Authors: Agatha Christie
—Siéntese, que le voy a servir el té —dijo la señora Perry.
—Permítame que le ayude.
—¡Oh! No se preocupe. No tardaré ni un minuto, Está todo preparado en la bandeja.
Un leve silbido salió de la cocina. La tetera estaba a punto ya, evidentemente. La señora Perry se marchó, regresando en seguida con la bandeja, en la que Tuppence vio un plato de galletas, una jarrita de mermelada, tres tazas y varios platillos.
—Ahora que está' usted dentro, me imagino que habrá sufrido una desilusión —apuntó la señora Perry.
La observación, muy aguda, se aproximaba a la verdad.
—No, ¡qué va!
—Es natural. Sucede que las dos partes de la casa no encajan; simplemente. Me refiero a la fachada y a la porción posterior. Sin embargo, la vivienda es acogedora. No hay muchas habitaciones, no hay mucha luz, pero el precio es interesante.
—¿Quién dividió la casa y por qué?
—Creo que eso fue realizado hace muchos años. Supongo que a alguien se le ocurriría que era demasiado grande. Es posible que la persona en cuestión pensara que con un rincón clásico donde pasar los fines de semana, le bastara. Fueron seleccionadas, en consecuencia, las mejores habitaciones y convirtieron el pequeño estudio que había aquí en una cocina; montaron el cuarto de aseo y un par de dormitorios y, finalmente, construyeron la pared divisoria.
—¿Quién habita en la otra parte?
—Actualmente, nadie —contestó la señora Perry —. Tome usted otra galleta, señora Beresford.
—Gracias —dijo Tuppence.
—A lo largo de estos últimos dos años, nadie ha aparecido por aquí, al menos. Ni siquiera sé quién es el propietario de la casa ahora.
—¿Y quién había aquí cuando ustedes llegaron por vez primera?
—Una mujer joven... Nos dijeron que era actriz. En realidad, casi no la vimos. De cuando en cuando, todo lo más. Venía los sábados por la noche, a hora ya avanzada, después de actuar, me imagino. Solía marcharse los domingos, por la noche, también.
—Una mujer misteriosa —subrayó Tuppence, queriendo animar a su interlocutora.
—De misteriosa la califiqué yo, sí, señora Beresford. Yo me imaginaba historias en las que ella figuraba como protagonista. En ocasiones, pensé que era como Greta Garbo. Llevaba siempre unas gafas negras y se tocaba con sombreros de alas anchas, ocultando cuidadosamente su rostro. Ahora que me acuerdo... ¡Pero si todavía llevo puesto mi sombrero picudo!
La señora Perry se quitó aquél, echándose a reír.
—Verá, usted... En Sutton Chancellor, en la parroquia, estamos ensayando ahora una obra —explicó —. Es un cuento de hadas... Va dirigido a los niños, principalmente. Yo desempeño en la obra el papel de bruja.
—¡Oh! —exclamó Tuppence, ligeramente desconcertada. A continuación, añadió —: Será divertido.
—Pues sí que lo es —contestó la mujer —. ¿Verdad que me cuadra muy bien el papel que me han asignado? —la señora Perry se echó a reír, tocándose la barbilla —. Tengo el rostro adecuado. Espero que este juego no provoque ideas raras en algunas cabezas pueblerinas. Alguien podría pensar que soy portadora de maleficios,
—No lo creo —opinó Tuppence —. Usted tiene que ser a la fuerza una bruja benéfica.
—Pues me alegro de que piense usted así. Como le iba diciendo... Esta actriz (no acierto a recordar su nombre con seguridad; me parece que se apellidaba Marchment, o algo por el estilo), no hubiera podido sospechar nunca las cosas que me imaginé en torno a ella. Apenas llegué a hablarle... Pienso a veces que era terriblemente tímida. Quizá fuese una neurótica. Se presentaban aquí reporteros que deseaban entrevistarse con esa mujer, pero nunca consiguieron su objetivo. En otras ocasiones (usted dirá que soy una tonta), le atribuía actos siniestros. Nacía esto de pensar que ella quería evitar por todos los medios a su alcance, ser reconocida. Tal vez m siquiera fuese una actriz. Tal vez la policía anduviese buscándola. Quizá, fuese una delincuente. Esto de forjar historias fantásticas es emocionante y divertido. Espacialmente cuando no se presentan muchas oportunidades de alternar con otras personas, de hablar con los demás.
—¿Nunca la acompañaba nadie en sus visitas a la casa?
—No puedo contestarle con seguridad... Desde luego, este muro que divide la casa interiormente es bastante fino, lo cual ha sido motivo de que oyéramos voces al otro lado del mismo —la señora Perry asintió —. En los fines de semana debía hacerse acompañar por un hombre. La pareja gustaría de este sitio por su soledad. In-dudablemente, no querían llamar la atención de nadie.
—Un hombre casado. ¿no le parece? —sugirió Tuppence con aire conspirador.
—Sí. Debía de ser un hombre casado —confirmó a su modo la señora Perry.
—¿Y por qué no pensar que la acompañaba su esposo? Es posible que él alquilara esta casa con el propósito de asesinar a su mujer, enterrando posteriormente su cadáver en el jardín.
—¿Qué me dice? —saltó la señora Perry —. Usted es también una persona de mucha imaginación. Nunca se me pasó por la cabeza tal idea.
—Supongo que habrá alguien por ahí que esté enterado de todo lo tocante a esa mujer —apuntó Tuppence —. —Por ejemplo: los agentes vendedores de fincas... Gente así.
—Quizá. Bueno, con todo, yo preferí seguir en mi ignorancia. No sé si usted me entiende...
—La entiendo perfectamente, señora Perry.
—Esta casa produce una impresión rara. Una piensa a veces que entre estos muros pudieron haber sucedido las cosas más extrañas.
—¿No venía nadie a limpiar?
—Aquí es difícil contratar servicios. No hay nadie a mano.
La puerta se abrió, Entró el hombretón que Tuppence viera trabajando en el jardín: Dirigióse al fregadero de la cocina para lavarse las manos, evidentemente. Luego cruzó aquélla, penetrando en el cuarto de estar.
—Le presento a mi esposo, señora Beresford —dijo la señora Perry —. Amos, es su nombre. Tenemos una visita, Amos. Ésta es la señora Beresford.
—¿Cómo está usted? —preguntó cortésmente Tuppence. Amos Perry era un hombre alto y desgarbado. De cerca, a Tuppence le pareció de mayor estatura y corpulencia. Caminaba lentamente, viéndose en seguida que era un individuo bien musculado.
—Mucho gusto, señora Beresford —contestó simplemente. Su voz tenía un timbre agradable y el hombre sonreía. Pero Tuppence se preguntó por un instante si aquel ser se hallaba realmente en sus cabales. En su mirada no advertía la firmeza, la energía y aplomo correspondientes a sus años. Tuppence pensó que la señora Perry podía haber estado buscando tiempo atrás un sitio tranquilo en el campo con el fin de que su esposo convaleciera de cualquier trastorno mental en un marco adecuado.
—Es muy aficionado a la jardinería —informó la señora Perry.
Con la entrada en el cuarto de su marido, la conversación empezó a languidecer. La señora Perry siguió llevando la voz cantante en aquel diálogo, pero entonces dio la impresión de haber sufrido un cambio. Se expresaba con cierto nerviosismo y parecía estar pendiente de la actitud del viejo. Tuppence se dijo que lo animaba constantemente con sus palabras, lo mismo que una madre puede animar a un hijo para que despliegue ante un visitante de circunstancias sus habilidades mejores. Estaba, evidentemente, un poco inquieta, por si se conducía inadecuadamente. Cuando hubo apurado su taza de té, Tuppence se levantó, diciendo:
—Tengo que irme. Muchas gracias por todo, señora Perry. Han sido ustedes muy amables.
—Antes de marcharse, le enseñaré el jardín —el señor Perry se puso en pie —. Vamos.'
Salieron al exterior, encaminándose al sitio en que viera al hombre cavando.
—Son bonitas estas flores, ¿verdad? —inquirió él —. Hemos conseguido algunas rosas conocidas... ¿Ve usted ésta? Fíjese en los pétalos, a rayas rojas y blancas.
—Comandante Beaurepaire» —informó Tuppence.
—Nosotros aquí las denominamos «York y Lancaster». La Guerra de las Rosas... Huele bien, ¿eh?
Tiene un perfume delicioso.
—Es mejor que las nuevas híbridas Teas.
En más de un aspecto, "el jardín ofrecía un estado patético. Las plantas habían sido tratadas con un cuidado muy relativo. Para un aficionado sin muchas pretensiones, sin embargo, lo que .veía Tuppence no estaba mal.
—Observe usted que predominan aquí los colores llamativos —informó el anciano —. A mí me gustan los colores detonantes. Hay gente que viene aquí sólo con el fin de ver nuestro jardín. Su visita es muy grata para nosotros.
—Muchas gracias —respondió Tuppence —. En mi opinión, disfrutan ustedes de una casa y de un jardín preciosos.
—Debiera usted ver el lado opuesto.
—¿Está para alquilar. ¿Es que venden esa parte de la finca? Su esposa me ha dicho que allí no vive nadie.
—No lo sabemos. No hemos visto a nadie, ni hay ningún rótulo. Nadie tampoco ha venido por aquí pretendiendo ver la casa.
—Estoy segura de que ha de ser agradable habitar una vivienda como ésa.
—¿Anda usted en busca de alguna casa?
—Pues sí —replicó Tuppence, tomando una decisión sobre la marcha —. A decir verdad, estamos buscando una casita en el campo, para cuando mi marido se retire. Esto será el año que viene, probablemente, pero hemos preferido ocuparnos de este asunto con tiempo.
—Por aquí hay tranquilidad, si es eso lo que a ustedes les apetece.
—Ya me lo imagino —declaró Tuppence —. Me dirigiré a los agentes de la región. ¿Fue así como dieron ustedes con esta casa?
—Nos valimos primeramente de un anuncio en los periódicos. Luego nos dirigimos a los agentes de la propiedad inmobiliaria, sí.
—¿Dónde fue eso...? ¿En Sutton Chancellor? Éste es el poblado más próximo, ¿no?
—¿Sutton Chancellor? No. Los agentes se encuentran en Market Basin. Russell & Thompson, es el nombre de la firma. Vaya usted a verlos y expóngales su caso.
—Sí que lo haré. ¿Queda muy lejos de aquí Market Basin?
—Desde aquí a Sutton Chancellor habrá poco más de tres kilómetros y desde allí a Basin siempre habrá unos diez u once... De Sutton Chancellor sale una carretera buena, pero después todos son caminos malos por los alrededores.
Tuppence procedió a despedirse del hombre,
—Adiós, señor Perry. Y muchas gracias por haberme enseñado su jardín.
—Aguarde un momento.
El señor Perry se agachó y cortó una enorme peonía.
Luego, insertó el tallo de la flor por el ojal de la solapa, en la chaqueta de Tuppence.
—Ya está. Hace bonito, ¿eh?
Por unos segundos, Tuppence sintió algo muy semejante al pánico. Aquel hombre alto y desgarbado habíala asustado de repente. El señor Perry la contempló sonriente, mirándola de soslayo, casi.
' —Le cae a usted bien. Muy bien.
Tuppence pensó: «Lo que me alegro de no ser una joven en estos instantes... De ser una muchacha, creo que no me hubiera gustado mucho este gesto.» Dijo adiós al hombre de nuevo y echó a andar apresuradamente, en dirección a la puerta de la finca.
Antes de salir de allí, entró en la casa para despedirse de la mujer. La señora Perry se encontraba en la cocina, lavando los útiles del servicio de té. Mecánicamente, Tuppence cogió una servilleta y comenzó a secarlos.
—Usted y su esposo han sido muy atentos conmigo. He de darles las gracias nuevamente... ¿Qué es eso?
Desde el otro lado del muro de la cocina llegó a sus oídos un agudo chillido. Alguien parecía estar arañando la pared también.
—Será algún grajo —manifestó la señora Perry —, que se ha caído por la chimenea de la otra casa. Siempre pasa lo mismo en esta época del año. La semana pasada se cayó por la nuestra otra de esas aves. Suelen hacer sus nidos en las chimeneas, ¿sabe?
—¿En la casa de al lado, dice usted?
—Sí. Ya se vuelve a oír.
Otra vez llegó a los oídos de Tuppence el chillido anterior y un rumor sordo de desesperados aleteos, los que podía producir un pájaro en apuros.
La señora Perry explicó:
—Nadie se ocupa de esa casa. Hubieran debido limpiar las chimeneas hace tiempo.
Los chillidos y aleteos se repitieron,.
—¡Pobre animal! —exclamó Tuppence.
—Sé lo que le va a ocurrir. No podrá subir por la chimenea.
—Es decir, que encontrará allí la muerte.
—En efecto. He dicho antes que por nuestra chimenea cayó uño... No me acordaba. Fueron dos, realmente. Uno de ellos tenía pocos meses. Era joven... Nada más salir nosotros con él al jardín, remontó su vuelo. El otro grajo estaba muerto.
Más frenéticos aleteos y chillidos...
—¡Oh! —exclamó Tuppence —. Lo que daría por salvar a ese pobre animal de una muerte segura.
Entró en aquel momento el señor Perry.
—¿Sucede algo? —inquirió, mirando primero a su mujer y luego a Tuppence,
—Es un grajo, Amos. Debe de encontrarse en la chimenea del cuarto de estar de la casa de al lado. ¿No lo oyes?
—Ese se ha caído del nido.
—Me gustaría poder llegar hasta él y salvarlo —indicó la señora Perry.
—¡Ah! No se puede hacer nada. Se morirá del susto, ya que no de otra cosa.
—Pues entonces olerá mal.
—Desde aquí no vas a saber nunca si huele mal o bien. Eres muy blanda, Alise. Todas las mujeres lo son —insistió Amos, tornando a mirar alternativamente a su es-posa y a Tuppence —. Lo sacaremos del aprieto, para que nadie se, angustie. ¿Vale?
—Una de las ventanas está abierta, ¿no?
—Podemos entrar por la puerta.
—¿Qué puerta?
—La de ahí fuera, la del patio. Hay unas cuantas llaves juntas.
Amos Perry salió. Abrió poco después una pequeña puerta que daba a un pequeño recinto con macetas. Allí estaba la que conducía a la vivienda vecina. De un clavo, junto al marco, colgaba una argolla con seis o siete herrumbrosas llaves.
—Esta se ajusta a la cerradura.
La llave entró bien, pero para hacerla girar el señor Perry tuvo que hacer acopio de fuerzas. Finalmente, consiguió su propósito, oyéndose un fuerte chirrido.
—Ya entré ahí una vez —dijo el señor Perry —. Oí entonces un rumor de agua que corría... Alguien se había olvidado de cerrar el grifo adecuadamente.
Las dos mujeres le siguieron. La puerta daba a una pequeña habitación en la que se veían varios jarrones de flores, sobre un estante. Había también un fregadero con un grifo.
La segunda puerta del cuarto no se hallaba cerrada con llave. Perry la abrió y los tres se deslizaron por ella. Tuppence se dijo que aquello era como trasladarse a otro mundo. Una gruesa alfombra cubría el pavimento del corredor que recorrieron. Por otra puerta entornada llegaron a sus oídos los sonidos producidos por el ave en peligro. Amos no hizo más que empujar la hoja de madera. Su esposa y Tuppence continuaban marchando detrás de él.