—No estoy de acuerdo con tu postura —dijo Remontoire—, pero la respeto. En cierta forma me recuerdas a Nevil.
Escorpio recordó el absurdamente breve episodio del «duelo» que Remontoire había realizado.
—Creía que lo habías superado ya.
—Ninguno de nosotros lo hemos superado —dijo con brusquedad. Luego señaló el termo y su humor se aligeró visiblemente—. ¿Más té, señor Rosa?
Escorpio no supo qué decir. Miró al hombre de rostro afable y se encogió de hombros.
—Si no es mucha molestia, señor Reloj.
Hela, 2727
El inspector general de Sanidad condujo a Rashmika por la laberíntica
Lady Morwenna
. Obviamente no era una visita turística. Aunque ella se entretenía todo lo posible, parándose a mirar las vidrieras o cualquier otra cosa de interés, Grelier siempre la azuzaba con educada insistencia, golpeando su bastón contra las paredes o el suelo para enfatizar la urgencia de su misión.
—El tiempo es de suma importancia, señorita Els. Tenemos un poquitín deprisa —repetía una y otra vez.
—Iría más rápido si me dijera de qué va todo esto —dijo ella.
—No, no creo —respondió—. ¿En qué cambiaría las cosas?
Ya está aquí y vamos de camino.
Tenía razón, suponía. Pero seguía sin gustarle mucho.
—¿Qué pasa con la
Catherine de Hierro
? —preguntó, decidida a no darse por vencida tan fácilmente.
—Nada, que yo sepa. Hubo un cambio de asignación. Nada importante. Sigues estando contratada por la Iglesia de los Primeros Adventistas, después de todo. Simplemente te hemos trasladado de una catedral a otra. —Se dio unos golpecitos en la nariz, como si compartiera una gran confidencia—. Sinceramente, es mucho mejor para ti. No sabes lo difícil que es entrar en la
Lady Mor
últimamente. Todo el mundo quiere trabajar en la catedral más histórica del Camino.
—Me han dado a entender que su popularidad ha descendido últimamente —dijo ella.
Grelier se volvió para mirarla.
—¿A qué se refiere, señorita Els?
—El deán quiere cruzar el puente con ella. Al menos eso es lo que la gente comenta.
—¿Y si fuese así?
—No me sorprendería mucho que la gente no estuviese dispuesta a permanecer a bordo. ¿A cuánta distancia estamos del puente, inspector?
—La navegación no es lo mío.
—Usted sabe exactamente a qué distancia estamos —dijo Rashmika. Él le obsequió con una sonrisa, aunque ella decidió que no le gustaba nada. Parecía demasiado fiera.
—Es muy buena, señorita Els. Tanto como esperaba.
—¿Buena, inspector?
—Con lo de las mentiras. Su habilidad para interpretar las expresiones. Es su baza oculta en los negocios, su pequeño truquito, ¿verdad?
Llegaron a lo que Rashmika supuso que era la base de la Torre del Reloj. El inspector general sacó una llave, la introdujo en la cerradura junto a una puerta de madera y pasaron a lo que era obviamente un compartimento privado. Las paredes estaban formadas por un enrejado de hierro. Una vez dentro, pulsó una serie de botones de latón y comenzaron a ascender. A través del enrejado, Rashmika observó cómo pasaban las paredes del hueco del ascensor. Luego las paredes se convirtieron en vidrieras y conforme ascendían por cada uno de los trozos coloreados, la luz cambiaba dentro del compartimento, pasando de verde a rojo, de rojo a dorado, de dorado a un azul cobalto que hacía brillar como si estuviera electrificada la mata de pelo blanco del inspector.
—Sigo sin saber de qué va todo esto —insistió Rashmika.
—¿Tienes miedo?
—Un poco.
—No hay motivos. —Vio que decía la verdad, al menos así lo percibía. Esto la tranquilizó un poco—. Vamos a tratarla muy bien —añadió—. Es demasiado valiosa para nosotros para tratarla de otra forma.
—¿Y si decido que no quiero quedarme aquí?
Él apartó la mirada, mirando por la ventana. La luz dibujó la silueta de su cara con un todo fuego tenue. Había algo en él, lo compacto de los músculos de su cuerpo, la cara de bulldog, que le recordaba a los artistas del circo que había visto en las tierras baldías, que en realidad eran mineros en paro de gira de pueblo en pueblo para complementar sus ingresos. Podría haber sido un tragafuegos o un acróbata.
—Puede irse —dijo, dándole la espalda—. No tendría sentido mantenerla aquí sin su consentimiento. Su utilidad para nosotros depende completamente de su buena voluntad.
Quizás lo estaba interpretando incorrectamente, pero no creía que estuviese mintiendo ahora tampoco.
—Sigo sin ver… —dijo ella.
—He hecho los deberes —le dijo él—. Es una
rara avis
, señorita Els. Tiene un don compartido por menos de una entre mil personas. Y además muy desarrollado, se sale de la escala. Dudo que haya nadie más como usted en toda Hela.
—Simplemente reconozco cuándo alguien miente —dijo ella.
—Ve más que eso. Míreme ahora. —Le sonrió de nuevo—.
¿Sonrío porque estoy verdaderamente contento, señorita Els?
Era la misma sonrisa feroz que había esbozado antes.
—Creo que no.
—Tiene razón. ¿Sabe por qué lo ha sabido?
—Porque es obvio —dijo ella.
—Pero no para todo el mundo. Cuando sonrío queriendo, como acabo de hacer ahora, solo utilizo un músculo de mi cara: el cigomático mayor. Cuando sonrío de forma espontánea, algo que confieso no hacer muy a menudo, flexiono no solo el cigomático mayor, sino que también estiro el orbicular de los párpados, parte parpedral. —Grelier se señaló la sien con el dedo—. Este es el músculo que rodea al ojo. La mayoría de nosotros no podemos mover ese músculo voluntariamente. Yo por lo menos no puedo. Por la misma razón, la mayoría de nosotros no puede evitar que se mueva cuando verdaderamente estamos contentos. —Sonrió de nuevo. El ascensor se estaba deteniendo—. Mucha gente no ve la diferencia. Si advierten algo, lo hacen de forma subliminal y la información se pierde entre la confusión de otros impulsos sensoriales. Los datos cruciales son ignorados, pero para usted esas cosas saltan a la vista. Suenan trompetas y es incapaz de ignorarlas.
—Ahora le recuerdo —dijo Rashmika.
—Yo estaba allí durante la entrevista a su hermano, sí. Recuerdo el jaleo que montó cuando le mintieron a su hermano.
—Entonces sí que le mintieron.
—Siempre lo ha sabido.
Rashmika lo miró, centrada en su rostro, alerta a cualquier matiz.
—¿Sabe qué ha pasado con Harbin?
—Sí —respondió.
La cabina enrejada traqueteó y se detuvo.
Grelier la condujo a la buhardilla del deán. La habitación hexagonal estaba llena de espejos. Rashmika vio su propia expresión de sorpresa tintineando en los espejos, fragmentada como un retrato cubista. En la confusión de reflejos no vio inmediatamente al deán. Observó la vista a través de las ventanas, la blanca curvatura del horizonte de Hela que le recordó la pequeñez de su mundo, y también vio el sarcófago (extraño y torpemente soldado) que reconoció de la insignia adventista. La piel de Rashmika se erizó. Simplemente mirarlo la perturbaba. Tenía algo, una impronta diabólica que irradiaba en ondas invisibles, inundando la habitación. Emanaba una fuerte sensación de presencia, como si el propio sarcófago personificase otro visitante en la buhardilla.
Rashmika pasó por delante del sarcófago; conforme se acercaba a él, la impresión diabólica se hacía perceptiblemente mayor, casi como si las ondas invisibles de maldad se introdujesen en su cabeza, abriéndose paso hasta las cavidades privadas de su mente. No era propio de ella responder de forma tan irracional a algo obviamente inanimado, pero el sarcófago ejercía un poder incuestionable. Quizás, encerrado en él, hubiese un mecanismo que inducía desasosiego. Había oído hablar de cosas así, herramientas vitales en ciertas esferas de negociación. Estimulaban las partes del cerebro responsables del miedo y la sensación de presencias ocultas.
Ahora que pensaba que podía explicar el poder del sarcófago se sentía menos atemorizada por él. De todas formas se alegró de llegar al otro lado de la buhardilla, a la vista del deán. Al principio pensó que estaba muerto. Estaba tumbado en su diván, con las manos cruzadas sobre la manta que le cubría hasta el pecho, como un hombre recién fallecido. Pero entonces el pecho se movió. Y los ojos, abiertos de par en par como si fueran a examinárselos, estaban horriblemente vivos en sus cuencas. Temblaban como huevos a punto de eclosionar.
—Señorita Els —dijo el deán—. Espero que el viaje hasta aquí haya sido agradable.
Rashmika no se podía creer que estuviese en su presencia.
—Deán Quaiche —dijo—. Había oído… yo pensaba que…
—¿Qué estaba muerto? —Su voz era áspera, con un sonido parecido al de un insecto frotando sus patitas—. Nunca he mantenido en secreto mi prolongada existencia, señorita Els… durante todos estos años. La congregación me ha visto con regularidad.
—Los rumores son comprensibles —dijo Grelier. El inspector general había abierto un botiquín en la pared y ahora rebuscaba en su interior—. Nunca sales fuera de la
Lady Morwenna
, así que ¿cómo se supone que iba a saberlo el resto de la población?
—Los viajes me resultan complicados. —Quaiche señaló con una mano una pequeña mesa hexagonal colocada entre los espejos—. Sírvase un poco de té, señorita Els, y siéntese, descanse. Tenemos mucho de qué hablar.
—No tengo ni idea de por qué estoy aquí, deán.
—¿No te ha dicho Grelier nada? Te pedí que informases a la señorita, Grelier. Te dije que no le ocultases la verdad.
Grelier se giró y se dirigió hacia Quaiche portando botellas y bastoncillos.
—Le he contado exactamente lo que me pediste que le dijera: que se requieren sus servicios y que nuestra necesidad de ella depende primordialmente de su sensibilidad a las microexpresiones faciales.
—¿Qué más le has contado?
—Absolutamente nada más.
Rashmika se sentó y se sirvió una taza de té. No parecía haber ningún motivo para negarse y ahora que le ofrecían una bebida se dio cuenta de que tenía mucha sed.
—Asumo que quiere que le ayude —se aventuró a decir—. Necesita mi habilidad por algún motivo. Hay alguien del que no está seguro si fiarse o no. —Dio un sorbito a su té. Por muy extraños que fuesen sus anfitriones, al menos sabía bien—.
¿Voy por buen camino?
—Más que eso, señorita Els —observó Quaiche—.
¿Siempre ha sido tan astuta?
—Si fuese astuta de verdad probablemente no estaría aquí sentada.
Grelier se inclinó sobre el deán y comenzó a limpiar con suaves toques sus ojos. No podía verles la cara a ninguno de los dos.
—Suena como si tuviera recelos —dijo el deán—, y sin embargo todo indicaba que estaba deseando llegar a la
Lady Morwenna
.
—Eso era antes de que supiese a dónde va. ¿A cuánto estamos del puente, deán? Si no le importa que se lo pregunte.
—A doscientos cincuenta y seis kilómetros.
Rashmika se sintió aliviada por un momento. Dio otro gran sorbo de té. Al lento ritmo que mantenía la catedral, esa era distancia suficiente como para no tener que preocuparse de forma inmediata; pero incluso mientras disfrutaba de ese consuelo, otra parte de su cerebro la informó discretamente de que en realidad era mucho menos de lo que se temía. Un tercio de metro por segundo no parecía mucha velocidad, pero había muchos segundos en un día.
—Llegaremos en diez días —añadió el deán. Rashmika dejó la taza en la mesa.
—Diez días no es mucho tiempo, deán. ¿Es verdad lo que se dice, que quiere atravesar el desfiladero de la absolución con la
Lady Morwenna
?
—Dios mediante. Eso era lo último que deseaba oír.
—Discúlpeme, deán, pero lo último que tenía en mente cuando vine era morir por culpa de una locura suicida.
—Nadie va a morir —le replicó—. Se ha demostrado que el puente puede soportar todo el peso de una caravana cargada de suministros. Las medidas tomadas nunca han detectado ni un ángstrom de desviación bajo ningún peso.
—Pero ninguna catedral lo ha cruzado nunca.
—Solo una lo intentó y fracasó debido a un fallo de dirección, no por ningún problema estructural del puente.
—Y supongo que usted cree que tendrá más éxito.
—Tengo los mejores ingenieros del Camino y la mejor catedral. Sí, lo lograremos, señorita Els. Lo conseguiremos, y un día le contará a sus nietos lo afortunada que fue al entrara trabajar conmigo con tan buenos auspicios.
—Sinceramente espero que tenga razón.
—¿Le ha dicho Grelier que puede irse cuando quiera?
—Sí —dijo dubitativa.
—Era verdad. Vamos, señorita Els, acábese su té y márchese. Nadie la detendrá y me encargaré de buscarle un buen puesto en la Catherine.
Estuvo a punto de preguntarle si era el mismo buen puesto que le había prometido a su hermano, pero se contuvo. Era demasiado pronto para espetar otra pregunta sobre Harbin. Había llegado tan lejos, y bien por una suerte extraordinaria o por una extraordinaria desventura había aterrizado en el corazón de la orden de Quaiche. Aún no sabía exactamente qué querían de ella, pero sabía que le habían brindado una oportunidad que no debía echar a perder con una inadecuada y malhumorada pregunta. Además, había otro motivo por el que no debía preguntar: tenía miedo de la respuesta.
—Me quedo —dijo, añadiendo rápidamente—. Por ahora. Hasta que hayamos aclarado las cosas convenientemente.
—Sabía respuesta, señorita Els —dijo Quaiche—. Y ahora, ¿podría hacerme un pequeño favor?
—Eso depende —respondió ella.
—Solo quiero que se quede aquí bebiéndose su té. Un caballero va a entrar en la habitación y él y yo vamos a tener una pequeña charla. Quiero que observe al caballero en cuestión, atentamente pero sin incomodarlo, y que luego me cuente sus impresiones cuando se haya ido. No durará mucho y no hace falta que diga nada mientras el hombre esté presente. De hecho, prefiero que no lo haga.
—¿Para eso me necesita?
—En parte sí. Discutiremos los términos del contrato más tarde. Puede considerar esto como parte de la entrevista.
—¿Y si suspendo?
—Esto no es un examen. Ya ha demostrado sus habilidades básicas, señorita Els, salió airosa. En esta ocasión solo necesito que sea observadora. Grelier, ¿has terminado ya? Deja de revolotear, eres como una niña pequeña con su muñeca.