El cuadro (11 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: El cuadro
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Las ventanas de aquella habitación estaban cerradas. Pero había quedado entreabierto un postigo, por el cual se filtraba un poco de luz. Advertíase la hermosa alfombra que pisaban de verdosa tonalidad. Pegada a la pared había una estantería, pero nada de sillas ni mesa... Cortinas y alfombras habían sido dejadas, para que fuesen utilizadas por el siguiente inquilino.

La señora Perry se encaminó a la chimenea. Entre los hierros del piso había un pájaro que aleteaba desesperadamente, lanzando continuos chillidos. La mujer se agachó, cogiéndolo, tras lo cual dijo:

Abre la ventana, Amos. Si es que puedes...

Amos soltó el otro postigo y levantó el pestillo, que rechinó. Tan pronto como la ventana hubo quedado abierta de par en par, la señora Perry se acercó a ella, lanzando al aire el grajo. El ave fue a parar al césped, donde aleteó un poco, dando unos cuantos saltos.

—Será mejor matarlo —opinó Perry —. No se encuentra en condiciones de remontar el vuelo.

—Déjalo un momento —dijo su esposa —. Con los pájaros una no sabe nunca a qué atenerse. Suelen recobrarse muy rápidamente. Es el temor lo que normalmente les paraliza.

La señora Perry no se equivoca. En efecto, a los pocos minutos, con un esfuerzo final, —el grajo se elevaba en el aire, desapareciendo.

—Espero que no vuelva a, caerse por la chimenea —declaró Alise Perry —. Es curioso lo que les pasa a estos animales. Cuando por cualquier razón penetran en un recinto cerrado, no aciertan a encontrar la salida. ¡Oh! —añadió —, ¡Cuánta suciedad!

En el suelo de la chimenea había un montón de hollín, tierra y trozos de ladrillo. Evidentemente, aquella parte de la vivienda andaba necesitada de una reparación a fondo desde hacía tiempo.

—Esta casa no debiera estar deshabitada. No hay otra manera para conseguir que se conserve bien —dijo la señora Perry, mirando a su alrededor.

—Deberían cuidarla más —convino la señora Beresford —. Si aquí no entran los albañiles pronto, terminará por convertirse en un montón de escombros.

—Lo más seguro es que haya entrado agua en las habitaciones superiores, ya que los techos no estarán en mejor estado. No hay que levantar la cabeza, sin salir de aquí, para convencerse de ello.

—¡Qué pena! —exclamó Tuppence —. Desentenderse así de una casa tan bonita como ésta... Esta habitación, sin ir más lejos, es muy hermosa, ¿verdad?

Ella y la señora Perry la estudiaron con todo detalle. Construida en 1790, la casa tenía en sus proporciones la gracia de muchos edificios pertenecientes a aquel período. El descolorido papel de las paredes presentaba unas desvaídas hojas de sauce...

—Esto es una ruina ahora —comentó el señor Perry. Tuppence hurgó en los escombros de la chimenea.

—Me dan ganas de pasar la escoba por aquí —confesó la señora Perry,

—Bueno, ¿y por qué has de preocuparte por una casa que no te pertenece? —inquirió su esposo —. Olvídate de ella, mujer. Mañana seguirá esto igual de mal.

Tuppence apartó unos cascotes de ladrillo con la punta de un pie.

Lanzó una exclamación de disgusto.

Había dos pájaros muertos entre el polvo. A juzgar por su aspecto, llevaban allí ya algún tiempo.

— —Deben de ser del nido que cayó por la chimenea abajo hace unas semanas. Es sorprendente que esto no huela ` más mal.

—¿Qué es esto? —preguntó Tuppence.

Apartó algo que se hallaba escondido a medias en aquel revoltillo.

—Un pájaro muerto... No lo toque, señora Beresford —indicó Alice Perry.

—No es un pájaro —señaló Tuppence —. Es algo que también tiene que haber caído por la chimenea —se agachó un poco, contemplando lo que tenía ante los ojos con profunda atención. Nunca me figuré... ¿Se da cuenta? Es una muñeca de una niña.

El matrimonio se fijó en lo que Tuppence les estaba mostrando. Aquello era, efectivamente, una muñeca... Lo había sido, mejor dicho, ya que ahora, con sus ropas desgarradas, quebrantada, con la cabeza colgando a medias, era un despojo. Uno de sus ojos de cristal había salido. Tuppence, sin apartar los ojos de la muñeca, dijo:

—¡Qué raro! ¿Cómo puede una muñeca trepar por las paredes de una chimenea? Esto es, sencillamente, extraordinario...

Capítulo VIII
-
Sutton Chancellor

Después de abandonar la casa del canal, Tuppence enfiló el coche por la estrecha y serpeante carretera que, según le habían dicho, conducía al poblado Sutton Chancellor. Era aquélla una solitaria vía de comunicación. Desde la misma no se divisaba casas y sí únicamente puertas de cercados en las que empezaban caminos cenagosos que acababan perdiéndose entre la vegetación. Resultaba también poco frecuentada, por lo que vio: sólo un tractor y un camión con gran anuncio. El chapitel de la iglesia, que viera a distancia, parecía haberse perdido definitivamente. Surgió ante ella de pronto más tarde y como a su alcance, al salir de una pronunciada curva que abrazaba un grupo de árboles. Tuppence consultó entonces el cuentakilómetros. Desde la casa del canal allí había la distancia que le anunciaron: poco más de tres kilómetros.

Vio una antigua y bonita iglesia, junto a cuya puerta había un solitario tejo. El edificio dominaba un cementerio de medianas dimensiones.

Tuppence se apeó, inspeccionando el recinto y la iglesia desde la entrada exterior, por unos momentos. Luego, se acercó a la entrada del edificio, adornada con su característico arco normando. No estaba cerrada con llave y franqueó el umbral.

El interior carecía de atractivos. Indudablemente, aquella iglesia contaba ya muchos años, pero había pasado por una seria reforma y. limpieza en la época victoriana. Sus bancos de pino y sus cristales, en detonantes colores, rojo y azul principalmente, habían acabado con su primitivo encanto.

Alrededor del púlpito vio a una mujer que arreglaba unos jarrones de flores, de bronce. Había terminado de ordenar el altar. Acogió a Tuppence con una inquisitiva mirada. Tuppence se deslizó por uno de los pasillos laterales, fijándose en las placas de mármol de los muros. Una familia apellidada Warrender había estado abundantemente representada en la población, a juzgar por las inscripciones. Referíanse las placas a su capitán Warrender, a un comandante Warrender, a Sara Elisabeth Warrender, esposa amada de George Warrender... Cierta placa recordaba la muerte de Julia Starke, esposa de Philip Starke, también de Sutton Chancellor. Al parecer, pues, los Warrender habíanse desvanecido posteriormente. Ninguna de las inscripciones era particularmente sugestiva o interesante. Tuppence salió de la iglesia. Le atraía más el exterior que el interior del edificio. Familiarizada con la arquitectura eclesiástica, clasificó mentalmente la construcción. No era de su agrado, ciertamente, el período histórico a que pertenecía.

Se figuró, por cuanto estaba contemplando, que Sutton Chancellor había sido tiempo atrás un centro importante de la vida rural. Echó a andar en dirección al poblado, descubriendo una tienda, una estafeta de correos y una docena de casas pequeñas. Carecían de notas sobresalientes en su mayoría. Al final de la calle principal había media docena de viviendas más, de diferente estilo. Paseó la mirada, curiosa, por la placa de latón, en la que leyó: «Arthur Thomas, deshollinador.»

Tuppence se preguntó si habría por allí algunos agentes de la propiedad inmobiliaria con suficiente sentido de su responsabilidad para contratar los servicios de aquel hombre. Se dijo que había sido una estúpida al no preguntar al matrimonio Perry el nombre de la casa.

Regresó a la iglesia, estudiando el cementerio con más atención. Había unas cuantas tumbas nuevas en él. La mayor parte de las lápidas correspondían a la época victoriana y otras anteriores. Los abundantes musgos les daban una pátina de vejez elocuente. Las piedras antiguas eran atractivas. Había empinadas láminas, con querubines en la parte alta, rodeadas de coronas. Empezó a leer mecánicamente las inscripciones. Otra vez los Warrender. Mary Warrender, de 47 años... Alice Warrender, de 33... El coronel John Warrender, muerto en Afganistán... Varios niños con el apellido Warrender, cuyas muertes habían sido muy sentidas, según se veía por los versos labrados, cuajados de piadosas esperanzas. Tuppence se preguntó si quedaría todavía en el poblado algún representante de aquella familia. Sus muertos habían dejado de ser enterrados allí, evidentemente. No pudo encontrar ninguna tumba que datara de más allá de 1843. Al rodear el gran tejo, Tuppence tropezó con un anciano sacerdote que estaba agachado sobre una fila de viejas tumbas colocadas en la proximidad de un muro, detrás de la iglesia. El hombre se incorporó, mirando a Tuppence,

—Buenas tardes —dijo cortésmente.

—Buenas tardes —respondió Tuppence, que se apresuró a añadir —: He estado viendo la iglesia.

—Fue arruinada por la renovación victoriana —informó el sacerdote.

La voz y la sonrisa de aquel hombre eran muy agradables. Daba la impresión de contar unos setenta años de edad. Sin embargo, Tuppence le juzgó' más joven. Sus piernas no parecían muy firmes. El reuma, seguramente, había hecho estragos en él.

—En la época victoriana había demasiado dinero —declaró, entristecido —. Había también excesivos forjadores de hierro. Eran individuos piadosos, pero desgraciadamente, no tenían el menor instinto artístico. Carecían de gusto. ¿Vio usted la ventana oriental?

Un escalofrío parecía sacudir el cuerpo del sacerdote. —Sí —replicó Tuppence —. Es espantosa.

—No podíamos estar más de acuerdo —el sacerdote añadió, innecesariamente —: Soy párroco de esta iglesia. Me lo figuré en seguida. ¿Lleva usted aquí muchos años.

—Diez, aproximadamente. Y estoy a gusto aquí. La gente es buena. He sido muy feliz en este lugar. Es verdad que a mis feligreses no les agradan mucho mis sermones, pero... —se acentuó la expresión de tristeza en el rostro del sacerdote — —. Hago lo que puedo por perfeccionarme, aunque, desde luego, no pretendo ser muy moderno. ¿Por qué no se sienta? —añadió el hombre, señalando a Tuppence una lápida próxima.

Tuppence tomó asiento en ella y el sacerdote hizo lo mismo, dejándose caer sobre la de enfrente.

—No me es posible hacerle compañía mucho rato —dijo en tono dé excusa —. ¿En qué puedo servirle? ¿Pasaba usted por aquí casualmente?

—Pues..., sí. Quise echar un vistazo a la iglesia. La verdad es que anduve perdida con mi coche por estos enrevesados caminos.

—Por supuesto, es difícil orientarse aquí. Hay muchos postes indicadores rotos y el ayuntamiento no se ocupa de su reparación con la debida diligencia. Pero, en fin, creo que tampoco esto tiene una excesiva importancia. Estas carreteras son poco usadas. Todo el mundo prefiere ahora las autopistas, más directas, que permiten desarrollar grandes velocidades. Ruido, velocidad y una conducción temeraria... La gente, en general, se decide por eso, con todos sus graves inconvenientes. Bueno, no me haga mucho caso, señora. Soy un viejo. A veces ni siquiera sé qué hago aquí...

—He observado que estaba usted examinando algunas de las tumbas de esta parte —declaro Tuppence —. ¿Qué pasa? ¿Se ha producido algún acto de vandalismo? ¿Han hecho algún destrozo los chicos que puedan haber entrado en este lugar?

—No. No me sorprende, sin embargo, su pregunta. Hoy día sólo se habla de cabinas telefónicas rotas, buzones incendiados y demás salvajadas atribuidas a los jóvenes, cometidas, en verdad, casi siempre por ellos. ¡Pobres criaturas! Es una pena que solamente encuentren divertidas las empresas destructoras. Es triste, muy triste, ¿eh? Pues no, señora, no ha habido ningún acto vandálico. Los chicos de nuestra población son magníficos. No han echado a andar todavía por esos peligrosos vericuetos... Yo andaba buscando la tumba de una criatura.

Tuppence se movió, nerviosa.

—¿La tumba de una criatura? —inquirió.

—Sí. Me han escrito... Me ha preguntado un hombre, el comandante Waters, si es posible que haya sido enterrado aquí un niño de ese apellido. He mirado en el re-gistro de la parroquia, por supuesto, pero allí no he encontrado nada. Decidí venir por aquí y echar un vistazo a esas lápidas, previendo que se produjera en su vida al-gún error, un cambio de nombre...

—¿Cuál era el nombre del niño? —preguntó Tuppence.

—Lo ignoraba. ¡Ahí Y se trataba de una niña concretamente, que, posiblemente, no es seguro, llevaba el nombre de su madre: Julia,

—¿De qué edad?

—También en lo tocante a este detalle fue vago... Es muy incierto todo. Yo me figuro que ese hombre se ha equivocado de población. Yo no recuerdo que haya vivido aquí ningún Waters. Ni siquiera he oído hablar de esta familia.

—¿Y qué me dice usted de los Warrender? —dijo Tuppence acordándose de las inscripciones de la iglesia —. Este apellido figura en muchas placas de mármol del templo y también en numerosas lápidas en este cementerio.

—¡Oh! Esa familia desapareció. Poseían los Warrender una hermosa finca, que databa del año cuatrocientos. Fue pasto de un incendio hace casi un centenar de años... Suponga que si por entonces quedó en la población algún Warrender, éste se fue para no regresar jamás. En el mismo sitio se levantó otra casa, propiedad de un hombre acaudalado llamado Starke. La casa es fea, pero muy cómoda, según dicen. Cómoda, sobre todo. Varios cuartos de baño y todo lo demás, ¿sabe usted? Me imagino que tales detalles son de la máxima importancia,

—Parece raro que surja alguien que se dedica a escribir preguntando por la tumba de una criatura —apuntó Tuppence —. Ese alguien..., ¿es un pariente?

—El padre... —contestó el sacerdote —. Me imagino que se trata de una de esas tragedias propias de la guerra. Un matrimonio que se rompe hallándose el esposo lejos, movilizado... La joven esposa que huye con otro hombre... Y luego está el hijo, el hijo que él jamás conoció. O la hija, en este caso. Que será mayor, supongo, si es que vive. Tendrá veinte años. O más.

—¿No ha transcurrido demasiado tiempo para ponerse a buscarla ahora?

—Es probable que se haya enterado de la existencia de esa hija recientemente. Por lo visto, la información llegó a él por casualidad. Es una curiosa historia.

—¿Qué es lo que le llevo a pensar que la hija podía estar enterrada aquí?

Alguien que había tropezado con su esposa durante la guerra, según tengo entendido, le dijo que aquélla había estado viviendo en Sutton Chancellor. Se dan estos casos, sí... Usted, de pronto si ve a alguien, un, amigo o un conocido con el que no ha tenido relación durante años.... Se entera así de cosas que de otro modo no habría sabido. Pero lo que sí es indudable es que ella no habita aquí ahora. Desde mi llegada no he sabido de ninguna persona de ese apellido que haya vivido en este pueblo. Ni siquiera en los alrededores, por lo que a mí se me alcanza. Claro que la madre pudo haber usado otro apellido. Sin embargo, tengo entendido que el padre ha requerido los servicios de unos abogados y de varios detectives privados, por lo que me inclino a pensar que al final averiguará algo en concreto. Todo es cuestión de tiempo...

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