Read El cuadro Online

Authors: Agatha Christie

El cuadro (15 page)

BOOK: El cuadro
3.52Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Sí, ya lo sé. Montaba a cada paso fiestas, fijando bonitos premios para los niños. En sus reuniones no faltaban los juegos ni las golosinas: helados, dulces y demás. No tuvo hijos... Muy frecuentemente, paraba a los chiquillos en la calle para darles caramelos o dinero con que comprárselos. —No sé qué pensar, sin embargo... Creo que exageraba. Era un hombre extraño. Algo importante ocurrió para que su esposa, de repente, le dejara.

—¿Cuándo lo abandonó?

—Unos seis meses después de que comenzaran a producirse todos aquellos acontecimientos. Tres niños habían sido asesinados por entonces. Lady Starke se trasladó inesperadamente al sur de Francia, de donde no había de regresar jamás. No era una mujer de quien se pudiese esperar ese paso tan grave. Era una señora tranquila, respetable. No es que se fugase con otro hombre. Las mujeres de su clase no suelen proceder así. ¿Por qué, por qué lo abandonó? Yo siempre sostuve que por el hecho de saber algo... Seguramente, descubrió algún detalle comprometedor, elocuente...

—¿Vive él aquí todavía?

—No siempre, ni mucho menos. Se presenta, por lo general, un par de veces al año... La casa está cerrada durante sus prolongadas ausencias, cuidando de ella un guardián. La señorita Bligh era su secretaria... Es quien se ocupa, normalmente de sus cosas.

—¿Y qué fue de la esposa?

—Murió, la pobre señora. Murió poco después de haberse ido al extranjero. En la iglesia hay una placa que la recuerda. Debió de vivir una experiencia terrible. Quizá no estuviera segura al principio. Es posible que luego sospechase de su esposo y tal vez más tarde adquiriese la certeza de su culpabilidad. Entonces, no pudiendo soportarlo, pensaría en salir de aquí...

—¡Qué cosas sois capaces de imaginar las mujeres! —comentó el señor Copleigh.

—Todo lo que he dicho es que había algo raro en relación con sir Philip. Era demasiado aficionado a los niños y esto, en cierto modo, no resulta completamente normal.

—Fantasías de mujeres... ¡Bah! —contestó el señor Copleigh, despectivamente.

Su esposa se puso en pie, comenzando a quitar cosas de la mesa.

—Tú vas a ser la culpable de que esta señora tenga pesadillas si insistes en referirle todo lo que sucedió en este distrito hace años. Son cosas que ya nada tienen que ver con la realidad actual.

—Lo que me ha contado usted, señora, no puede ser más interesante —declaró Tuppence —. Le confesaré, sin embargo, que ahora estoy medio muerta de sueño. Creo que lo mejor será acostarme.

—Habitualmente, nosotros nos acostamos temprano, ¿sabe usted? —contestó la señora Copleigh —. Y es lógico que después de todos los ajetreos del día se caiga usted de sueño.

Tuppence bostezó largamente.

—Bien. Buenas noches y muchas gracias por todo.

—¿Querrá una taza de té por la mañana? A las ocho de la mañana. ¿Es demasiado temprano para usted?

—No, no. Es una hora magnífica —repuso Tuppence —: No quisiera que se molestase usted por mi causa, sin embargo, señora Copleigh. Ya tiene bastantes atenciones conmigo.

—Para mí eso no supone ninguna molestia, créame. Tuppence subió las escaleras que conducían a su habitación. Abrió su maleta, sacó las prendas que necesitaba en aquellos instantes, se desvistió, tomó un baño y se tendió en el lecho.

Era verdad lo que había dicho a la señora Copleigh. Estaba agotada, Habían desfilado delante de ella, entrevistos como en un caleidoscopio de móviles figuras, numerosos acontecimientos con toda suerte de horrendos hechos.

Unos niños muertos, asesinados... Era demasiado. Tuppence buscaba el rastro de uno que hubiese ido a parar a una pared de chimenea. Quizá tuviera que ver ésta con Waterside. La muñeca infantil... Una criatura había sido asesinada por una joven de poco cerebro, que se volviera loca por haber sido abandonada por su esposo.

Tuppence no tardó mucho en quedarse dormida. Pero tuvo una pesadilla. Contempló algo así como una «Dama de Shalott» asomándose por la ventana de la casa. Advirtió un ruido, un arañazo, procedente de la chimenea. Había en la pared una gran plancha de hierro y alguien daba fuertes golpes en ella por el lado opuesto. Eran unos sonidos como de fuertes martillazos.

—¡Bum, bum, bum!

Tuppence se despertó. Era la señora Copleigh, que llamaba a la puerta. Entró con paso diligente en la habitación, depositó la bandeja con el servicio de té junto a la cama y descorrió las cortinas. Esperaba que Tuppence hubiese dormido bien. Esta no había visto nunca a una mujer más animada a aquella hora de la mañana que la se-ñora Copleigh. ¡No había sido víctima de ninguna pesadilla!

Capítulo IX
-
Una mañana en Market Basin

Ah! —exclamó la señora Copleigh al salir atropelladamente de la habitación —. Un día más. Es lo que siempre digo cada mañana, al despertar.

«¿Un día más? —pensó Tuppence, tomando un sorbo de té —. Comienzo a preguntarme si estaré haciendo la tonta por aquí... Podría ser que sí... Me gustaría mucho que Tommy me hiciera compañía ahora. Cambiaríamos impresiones... Lo de anoche acabó de desorientarme.»

Antes de abandonar el dormitorio, Tuppence hizo unas cuantas anotaciones en su agenda, registrando los diversos sucesos de que se había hablado la noche anterior en aquella casa, con los nombres correspondientes de sus protagonistas o no. Habíase sentido demasiado cansada por la noche para hacer aquello, antes de acostarse. Todo aquello componía una serie de historias melodramáticas pertenecientes al pasado, en las que habría, con seguridad, su poco o mucho de verdad... Advertíase, no obstante, mucha habladuría, una clara malicia, la romántica imaginación popular...

«La verdad es que me he familiarizado con las vidas amorosas de cierto número de personas, llegando a remontarme al siglo XVIII, me parece recordar —se dijo Tuppence —. Ahora bien, ¿a mí qué me importa eso? ¿Y qué es lo que, ando buscando? Ni siquiera lo sé. Lo peor del caso es que me he enredado y que no consigo deshacerme de la maraña que me envuelve.»

Sospechando que lo primero que debía hacer era establecer contacto con la señorita Bligh, a quien Tuppence reconocía ya como la amenaza efectiva de Sutton Chancellor, fue en su busca para explicarle que tenía una cita urgente que no podía aplazar... ¿Cuándo estaría de regreso? Tuppence, deliberadamente, se mostró vaga... ¿Tendría inconveniente en comer con ella...? La señorita Bligh era muy amable, pero Tuppence temía que...

—Tomaremos el té juntas, entonces. La espero a las cuatro y media.

Aquello era como una real orden. Tuppence, sonriente, asintió. Pisó el acelerador y enfiló en seguida la carretera. Tuppence se dijo que en el caso de que los agentes de la propiedad inmobiliaria de Market Basin le notificasen algo interesante, Nellie Bligh podría proporcionarle una información adicional de utilidad. Era una mujer que se vanagloriaba de saberlo todo. Lo malo era también que, a su vez, querría averiguar todo lo referente a Tuppence. Esta esperaba hallarse por la tarde suficientemente recuperada, apelando entonces a su inventiva sobre la marcha.

«Acuérdate de la señora Blenkinsops», se dijo Tuppence al tiempo que maniobraba diestramente en una cerrada curva para evitar ser destrozada por un enorme tractor que marchaba en dirección contraria.

En Maket Basin dejó el coche en una zona destinada al estacionamiento de vehículos que se hallaba en la plaza principal. Entró luego en la estafeta de correos y pasó a una de las cabinas telefónicas.

Le contestó Albert... Con su habitual y solitario «¡Diga!» vocablo que pronunciaba con voz recelosa siempre.

—Escucha esto, Albert... Mañana estaré de vuelta. Llegaré a tiempo de la cena, quizá bastante antes. También habrá regresado el señor Beresford, a menos que telefonee anunciando algún retraso. Compra algo... Un poco de pollo, si acaso.

—De acuerdo, señora. ¿Desde dónde llama...? Pero Tuppence había colgado ya.

Toda la vida de Market Basin parecía encontrarse concentrada en la plaza principal del lugar... Tuppence había consultado una guía de estafeta de correos, antes de abandonarla, y tres de las cuatro oficinas dedicadas a la compraventa de fincas estaban domiciliadas en aquel punto de la población... La cuarta paraba en George Street.

Tuppence había tomado nota por escrito de las direcciones para indicar ordenadamente sus visitas.

Empezó por la firma Lovebody & Slicker, que parecía ser la más importante.

La recibió atentamente, una atractiva chica con cara llena de pecas.

—Estoy haciendo indagaciones sobre una casa —le explicó.

La muchacha acogió esta indicación sin el menor interés. La misma actitud habría adoptado, indudablemente, de haberle dicho Tuppence que seguía el rastro de algún animal extraño.

—Pues no sé qué decirle... —contestó la joven, mirando a su alrededor, por si localizaba, tal vez, algún colega a quien endosarle aquella visita...

—He hablado de una casa —insistió Tuppence —. ¿No son ustedes agentes de la propiedad?

—Somos eso y subastadores. Las subastas, sin embargo, se celebran los miércoles. Si a usted le interesan las que tenemos en marcha, puedo facilitarle el catálogo correspondiente, al precio de dos chelines.

—Las subastas no me interesan, Quiero hacer algunas preguntas sobre determinada casa.

—¿Amueblada?

—Sin amueblar... Con el propósito de alquilarla... o comprarla.

El rostro de la atractiva joven de las pecas se iluminó levemente.

—Creo que lo mejor es que se entreviste con el señor Slicker.

Al señor Slicker era a quien deseaba ver precisamente Tuppence. A los pocos minutos se encontraba sentada en el interior de un despacho, frente a una mesa, contemplando el rostro de un hombre joven, embutido en un traje de lana bien cortado, de salientes pómulos, quien empezó a enumerar una serie de viviendas disponibles particularmente interesantes. Al mismo tiempo, formulaba comentario, como si hablase en voz alta...

—El número ocho de Mandeville Road está bien tres habitaciones, cocina americana... Amabel Lordge es una residencia pintoresca, bastante extensa, que se vende a un precio reducido por apremiar su venta...

Tuppence interrumpió al hombre.

—He visto ya una casa que me gusta... Se encuentra en

Sutton Chancellor... Mejor dicho: cerca de allí, al lado de un canal...

—Sutton Chancellor... —el señor Slicker vacilaba —. A mÍ me parece que no tenemos en nuestros libros nada de por allí. ¿Qué nombre lleva esa finca?

—No hay ningún rótulo... «Waterside» es, probablemente, su nombre. O «Rivermead»... Hubo un tiempo en que se denominó «La Casa del Puente». Tengo entendido que el edificio se halla dividido en dos partes. Una de ellas está alquilada, pero el inquilino que la ocupa no supo informarme sobre la otra, que da al canal cercano y es la que a mí me interesa. Por lo visto, no la habita nadie.

El señor Slicker, fríamente, indicó a Tuppence que no podía serle útil, pero sugirió, condescendientemente, que quizá los señores Bloget & Burgess se hallasen en condiciones de proporcionarle la información que buscaba. En el tono de su voz se notaba la velada insinuación de que Bloget & Burgess venía a ser una firma de menor cuantía.

Tuppence se trasladó al domicilio social de los señores Bloget & Burgess, radicado en el lado opuesto de la plaza, cuyas oficinas se parecían extraordinariamente a las de los señores Lovebody & Slicker. En sus ventanas se veían los mismos anuncios de ventas de fincas y de celebración de inminentes subastas. La puerta principal había sido pintada recientemente de un color verde bilioso.

La acogida fue igualmente desalentadora y Tupence se vio conducida hasta una mesa ocupada por un tal señor Sprig, hombre ya entrado en años que era la viva imagen del abatimiento. Una vez más, Tuppence expuso sus pretensiones.

El señor. Sprig admitió hallarse enterado de la existencia de la casa citada por su visitante. Pero aquel asunto, evidentemente, le tenía sin cuidado.

—Creo que no está a la venta —manifestó —, Sí. El propietario de esa finca no quiere vender, por ahora.

—¿Quién es él?

—No lo sé, realmente. La casa ha cambiado de dueño con frecuencia... He de decirle también que llegó a circular el rumor de una probable expropiación.

—¿Para qué pueden querer las autoridades locales esa finca?

—Mire, señora... —el hombre echó un vistazo al apellido de Tuppence, que había anotado antes en un bloc —. Mire, señora Beresford: si usted pudiera darme la respuesta correspondiente a su pregunta, demostraría una inteligencia muy superior a la de estas modernas víctimas de los atropellos oficiales. Los planes de las autoridades y de las sociedades inmobiliarias están arropados siempre por el mayor misterio. La parte posterior de la finca andaba necesitada de algunas reparaciones y fue alquilada por una cantidad de dinero irrisoria... El matrimonio Perry es quien la ocupa ahora. Por lo que se refiere al dueño de la propiedad, le diré que vive en el extranjero y parece no sentir un gran interés por ella. Me imagino que se planteó una cuestión de herencia y fue administrada por unos albaceas. Se presentaron algunas dificultades de tipo legal y... Estas cosas siempre cuestan mucho dinero, señora Be-resford. Me figuro que al propietario le importa poco que la casa se venga abajo. En efecto, allí sólo se han realizado reparaciones en la parte ocupada por los Perry. En el futuro, el solar podría tener algún valor. Si usted está interesada por una finca de este tipo, adquirible a bajo precio y con la perspectiva de emprender determinadas obras, creo que podría ofrecerle algo que le convendría más que la casa de que estamos hablando. Si me lo permite, quisiera saber qué es lo que le ha llamado tanto la atención de ella...

—No sé... Me gusta su aspecto, simplemente —replicó Tuppence —. Es muy bonita... La primera vez que la vi fue desde el tren...

—¡Oh! Ya, ya —la expresión del señor Sprig valía por todo un comentario en voz alta y venía a significar: «Las mujeres llegan en sus estupideces a unos límites inalcanzables:» Añadió, en tono de consuelo —: Yo, en su lugar, procuraría olvidarme de todo esto, lo más pronto que me fuera posible.

—Bueno, ¿y no podría usted escribir al propietario, preguntándole si estaba decidido a vender? Y si no, ¿por qué no me da sus señas?

—Si usted se empeña, nosotros nos pondremos en contacto con los abogados del dueño... Sin embargo, no quisiera que concibiese, esperanzas...

BOOK: El cuadro
3.52Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Trouble on the Thames by Victor Bridges
Donald A. Wollheim (ed) by The Hidden Planet
The Mystery of the Lost Village by Gertrude Chandler Warner
Sweetbitter by Stephanie Danler
Dead in the Water by Dana Stabenow
The Girl Next Door by Jack Ketchum
Lanark by Alasdair Gray
The Spoils of Sin by Rebecca Tope
The Unwilling Bride by Jennifer Greene