Read El cuadro Online

Authors: Agatha Christie

El cuadro (26 page)

BOOK: El cuadro
4.92Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Muy bien —dijo Tuppence —. El sermón ha llegado a su fin. Ahora, pensemos. Pensemos los dos a la vez. No prestes atención a lo que los médicos han dicho. Si tú supieras todo lo que yo sé acerca de los doctores...

—Olvídalo, querida. Limítate a hacer lo que yo te he estaba diciendo:

—Conforme. La verdad es que actualmente no me apetece nada de la actividad física. Hablo en serio. Lo que yo me estaba diciendo era que debíamos comparar nuestras notas. Nos hemos enterado de un puñado de cosas. Y todos nuestros conocimientos son ahora un puro revoltijo, como de ordinario son las mesas de los mercados pueblerinos.

—¿A qué cosas te refieres?

—Me refiero a hechos, distintos entre sí, completamente distintos... y no solamente a ellos. Hay también habladurías, sugerencias, leyendas, murmuraciones. Mucha paja, en suma.

—Lo de la paja es cierto —afirmó Tommy.

—No sé si te estás mostrando insultante o modesto, querido —contestó Tuppence —. Sea lo que sea, estás de acuerdo conmigo, ¿no? Hay cosas erróneas y cosas atinadas, las hay importantes y carentes de importancia. Pero todo anda confusamente mezclado. No sabemos por dónde empezar.

—Yo, sí —aseguró Tommy.

—Está bien. ¿Por dónde empiezas?

—Yo empiezo por el instante en que alguien te golpeó en la cabeza —dijo Tommy.

Tuppence reflexionó un momento.

—No veo en eso un punto de arranque. Quiero decir que has hablado de lo último que sucedió y no de lo primero.

—Para mí es lo primero —declaró Tommy —. No quiero ver a nadie por ahí dedicado a la tarea de golpear a mi esposa. Además, en un punto real de arranque. No es un episodio nacido en la imaginación. Se trata de algo real, que sucedió realmente.

—No puedo estar de acuerdo contigo. Fui yo la persona golpeada, verdaderamente, y no lo olvido. He estado pensando en ello... Desde que recuperé la facultad de razonar.

—¿Tienes alguna idea sobre la posible identidad de tu atacante?

—Desgraciadamente, no. Me hallaba inclinada en aquel momento sobre una lápida sepulcral...

—¿Quién pudo haberte golpeado?

—Supongo que debió de ser alguien que habita en Sutton Chancellor. Y sin embargo, esto parece bastante improbable. Había hablado con contadas personas.

—¿El párroco?

—No pudo haber sido el párroco —afirmó Tuppence —. En primer lugar, porque es una persona excelente. En segundo término, porque tenía que haber sido más fuerte. En tercer lugar, porque es un individuo asmático. De haberse apostado detrás de mí habría advertido en seguida su jadeante respiración.

—Pues si eliminamos al párroco...

—¿Si eliminamos?

—Sí. Yo también estoy dispuesto a prescindir de él. Tú sabes que fui a verle, que estuve hablando con él. Hace años que está en el pueblo y todo el mundo lo conoce. Supongo que puede darse la posibilidad de que alguien se haga pasar por sacerdote, y de los buenos, pero este papel se puede representar tan sólo por espacio de unos días, no durante diez o doce años.

—El siguiente sospechoso, entonces, habrá de ser la señorita Bligh. Nellie Bligh. Aunque sabe Dios por qué. Es imposible que ella se figurara que me disponía a robar una lápida.

—¿Tú crees que puede haber sido ella?

—En realidad..., no. Desde luego, posee suficientes facultades para hacer una cosa así. De haber querido seguirme, para ver a qué me dedicaba, intentando después golpearme, lo más probable es que se hubiese salido con la suya. Y, al igual que el párroco, se encontraba en el lugar... Vivía en Sutton Chancellor, salía y entraba en su casa, para hacer esto o aquello, y pudo haberme visto en el pequeño cementerio, acercándose entonces a mí caminando de puntillas, impulsada por la curiosidad. Pudiera haberle parecido mal, por un motivo u otro, que anduviera curioseando por entre las tumbas, asestándome un golpe_ con cualquiera de los jarrones metálicos de la iglesia o algún otro objeto que hubiese encontrado a mano. Ahora bien,

no me preguntes por qué. No parece existir una razón determinada.

—¿La persona sospechosa siguiente, Tuppence? ¿La soñorita Cockerell? ¿Se llama así?

—La señora Copleigh. No. No pudo haber sido ella. —¿Por qué te muestras tan segura? También vive en Sutton Chancellor. Pudo haberte visto salir de la casa, si-guiéndole luego.

—¡Oh, sí, sí! Pero es que habla demasiado.

—No sé qué tiene que ver esto con la costumbre de hablar por los codos.

—Si tú te hubieses pasado, como yo, toda una velada escuchándola —dijo Tuppence —, habrías llegado a la conclusión de que una persona que habla tanto como ella no puede ser a la vez una mujer decididamente abocada a la acción. Es absolutamente improbable que hubiese sido capaz de aproximarse a mí en silencio, con la lengua voluntariamente trabada.

Tommy consideró las últimas palabras pronunciadas por su mujer.

—Tus razonamientos, Tuppence, no me parecen disparatados. Eliminamos a la señora Copleigh, ¿quién queda? —Amos Perry —declaró Tuppence —. Se trata del hombre que vive en la Casa del Canal. (Elijo este nombre entre los muchos que ha tenido, en ocasiones raras, esa edificación. Además, originalmente, se denominó así.) Es el esposo de la bruja amable. Se le nota algo raro a ese individuo. Es un tipo de mentalidad elemental, pero muy vigoroso al mismo tiempo, perfectamente capaz de quitarse de en medio a quien fuera por la violencia. Le creo, por añadidura, con arrestos suficientes. Pero no sé exactamente por qué había de golpearme el. Como sospechoso, lo antepongo a la señorita Bligh, en — fin de cuentas una de esas eficientes y pesadas mujeres que se encuentran en todas las parroquias: habituadas a meter las narices en todo. No es, a mi juicio, la persona capaz de llegar al ataque fí-sico, de no mediar razones de carácter emocional muy poderosas —Tuppence añadió, con un escalofrío —; Tú sabes que sentí miedo la primera vez que me enfrenté a Amos Perry. El hombre procedió a enseñarme su jardín. Pensé, de repente, que no me habría gustado verme a solas con él en una carretera, de noche. —Experimenté la impresión de que no era un individuo frecuentemente dado a arrebatos, pero que podía ser violento si alguien lo conducía por el camino de la violencia.

—Bien. Amos Perry. El número uno.

—Tenemos que pensar ahora en su esposa —prosiguió diciendo Tuppence, lentamente —. Es la mujer que he dado en llamar la bruja amable. Me fue simpática desde el principio... No quiero que sea ella; no pienso que fuera ella la atacante... Pero resulta que anda mezclada en ciertas cosas, las cuales guardan relación con la casa. Otra cuestión, Tommy... No sabemos qué es realmente lo que importa en todo esto... He comenzado a pensar que todo se mueve en torno a esa casa, que la misma es el punto central del asunto. En cuanto al cuadro... El cuadro significa algo,¿no te parece, Tommy?

—Sí, sí.

—Yo me presenté aquí buscando a la señora Lancaster... Pero al parecer nadie ha oído hablar de ella. ¿Lo enfocaría yo todo erróneamente? ¿Estaría la señora Lancaster en peligro (yo he estado siempre segura de que se halla amenazada) a causa de poseer el cuadro? Ni siquiera me imaginé que estuviera en Sutton Chancellor. Me figuraba que aquí le habían regalado o había comprado el lienzo. Insistiré en que éste significa algo, en que es, de una forma u otra, una amenaza para alguien.

—La señora «Chocolate» (es decir, la señora Moody), dijo a tía Ada que había reconocido en Sunny Ridge a alguien relacionado con «actividades criminales». Creo que estas actividades tienen que ver con el cuadro y con la casa del canal, y con una niña que quizá fue asesinada allí.

—A tía Ada le gustaba mucho el cuadro de la señorita Lancaster y ésta se lo regaló... Quizá le hablara de él, quizá le dijera dónde lo había conseguido, o quién se lo había dado, dónde se encontraba la casa.

—La señora Moody fue quitada de en medio por haber reconocido precisamente a la misteriosa persona «relacionada con actividades criminales».

—Refiéreme otra vez tu conversación con el doctor Murray —solicitó Tuppence —. Tras haberte hablado de la señora «Chocolate», se refirió a determinados tipos de asesinos, citando ejemplos de la vida real. Protagonista de una de sus historias fue una mujer que regentaba una residencia para personas ya entradas en años... Recuerdo vagamente haber leído algo acerca de ese caso, pero soy incapaz de acordarme del nombre de la mujer en cuestión. Su propósito se reducía, en esencia, a quedarse con el dinero de sus huéspedes, que se veían bien cuidadas y alimentadas hasta el día de su muerte, desposeídas de todo problema de tipo económico. Vivían felices... Lo malo era que su existencia no se prolongaba más allá del año. Fallecían pacíficamente, mientras dormían. Por último, la gente comenzó a darse cuenta de lo que estaba ocurriendo. La mujer fue juzgada y condenada, por asesinato... No mostró, sin embargo, ningún remordimiento. Alegó que ella había he-cho un favor a las ancianas desaparecidas...

—Tampoco yo me acuerdo del nombre de la protagonista de esa tremenda historia —declaró Tommy,

—No importa... Luego, el doctor Murray citó otro caso. El de la criada, o cocinera, o doncella. La mujer trabajó en diferentes casas. En algunas no ocurrió nada. En otra hubo envenenamientos en masa o poco menos. Alimentos en malas condiciones, preparados. Los síntomas no dejaban lugar a dudas. Algunas de las víctimas se recuperaron.

—Solía preparar los bocadillos que los miembros de la familia de turno llevaban en sus excursiones. Era una servidora agradable, complaciente, y cuando se producían aquellos típicos accidentes, ella misma figuraba entre los enfermos. Probablemente, exageraba los efectos... Viajaba de un sitio a otro de Inglaterra. La cosa se prolongó por espacio de varios años.

—Cierto Nadie, creo, fue capaz de comprender por qué hacía aquello. ¿Se convirtió eso en un hábito para ella? ¿Es que su proceder, simplemente, le divertía? Nadie supo en realidad a qué atenerse. No dio nunca muestras de haber mirado con mala voluntad a las personas cuya muerte provocara. ¿Estaría mal de la cabeza?

—Supongo que debía estar loca...

—El tercer caso era todavía más raro... El de la francesa. Sufría terriblemente. Había perdido a su marido y a su único hijo. Tenía el corazón destrozado y se la con-sideraba el ángel de la caridad.

»Recuerdo perfectamente las circunstancias del caso. La llamaban "el ángel Givon", pues éste era el pueblo en que residía, me parece. Se presentaba en las casa de los vecinos, cuidándolos cuando se encontraban enfermos. Dedicaba sus atenciones a los niños, preferentemente. Se mostraba abnegada con ellos. Pero antes o después, tras un ligero restablecimiento, las criaturas empeoraban y fallecían. En los funerales era un mar de lágrimas y todos los padres declaraban que no hubieran sabido cómo desenvolverse en los momentos más críticos de no haber sido por aquel "ángel de la caridad", que había hecho cuanto estuviera en sus manos para atenderlos como requerían las circunstancias.

—¿Por qué has querido volver sobre todo esto, Tuppence?

—Porque me has preguntado qué razón tenía el doctor Murray para aludir a dichos casos.

—¿Quieres decir que relacionó...?

—Pienso que él relacionó los tres casos típicos entre sí, intentando ver si se ajustaban luego a alguien que se hallaba en Sunny Ridge. Me figuro que, en cierto modo, alguno de ellos es aplicable a lo sucedido en la residencia. La señorita Packard encaja en el primero. Es la eficiente regidora de una residencia, en efecto...

—Creo que te ensañas con esa mujer. A mí me ha sido siempre simpática.

—Es frecuente que los criminales causen buena impresión en los demás. Es lo que ocurre, por ejemplo, con los timadores, que parecen siempre tan serios y honestos. Yo me atrevo a decir que los delincuentes de verdad parecen siempre personas agradables o algo por el estilo. Repara en que la señorita Packard es una mujer muy eficiente y que tiene a su alcance todos los medios para causar una muerte, la de cualquiera de sus internas, sin suscitar ninguna sospecha. Solamente una señora «Chocolate» podría desconfiar de ella. La señora «Chocolate» podía recelar de la señorita Packard porque andaba mal de la cabeza y los que andan mal de la cabeza se comprenden mutuamente, en muchas ocasiones. También pudo suceder que la conociera de antes.

—No creo que la señorita Packard sacase algún provecho de la muerte de sus internas.

—¿Y tú qué sabes? —inquirió Tuppence — Quizás utilizara cierta táctica denotadora de su inteligencia. Es posible que no le reportaran provechos todas las muertes sino algunas de ellas. Podía haber una o dos ancianas ricas, que dejaran mucho dinero, y al lado de ellas varias de escasos recursos económicos... Habría muertes rentables y

— no rentables, sabiamente entremezcladas. Es posible que el doctor Murray se fijara en la señorita Packard, diciéndose al observar lo que he dicho: «Tonterías. Estoy imaginando verdaderos desatinos». Esto no quiere decir que la idea lo abandonase...

»El segundo caso por él mencionado encajaría en cualquier trabajadora doméstica, o cocinera, o enfermera, incluso. Alguien la colocó en la residencia... Era una mujer de —mediana edad, en la que se podía confiar. Pero su mente albergaría aquella especial locura. Tal vez odiara a algunas de las internas. No podemos seguir formulando hipótesis debido a que no conocemos al personal de Sunny Ridge como debiéramos conocerlo

—¿Y qué me dices del tercer caso?

—El tercero es el más difícil —admitió Tuppence —. Aquí se trata de una persona, entregada por completo a su labor...

—¿Y si procedía así para causar buena impresión en los que la rodeaban? —preguntó Tommy, quien añadió —: Esa enfermera irlandesa...

—Aquella tan simpática, a la que regalamos la estola de piel, ¿no?

—Sí, la que tan bien le había caído a tía Ada. Una persona muy afectuosa. Parecía querer a todo el mundo, sentir la desaparición de las que morían. Andaba bastante preocupada cuando nos entrevistamos con ella. Se marchaba de Sunny Ridge y no nos explicó por qué.

—Supongo que podría tratarse de un tipo neurótico. Las enfermeras no deben ser demasiado mimosas. Esto es malo para sus pacientes. Deben ser más bien frías y eficientes, procurando en todo momento inspirar confianza.

—La enfermera Beresford al habla —dijo Tommy, sonriendo.

—Centremos ahora nuestra atención en el cuadro. Encuentro muy interesante todo lo que me referiste acerca de la señora Boscowan, así como tu entrevista con ella.

BOOK: El cuadro
4.92Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Bubble Boy by Stewart Foster
Burning Down the Spouse by Dakota Cassidy
Skeleton Key by Lenore Glen Offord
The Book of James by Ellen J. Green
Adam Canfield of the Slash by Michael Winerip
Astra by Grace Livingston Hill