El Desfiladero de la Absolucion (35 page)

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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El Desfiladero de la Absolucion
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Había más cosas en la Fuerza Motriz, por supuesto. Muchas más. En algún lugar, incluso había una pequeña fundición que trabajaba día y noche para fabricar repuestos. Los componentes más grandes se hacían en plantas fuera del Camino, pero siempre llevaba mucho tiempo producir y entregar dichas piezas. Los artesanos en la Fuerza Motriz se enorgullecían de su inventiva cuando tenían que arreglar algo con poco tiempo de preaviso o cuando forzaban una pieza para una función que no era la suya. Sabían cuál era el objetivo final: la catedral no podía detenerse, pasara lo que pasara.

No se les pedía un imposible. Solo tenía que avanzar un tercio de metro por segundo, después de todo. Se podía gatear más rápido sin problemas. La velocidad no era el objetivo, sino que la catedral nunca, nunca se parase.

—Inspector general, ¿puedo ayudarle en algo?

Grelier buscó el origen de la voz: alguien lo miraba desde una de las pasarelas elevadas. El hombre llevaba un mono gris de la Fuerza Motriz y se aferraba al pasamanos con unos enormes guantes. Su cabeza con forma de bala estaba afeitada al dos, y llevaba un pañuelo sucio alrededor del cuello. Grelier reconoció a Glaur, uno de los jefes de turno.

—¿Por qué no bajas un momento? —dijo Grelier.

Glaur obedeció inmediatamente, atravesando la pasarela y desapareciendo entre la maquinaria. Grelier dio golpecitos distraídos con su bastón contra el suelo de metal remachado, esperando a que el hombre bajase.

—¿Ocurre algo, inspector? —preguntó Glaur cuando llegó.

—Estoy buscando a alguien —le dijo Grelier, sin más explicaciones—. No es de aquí abajo, Glaur. ¿Has visto a alguien de fuera?

—¿Cómo quién?

—Al director del coro. Seguro que lo conoces. Un tipo con manos regordetas.

Glaur miró hacia arriba, a los manguitos de conexión que se movían lentamente como los remos de un galeón bíblico, impulsado por cientos de esclavos. Grelier imaginaba que Glaur preferiría estar allí arriba trabajando con los predecibles riesgos de los metales en movimiento que estar aquí, capeando las cambiantes traiciones de la política de la catedral.

—Había alguien —dijo Glaur—. Vi a un hombre atravesar la sala hace unos minutos.

—¿Parecía llevar prisa?

—Me imaginé que estaba cumpliendo órdenes de la Torre del Reloj.

—Pues no. ¿Alguna idea de dónde puedo encontrarlo ahora?

Glaur miró alrededor.

—Quizás haya subido por alguna de las escaleras a los niveles superiores.

—Me parece que no. Debe de seguir aquí abajo, creo.

¿Hacia dónde iba cuando lo viste?

Vaciló por un momento, cosa que Grelier advirtió convenientemente.

—Hacia el reactor —dijo Glaur.

—Gracias. —Grelier se fue dando golpecitos diligentemente con su bastón, dejando al jefe de turno allí de pie una vez terminada su utilidad momentánea. Siguió los pasos de su presa hacia el reactor. Resistió la tentación de acelerar el ritmo, manteniendo su paso lento, golpeando su bastón contra el suelo o sobre cualquier otra superficie que resonase apropiadamente por la que pasara. De vez en cuando, pasaba sobre una ventana de cristal enrejada en el suelo y se detenía un momento para ver el suelo vagamente iluminado deslizarse a veinte metros bajo sus pies. El avance de la catedral era estable como una roca, gracias a que las habilidades de ingenieros como Glaur suavizaban los saltos de los pasos de las veinte rodaduras de apoyo.

El reactor esperaba amenazador al fondo. La cúpula verde estaba rodeada por su propio anillo de pasarelas que ascendían hasta la cima. Tenía unas ventanas de observación fuertemente remachadas con cristales gruesos y oscuros.

Vio una manga desaparecer tras una curva en la segunda pasarela contando desde el suelo.

—¡Hola! —gritó Grelier—. ¿Estás ahí, Vaustad? Me gustaría tener unas palabras contigo.

No hubo respuesta. Grelier rodeó el reactor, tomándose su tiempo. De arriba provenía el ruido de un correteo metálico, permaneciendo su causante siempre oculto. Grelier sonrió, atónito por la estupidez de Vaustad. Había cientos de lugares para esconderse en la sala de tracción. Su instinto simiesco, sin embargo, había empujado al director del coro a subir al lugar más elevado, aunque eso supusiera quedar atrapado.

Grelier llegó a la verja de acceso a la escalera de mano, la atravesó y cerró con llave. No podía escalar y sujetar el bastón y el maletín médico al mismo tiempo, así que dejó este último en el suelo. Se metió el bastón bajo el brazo y empezó a subir, peldaño a peldaño hasta llegar a la primera pasarela.

Dio una vuelta completa, simplemente para poner más nervioso a Vaustad. Tarareando bajito para sí, miró por el borde y observó el panorama. Ocasionalmente daba un golpe seco contra el metálico lateral curvado del reactor, o contra el cristal oscuro de las portillas de inspección. El cristal le recordaba a las astillas en las vidrieras delanteras de la catedral y se preguntó por un momento si se trataría del mismo material. Bueno, al grano. Llegó de nuevo a la escala y ascendió al siguiente nivel. Aún podía oír el patético corretear de rata de laboratorio.

—¿Vaustad? Sé buen chico y ven aquí, ¿quieres? Todo habrá terminado en un periquete.

Continuaron los correteos. Podía notar las pisadas del hombre a través del metal, transmitidas alrededor del reactor.

—Entonces tendré que ir yo mismo, ¿no?

Comenzó a rodear el reactor. Estaba ahora en el nivel de los manguitos de conexión. No había ninguno cerca de él, pero vistos de cerca, los mástiles de metal cortaban como hojas de tijera. Vio a algunos de los técnicos de Glaur moviéndose entre la batiente maquinaria, lubricando y comprobando. Parecían atrapados en ella, aunque permanecían ilesos como por arte de magia.

El dobladillo de un pantalón desapareció tras una curva. El correteo aumentó su ritmo. Grelier sonrió y se detuvo, inclinándose hacia el borde. Ya estaba muy cerca. Sujetó el bastón por su extremo superior y le dio un cuarto de vuelta.

—¿Arriba o abajo? —susurró para sí mismo—. ¿Arriba o abajo?

Estaba arriba. Podía oír el barullo subiendo hacia el siguiente nivel de la pasarela. Grelier no sabía si debía estar satisfecho o decepcionado. Si bajara, la persecución habría acabado. El hombre encontraría la salida cerrada y Grelier no tendría problemas para apaciguarlo con su bastón. Con el hombre ya dócil solo le llevaría un minuto o dos inyectarle la dosis complementaria. Eficaz, sí, pero ¿dónde estaría la gracia entonces?

Por lo menos ahora estaba sudando tinta. El resultado final seguiría siendo el mismo: estaba atrapado, no había salida. Al tocarlo con su bastón sería una marioneta en manos de Grelier. Aún quedaba el problema de bajarlo por la escala, pero alguno de los chicos de Glaur podía ayudarle con eso.

Grelier subió al siguiente nivel. Esta pasarela era más pequeña en diámetro que las anteriores, acercándose más a la cima de la cúpula del reactor. Solo quedaba un nivel más, en la propia cima, al que se subía mediante una rampa ligeramente ascendente. Vaustad corría por esa rampa mientras Grelier lo observaba.

—No hay nada esperándote ahí arriba —dijo el inspector general—. Vuélvete ahora y nos olvidamos de todo esto.

No pensaba hacerlo, pero de todas formas Vaustad estaba fuera de sí. Había llegado a la cima y se detuvo un momento para mirar a su perseguidor. Manos regordetas, cara de simplón. Grelier ya tenía a su hombre, aunque no había albergado ninguna duda.

—¡Déjame en paz! —gritó Vaustad—. ¡Déjame en paz, maldito monstruo sanguinario!

—A palabras necias… —dijo Grelier con una paciente sonrisa. Pasó su bastón por el enrejado y comenzó a subir por la rampa.

—¡No me cogerás! —gritó Vaustad—. Ya estoy harto. Demasiadas pesadillas.

—Oh, vamos. Un pinchacito y se habrá terminado todo. Vaustad se agarró a una de las plateadas tuberías del vapor que salían de la parte superior del reactor, rodeándola con brazos y piernas. Comenzó a gatear por ella hacia arriba, usando las abrazaderas metálicas de la tubería como agarre. No había nada grácil o veloz en sus avances, pero era constante y metódico. ¿Lo habría planeado?, se preguntaba Grelier. Había sido un error no contar con las tuberías del vapor.

Pero ¿a dónde pretendía llegar? Las tuberías únicamente le llevarían por la sala hasta las turbinas y los motores de tracción. Quizás prolongara la cacería, pero seguía siendo inútil a largo plazo.

Grelier llegó a la cima del reactor. Vaustad estaba a un metro más o menos sobre su cabeza. Levantó el bastón intentando golpear sus talones. No hubo forma, había alcanzado demasiada altura. Grelier giró la cabeza de su bastón otro cuarto de vuelta, aumentando el ajuste del paralizador y tocó con él la tubería. Vaustad soltó un aullido, pero siguió avanzando. Otro cuarto de vuelta: máxima descarga, letal en distancias cortas. Rozó la punta del bastón contra el metal y vio cómo Vaustad se aferraba a la tubería convulsivamente. El hombre apretó los dientes y gimió, pero siguió agarrado a la tubería.

Grelier dejó caer su bastón ya descargado. De pronto parecía que las cosas no salían como las había planeado.

—¿A dónde vas? —preguntó Grelier con tono jocoso—. Vamos, baja ya antes de que te hagas daño.

Vaustad no dijo nada, solo siguió trepando.

—Te vas a lastimar —dijo Grelier.

Vaustad había llegado a un punto en el que la tubería se doblaba hacia la horizontal, dirigiéndose a través de la sala hacia el complejo de turbinas. Grelier esperaba que se detuviese en el ángulo de noventa grados tras haber dejado clara su postura. Pero en lugar de eso, Vaustad se arrastró sobre el codo de la tubería hasta tumbarse en la parte superior con los brazos y piernas alrededor de la tubería. Ahora estaba a treinta metros del suelo.

La escena estaba reuniendo a una pequeña cantidad de público. Una docena de hombres de Glaur miraban el espectáculo desde la sala. Otros habían hecho una pausa en su trabajo entre los manguitos de conexión.

—Asuntos de la Torre del Reloj —advirtió Grelier—. Volved al trabajo.

Los trabajadores se dispersaron, pero Grelier sabía que la mayoría seguían con un ojo puesto en lo que estaba sucediendo. ¿Había llegado la situación al punto de tener que solicitar la ayuda adicional de la Oficina de Transfusiones? Esperaba que no fuese así. Era una cuestión de orgullo encargarse siempre personalmente de los trabajos en la casa. Pero el asunto de Vaustad se estaba complicando.

El director del coro había avanzado unos diez metros, superando el perímetro del reactor, quedando bajo él solamente el suelo. Incluso con la reducida gravedad de Hela, una caída desde treinta metros sobre una superficie dura sería probablemente mortal.

Grelier miró más adelante. La tubería estaba sujeta al techo a intervalos mediante finos cables metálicos anclados a unas abrazaderas más grandes. El siguiente estaba a unos cinco metros delante de Vaustad. Era imposible que pudiera pasar.

—Está bien —dijo Grelier, elevando la voz sobre el estruendo de la maquinaria de tracción—. Ya has dejado clara tu opinión, todos nos hemos reído un rato, pero ahora date la vuelta y aclaremos las cosas con sensatez.

Pero Vaustad ya no razonaba. Había llegado al anclaje e intentaba rodearlo, volcando casi todo el peso hacia un lado de la tubería. Grelier lo observaba, sabiendo con impasible fatalidad que Vaustad no lo conseguiría. Habría sido un ejercicio difícil para un hombre joven y ágil, y Vaustad no era ninguna de las dos cosas. Ahora estaba enroscado en el obstáculo, con una pierna colgando inútilmente a un lado y la otra buscando a tientas la abrazadera más cercana en el otro lado. Se estiraba, esforzándose por alcanzar la abrazadera, luego se resbaló. Ya no se sujetaba a la tubería con ninguna pierna. Se quedó allí colgando, soportando su peso con una mano mientras la otra se agitaba en el aire.

—¡No te muevas! —gritó Grelier—. Quédate quieto y no te pasará nada. Puedes agarrarte hasta que consiga ayuda si dejas de retorcerte.

De nuevo, un hombre joven podría haber aguantado hasta que llegaran a rescatarlo, incluso sujetándose con una sola mano. Pero Vaustad era un individuo gordo y blando que nunca antes había tenido que usar sus músculos.

Grelier observaba cuando la mano de Vaustad se resbaló del anclaje metálico. Vio cómo Vaustad caía hasta el suelo de la sala de tracción, golpeándolo con un golpe sordo casi silenciado por el constante ruido de fondo. No se había oído ningún grito ni estertor por la conmoción. Los ojos de Vaustad estaban cerrados, pero por la expresión de su cara parecía que había muerto en el acto.

Grelier recogió su bastón, se lo metió bajo el brazo y bajó por la serie de rampas y escalas. A los pies del reactor recuperó su maletín médico y abrió la puerta de acceso. Para cuando llegó hasta Vaustad, media docena de los trabajadores de Glaur se habían reunido alrededor del cuerpo. Pensó en echarlos de allí, pero luego decidió lo contrario. Que miren. Que vean lo que implica el trabajo de la Oficina de Transfusiones.

Se arrodilló junto a Vaustad y abrió el maletín, que exhaló una bocanada fría. Estaba dividido en dos compartimentos. En la bandeja superior estaban las jeringas con el líquido rojo de las dosis complementarias, frescas de la Oficina de Transfusiones. Estaban etiquetadas por grupo sanguíneo y cepa del virus. Una de ellas era para Vaustad y ahora tendría que buscar un nuevo anfitrión.

Le subió la manga. ¿Había aún un débil pulso? Eso le facilitaría las cosas. No era fácil sacarle sangre a los muertos, incluso si acababan de morir.

Alargó la mano hacia el segundo compartimento, el que albergaba las jeringas vacías. Levantó una frente a la luz, simbólicamente.

—El señor nos lo da —dijo Grelier introduciendo la aguja en la vena de Vaustad y comenzando a extraer la sangre—, y a veces, el señor nos lo quita. —Cuando terminó, había rellenado tres jeringas.

Grelier cerró con pestillo la verja de la escalera en espiral tras de sí. Pensándolo bien, era agradable escapar de la agresiva quietud de la sala de tracción. A veces le parecía que era como una catedral dentro de la catedral, con sus propias reglas no escritas. Podía controlar a la gente, pero allí abajo, entre máquinas, se encontraba fuera de su ambiente. Había intentado sacar el mayor provecho posible al asunto de Vaustad, pero todos sabían que no había ido a sacar sangre, sino a inyectársela.

Antes de seguir subiendo, se detuvo en uno de los puntos de comunicación para llamar a un equipo de la Oficina de Transfusiones para que se encargase del cuerpo. Tendría que responder a preguntas más tarde, pero nada que le quitase el sueño.

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