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Authors: Agatha Christie

El cuadro (20 page)

BOOK: El cuadro
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Otro silencio que duró varios segundos. Tommy suspiró.

—No pongo en duda, desde luego, sus consideraciones —dijo aquél —. Sin embargo, con franqueza, eso se me antoja increíble. Cosas como éstas... seguramente, no pueden darse en la vida real.

—¡Oh, sí! ¡Ya lo creo que pueden darse! —contestó el doctor Murray, gravemente —. Acuérdese de algunos casos de tipo patológico. Una mujer dedicó sus actividades al servicio doméstico. Trabajó en calidad de cocinera en varias casas. Era una persona agradable, cortés, de muy buen ver; prestaba unos servicios muy útiles, cocinaba estupendamente, se llevaba bien con sus señores... No obstante, antes o después, empiezan a suceder cosas que llaman la atención. Unas veces es un plato de bocadillos, o una cesta de merienda, que se lleva al campo, para amenizar una excursión. No hay motivos aparentes, pero lo cierto es que se procede a un añadido a base de arsénico. Hay dos o tres bocadillos envenenados en el montón. Al parecer, fue obra de la casualidad .que los tomara éste o aquél... Todo indicaba que no existía una intención personal. A veces no se presentaba la tragedia. La misma mujer con-tinuó en su puesto tres o cuatro meses más y ya no hubo la menor huella de otros quebrantos. Nada. Luego, va a trabajar a otro sitio y en su nuevo empleo, a las tres se-manas, dos familiares fallecían tras un desayuno a base de huevos y jamón. El hecho de que estos episodios tuviesen por escenarios diversos puntos de Inglaterra fue la causa de que la policía tardara algún tiempo en poder actuar eficazmente, localizando una pista. La mujer cambiaba de nombre con la misma facilidad con que cambiaba de dueños. Como hay muchas cocineras agradables, capaces y de mediana edad, aquélla era especialmente difícil de encontrar.

—¿Por qué llevaba a cabo sus crímenes?

—A mí me parece que nadie lo ha sabido. Existen diversas hipótesis, nacidas, principalmente, en los cerebros — de los psicólogos. La mujer era religiosa a su manera. Por efecto de una tarea sagrada: librar al mundo de ciertas personas. Parece ser que no había por qué pensar en personales rencores.

"Tenemos luego el caso de la francesa Jeanne Gebron, a quien se llamó "El Angel de la Misericordia". Sentíase tan afectada cuando los vecinos tenían a sus niños enfermos que corría a cuidar de ellos. Solía sentarse, muy recogida, a la cabecera del lecho del enfermito de turno. También aquí transcurrió algún tiempo antes de que la gente advirtiera que los niños que ella cuidaba no se recobraban jamás. Todos morían, ¿Por qué? Es cierto que el suyo, siendo la mujer joven, se le había muerto también. El pesar parecía haberla atormentado hasta lo indecible. Quizás esta circunstancia fuese la motivadora de su criminal carrera. Su hijo había muerto y era lógico que muriesen, asimismo, los hijos de las demás mujeres. ¿Qué mentalidad, eh? Hubo alguien que pensó que su propio hijo había sido también víctima de sus criminales instintos...

—Está usted consiguiendo que sienta escalofríos —manifestó Tommy.

—He escogido los ejemplos más dramáticos —alegó el doctor —. Puede que haya casos más simples que los citados... ¿Se acuerda usted del caso Armstrong? Todo el que le ofendía o insultaba, de una manera real o como figuración suya, veíase por un procedimiento u otro invitado a tomar el té. En los bocadillos correspondientes había arsénico. Es un caso de suspicacia exagerada. Sus primeros crímenes no tuvieron más motivo que el lucro personal: dinero a base de herencia... Hubo la supresión de una esposa también, con el propósito de contraer matrimonio con otra mujer.

»Se presentó más adelante el caso de la enfermera Warriner, quien regía un establecimiento para personas de edad avanzada. Los internos le cedían, cuanto poseían, garantizándoles ella, por su parte una cómoda vejez, hasta el momento de su muerte..., que no tardaba en presentarse, naturalmente. También aquí la morfina era el medio empleado... Era una mujer muy buena, sin el menor escrúpulo. Yo creo que se miraba a sí misma como una bienhechora.

—Si su suposición sobre esas extrañas muertes está correctamente planeada, ¿no posee usted ninguna idea por lo que atañe a su probable autor?

—No. No existen indicios de ningún género. Imaginémonos que el asesino es un demente... La demencia tiene manifestaciones muy difíciles de identificar. ¿Vamos a pensar en alguien a quien disgusta la gente entrada en años, que ha sido perjudicado por ella, que ha visto arruinada su existencia por ella? ¿Se trata de alguna persona que tiene sus ideas particulares sobre la caridad y que piensa que todo aquel ser que ha rebasado los sesenta años, debe ser exterminado por procedimientos suaves? ¿Será una de las internas? ¿Tendremos que mirar hacia los servidores de la casa, enfermeras o trabajadores domésticos?

»He hablado de esto extensamente con Millicent Packard, quien rige la casa. Es una mujer muy competente, de gran viveza, metódica, que supervisa constantemente la labor de las personas que tiene a sus órdenes, que además está pendiente de las internas. Ella insiste en que no tiene la menor sospecha, que no desconfía de nadie, y yo francamente la creo.

—Pero... ¿por qué recurre usted a mí? ¿Qué es lo que yo puedo hacer en este caso?

—Su tía, la señorita Fanshawe, vivió en Sunny Ridge varios años. Era una mujer de considerable capacidad mental, aunque ella pretendiera otra cosa. Poseía unos métodos muy personales a la hora de divertirse, haciendo gala de una aparente senilidad. Pero en realidad tenía la mente muy clara, muy despejada...

»Lo que yo quiero, señor Beresford, es que haga un esfuerzo y recuerde... También me gustaría que hiciera esto su esposa... En las palabras de la señorita Fanshawe, ¿no vio usted nunca nada raro, nada que llamara su atención, alguna sugerencia extraña que pudiese facilitarnos una pista? Ella pudo haber visto algo, haber observado cualquier detalle curioso, sorprender una frase aislada de especial significación. Ha de saber que las personas ancianas son, normalmente, muy observadoras. La señorita Fanshawe podía saber mucho de lo que ocultamente sucedía en Sunny Ridge, Las señoras de su tipo no hacen nada, disponen de las veinticuatro horas del día, prácticamente, para mirar a su alrededor y llegar a unas conclusiones. Las hay fantásticas, en ocasiones, pero que no por eso dejan de ser enteramente correctas.

Tommy movió la cabeza, denegando.

—Ya lo entiendo... Pero la verdad es que no recuerdo nada en tal sentido.

—Su esposa se ha ausentado, ¿no? ¿No cree que ella pueda recordar algo que para usted haya pasado inadvertido?

—Se lo preguntaré... Sin embargo, lo dudo... —Tommy vaciló un momento, añadiendo —: Hay algo que preocupó a mi esposa. Verá... Es acerca de una, de las internas, una señora apellidada Lancaster.

»Mi mujer decía que la señora Lancaster había sido retirada de Sunny Ridge por unos supuestos parientes demasiado inesperadamente. La señora Lancaster regaló a mi tía un cuadro y mi esposa opinaba que lo correcto era de volvérselo, de manera que intentó establecer contacto con aquélla, para consultarle el caso...

—Una actitud correctísima por parte de la señora Beresford, desde luego.

—Pero halló difícil localizarla. Consiguió las señas del hotel en que se suponía que habían estado la señora Lancaster y sus parientes... Resultó que allí nadie se había hospedado, de ese apellido, ni había reservado ninguna habitación.

—¡Qué raro!

—Sí. A Tuppence también le extrañó la cosa. No habían dejado dirección alguna en Sunny Ridge, Llevamos a cabo varios intentos para dar con la señora Lancaster, o con la señora... Johnson, creo que se llamaba su parienta... Todo fue inútil. Había por en medio un abogado que se encargaba de pagar todas las cuentas, me parece, y estaba al habla con la señorita Packard. Nos pusimos en comunicación con él. Lo único que pudo hacer el hombre fue darnos la dirección de un banco. Y ya se sabe —añadió Tommy, secamente —, los bancos no dan informaciones confidenciales así porque sí.

—Sobre todo cuando existe una prohibición por parte de sus clientes.

—Mi 'esposa escribió a la señora Johnson, dirigiendo la carta al banco, y también a la señora Lancaster... No recibió ninguna contestación.

—Todo eso parece poco corriente. Claro que no siempre contesta la gente las cartas que recibe... Pudiera ser que esa familia se hubiese trasladado definitivamente al extranjero.

—Es posible. A mí, todo este asunto me tenía sin cuidado. La que estaba preocupada era mi esposa. Afirma estar convencida de que a la señora Lancaster le ha pasado algo. Me dijo que durante mi ausencia realizaría algunas investigaciones. No sé, concretamente, qué pensaba hacer. Me figuro que visitar el hotel, el banco... Bueno, lo que importa es que ella iba a intentar obtener más información.

El doctor Murray contempló atentamente el rostro de Tommy. Advertíase un aire de paciente fastidio en sus modales.

—¿Qué pensaba ella exactamente?

—Mi mujer cree que la señora Lancaster se halla en peligro, o que le ha sucedido algo desagradable...

El doctor enarcó las cejas.

—¡Oh! Yo apenas me atrevería a pensar...

—Esto es posible que le parezca a usted una estupidez —declaró Tommy —, pero he de notificarle que mi mujer telefoneó ayer, anunciando que estaría de vuelta por la noche... y..., sin embargo, no llegó a su hora.

—¿Puntualizó que volvía, sin lugar a dudas?

—Sí. Mi esposa conocía la fecha de mi regreso, tras la asamblea a que había asistido. En consecuencia, llamó por teléfono a nuestro servidor, Albert, diciéndole que llegaría a tiempo para la cena.

—¿Y no le parece natural el retraso tratándose de ella, verdad?

El doctor Murray contempló ahora a Tommy con algún interés.

—No me parece natural, desde luego. En Tuppence eso es algo completamente desusado. De haberse retrasado o haber alterado sus planes, habría vuelto a telefonear o hubiera cursado un telegrama.

—Y ahora, ella le preocupa, ¿no?

—Sí, desde luego, estoy preocupado.

—¿Ha hablado con la policía?

—No —replicó Tommy —. ¿Y qué me diría la policía? No tengo razones para pensar que pueda hallarse en una situación apurada, en peligro... De haber sufrido un accidente, de encontrarse en un hospital, me hubieran localizado en seguida, ¿no?

—Yo diría que sí, en efecto... Siempre y cuando hubiesen podido identificarla.

—Lleva consigo la licencia de conducción. Y también cartas, amén de algún que otro documento.

El doctor Murray frunció el ceño.

—¿Y bien?

Tommy se explicó:

Hallándose todo planteado así, aparece usted, con toda esa historió acerca de Sunny Ridge... Personas que fallecen inesperadamente. Supongamos que esa anciana diera por casualidad con algo, que viese cualquier detalle raro, que sospechase de alguien, que comenzase a hablar más de la cuenta... El que lo observara pensaría que tenía que obligarla a guardar silencio por todos los medios a su alcance. Uno de ellos era quitarla de en medio, trasladándola a otro sitio, a un lugar donde no pudiera ser localizada. Tengo la impresión de que aquí hay varios puntos que presentan cierta relación entre sí.

—Es muy raro todo, por supuesto, muy raro... ¿Qué se propone hacer ahora?

—Voy a realizar por mi parte algunas investigaciones también.,.. Probaré suerte con esos abogados, primeramente. Puede ser que no merezcan ningún reparo, pero prefiero echarles un vistazo personalmente, obteniendo así mis propias conclusiones.

Capítulo XII
-
Tommy visita a un viejo amigo
1

Desde el lado opuesto de la acera, Tommy inspeccionó parte del edificio que en aquella calle ocupaban los señores Partingdale, Harris, Lockeridge y Partingdale.

Todo aparecía allí eminentemente respetable y con la pátina de lo antiguo. La placa de latón estaba perfectamente pulida.

Tommy cruzó la calle y pasó al interior por una puerta giratoria. Dentro, le saludó un rumor apagado de máquinas de escribir que estaban funcionando a toda velocidad.

Dirigióse a una ventanilla en cuya parte superior había un rótulo que rezaba: «Información».

Dentro del pequeño recinto se encontraban tres mujeres que tecleaban en sus respectivas máquinas. Dos empleados varones, detrás de sus mesas, estaban absortos en sus tareas, manipulando unos documentos.

Una de las mujeres, que contaría treinta y cinco años de edad, aproximadamente, persona de severa expresión y rubios cabellos, que usaba un pince —nez, abandonó su máquina para acercarse a la ventanilla.

—¿En qué puedo servirle? —Desearía ver al señor Eccles.

La expresión de la mujer se tornó todavía más seria.

—¿Está usted citado con él?

—No. Acabo de llegar de Londres y...

—El señor Eccles está muy ocupado esta mañana. Tal vez pudiera atenderle otro miembro de la firma.

—Era el señor Eccles a quien yo quería ver. Nos hemos estado escribiendo últimamente, ¿sabe?

—Ya. ¿Tiene la bondad de darme a conocer su nombre? Tommy facilitó su nombre y señas a la rubia. Ésta se retiró de la ventanilla, descolgando el teléfono que tenía encima de su mesa. Después de haber sostenido una conversación breve y en voz baja con alguien, regresó junto a Tommy.

—Van a indicarle dónde se encuentra la sala de espera. El señor Eccles le atenderá dentro de diez minutos. Tommy fue conducido a una estancia en la que había una estantería llena de pesados volúmenes sobre legislación, seguramente. La mesa redonda del centro se hallaba materialmente cubierta de folletos de tipo financiero. Tommy tomó asiento, pensando detenidamente en su plan de abordaje de aquel hombre. Se preguntó cómo sería el señor Eccles...

Al ser introducido en su despachó, el señor Eccles se puso en pie cortésmente. Tommy decidió, sin nada en que fundarse, que aquel individuo no era de su agrado. No. No parecía existir ninguna razón válida, que justificara aquella repugnancia. El señor Eccles era un hombre entre los cuarenta y cincuenta años. De canosos cabellos, que se volvían más claros a la altura de las sienes. Tenía una mirada triste, más bien, en un rostro de hierática expresión, ojos de astucia y una agradable sonrisa que de cuando en cuando, inesperadamente, quebraba la natural melancolía de su faz.

—¿El señor Beresford?

—Sí. Me trae aquí una minucia, más bien. Pero es que mi esposa ha estado bastante preocupada últimamente. Creo que le escribió, o que estuvo hablando con usted por teléfono, no estoy seguro... Deseaba saber si usted podía facilitarme, la dirección de una señora apellidada Lancaster.

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