El cuadro (16 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: El cuadro
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—Es inevitable... Para gestionar cualquier cosa hoy día es indispensable recurrir a los abogados.

—Tuppence parecía hallarse enfadada —. Y luego, pasa que los abogados son muy lentos...

—¡Oh, sí! La ley suele ser muy fructífera en lo tocante a los retrasos.

—Lo mismo sucede con los bancos...

— Con los bancos... —repitió el señor Sprig mecánicamente, algo sobresaltado.

—Mucha gente le da usted como dirección la de un banco. También esto es enormemente fastidioso.

—Sí, sí... Como usted dice... Pero la gente es muy inquieta en la actualidad, se mueve mucho... Es corriente que una persona viva gran parte del año en el extranjero —el señor Sprig abrió uno de los cajones de su mesa de trabajo —. Veamos... Sabemos de una propiedad, Crossgates, situada a unos tres kilómetros de Market Basin, en muy buen estado, con un jardín precioso...

Tuppence se puso en pie.

—No me interesa. Muchas gracias,

Después de decir adiós al señor Sprig, salió del despacho.

Todavía visitó el tercer local de negocios, que parecía estar dedicado exclusivamente, casi, a la venta de granjas avícolas y ganaderas, así como fincas en general en mal estado.

La última visita fue para los señores Roberts & Wiley, establecidos en George Street. La empresa era pequeña, pero había allí ganas de trabajar y de servir al público. Sus promotores se desentendían de las cosas de Sutton Chancellor y parecían interesarse únicamente por la venta de fincas a medio construir, a unos precios que resultaban ridículamente exorbitantes. Tuppence se estremeció al con templar la fotografía de una de ellas. El joven que la atendió, viendo que su cliente en perspectiva emprendía la retirada, descendió de su pedestal, admitiendo a disgusto que en el país existían poblaciones como Sutton Chancellor...

—Ha hablado usted de Sutton Chancellor... Será mejor que visite a Bloget & Burgess, cuyas oficinas se encuentran en la plaza. Administran algunas propiedades de los alrededores... Pero se trata de fincas en malas condiciones, en estado ruinoso casi...

—Conozco una bonita casa cerca de allí... Está situada unto a un canal. La vi desde el tren. ¿Cómo es que no la habita nadie?

—¡Ah, sí! La conozco... Es «Riverbank»... Nadie se atreve a vivir en ella... Se dice que está embrujada. —¿Habla la gente acaso de... duendes?

—Pues sí, de esas cosas hablan todos, en efecto... Circulan muchos cuentos por ahí. Hay en la casa ruidos extraños por las noches. Se oyen gemidos misteriosos...

—¡Válgame Dios! —exclamó Tuppence —. ¡Tan bonita como me parecía esa finca! Me gustaba su aislamiento...

—El público la encuentra demasiado aislada, a decir verdad. Y en el invierno suele haber alguna inundación que otra... Son detalles en los que conviene pensar.

Tuppence contestó con un deje de amargura:

—Son ya excesivos los detalles que hay que tener en cuenta.

Bajó cavilosa las escaleras del local. Decidió entonces dirigirse a «El Cordero y la Bandera», donde se proponía recuperar fuerzas haciéndose servir una buena y abundante comida.

«Hay muchas cosas en qué pensar, sí —se dijo —. Inundaciones, duendes, tintineos de cadenas que son arrastradas, propietarios ausentes, abogados... Es una casa que nadie quiere, que nadie ansía poseer, excepto yo... Bueno, lo que yo ansío ahora, por encima de todo es comer...»

La cocina de «El Cordero y la Bandera» era excelente. Caracterizábase, además, por la abundancia. Eran unos platos concebidos más bien para granjeros que para delicados turistas franceses de paso: sabrosas sopas, patas de cerdo, tarta de manzanas, queso de Stilton, ciruelas o flan... Tuppence rechazó esto último.

Después de vagar unos minutos por el poblado, Tuppence localizó su coche, iniciando el regreso a Sutton Chancellor. No había conseguido ver nada fructuoso en aquel desplazamiento.

En el momento de salir de la última curva del camino, cuando apareció ante ella la iglesia de Sutton Chancellor, Tuppence divisó al párroco, que emergía del cementerio. Avanzaba el hombre con el aire de una persona fatigada. Tuppence se aproximó a él.

¿Sigue usted buscando esa tumba? —1e preguntó —. El sacerdote se llevó una mano a la espalda.

—¡Ay! —exclamó —. Mi vista deja mucho que desear ya. La mayor parte de las inscripciones están medio borradas, por añadidura. Y me duele la espalda. Son muchas las lápidas colocadas a nivel del suelo. A veces, cuando me agacho, creo que no voy a poder incorporarme jamás ya.

—Yo de usted lo dejaría... —declaró Tuppence —. Si ha examinado atentamente las páginas del registro de la parroquia, ha hecho cuanto estaba en su mano para complacer a ese hombre.

—Ya sé, ya sé... Sin embargo, estaba mi comunicante tan interesado en este asunto, me pidió el favor con tanta insistencia... Estaba seguro desde el principio de que iba a perder el tiempo. Pero lo consideré mi deber. La verdad es que me queda todavía una pequeña zona por inspeccionar. Es la que va desde el tejo hasta el muro de la valla... Claro que ahí, la mayor parte de las lápidas datan del siglo dieciocho. Me gustaría rematar mi labor convencido de que he apurado todos los recursos. Así no me formularé nunca ningún reproche. Ahora, no obstante, voy a suspender mi tarea hasta mañana.

—Hace usted bien —dijo Tuppence —. No se puede hacer todo en un día. Verá usted lo que se me ocurre en este momento... —añadió —. En cuanto haya tomado una taza de té en compañía de la señorita Bligh, realizaré una inspección por mi cuenta. ¿Qué le parece? Desde el tejo hasta el muro, me ha dicho, ¿no?

—¡Oh! No está bien que se moleste...

—Nada, nada. Le ayudaré con mucho gusto. Opino que esto de vagar por un cementerio es bastante interesante. Y aleccionador, Las inscripciones de otro tiempo suelen facilitar ideas acerca de la gente de antaño. No crea ni por un momento que voy a aburrirme. Usted váyase a su casa, a descansar.

—Bueno... La verdad es que tenía que trabajar un rato en mi sermón esta noche. Es muy amable, extraordinariamente amable.

El sacerdote se despidió de ella obsequiándola con una sonrisa. Tuppence consultó su reloj de pulsera.

Poco después se detenía delante de la casa de la señorita Bligh.

«Todo este asunto puede ser que finalice aquí», pensó Tuppence.

La puerta principal de la casa estaba abierta. La señorita Bligh se disponía en aquel momento a introducir en el cuarto de estar una bandeja con pastas para el té.

—¡Oh! ¿Está usted ahí, querida señora Beresford? Me alegro mucho de volver a verla. El té está listo ya. Supongo que habrá usted comprado muchas cosas hoy —dijo la señorita Bligh, contemplando con marcado interés el bolso que colgaba del brazo de Tuppence, más bien vacío.

—Bueno, en realidad no tuve mucha suerte —alegó Tuppence, poniendo la mejor cara posible —. Ya sabe usted lo que pasa a veces... Ha sido él de hoy uno de esos días en que, hablando por ejemplo de tejidos, una no da con el matiz que prefiere, o no encuentra el objeto especial que esperaba hallar. Ahora bien, yo siempre disfruto yendo de un lado para otro, observándolo todo, cuando llego a la población desconocida para mí, por poco interés que ofrezca.

La señorita Bligh se trasladó a la cocina para atender a los últimos preparativos del té. Al dar la vuelta, sin advertirlo, hizo caer al suelo unas cuantas cartas que se encontraban sobre la mesita del vestíbulo, esperando seguramente el momento de ser echadas al buzón de correos.

Tuppence se agachó para recogerlas y al depositarlas sobre la mesa vio que la que había quedado encima de todas estaba dirigida a una tal señora Yorke, de la Residencia de Rosetrellis Court para Damas Ancianas, en Cumberland.

«Es curioso —pensó Tuppence —. Empiezo a experimentar la impresión de que este país está sobresaturado de hogares para la gente de edad. Supongo que al final Tommy y yo iremos a parar a uno de tales establecimientos.»

Unos días atrás, sin ir más lejos, un amigo fiel y servicial les había escrito para recomendarles una casa digna de toda confianza de Devon... Admitían en ella a matrimonios... Era gente retirada en su mayoría. La cocina era estupenda... Los internos podían llevarse consigo sus muebles y efectos personales más estimados.

Regresó la señorita Bligh y las dos se instalaron cómodamente para saborear su té.

La conversación de la señorita Bligh era de un tono menos dramático y jugoso que la de la señorita Copleigh. La dueña de la casa tendía en sus manifestaciones más a procurarse información que a facilitarla.

Tuppence habló vagamente de los años pasados en el extranjero, dentro de los servicios públicos... Se refirió a las dificultades de la vida doméstica dentro de Inglaterra, dando detalles sobre el hijo y la hija, ya casados, ambos con hijos. Hábilmente, derivó el tema hacia el de las actividades de la señorita Bligh en Sutton Chancellor, muy diversas: el Instituto Femenino, la Unión de Guías y Exploradores, la Asociación de Lectores, el Grupo de Arte y conferencias, la Asociación Culinaria y de Arreglos de Flores, el Club de Pintura, el de los Amigos de la Arqueología... Se habló de la salud del párroco, de la necesidad de hacerle ver que tenía que cuidarse, de sus tremendas distracciones... Saltó luego, al primer plano de la atención de ambas mujeres, el problema de las diferencias de opinión entre los feligreses...

Tuppence ensalzó las pastas servidas por la señorita Bligh con el té. Después, dando las gracias a aquélla por su hospitalidad, se puso en pie.

—Es usted una mujer maravillosamente enérgica, señorita Bligh —dijo —. Yo no sé cómo se las arregla para poder desarrollar todas esas actividades. He de confesar que después de un día de excursión y de compras, lo único que me apetece es descansar en mi cama, aunque sólo sea durante media hora, manteniéndome amodorrada, en un grato duermevela... ¡Oh! Los lechos cómodos me dislocan. Le es-toy muy reconocida por haberme recomendado a la señora Copleigh...

—Es una mujer en la que se puede confiar, desde luego, pero habla demasiado...

—¡Oh! A mí me han parecido todas las historias que me ha contado de la localidad muy entretenidas.

—La mitad de las veces no sabe siquiera lo que se dice. ¿Va usted a estar mucho tiempo entre nosotros?

—Pues no... Pienso emprender el regreso a mi casa mañana. Me voy profundamente extrañada... ¡A quien se le diga que no me ha sido posible dar con una casita que me conviniera! Abrigaba ciertas esperanzas con respecto a la pintoresca finca del canal...

—¡Batel Olvídela, señora Beresford. Anda necesitada de una reparación a fondo... Y los dueños se encuentran fuera... Es una ruina...

—Ni siquiera pude enterarme de quién era su propietario. Usted lo sabrá sin duda. Usted, señorita Bligh, parece estar enterada de todo lo que ocurre aquí...

—Esa casa nunca me ha inspirado interés, realmente. Ha estado siempre cambiando de manos... No es posible mantenerse al tanto de todo. Los Perry ocupan una parte de la construcción... La otra mitad camina a velocidad vertiginosa hacia la ruina.

Tuppence se despidió de la señorita Bligh, dirigiéndose al hogar de los Copleigh. En la casa reinaba una gran quietud. Al parecer, no había nadie dentro. Tuppence subió a su dormitorio, desprendióse del bolso de compra, se lavó la cara y procedió a empolvarse cuidadosamente la nariz. Luego, avanzó de puntillas, salió a la calle, mirando arriba y abajo de la misma... Dobló rápidamente la esquina y, andando siempre a buen paso, siguió el camino que quedaba en la parte posterior del pueblo.

Una vez en el pequeño cementerio, comenzó a inspeccionar las tumbas, de acuerdo con lo prometido al sacerdote. No la había animado ninguna segunda intención al ofrecer su colaboración al hombre. Allí no esperaba descubrir nada Tuppence. Su gesto era, meramente, una cortesía. El sacerdote le había sido simpático y ya que había hecho de aquel asunto casi un problema de conciencia, quería que se quedase tranquilo. Tuppence llevaba consigo lápiz y una agenda. Los había cogido por si daba con algo de interés, para tomar nota de lo que fuera e impedir un olvido.

Supuso que su tarea se reducía a buscar una lápida que se refiere a una niña de corta edad. La mayor parte de las tumbas de aquella parte databan de hacía muchos años. Ofrecían escaso interés, ya que se referían a personas fallecidas a edades muy avanzadas. No obstante, Tuppence procedía en su labor lentamente, dejando correr su imaginación, espoleada por los nombres que leía: Jane Elwood había pasado a mejor vida un 6 de enero, a la edad de 45 años; William Marl, falleció el día anterior, siendo muy llorado por los suyos; Mary Travers había dejado este mundo a los cinco anos, el 14 de marzo de 1835... Esto era remontarse mucho.

—Tu presencia es el mayor gozo»... Aquella pequeña y afortunada Mary Treves...

Había llegado al muro, casi. Las tumbas aparecían en esta parte descuidadas. Habían crecido muchos hierbajos alrededor de las mismas. Nadie parecía haber prestado atención a aquella parte del cementerio. En su mayoría, aquí, las lápidas sepulcrales estaban colocadas al nivel del suelo. Las misma pared había sido dañada por 'los elementos naturales y acabaría derrumbándose, indudablemente. En algunos sitios habíanse desprendido algunas piedras.

Quedando aquella zona detrás de la iglesia y no pudiendo ser vista desde la carretera, los chiquillos de la localidad tenían que haber corrido por allí a sus anchas, entregados a sus juegos o haciendo todo el daño que podían. Tuppence se inclinó sobre una de las lápidas... Las letras de la inscripción estaban casi borradas, aquello era ilegible. No obstante, estudiándolas de lado, casi a su altura, se llegaba a distinguir una letra, una palabra suelta...

Se agachó un poco más, repasando con el dedo índice los contornos de aquéllas...

Al que escandaliz... a uno de estos pequeñuelos... ... ... piedra de molino ... ...

Y debajo... labrado desigualmente por la mano de un aficionado:

Aquí yace Lily Waters

Tuppence suspiró profundamente... Era consciente en aquellos momentos de la sombra que se había situado a su espalda, pero antes de que pudiera volver la cabeza... sintió un fuerte golpe en la nuca, cayendo hacia delante, sobre la tumba. Notó instantáneamente un gran dolor y que se sumía en una densa oscuridad...

LIBRO TERCERO

LA CASA DEL CANAL

Capítulo X
-
Después de la conferencia
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