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Authors: Agatha Christie

El cuadro (19 page)

BOOK: El cuadro
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—¿Y no tienes ninguna idea acerca del emplazamiento de este paisaje? Supongo que se trata de una campiña inglesa, ¿no?

—Yo diría que sí. ¿Quieres que lo averigüe?

—¿Podrías enterarte de eso?

—Lo mejor sería hacerle la pregunta a su mujer, a su viuda. Boscowan contrajo matrimonio con Emma Wing, la escultora. Es, muy conocida, pero... poco rentable. Tiene obras muy personales. Visítala, si acaso. Vive en Hampstead. Puedo facilitarte sus señas. Últimamente, nos hemos mantenido al habla con ella, por escrito, con motivo de la proyectada exposición de lienzos de su marido. Poseemos también algunas de sus esculturas de menor tamaño. Voy a darte sus señas.

Se acercó a una mesa. Robert garabateó unas palabras en una tarjeta, que entregó a Tommy.

—Aquí las tienes. No acierto a imaginarme qué misterio habrá en todo esto. Tú has sido siempre un hombre enigmático, Tommy, ¿eh? Tienes ahí un cuadro típicamente representativo de Boscowan. Podríamos incluirlo en la exposición. Te escribiré unas líneas recordándotelo cuando la tengamos montada.

—Tú no conocerás a ninguna señora apellidada Lancaster, ¿verdad?

—Hombre, así, de momento, no. ¿Pinta? ¿Hace algo por el estilo, acaso?

—No, me parece que no. Se trata de una mujer ya entrada en años que ha vivido varios en una residencia para ancianas. Te hablo de ella porque fue la dueña de este cuadro, que acabó regalando a una tía mía.

—No puedo asegurarte que ese nombre me diga algo, Tommy. Será mejor que hables con la señora Boscowan.

—¿Cómo es ella?

—Boscowan llevaba a su mujer bastantes años, me parece. Ella tiene, ciertamente, personalidad —Robert asintió dos o tres veces —. Sí, efectivamente, mucha personalidad. Espero que cuando la conozcas, compartas mi opinión.

Robert cogió el cuadro, que puso en manos de uno de sus ayudantes para que procediera a envolverlo.

—Eres muy amable —dijo Tommy —, Ni la colaboración de tus hombres me regateas.

Volvió la cabeza a un lado y a otro, advirtiendo lo que había a su alrededor por vez primera.

—¿De quién son estos cuadros que tienes por aquí? —preguntó con un gesto de disgusto.

—De Paul Jaggerowski... Un joven eslavo muy interesante. Se dice que pinta siempre bajo la influencia de las drogas. ¿No te agrada?

Tommy concentró su atención en un gran saco castaño que parecía estar sumergido en un mar de color verde metálico, saturado de vacas distorsionadas.

—Con franqueza: ni pizca.

—Eres un filisteo —contestó Robert —. Acompáñame, Tommy. Voy a comer.

—No me es posible. Estoy citado con un médico en mi club.

—No estarás enfermo, ¿eh?

—Disfruto de una salud excelente a Dios gracias, Mi presión sanguínea es tan correcta que los doctores con quienes consulto se sienten desconcertados...

—Entonces, ¿qué necesidad tienes de entrevistarte con un médico?

—¡Oh! —exclamó Tommy, animadamente —. Hemos de ocuparnos los dos de cierto cuerpo. Gracias por tu ayuda, Robert. Adiós.

2

Tommy saludó al doctor Murray con bastante curiosidad... Presumía que quería hablarle de algunas formalidades relacionadas con el fallecimiento de su tía Ada. Ahora bien, ¿por qué no había querido aquel hombre ponerle al corriente de todo por teléfono? Tommy no sabía, decididamente, a qué atenerse.

—Creo que me he retrasado un poco —declaró el doctor Murray al estrechar su mano —. El tráfico, en esta ciudad, es cada vez más intenso y yo no estaba muy seguro en cuanto al emplazamiento de este local. Esta parte de Londres me resulta un tanto extraña.

—No debiera haberle hecho venir aquí —continuó Tommy —.Debiéramos haber elegido un sitio más a mano para — usted.

—¿Dispone usted ahora de tiempo?

—En este momento, sí. He pasado la última semana fuera de la ciudad,

—Sí. Creo que eso es lo que dijeron cuando telefoneé. Tommy señaló una silla a su interlocutor, sugirió algo de beber y colocó un paquete de cigarrillos y una caja de cerillas al alcance del doctor Murray. Cuando los dos hombres se hubieron instalado cómodamente, fue aquél quien inició la conversación.

—Estoy seguro de haber despertado su curiosidad, señor Beresford —dijo el doctor —. La verdad es que paso por una situación algo enojosa en Sunny Ridge. Este asunto suscita mis dudas y en determinado aspecto nada tiene que ver con usted. No tengo derecho a inquietarle, pero... he pensado que existe una ligera posibilidad de que usted sepa algo que a mí podría serme de gran utilidad.

—Cuente conmigo, para lo que sea, por supuesto. ¿Está ese asunto a que alude relacionado con mi tía, la señorita Fanshawe?

—Directamente, no. Entra en el cuadro general del mismo, sin embargo. Puedo hablarle con entera confianza, ¿no, señor. Beresford?

—Sí, sí.

—El otro día estuve hablando con un amigo que también lo es de usted. Me refirió varios detalles acerca de su persona. Tengo entendido que en la última guerra le fueron confiadas misiones delicadísimas, sumamente reservadas.

—¡Oh! Nuestro amigo ha querido halagarme. Mis cosas no eran tan serias —replicó Tommy con naturalidad.

—Ya me doy cuenta de que no es prudente hablar de estos asuntos.

—Yo creo que en la actualidad da igual. Ha transcurrido ya mucho tiempo desde la guerra. Mi esposa y yo éramos jóvenes, entonces.

—Bueno, nada tiene que ver con eso lo que yo deseo decirle. El caso es que tengo la impresión de que me puedo dirigir a usted con absoluta franqueza, confiando, además, en que no repetirá lo que voy a explicarle ante nadie, si bien cabe la posibilidad de que todo se divulgue más tarde.

—¿Han surgido complicaciones en Sunny Ridge?

—Sí. No hace mucho, una de nuestras internas falleció: la señora Moody. No sé si llegó usted a conocerla; ignoro si su tía le habló en alguna ocasión de esa mujer.

—¿La señora Moody? —Tommy reflexionó —. No, creo que no. Bueno, no recuerdo, al menos.

—Era una de nuestras más antiguas internas. No había cumplido todavía los setenta y se encontraba bien de salud. No sufría ninguna dolencia. Era, simplemente, una mujer que carecía de parientes cercanos, que no disponía de nadie que pudiese atenderla dentro de un marco hogareño. Se situó en la categoría que yo denomino para mí mismo de las personas revoloteantes. Son mujeres que conforme ganan en años se parecen más y más a las gallinas. Charlan por los codos. Es decir: cloquean a cada paso. Lo olvidan todo. Se ponen a veces en situaciones apuradas. Se preocupan por todo. No dejan vivir a nadie con el menor pretexto. Y, sin embargo, no sufren ningún trastorno de gravedad. No son lo que se dice perturbadas mentales, ni mucho menos.

—Pero no dejan de cloquear un momento, como usted ha indicado —apuntó Tommy.

—Exactamente. La señora Moody la armaba allí donde hacía acto de presencia. Pero todo el mundo la quería. Muy especialmente, se olvidaba de todo lo que se refería a las comidas. Protestando porque sostenía que no le habían servido la cena, por .ejemplo, cuando en realidad había estado saboreando hasta el último plato de la misma, unos minutos atrás tan sólo.

—¡Oh! —exclamó Tommy, recordando por fin a la mujer —: La señora «Chocolate».

—¿Cómo ha dicho?

—Lo siento... Es el apodo que mi esposa y yo le dimos. Salía de su cuarto un día, en el momento en que nosotros pensábamos por el corredor, llamando a gritos a la enfermera Jane, reclamando su chocolate. Decía que no lo habían servido. Era una mujer de buen aspecto, menuda. Nos hizo gracia y dimos en la costumbre de llamarla la señora «Chocolate» cuando aludíamos a ella. Así, pues, falleció...

—No me sentí particularmente sorprendido cuando se produjo su óbito —declaró el doctor Murray —. Anunciar con antelación, exactamente, la fecha del fallecimiento de una mujer ya anciana, es algo prácticamente imposible. Mujeres de salud muy precaria, a las que se les calcula un año de vida, todo lo más, como resultado de un reconocimiento médico, rebasan a lo mejor luego los diez. Se aferran tenazmente a la vida y la dolencia física no llega a quebrantar más que en último extremo su tesón, su afán de continuar viviendo. Existen otras personas que gozan de salud razonablemente buena, de las que uno piensa que tienen cuerda para rato, por así decirlo. Luego, cogen una bronquitis, o una fuerte gripe, e incapaces de recuperarse adecuadamente del tropezón, acaban sus días cuando uno menos se lo esperaba. En consecuencia, como médico que soy de una residencia que sólo acoge señoras ancianas, puedo asegurarle que no me siento sorprendido habitualmente cuando se produce una muerte inesperada. Este caso, no obstante, el de la señora Moody, fue algo distinto. Murió mientras dormía, sin haberse advertido en ella sín-tomas denunciadores de una enfermedad. Me dije que se trataba de una muerte inesperada. Utilizaré la frase que siempre me intrigó en la obra de Shakespeare, Macbeth. Siempre me he preguntado lo qué Macbeth quería significar al decir, refiriéndose a su esposa: «Debía haber muerto más adelante.»

—Sí. Recuerdo que una vez me pregunté a dónde apuntaba Shakespeare con eso —manifestó Tommy —. No me acuerdo, en cambio, de qué montaje de la obra se trataba, ni del actor que representaba el papel de Macbeth. Pero había una enérgica sugerencia en aquella particular representación. Macbeth, ciertamente, se movía para señalar que él sugería al asistente médico que era mejor que lady Macbeth fuese eliminada. Fue entonces cuando aquél, sintiéndose a salvo tras la muerte de la esposa, advirtiendo que ya no podría ocasionarle ningún daño con sus indiscreciones o sus fallos mentales, progresivamente crecientes, expresó su auténtico afecto y pesar. «Debía haber muerto más adelante.»

—Exacto. El mismo sentimiento me, inspiró la señora — Moody. Me dije que debía haber fallecido más adelante y no hace tres semanas, sin causa aparente...

Tommy no respondió. Limitóse a mirar al doctor inquisitivamente,

—Los médicos nos enfrentamos siempre con determinados problemas. Cuando se queda uno desconcertado ante la muerte de un paciente, sólo hay un medio para saber a qué atenerse: la autopsia. Las autopsias no son bien acogidas por los parientes de la persona fallecida, pero si un doctor exige aquélla y se llega a la conclusión, como bien puede suceder, de que el óbito se ha producido por causas naturales, o como consecuencia de alguna enfermedad que no siempre tiene manifestaciones y síntomas externos, la carrera del doctor se ve seriamente en peligro por su formulación de un diagnóstico discutible...

—Ya me hago cargo de que éste puede ser difícil de establecer.

—En este caso, se daba la existencia dé unos parientes lejanos, unos primos. Eché sobre mí la responsabilidad de obtener su consentimiento. Tenía interés médico averiguar las causas de la muerte. Cuando un paciente muere mientras duerme, es aconsejable ampliar la esfera de nuestro conocimiento profesional. Por fortuna, a aquella gente le tenía sin cuidado tal paso. Me sentí profundamente aliviado. Una vez efectuada —la autopsia, de salir todo bien, yo podía extender un certificado de defunción sin el menor escrúpulo. Cualquiera puede morir a consecuencia, de lo que se llama, en términos vulgares, ataque de corazón, una entre varias causas diferentes. En realidad, el corazón de la señora Moody se hallaba en forma excelente, para su edad. Sufría una artritis, algo de reumatismo y de cuando en cuando el hígado le daba algo quehacer, pero ninguna de estas dolencias podía haberle ocasionado la muerte durante el sueno.

El doctor Murray hizo una pausa. Tommy despegó los labios para decir algo, pero guardó silencio. El médico bajó la cabeza, haciendo un gesto afirmativo.

—Sí, señor Beresford. Usted ve ya a dónde voy. La muerte en este caso se debió a una dosis excesiva de morfina.

—¡Santo Dios¡

—A Tommy se le escapó, involuntariamente, esta exclamación.

—Sí. La cosa parecía increíble, pero no se podía evitar el análisis. La pregunta era: «¿Cómo había sido administrada aquella morfina?» La señora Moody no necesitaba para nada la droga. La señora Moody no sufría dolores insoportables. Existían tres posibilidades; desde luego. Podía haber ido a parar a su cuerpo accidentalmente, Improbable. Podía haber sustraído la droga a otra interna, por error. Tampoco es esto probable. Ninguna persona delicada se prevee normalmente de morfina y nosotros no aceptamos nunca personas adictas a las drogas, quienes podrían llevar las mismas encima. Pudo haber sido un suicidio, pero me niego a aceptar tal hipótesis. La señora Moody era una alborotadora contumaz, pero resultaba, en general, alegre y estoy convencido de que jamás entró en sus cálculos atentar contra su vida. Tercera posibilidad: alguien le administró una superdosis fatal, deliberadamente. ¿Quién? ¿Por qué?

»Naturalmente, existen allí provisiones de morfina y otras drogas. La señorita Packard, en su calidad de enfermera profesional, titulada, se halla legalmente autorizada para guardar en su poder semejantes cosas. Las tiene, ordinariamente, en un armario, bajo llave. En los casos de ciática y de artritis reumatoide, el dolor puede ser tan intenso que se procede a administrar una dosis de morfina. Estábamos esperanzados con la idea de que, en determinadas circunstancias, hubiese sido administrada por error a la señora Moody una dosis exagerada de morfina, ` o que ella misma consumiese la droga creyendo que era un buen remedio para la indigestión o el insomnio. Por más que hemos querido, no conseguimos ver la posibilidad de esas circunstancias. Lo que hemos hecho después, por sugerencia de la señorita Packard, de acuerdo con ella, ha sido estudiar el proceso de las muertes habidas en Sunny Ridge a lo largo de los últimos dos años. Me satisface declarar que no se han producido muchas. Creo que fueron siete, en total, una buena cifra dado el término medio de la edad de las internas en el establecimiento. Dos fallecimientos a causa de una bronquitis, que no admitían ninguna duda, dos de gripe, el «asesino» siempre amenazador durante los meses de invierno, debido a la poca resistencia ofrecida por los organismos de unas mujeres frágiles, de edad avanzada. Y las otras tres...

El doctor Murray hizo una pausa, para seguir diciendo a continuación:

—Señor Beresford: estas tres últimas muertes no me convencen, particularmente dos de ellas. Eran perfectamente probables, no eran inesperadas, pero... Después de reflexionar serenamente, tras mis investigaciones, decididamente, no me convencen. Me veo enfocado a admitir la posibilidad, por absurdo que parezca, de que hay en Sunny Ridge alguien que, posiblemente por razones mentales, es un asesino. Un asesino del que nadie sospecha.

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