Antoinette no había pretendido ser cruel cuando le dijo que su época en Ararat habían sido «buenos años». Lo decía de verdad, y veintitrés años eran una buena porción en la vida de cualquiera. Pero Antoinette era una humana. Bien era cierto que no tenía acceso a todos los procedimientos de extensión de la vida que eran corrientes hace un siglo. Nadie lo tenía hoy en día. Pero aun así, Antoinette seguía teniendo ventajas de las que Escorpio carecía. Los genes que ella había heredado habían sido modificados muchos cientos de años atrás, erradicando muchas de las causas comunes de muerte. Ella podía esperar vivir casi el doble de lo que le hubiese correspondido si sus antepasados no se hubiesen sometido a esos cambios. Una esperanza de vida de ciento cincuenta años no era algo impensable para ella. Y con suerte, quizás llegase incluso a los doscientos. Lo suficiente quizás para ser testigo, y puede que beneficiarse de un resurgimiento de otros tipos de medicina para alargar al vida, del tipo que escaseaban desde la plaga de fusión. Claro que la actual crisis no lo hacía muy probable, pero seguía existiendo una remota posibilidad, aún había algo en lo que depositar sus esperanzas.
Escorpio tenía ya cincuenta años. Tendría suerte si llegaba a los sesenta. Nunca había oído que un cerdo viviese más de setenta y uno. Ese cerdo había muerto un año después como consecuencia de toda una constelación de enfermedades de efecto retardado que lo destrozaron a lo largo de varios meses.
Incluso si, por un golpe de suerte, encontrara unas instalaciones médicas que aún tuvieran acceso a los antiguos tratamientos de rejuvenecimiento y de extensión de la vida, serían inútiles para él, ya que estaban específicamente adaptados a la bioquímica humana. Había oído hablar de cerdos que lo habían probado y sus esfuerzos habían sido invariablemente un fracaso. En su mayoría habían muerto prematuramente, al desencadenar esos tratamientos efectos secundarios iatrogénicos.
No era, por lo tanto, una solución. La única opción real era morirse dentro de unos diez o quince años. Veinte, si tenía mucha suerte. Menos tiempo del que había pasado en Ararat.
«Media vida», le había dicho a Antoinette, pero no pensaba que ella hubiese entendido exactamente lo que quería decir. No solo la mitad de la vida que había vivido hasta ahora, sino una importante fracción de la vida que le cabía esperar vivir todavía. Los primeros veinte años de su existencia apenas si contaban de todas formas. No nació realmente hasta que se apuntó con el láser al hombro y se quemó el escorpión verde hasta convertirlo en una cicatriz. Los humanos hacían planes para las décadas venideras. Él pensaba en términos de años, incluso sin tener nada garantizado.
La cuestión era: ¿tendría el valor de admitirlo? Si dimitía ahora y dejaba claro que era por su herencia genética (la muerte prematura formaba parte integrante del paquete), nadie podría criticarlo. Lo entenderían y contaría con su compasión. Pero ¿qué pasaría si se equivocaba al renunciar al poder ahora, solo porque sentía la sombra sobre él? La sombra aún era tenue. Pensó que era probable que solo él la hubiese visto con claridad. Seguramente era un tipo de cobardía rendirse ahora, cuando aún le quedaban cinco o diez años de servicio útil que ofrecer. Sin duda le debía a Ararat, o a los refugiados de Ararat, algo mejor que eso. Podría ser muchas cosas: violento, testarudo, leal, pero nunca había sido un cobarde.
Entonces pensó en Aura. La idea le llegó con cristalina claridad: a ella sí la seguirían. Era una niña que hablaba de cosas más allá de su entendimiento. De alguna forma, ya había salvado miles de vidas evitando que Escorpio atacase a los malabaristas que arrastraban a la
Infinito
hasta una distancia segura de Primer Campamento. Ella sabía qué era lo que había que hacer.
Ahora aún era muy pequeña, encerrada en la cuna transparente de la incubadora, pero estaba creciendo. Dentro de diez años, ¿cómo sería? Le dolía tener que pensar a tan largo plazo, pero aun así lo hizo. Vio una imagen de ella entonces, una niña que parecía mayor de lo que en realidad era, la expresión de su cara oscilaba entre la serena certeza y la rígida máscara de un fanático, inaccesible a la más mínima sombra de duda. Sería guapa en términos humanos y tendría seguidores. La vio llevando la armadura de Skade, tal y como la habían visto cuando la encontraron dentro de su accidentada nave, con el camaleoflaje permanentemente atascado en su camuflaje blanco.
Tendría siempre razón, pensaba Escorpio. Sabría exactamente lo que habría que hacer contra los inhibidores. Teniendo en cuenta lo que ya les había costado, deseaba desesperadamente que las cosas fueran así. Pero ¿y si se equivocaba?, ¿y si ella misma fuese un arma infiltrada?, ¿y si su misión era conducirlos a todos a la extinción de la forma más eficaz? En realidad no creía que esto fuese probable. Si lo hiciese, ya la habría matado y quizás después se hubiera suicidado. Pero la probabilidad seguía estando ahí. Puede que ella fuese inocente, pero que aun así se equivocase. En cierto modo esa posibilidad era incluso más peligrosa.
Vasko Malinin ya se había puesto del lado de Aura. Al igual que un grupo de notables. Otros no se habían pronunciado, pero podrían hacerlo en cualquiera de los dos sentidos en los próximos días. Contra esto, contra el carisma magnético de la niña, debía existir un equilibrio, algo impasible y poco imaginativo, poco dado a cruzadas o a la adoración de fanáticos. No podía dimitir. Esto lo agotaría incluso antes, pero de una forma u otra, tenía que estar allí. No necesariamente como el adversario de Aura, sino como su moderador. Y si llegaba a una confrontación con Aura o alguno de sus seguidores (podía imaginárselos ahora congregados tras la niña de la armadura blanca), esto solo justificaría su decisión de quedarse.
Si de algo estaba seguro Escorpio acerca de sí mismo era que cuando tomaba una decisión, no la volvería a cambiar. En este sentido, pensó, tenía mucho en común con Clavain. Clavain había sido mucho más previsor que Escorpio, pero al final, cuando encontró la muerte en el iceberg, toda su vida se resumía en una serie de decisiones tenaces. Había, concluyó Escorpio, peores maneras de vivir.
—¿Estás satisfecho con esto? —preguntó Remontoire a Escorpio.
Ambos estaban sentados solos en una cámara de inspección con patas de araña, una cabina presurizada aferrada a la propia fachada de la astronave. Desde una apertura justo debajo de ellos (una puerta de atraque enmarcada por huesudas estructuras que parecían una columna vertebral) se estaban cargando las armas caché. Incluso en condiciones óptimas era una operación delicada, pero con la
Nostalgia por el Infinito
sin parar de acelerar alejándose de Ararat y siguiendo la trayectoria que Remontoire y sus pronósticos habían especificado, requería la máxima atención a todos los detalles.
—Estoy satisfecho —dijo Escorpio—. Creía que serías tú el que pondría pegas, Rem. Querías llevártelas todas y yo no te he dejado hacerlo, ¿no estás jodido?
—¿Yo, jodido? —Escorpio vio una ligera sonrisa de complicidad en el rostro de su compañero. Remontoire había preparado un termo de té y lo sirvió en dos minúsculos vasos de cristal—. ¿Por qué iba a estarlo? Compartimos el riesgo por igual. Vuestras posibilidades de supervivencia, según nuestros pronósticos, al menos, se han reducido significativamente. Lamento este estado de la situación, sin duda, pero entiendo tu reticencia a entregarme todas las armas. Eso requeriría un acto de fe sin precedentes.
—No va conmigo eso de la fe —dijo Escorpio.
—En realidad, las armas caché quizás no cambien mucho las cosas a largo plazo. No quise comentarlo antes por miedo a desanimar a tus compañeros, pero nuestros pronósticos siguen sin ser demasiado optimistas. Cuando Ilia Volyova condujo la
Ave de Tormenta
hasta el corazón de la concentración de lobos alrededor de Delta Pavonis, las armas caché que utilizó tuvieron muy poco impacto.
—Por lo que sabemos, pero puede que sí que ralentizase su avance un poco.
—O quizás no utilizó las armas de la forma más eficaz posible, después de todo estaba enferma. O quizás aquellas no eran las armas más potentes del arsenal. No lo sabremos nunca.
—¿Qué hay de las otras armas, las que nos estáis fabricando? —preguntó Escorpio.
—¿Los aparatos hipométricos? Han demostrado ser útiles. Ya viste cómo la concentración de lobos alrededor de vuestra lanzadera y de la
Nostalgia por el Infinito
se dispersó. También usé un arma hipométrica contra un grupo de lobos que os estaba causando problemas en la superficie de Ararat.
Escorpio dio un sorbo a su té sosteniendo el vasito, que era solo un poco más grande que un dedal, con su torpe mano. Pensaba que en cualquier momento haría añicos el vaso.
—¿Estas son las armas que Aura os enseñó a fabricar?
—Sí.
—¿Y todavía no sabéis realmente cómo funcionan?
—Digamos que la teoría va por detrás de la práctica.
—Está bien. No es que yo fuese capaz de entenderlo aunque me lo explicases. Pero se me ocurre una cosa: si esa arma es tan útil, ¿por qué no la utilizan los lobos contra nosotros?
—Eso tampoco lo sabemos —admitió Remontoire.
—¿Y eso no te preocupa? ¿No te inquieta que quizás haya algún tipo de problema a largo plazo con esta nueva tecnología que en realidad no conoces?
Remontoire arqueó una ceja.
—¿Estás siendo previsor, Escorpio? ¿Qué será lo próximo?
—Es una pregunta legítima.
—Está bien. Y sí, entre otras cosas me preocupa. Pero si me dan a elegir entre extinguirnos ahora o solucionar un problema sin especificar en el futuro… bueno, no hay muchas dudas, ¿no? —Remontoire miró a través del vaso color ámbar, mostrándole un ojo distorsionadamente grande—. De todas formas, existe otra posibilidad. Quizás los lobos no tengan esta tecnología.
Bajo la araña de observación, enmarcado por la ventana de latón, Escorpio vio salir una de las armas, con un lustre verde sobre el bronce y decoración estilo
art déco
, como una vieja radio o un cine. Estaba protegida por una estructura tachonada por reactores de dirección. A su vez, la estructura estaba sujeta por cuatro grúas de fabricación combinada.
—Entonces, ¿de dónde procede esa tecnología?
—De los muertos. La memoria colectiva de innumerables culturas extintas, reunidas en la corteza de neutrones del ordenador de Hades. Obviamente no fue suficiente para salvar a esas especies, quizás ninguna de las otras técnicas que Aura nos ha proporcionado cambie las cosas en nuestro futuro. Pero quizás hayan servido para retrasar las cosas. Puede que lo único que necesitemos sea tiempo. Si hay algo más ahí fuera, algo más importante, algo más potente que los lobos, entonces lo único que necesitamos es tiempo para descubrirlo.
—Crees que es Hela, ¿verdad?
—¿No te intriga, Escorpio? ¿No quieres ir allí y ver qué encuentras?
—Lo hemos investigado, Rem. Hela es una bola de hielo con un puñado de lunáticos religiosos colocados con la sangre contaminada por un portador de un virus doctrinal.
—Pero se habla de milagros.
—Un planeta que desaparece. Aunque nadie al que le confiarías la reparación del cierre de un traje de vacío lo ha visto nunca.
—Ve allí y averígualo por ti mismo. El sistema es 107
Piscium. Los inhibidores no han llegado allí todavía.
—Gracias por la información.
—Es decisión tuya, Escorpio. Ya sabes lo que recomienda Aura, pero no debes dejarte influenciar por eso.
—No lo haré.
—Pero recuerda esto: 107 Piscium es un sistema periférico. Los informes de las incursiones de los lobos en el espacio humano son fragmentarios, pero puedes estar seguro de que cuando decidan invadir, las colonias centrales, los mundos en una docena de años luz de la Tierra, serán los primeros en caer. Así es como funcionan: identifican el centro neurálgico, atacan y lo destruyen. Después van a por las colonias satélites, una a una, y a por cualquiera que intente escapar hacia la galaxia más profunda.
Escorpio se encogió de hombros.
—Entonces no queda ningún lugar seguro.
—No, pero teniendo en cuenta tus responsabilidades, considerando los miles de individuos que tienes a tu cargo, sería mucho más seguro ir hacia fuera que volver hacia esos centros neurálgicos. Aunque intuyo que no piensas lo mismo.
—Tengo asuntos pendientes en casa —respondió Escorpio.
—No te refieres a Ararat, ¿verdad?
—Me refiero a Yellowstone, al Cinturón Oxidado. Me refiero a Ciudad Abismo y a Mantillo.
Remontoire se terminó el té, apurando hasta la última gota con la meticulosa pulcritud de un gato.
—Entiendo que sigas teniendo lazos emocionales con esos lugares, pero no sobrestimes el peligro de regresar allí. Si los lobos han reunido parte de nuestros conocimientos, no les habrá costado mucho identificar Yellowstone como un centro neurálgico. Estará entre los primeros de su lista de prioridades. Puede que ya estén allí, construyendo un Singer como hicieron alrededor de Delta Pavonis.
—En cuyo caso habrá mucha gente que necesite escapar.
—Eso no justifica los riesgos —le dijo Remontoire.
—Puedo intentarlo. —Escorpio hizo un gesto a través de la ventana de la araña de inspección hacia la vecina presencia de la nave—. La
Infinito
trajo ciento sesenta mil personas de Resurgam. Yo no soy muy bueno son las matemáticas, pero con tan solo diecisiete mil a bordo, eso quiere decir que aún nos queda bastante espacio libre.
—Estarías arriesgando la vida de todos a los que ya hemos salvado.
—Lo sé —respondió.
—Estarías desperdiciando cualquier ventaja que ganaras en los próximos días mientras mantenemos a raya a los lobos.
—Lo sé —repitió.
—También estarías arriesgando tu vida.
—Eso también lo sé y no me va a afectar en absoluto, Rem. Mientras más intentes convencerme, más seguro estoy de hacerlo.
—Si tienes el respaldo de los notables.
—O me apoyan o me despiden. Depende de ellos.
—También necesitas que la nave esté de acuerdo.
—Se lo pediré por favor —dijo Escorpio.
Las grúas habían arrastrado las armas a una distancia segura de la nave. Escorpio esperaba ver sus motores principales encenderse rápidamente, arrojando llamaradas de luz de sus escapes de plasma, pero el conjunto al completo simplemente aceleró alejándose, como si lo moviera una mano invisible.