Grelier avanzó por la sala principal en su camino hacia la Torre del Reloj. Había escogido el camino más largo, sin prisas por ver a Quaiche tras la debacle de Vaustad. Además, era su costumbre dar al menos una vuelta completa a la sala antes de subir o bajar. Era el espacio abierto más grande de la catedral y el único (excepto por la sala de tracción) en el que podía librarse de la ligera claustrofobia que sentía en el resto de la estructura rodante.
La sala había sido reconstruida y ampliada en varias ocasiones conforme la propia catedral crecía hasta su tamaño actual. Para el observador ocasional no había signos evidentes de esta historia, pero habiendo vivido la mayoría de los cambios, Grelier veía lo que otros no. Observaba las desdibujadas cicatrices de los tabiques que habían sido eliminados y reubicados. Veía la línea a la altura a la que estaba anteriormente el techo, mucho más bajo. Habían pasado treinta o cuarenta años desde que pusieran el nuevo; había sido un esfuerzo colosal en el entorno sin aire de Hela, especialmente teniendo en cuenta que la catedral había permanecido habitada durante todo el proceso y que por supuesto había proseguido su marcha continua. Y sin embargo el coro no había desafinado ni una vez durante toda la remodelación y el número de muertes entre los trabajadores de la construcción había sido tolerablemente bajo.
Grelier hizo una pausa durante un momento frente a una de las vidrieras en el lateral derecho de la catedral. La construcción coloreada se elevaba a docenas de metros sobre su cabeza. Estaba enmarcada por una serie de arcos de piedra divididos, con un rosetón en lo más alto. El esqueleto arquitectónico de la catedral, los mecanismos de tracción y el blindaje exterior estaban necesariamente compuestos de metal, pero la mayoría de las superficies interiores estaban recubiertas por una fina capa de mampostería. Se habían utilizado algunos minerales autóctonos de Hela, pero el resto, las piedras con un sutil tono beis o los exquisitos mármoles blancos y rosados, habían sido importados por los ultras. Algunas piedras, se decía, incluso provenían de catedrales de la Tierra. Grelier no se lo tomaba al pie de la letra. Era más probable que vinieran del asteroide más cercano. Sucedía igual con las sagradas reliquias que encontraba durante su viaje, incrustadas en nichos iluminados con velas. Nadie podría adivinar lo antiguas que eran en realidad, si habían sido hechas a mano por artesanos medievales o ensambladas en una fábrica de nanofalsificaciones.
Pero independientemente de la procedencia de las piedras que la enmarcaban, la vidriera era un objeto bello. Cuando la luz era la adecuada, no solo brillaba con esplendor propio, sino que lo transmitía a todas las cosas o personas de la sala. Los detalles de la vidriera apenas sí importaban; seguiría siendo bella si los trozos de vidrio coloreado sellados al vacío hubieran estado distribuidos de forma aleatoria, como un caleidoscopio, pero Grelier prestaba especial atención a las imágenes. Cambiaban siguiendo los dictados del propio Quaiche. Cuando a veces Grelier tenía dificultades para entender a Quaiche (y eso sucedía cada vez más a menudo), las vidrieras le ofrecían una visión paralela de su estado de ánimo.
Como por ejemplo ahora. La última vez que había prestado atención a esta vidriera se centraba en Haldora, mostrando una visión estilizada del gigante gaseoso, cubierto por remolinos de cristales ocres y beis. El planeta estaba sobre un fondo azul salpicado por estrellas de cristalitos amarillos. En primer plano había un paisaje rocoso evocado con fragmentos de gran contraste en blanco y negro con la forma dorada de la accidentada nave de Quaiche inmovilizada entre pedruscos. El propio Quaiche estaba representado fuera de la nave, con túnica y barba, arrodillado en el suelo, levantando una implorante mano hacia el cielo. Antes, Grelier recordaba que la vidriera mostraba la propia catedral, representada descendiendo la zigzagueante rampa de la Escalera del Diablo, apareciendo ante el mundo como un pequeño barco de vela sacudido por la tormenta, con el resto de catedrales detrás, a cierta distancia y con una representación de Haldora más pequeña en el cielo. Anteriormente, no estaba seguro, pero creía que había sido una variación más modesta del tema de la nave estrellada.
Las imágenes que mostraba la vidriera ahora eran bastante claras, pero su significado para Quaiche era bastante más difícil de juzgar. Arriba, en el propio rosetón, estaba la familiar estampa rayada de Haldora. Debajo había un par de metros de cielo estrellado, degradado desde un azul intenso hasta el dorado gracias a alguna técnica tintado del cristal. Después, ocupando gran parte de la altura de la vidriera, había una altísima e impresionante catedral, un tambaleante conjunto de agujas con banderines y de contrafuertes. Las líneas convergentes de la perspectiva dejaban claro que la catedral estaba exactamente debajo de Haldora. Todo correcto hasta aquí: el único objetivo de una catedral era situarse precisamente debajo del gigante gaseoso, tal y como se representaba allí. Pero la catedral de la vidriera era evidentemente mucho más grande que cualquiera de las que se podían encontrar en el Camino Permanente; era prácticamente una ciudadela por derecho propio. Y, a menos que Grelier se equivocase, estaba claramente representada como una prolongación del rocoso paisaje situado en primer plano, como si tuviera cimientos en lugar de mecanismos de tracción. No había ni rastro del Camino Permanente.
La vidriera lo intrigaba. Quaiche elegía el contenido de las vidrieras y normalmente era bastante literal en sus elecciones. Las escenas podían resultar exageradas, podían incluso ser irreales (Quaiche fuera de su nave sin traje de vacío, por ejemplo), pero al menos albergaban cierta relación con hechos reales. Pero el contenido actual de la vidriera parecía ser preocupantemente metafórico. Era lo último que Grelier necesitaba, que Quaiche se pusiera ahora metafórico.
Pero ¿qué otra cosa podía significar la enorme catedral anclada al suelo? Quizás simbolizaba la firme e inamovible naturaleza de la fe de Quaiche.
Vale
, dijo Grelier para sí mismo,
creo que lo entiendo por ahora, pero ¿qué pasa si los mensajes se vuelven cada vez más oscuros
?
Negó con la cabeza y continuó con su camino. Recorrió toda la pared izquierda de la catedral sin ver ninguna otra excentricidad en las vidrieras. Eso, al menos, era un alivio. Quizás el nuevo diseño resultase ser simplemente una aberración temporal y luego la vida continuaría como siempre.
Se acercó al frontal de la catedral, hacia las sombras de la vidriera negra. Los trozos de cristal eran invisibles; lo único que podía ver eran los fantasmagóricos arcos y pilares de la mampostería que la rodeaba. Sin duda, el diseño de esta vidriera había cambiado desde la última vez que lo había visto. Se volvió por la parte derecha y anduvo hacia la mitad de la longitud de la catedral hasta llegar a la base de la Torre del Reloj.
—Ya no lo puedo retrasar más —se dijo Grelier a sí mismo.
En su cuarto en la caravana, Rashmika abrió la carta, rompiendo el frágil sello. El papel se desplegó completamente. Era de buena calidad: color crema y grueso, mejor que cualquier otro que hubiera visto en las tierras baldías. Escrito solo por la cara interior, con una escritura a mano sencilla pero clara, había un mensaje breve. Reconoció la letra enseguida.
Querida Rashmika:
Siento mucho no haber escrito desde hace tanto tiempo. He oído tu nombre en las noticias de la región de Vigrid, en las que decían que te habías escapado de casa. Tenía el presentimiento de que vendrías a buscarme e intentarías averiguar lo que me había pasado desde mi última carta. Cuando supe que una caravana se dirigía al Camino, una que quizás podrías haber alcanzado con ayuda, estaba seguro de que estarías a bordo. Investigué un poco y averigüé los nombres de los pasajeros, y ahora te escribo esta carta.
Sé que pensarás que es muy extraño que no te haya escrito a ti ni al resto de la familia durante tanto tiempo, pero las cosas son ahora diferentes y no hubiera sido correcto. Todo lo que decías era verdad. Me mintieron desde el principio y me pusieron la sangre del deán en cuanto llegué al Camino. Estoy seguro de que lo habías sospechado por las cartas que enviaba. Al principio estaba enfadado, pero ahora sé que todo ha sido para bien. Lo hecho, hecho está. Si hubieran sido sinceros, no habrían sido así las cosas. Tuvieron que mentir por el bienestar común. Ahora soy feliz, más feliz que nunca. Le he encontrado sentido a mi vida, algo más importante que yo.
Siento el amor del deán y el amor del Creador más allá del deán. No pretendo que lo entiendas o que lo apruebes, Rashmika. Por eso dejé de escribir a casa. No quería mentir ni tampoco quería herir a nadie. Era mejor no decir nada.
Es muy amable y valiente por tu parte venir a buscarme. Significa más de lo que te imaginas. Pero ahora debes volver a casa, antes de que hiera más tus sentimientos. Hazlo por mí: vuelve a casa, a las tierras baldías, y diles a todos que soy feliz y que los quiero. Los echo mucho de menos, pero ahora no lamento lo que hice. Por favor, hazlo por mí, ¿lo harás? Y recibe todo mi amor. Recuérdame como lo que era, tu hermano, no como en lo que me he convertido. Entonces todo habrá sido para bien.
Con cariño,
Tu hermano Harbin Els.
Rashmika la leyó otra vez, buscando algún mensaje oculto y luego la dejó. Intentó cerrarla pero el sello ya no se adhería a los bordes.
A Grelier le gustaba la vista, pero poco más. A doscientos metros sobre la superficie de Hela, los aposentos de Quaiche eran una buhardilla en lo más alto de la Torre del Reloj. Desde esta posición ventajosa se podían ver casi veinte kilómetros del Camino en ambas direcciones, con las catedrales ensartadas en él como adornos hábilmente engarzados. Tan solo había unas pocas por delante, pero hacia atrás se extendían hasta más allá del horizonte. Las puntas de las lejanas agujas brillaban con la claridad innatural de los objetos en el vacío, que engañaba al ojo haciendo creer que estaban mucho más cerca de lo que lo estaban en realidad. Grelier se recordó que algunas de aquellas agujas estaban a casi cuarenta kilómetros. Tardarían treinta horas o más en llegar al punto en el que estaba ahora la
Lady Morwenna
; la mayor parte de un día de Hela. Había algunas catedrales tan atrás que ni siquiera se podían ver sus agujas.
La buhardilla tenía planta hexagonal con altas ventanas blindadas en sus seis lados. Las tablillas metálicas de las persianas podían colocarse en posición con una orden de Quaiche, bloqueando la luz en cualquier dirección. Por ahora, la habitación estaba completamente iluminada, con franjas de luz y sombra recayendo sobre todos los objetos y personas que allí se encontraban. Había muchos espejos en la habitación, colocados sobre pedestales, en la línea visual y en ángulos de reflexión cuidadosamente escogidos. Cuando Grelier entró, vio su propio reflejo hecho añicos provenientes de mil direcciones diferentes.
Grelier colocó el bastó en un perchero de madera junto a la puerta. Además de él había otras dos personas en la habitación. Quaiche, como era habitual, estaba reclinado en su barroco diván de soporte médico. Era una figura marchita y espectral, aparentemente menos sustancial a plena luz del día que en la semioscuridad que reinaba normalmente en la buhardilla. Llevaba unas gafas de sol demasiado grandes que acentuaban la mórbida palidez y delgadez de su cara. El diván rumiaba para sí mismo con pensativos zumbidos, chasquidos y gorgoteos, administrando ocasionalmente una dosis de medicamentos a su cliente. La mayoría del desagradable material médico estaba escondido bajo la manta escarlata que cubría su figura recostada hasta el torso, pero de vez en cuando algo palpitaba en uno de los tubos que se insertaban en sus antebrazos o en la base de su cráneo: una sustancia verde químico o azul eléctrico, algo que nunca podría confundirse con la sangre. No parecía un hombre sano. Las apariencias, en este caso no engañaban.
Pero ese había sido el aspecto de Quaiche durante décadas, recordó Grelier. Era un hombre muy mayor que había llevado hasta sus extremos las terapias disponibles para la prolongación de la vida, probándolas hasta el límite. Pero el límite siempre estaba ligeramente fuera de su alcance. La muerte parecía un umbral que no tenía las energías de cruzar.
Ambos, rememoró Grelier, tenían más o menos la misma edad fisiológica cuando servían a la reina Jasmina a bordo de la
Ascensión Gnóstica
. Ahora Quaiche era con diferencia el más anciano, pues había vivido los últimos ciento veinte años de tiempo planetario. Grelier por el contrario, había vivido únicamente treinta de esos años. El acuerdo había sido bastante simple, con generosos beneficios para Grelier.
—La verdad es que no me caes bien —le había dicho Quaiche, allá en la
Ascensión Gnóstica
—, por si no estaba claro.
—Creo que he captado el mensaje —dijo Grelier.
—Pero te necesito. Me resultas útil. No quiero morirme aquí, al menos no por ahora.
—¿Y qué pasa con Jasmina?
—Estoy seguro de que se te ocurrirá algo. Al fin y al cabo, ella confía en ti para sus clones.
Había sucedido poco después del rescate de Quaiche en el puente de Hela. Tan pronto como recibió los datos de la estructura, Jasmina dio media vuelta a la
Ascensión Gnóstica
y la trajo al sistema 107 Piscium, entrando en la órbita alrededor de Hela. No había más trampas ocultas en la superficie. Investigaciones posteriores demostraron que Quaiche había activado los tres únicos centinelas de toda la luna, que llevaban allí al menos un siglo, colocados y olvidados por un descubridor anterior del puente, ahora también olvidado. Pero esto no era del todo cierto. Había otro centinela que solo Quaiche conocía.
Obsesionado por lo que había visto y asombrado por lo que le había sucedido (la milagrosa naturaleza de su rescate combinada inseparable y cruelmente con el horror de la pérdida de Morwenna), Quaiche se había vuelto loco. Esa era, al menos, la opinión de Grelier, y nada en los últimos ciento doce años le había hecho cambiar de idea. Teniendo en cuenta lo que había sucedido y que el virus de su sangre alteraba su percepción, Grelier pensaba que Quaiche no había salido mal parado con una leve demencia. Aún tenía algún tipo de consciencia de la realidad, aún comprendía, con manipuladora brillantez, todo lo que pasaba a su alrededor. Simplemente veía el mundo a través de un cristal de piedad. Se había santificado a sí mismo.