Authors: Agatha Christie
—¡Oh! Le entiendo muy bien, señor Beresford —contestó la señorita Packard—. Nosotros no aceptamos aquí enfermas mentales. Tenemos, en cambio, casos que podrían decirse que bordean la demencia. Son mujeres con debilidades seniles, propias de la edad... Muchas son incapaces de cuidar de sí mismas o imaginan cosas fantásticas. Hay quien se cree, a veces, un personaje histórico. Estas personas no hacen daño a nadie, claro. Aquí hemos tenido dos María Antonieta... Una de ellas se pasaba el día hablando del Petit Trianon, dedicándose a beber leche, bebida que parecía asociar con ese lugar. Y tuvimos también una huésped que aseguraba ser María Curie y que había descubierto el radio. Leía los periódicos con gran interés, especialmente las noticias referentes a la fabricación de bombas atómicas o descubrimientos científicos. Luego, decía a quien quería oírla que había sido ella, con su esposo, la iniciadora de los experimentos en dicho campo. La ilusión inofensiva es algo que ayuda a vivir al llegar a una edad avanzada. No duran siempre tales fantasías. No se es María Antonieta o madame Curie todos los días. La fantasía dura una quincena, frecuentemente. Más adelante, la persona que sea, se cansa de representar su comedia. Lo más corriente entre estas mujeres ancianas es la pérdida de la memoria. Pierden a veces hasta la conciencia de sí mismas, de su identidad. Aseguran haber olvidado cosas muy importantes, de las que les gustaría acordarse...
Tuppence vaciló unos segundos antes de decir:
—Y la señora Lancaster, cuando daba rienda suelta a su imaginación, ¿se refería siempre a la chimenea del cuarto o a otra?
La señorita Packard miró atentamente a su interlocutora.
—¿Habla usted de una chimenea? No comprendo...
—Se trata de algo que ella me dijo y que yo no entendí... Es posible que su mente albergara algún mal recuerdo con respecto a una chimenea, o que leyera alguna no—vela que le causara una fuerte impresión.
—Quizá. Tuppence añadió:
—Todavía sigo preocupada con el asunto del cuadro que regaló a tía Ada.
—En realidad, no sé por qué tiene usted que estar preocupada, señora Beresford. La señora Lancaster no se acordará de eso ya. No creo que sintiera por el lienzo un aprecio extraordinario. La halagaba que la señorita Fanshawe gustara de él. De enterarse de que ha ido a parar a su casa, se sentiría igualmente complacida, porque sabría que lo admira. El cuadro es bonito, a mi juicio. Bueno, no es que yo entienda de pintura...
—Voy a decirle lo que pienso hacer. Escribiré a la señora Johnson, si tiene la amabilidad de facilitarme sus señas, y le preguntaré si existe algún inconveniente en que me lo quede,
—Las únicas señas que yo poseo son las del hotel de Londres en que iban a hospedarse: el «Cleveland», me parece que era. Sí, «Cleveland Hotel», George Street, W. 1. La señora Johnson pensaba tener allí a la anciana por espacio de cuatro o cinco días, tras lo cual se trasladarían a casa de unos parientes de Escocia. Supongo que en el «Cleveland» dejarían sus señas posteriores, por si llegaba después alguna correspondencia.
—Bien. Muchas gracias... Quisiera ocuparme ahora de lo de la estola de tía Ada.
Voy en busca de la señorita O'Keefe.
La señorita Packard salió de la habitación.
—Lo de la señora Blenkinsops me ha llegado al alma, querida —manifestó Tommy.
Tuppence miró a su esposo, muy complacida.
—Es una de mis mejores creaciones —declaró—. Me alegro de haberla utilizado... Intentaba inventarme un nombre y de repente se me vino a la memoria la señora Blenkinsops. ¿Qué divertido resultó aquello, eh?
—Ha llovido mucho desde entonces... Se acabaron para nosotros las misiones de espionaje y contraespionaje en tiempo de guerra,
—¡Qué lástima! Aquello resultaba divertido... Me refiero a lo de vivir en la casa de huéspedes, tras haberme procurado una nueva identidad... Llegué a creer que era, en efecto, la señora Blenkinsops.
—Tuviste suerte de escapar con vida de aquella aventura —declaró Tommy—. En mi opinión, como ya te notifiqué entonces, te pasaste de la raya.
—No. Estuve en mi sitio en todo momento. Me moví siempre dentro de los límites marcados por mi personaje. La señora Blenkinsops era una mujer más bien necia, constantemente preocupada por sus hijos. Tres, Tommy, tres.
—A eso quería referirme. Con un hijo te hubiera bastado. Con tres recargabas demasiado la nota.
—Los tres se tornaron casi reales para mí —alegó Tuppence—. Douglas, Andrew y... ¡Dios mío! ¡No me acuerdo ya del nombre del tercero! Recuerdo su aspecto físico exactamente, y sus caracteres respectivos, donde se encontraban. Hablaba con frecuencia en un tono indiscreto de lo que me contaban en sus cartas.
—Bueno, querida, todo eso terminó ya... Aquí no hay nada que descubrir... Olvídate, por tanto, de la señora Blenkinsops. Cuando yo esté enterrado y tú te vistas de luto y te traslades—a una residencia para ancianos, espero que te pasarás la mitad del tiempo representando el papel de la señora Blenkinsops.
—Es muy aburrido dedicarse constantemente a representar el mismo papel —declaró Tuppence.
—¿Por qué crees que hay personas que desean ser una María Antonieta, o una madame Curie? —inquirió Tommy. —Supongo, sencillamente, que esas personas se aburren. Una se aburre. Estoy segura de que tú también te aburrirías de no poder valerte de tus piernas, de no poder ir de aquí para allá. Lo mismo es de molesto que se te agarroten los dedos, siéndote imposible hacer labores de punto. Se ansía entonces, desesperadamente, algo divertido, recurriéndose entonces a un personaje conocido por todo el mundo... Se vive una experiencia inédita, al meterse una en la piel de aquél. Yo comprendo esta cuestión sin el menor esfuerzo.
—De eso estoy completamente convencido —dijo Tommy—. Que Dios proteja la residencia para ancianas que se digne acogerte. Te pasarás haciendo de Cleopatra la mayor parte del tiempo.
—No imitaré a ningún personaje famoso —informó Tuppence—, Seré una simple doncella de cualquier comedia, dedicada a propagar habladurías.
Se abrió la puerta de la estancia, apareciendo á la vista de ellos la señorita Packard, quien llegaba acompañada de un joven de aventajada estatura, con el rostro cubierto de pecas, pelirroja. La chica vestía el uniforme de las servidoras de la casa.
—Les presento a la señorita O'Keefe... el señor y la señora Beresford. Este matrimonio tiene algo para usted. Dispénseme. Una de nuestras huéspedes me estaba llamando.
Tuppence enseñó a la muchacha la estola de tía Ada. La señorita O'Keefe se quedó encantada al saber que era para ella.
—¡Oh! ¡Es magnífica! Pero esto es demasiado... Tal vez a usted, señora, le hubiera gustado...
—No. A mí no me va bien. Resulta demasiado grande, ¿comprende? Yo, como ve, soy pequeña. La prenda le irá mejor a usted, que es alta. Tía Ada era una mujer de buena talla,
—Es verdad... De joven, debió ser muy hermosa.
—Eso creo —repuso Tommy, muy convencido—. También debió de tener un genio terrible.
—No era una mujer fácil de contentar, desde luego. Pero tenía mucho carácter. Nada la abatía. Y de tonta no tenía un pelo. Siempre estaba al cabo de la calle en todo. Era más fina que el coral.
—Su genio, sin embargo...
—Sabía imponerse por las buenas también, cuando que— ría. La señorita Fanshawe no le parecía a una nunca aburrida. Contaba cada caso de sus buenos tiempos... Una vez subió a lomos de un caballo por la escalinata de una gran casa de campo, siendo una niña. Eso decía, al menos... ¿Quién haría eso ahora?
—A estas alturas, ya desaparecida, yo no me atrevería a poner en duda sus afirmaciones.
Tommy guardó silencio después de pronunciar estas palabras.
—Nunca se sabe aquí qué es lo que una tiene que creer o dejar de creer. Todas las internas de la residencia nos vienen con sus cuentos... Hay quien habla de criminales que creen haber reconocido, invitándonos a ponerlo en conocimiento de la policía, sosteniendo que el peligro nos, afecta a todas...
—La última vez que estuvimos aquí, alguien sufrió un envenenamiento, recuerdo —alegó Tuppence.
—¡Oh! Está usted refiriéndose a la señora Lockett. Eso le pasa a diario. Pero ella no reclama la presencia de la policía, sino la del médico... Los médicos la traen loca.
—Vi entonces en un pasillo a una mujer de pequeña estatura, que pedía chocolate...
—Ésa sería la señora Moody. ¡Pobrecilla! Pasó a mejor vida.
—¿Murió?
—Sí. De una trombosis, de repente. Sentía una gran devoción por su tía... Bueno, no es que la señorita Fanshawe la acogiera en su habitación a todas horas precisamente...
—Tengo entendido que la que se ha ido es la señora Lancaster.
—Sí. Vinieron los suyos por ella. La pobre no quería marcharse.
—¿Qué significa esa historia que me contó... acerca de la chimenea del cuarto de estar?
La joven se apresuró a responder:
—Eran muchas las historias raras que ella refería... Aludía a las cosas que le habían pasado, a los secretos que conocía... ¡Yo qué sé!
—Había una relacionada con una criatura secuestrada o asesinada...
—Las cosas que se le ocurren a estas mujeres... Muchas veces es la televisión la que les facilita las ideas.
—¿Supone para usted un gran esfuerzo trabajar aquí, con todas estas ancianas a su alrededor? Debe de ser bastante cansado.
—¡Oh, no! A mí me gustan los viejos... Me apasiona la especialidad de geriatría...
—¿Está usted aquí mucho tiempo ya?
—Un año y medio... la joven se detuvo—. Pero me marcho el mes que viene.
—¡Oh, sí! ¿Por qué?
Por primera vez, la enfermera O'Keefe pareció querer contener su locuacidad.
—Verá usted, señora Beresford... Uno necesita cambiar de aires de cuando en cuando.
—¿Pero seguirá haciendo el mismo trabajo?
—Sí, claro... —la joven cogió la estola de tía Ada—. Le doy nuevamente las gracias por su interés... Y también me alegro de poseer un recuerdo de la señorita Fanshawe... Era una gran señora... Quedan ya pocas mujeres en el mundo, como ella.
Las cosas de tía Ada llegaron en el momento oportuno. El pupitre quedó instalado en su sitio, siendo debidamente admirado en su nuevo emplazamiento. El juguetero fue desplazado por la mesita... Aquél pasó a un oscuro rincón del vestíbulo. Tuppence colgó el cuadro de la casa junto al canal y el puente encima de la repisa de la chimenea, en su dormitorio, donde le sería posible verlo todas las mañanas mientras desayunaba.
Como le remordía la conciencia un poco todavía, Tuppence redactó una carta explicando cómo el lienzo había ido a parar a sus manos y ofreciéndose a devolverlo si la señora Lancaster lo prefería así. No tenía más que decírselo, en este caso. Estampó en el sobre las señas del «Cleveland Hotel», suplicando su entrega a la señora Lancaster.
No recibió ninguna contestación a su escrito. Y una semana más tarde, la carta le fue devuelta. Alguien había garabateado unas palabras en el sobre: «Desconocido en estas señas.»
—¡Qué fastidio! —exclamó Tuppence.
—Tal vez se hospedara allí durante una noche o dos —sugirió Tommy.
—Lo lógico es dejar las señas posteriores...
— Pusiste en el sobre «Reexpedir al destinatario si procede»?
—Sí. Ya sé lo que voy a hacer. Les consultaré por teléfono. Quizás existan unas señas en el libro registro del hotel...
—Yo, en tu lugar, me olvidaría ya de todo esto —opinó Tommy —. ¿A qué vienen todos esos pasos? Lo más seguro es que la anciana no se acuerde siquiera del cuadro.
—Debo intentar localizarla por lo menos, ¿no? Tuppence descolgó el microteléfono. En seguida le pusieron con el «Cleveland Hotel».
Unos minutos más tarde se reunía con Tommy, en el estudio de éste.
—Es muy curioso, querido... Esa gente no ha estado en el hotel. En el libro no aparece ninguna señora Johnson, ni la señora Lancaster... Nadie sabe una palabra acerca de las habitaciones reservadas para ellas, claro. Nadie sabe que se hayan hospedado allí anteriormente.
—Lo más seguro es que la señorita Packard te haya dicho el hotel que no es, que se haya equivocado. Lo escribiría a toda prisa y perdería luego la nota. Estas cosas pasan a cada momento.
—Es lo último que yo pensaría de ella. La señorita Packard, no hay más que verla, es una mujer eficiente.
—Pues también es posible que no reservaran las habitaciones y que luego, encontrándose con que no había ninguna libre, se trasladaran a otro. Tú sabes perfectamente cómo está la cuestión de los hospedajes en Londres... Tras esto, ¿te empeñas en seguir haciendo gestiones?
Tuppence se retiró.
Volvió a la habitación al cabo de un rato.
—Ya sé lo que voy a hacer. Telefonearé a la señorita Packard para que me diga la dirección de los abogados... ¿Qué abogados?
—¿No te acuerdas de que nos dijo algo referente a una firma de abogados que se encargó de resolver el asunto de la estancia de la señora Lancaster a causa de que los Johnson estaban en el extranjero?
Tommy, que se hallaba redactando el discurso que iba a pronunciar en una próxima asamblea, murmuró en voz muy baja:
—...la política adecuada en tales circunstancias... ¿Has oído lo que te he dicho, Tommy?
—Sí, sí.
¿Qué escribes ahí?
—El texto de mi discurso, que pronunciaré en la I. U. A. S. No sabes lo mucho que te agradecería que me dejases en paz, querida.
—Lo siento.
Tuppence salió del cuarto. Tommy continuó escribiendo frases y más frases. De cuando en cuando, tachaba algunas. Su rostro se iluminaba conforme iba avanzando en su labor. Y, de pronto, la puerta de acceso al estudio tornó a abrirse.
—Aquí está —anunció Tuppence —. «Partingdale, Harris, Lockridge & Partingdale», Lincoln Terrace, número treinta y dos, W. C. 2. Es el teléfono de Halborn 051386. Uno de los ejecutivos de la firma es el señor Eccles.
Tuppence alargó la nota a su esposo.
—Ahora te toca a ti actuar.
—¡No! —respondió Tommy con firmeza.
—¡Sí! Se trata de tu tía Ada.
—¿Qué tiene que ver con esto tía Ada? Y la señora Lancaster a mí no me dice nada...
—Hay unos abogados por en medio —insistió Tuppence —. Lo de enfrentarse con abogados ha sido siempre trabajo de hombres. Esa gente cree que las mujeres somos unas estúpidas y no nos prestan nunca la menor atención.