hoy; son demasiados los coches que circulan por ahí; hay excesivos ruidos, demasiado bullicio... La paz, la paz perfecta. Ésta sólo se encuentra en plena Naturaleza, mejor dicho, en la Naturaleza en sí.

—Quizá tengas razón. ¿Qué tal era Boscowan? como hombre?

—No lo conocí personalmente. Es de una época muy anterior a la mía. Se sentía satisfecho de sí mismo por todos conceptos. Como pintor era mejor que como hom-bre, creo. Un individuo cortés, agradable... Le gustaban bastante las faldas.

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