Authors: Agatha Christie
—Soldados —dijo Tuppence —. Del V.A.D. Eso es, desde luego. Soy un miembro del V.A.D.
La enfermera le llevó una taza de té, sosteniéndola para que se mantuviese un poco incorporada, mientras tomaba a sorbos su contenido. Otra vez notó en la cabeza el ramalazo de dolor.
—Un miembro del V.A.D. Sí. Eso es lo que soy —insistió Tuppence.
La enfermera la miró inquisitivamente. —Me duele la cabeza —declaró Tuppence,
—Se sentirá usted muy aliviada dentro de unos momentos —repuso la enfermera.
Esta se retiró con la taza, abordando a una monja que en aquel instante pasaba por allí.
—El número catorce se ha despertado —informó —. Creo que se encuentra todavía un poco aturdida.
—¿Dijo algo?
—Dijo que era una V.I.P.
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La monja hizo una mueca de desdén, indicando que sólo esto le inspiraban aquellos pacientes anónimos que se juzgaban a sí mismos personas importantes.
—Ya nos ocuparemos de ella —respondió la monja —. Dése prisa, enfermera. No vaya a pasarse todo el día con esa taza en la mano.
Tuppence se quedó medio amodorrada. Los pensamientos afluían a su mente de un modo desordenado todavía. Decíase que había alguien que hubiera debido estar allí, alguien a quien ella conocía muy bien. Y en aquel hospital descubría algo muy extraño... No lograba recordar el establecimiento en que se hallaba. No recordaba haber estado trabajando en aquella sala. «Todos eran soldados en el mío —pensó —. Y yo pertenecía a la sala de cirugía, correspondiéndome las secciones A y B.» Entreabrió los párpados y echó otro vistazo como pudo a su alrededor. Decidió definitivamente que en aquel establecimiento no había estado jamás y que aquella sala, por lo menos, nada tenía que ver con los casos quirúrgicos de personas militares o civiles.
«¿Qué hospital será éste? —se preguntó Tuppence —. ¿Dónde se encontrará emplazado?» Rebuscó un nombre en su mente. Sólo se le ocurrió pensar en las ciudades de Londres y Southampton.
La monja de la sala se aproximó ahora al lecho.
—Espero que se encuentre mejor —dijo.
—Estoy muy bien —replicó Tuppence —. ¿Qué me ocurre?
—Se hizo daño en la cabeza... Le habrá dolido mucho, ¿verdad?
—Me duele la cabeza, sí. ¿Dónde estoy?
—En el Hospital Real de Market Basin.
Tuppence consideró detenidamente esta información. No le decía mucho...
—Un viejo sacerdote —murmuró.
—¿Cómo dice?
—No es nada de particular. Yo...
—No hemos podido todavía estampar su nombre en nuestras fichas —manifestó la monja.
Esta preparó su bolígrafo, mirando inquisitivamente a Tuppence.
—¿Mi nombre?
—Sí —dijo la hermana —. Tenemos que anotarlo en nuestros ficheros.
Tuppence guardó silencio, permaneciendo en actitud reflexiva. Su nombre. ¿Cuál era su nombre? «¡Qué tontería! —pensó Tuppence —. Al parecer, se me ha olvidado. Y, sin embargo..., yo debo tener un nombre.» Repentinamente, experimentó una profunda sensación de alivio. Recordó claramente el rostro del viejo párroco y respondió con decisión: —Desde luego... Prudence, es mi nombre.
—¿P —r —u —d —e —n —c —e?
—Así es.
—Ese es su nombre de pila. ¿Y el apellido?
—Cowley, C —o —w —l —e —y.
—Me alegro de que hayamos podido aclarar este punto —contestó la monja, con el aire de una persona que acabara de solucionar una grave papeleta.
Tuppence se sintió complacida. Prudente Cowley, del V.A.D. Y su padre era un sacerdote... En determinada parroquia... Durante la guerra... «Es curioso —pensó Tuppence —. Creo que me estoy haciendo un lío. Me parece que todo esto sucedió hace mucho tiempo —murmuró —: Pensaba usted en su pobre criatura?» Hizo un gesto de extrañeza. ¿Era ella quien había pronunciado esta frase? ¿La había formulado otra persona?
La monja volvió a apostarse junto a la cama.
—Sus señas —dijo —. Cowley... ¿Señorita o señora Cowley? ¿Habló usted algo acerca de una criatura?
—¿Pensaba usted en su pobre criatura? ¿Me dijo alguien eso? ¿O estuve diciéndolo yo?
—Creo que en su lugar, yo procuraría dormir un poco —manifestó la monja.
La hermana salió de la sala, dando cuenta de la información obtenida o uno de los médicos del establecimiento.
—Parece haber vuelto en sí, doctor —declaró la religiosa —. Me ha dado un nombre, el de Prudence Cowley. Pero, por lo visto, no recuerda sus señas. También se refirió a una criatura...
—Está bien —contestó el doctor —. Le concederemos otras veinticuatro horas de reposo. Se está recuperando con toda normalidad.
Tommy introdujo la llave con cierta torpeza en la cerradura Antes de hacerla girar, la puerta se abrió, plantándose Albert en el umbral.
—Bien... ¿Ha vuelto? —inquirió Tommy.
Albert hizo un lento movimiento denegatorio de cabeza.
—No ha habido ninguna noticia..., ¿eh? ¿Ninguna comunicación telefónica? ¿Ninguna carta, ni telegrama?
—Nada, señor. Absolutamente nada. Esa gente... ha conseguido atraparla en alguna trampa. Eso es lo que me figuro. Se han apoderado de ella.
—¿Qué diablos quiere decir? ¿Que se han apoderado de ella? Lee demasiado, Albert. ¿Quién puede haberse apoderado de ella?
—Usted me entiende. La pandilla de delincuentes.
—¿Qué pandilla?
—Una de esas que operan por ahí, sin el menor escrúpulo por parte de sus miembros. Quizá se trate de una organización internacional.
—No diga usted más tonterías, Albert. ¿Sabe lo que estoy pensando?
Albert miró a su señor inquisitivamente.
—Creo que mi esposa ha sido muy desconsiderada al no comunicar con nosotros, por un procedimiento u otro —señaló Tommy.
—Ya le comprendo, señor. Supongo que es usted muy dueño de exponer la cuestión así, de reducirla a eso. Si de tal modo se siente más tranquilo...
Las últimas palabras de Albert no habían sido muy atinadas o prudentes. El hombre cogió el paquete que llevaba todavía Tommy bajo el brazo.
—Veo que ha vuelto con el cuadro...
—Sí. Regreso con él, en efecto... No sé de qué me ha servido pasearlo por ahí.
—¿No ha conseguido averiguar nada con respecto a esta pintura?
—Mentiría si le contestase que no —declaró Tommy —. Me he enterado de algunas cosas relativas a este lienzo. Lo que no sé es si van a servirme de algo —Tommy hizo una pausa, inquiriendo a continuación —: ¿No ha telefoneado el doctor Murray? ¿No ha llamado la señorita Packard, desde Sunny Ridge? ¿No ha habido ninguna otra comunicación por el estilo?
—El único que ha llamado ha sido el encargado de la tienda de comestibles, para decirme que había recibido unas berenjenas excelentes. Le contesté que no se encontraba en casa, que se había ausentado —Albert añadió —: Como cena para usted, tengo preparado un pollo.
—Es extraordinario, Albert. Todos los días piensa usted en el consabido pollo —contestó Tommy, descortés.
—Esta vez se trata de lo que llaman un poussin —manifestó Albert.
—De acuerdo, entonces —declaró Tommy.
Sonó el timbre del teléfono. Tommy se puso en pie de un salto.
—Diga... ¡Diga! Oyó una voz lejana.
—¿El señor Thomas Beresford? ¿Da usted su conformidad a una conferencia con Invergahly?
—Sí.
—No se retire, por favor.
Tommy esperó. Se estaba calmando paulatinamente. Tuvo que aguardar unos segundos más. Luego, oyó en el otro extremo del hilo telefónico una voz familiar, la de su hija,
—¿Eres tú, papá? —¡Deborah!
—Sí. Oye, ¿a qué viene esa respiración jadeante? ¿Es que te has dado alguna carrera?
«A las hijas —pensó Tommy — no se les escapa nunca nada.»
—Cosas muy propias de la edad, Deborah. ¿Cómo estás, hija?
—Muy bien, papá. Oye... Quería decirte que había visto una cosa en el periódico. Tal vez lo hayas leído tú también. Me ha dejado un poco intrigada. Es acerca de alguien que ha sufrido un accidente y que se encuentra ahora en un hospital.
—Pues no... No he leído nada. ¿Por qué me dices todo eso?
— —Verás... No parece ser nada grave. He supuesto que se trataba de un accidente de automóvil o algo por el estilo: El periódico dice que la persona afectada era una
mujer..., una mujer ya entrada en años..., la cual dio el nombre de Prudence Cowley. Hasta ahora no han podido averiguar sus señas.
—¿Prudence Cowey? ¿Quieres decir que...?
—Sí. Yo... yo me quedé muy extrañada. ¿No es Cowley el apellido de soltera de mamá? Pues en esto pensé en seguida.
—Es natural.
—De lo de Prudence no me acuerdo nunca. Jamás asociamos su persona con ese nombre, ni tú, ni yo, ni Derek... —Es lógico —repuso Tommy —. No es el nombre de pila que cuadra precisamente a tu madre.
—Desde luego. Me quedé pensativa. ¡Qué raro! ¿No crees tú que esto podría tener alguna relación con ella?
—Supongo que sí. ¿Dónde ocurrió el accidente?
—Me parece que el periódico señalaba que la mujer estaba en el hospital de Marker Basin. En el establecimiento deseaban averiguar algo más acerca de sus circunstancias personales. Me pregunté... Bueno, tiene que haber muchos Cowley por ahí y muchas mujeres que lleven el nombre de Prudence. Se me antojó lo más corto ponerme en comunicación con vosotros. He querido asegurarme, en una palabra, de que mamá se encontraba en casa y de que no ocurría nada anormal.
—Ya, ya...
—Bueno, papá, ¿está en casa o no?
—No —respondió Tommy —. Tu madre no está aquí y además no sé si se encuentra bien o no.
—¿Qué quieres decir? —inquirió Deborah —. ¿Qué ha estado haciendo mamá últimamente? Me imagino que tú habrás asistido en Londres a esa estúpida reunión de todos los años, en la que los amigos de otra época revivís gloriosas y añejas aventuras.
—No te equivocas, Deborah. Regresé de ella ayer por la noche.
—Y entonces te encontraste con que mamá no se hallaba en casa. ¿O es que sabías que se tenía que ausentar? Vamos, papá, cuéntamelo todo. Te noto preocupado. Me doy cuenta perfectamente cuando estás inquieto. ¿Qué ha estado haciendo mamá últimamente? Llevaba algo entre manos, ¿no? A mí me gustaría mucho que ahora que ya tiene algunos años, se limitase a estar quietecita en su casa, desentendida en absoluto, de todo lo que no fuera cuidarse.
—Tu madre andaba preocupada —explicó Tommy —. Fue algo que sucedió hace poco y que guardaba relación con el fallecimiento de tía Ada.
—Concretamente, ¿qué fue?
—En la residencia que visitamos, una de las internas le, dijo unas palabras... La anciana suscitó en ella algunas preocupaciones. Examinando los objetos de tía Ada, convino que lo mejor era hablar con la interna en cuestión, pero nos enteramos que se había marchado del establecimiento inesperadamente.
—Bueno, eso parece una cosa completamente normal, ¿no?
—Sus parientes se presentaron allí y la mujer se fue con ellos.
—Sigue pareciéndome todo normal —dijo Deborah —. ¿Por qué había de sentirse soliviantada mamá?
—Se le metió en la cabeza que a la anciana le debía de haber ocurrido algo desagradable —contestó Tommy.
—Ya.
—Y ahora parece habérsela tragado la tierra. No hemos sido capaces de descubrir su paradero...
—Entonces..., ¿es que mamá se ausentó en busca de algo?
—Sí. Anunció su regreso hace un par de días, pero no ha vuelto.
—¿Y no has vuelto a saber de ella?
—No.
—Bien sabe Dios que me gustaría que supieras cuidar de mamá más adecuadamente —dijo Deborah, severa
—Dentro de la familia, no ha habido una sola persona que sepa y pueda cuidar de ella —replicó Tommy —. Si vamos a eso, tú tampoco, Deborah. ¿Qué le sucedió durante la guerra, cuando estuvo haciendo cosas por ahí que nadie le había pedido que hiciera?
—La cosa cambia ahora. Quiero decir que tiene ya muchos años. Lo único que debe hacer es estar en casa, pasándolo lo mejor posible. Supongo que se ° aburre, en la actualidad. Esto es lo que hay en el fondo de todo este asunto.
—¿El hospital de Market Basin, es? —inquirió Tommy.
—En Meltordshire. Está a hora u hora y media de Londres, creo, por tren.
—Cerca de Market Basin hay una población llamada Sutton Chancellor.
—¿Y eso a qué viene ahora?
—Es una historia demasiado larga, Deborah, para que empiece a contársela... El dato tiene mucho que ver con cierto cuadro en el que se ve una casa junto a un canal Y un puente.
—Creo que no te he oído muy bien —dijo Deborah —. ¿De qué estabas hablándome?
—Es igual... Voy a telefonear al hospital de Market Basin, con objeto de efectuar unas cuantas averiguaciones. Me da el corazón que la mujer de que me acabas de hablar es tu madre. Las personas que sufren conmoción cerebral, ¿sabes?, suelen comenzar por recordar los episodios de una manera progresiva, pero lenta, al presente. Por eso mencionó su nombre de soltera. Es posible que haya sufrido un accidente de automóvil, pero tampoco me sorprendería que alguien le hubiese dado un golpe en la cabeza. Tu madre se ha visto metida siempre en estas cosas... Ya te tendré al corriente de lo que vaya averiguando. Te diré ahora todo lo que sé sobre este asunto... con algún detalle.
Cuarenta minutos más tarde, Tommy Beresford echaba un vistazo a su reloj de pulsera, suspirando. Se sentía fatigado.
Entró en la estancia.
—¿Qué hay de la cena, señor? —inquirió aquél —. No ha comido usted nada en muchas horas y lamento decirle que me olvidé por completo del pollo que tenía en el horno... Se ha quemado. Se ha convertido en un carbón,
—No quiero comer nada ahora —dijo Tommy —. Lo que a mí me apetece es beber algo. Tráigame un whisky doble.
—En seguida, señor.
Tommy se tendió en su sillón preferido, un poco gastado por el uso, pero tan cómodo como siempre.
Albert le llevó lo que le había pedido.
—Y ahora, Albert, supongo que querrá que le ponga al corriente de todo.
En tono de excusa, el criado respondió:
—En realidad, señor, lo sé todo... Verá... Como se trataba del problema de la desaparición de la señora, me he permitido escuchar la conversación que ha sostenido con
' su hija descolgando el auricular de la prolongación telefónica del dormitorio. Me tomé esa libertad. Pensé que usted no se disgustaría por ello, por el hecho de tratarse de la señora...
—No tengo nada que reprocharle, Albert. En realidad, le estoy agradecido. Mira que si tuviese que empezar de nuevo a explicarle toda la historia...