Otros combinados recorrían los motores originales de la nave, trasteando con las venerables reacciones de su núcleo. Algunos estaban fuera, en el casco, atados a la arquitectura incrustada de las formas creadas por el Capitán. Estaban instalando armas adicionales y elementos de protección. Otro grupo más se encontraba encerrado en las profundidades de la nave, alejado de cualquier foco de actividad, ensamblando los aparatos supresores de inercia que habían sido probados durante la persecución de la
Luz del Zodiaco
desde Yellowstone a Resurgam. Escorpio sabía que esta era una tecnología alienígena, una maquinaria que los humanos habían adquirido sin la ayuda de Aura. Pero nunca habían sido capaces de hacer que funcionase de forma fiable. Según se cuenta, Aura les había enseñado a modificarla para utilizarla de forma relativamente segura. Skade, en su desesperación, intentó usarla para viajar más rápido que la luz. Sus esfuerzos fracasaron catastróficamente y Aura se negó a revelar cualquier otro secreto que pudiera propiciar otro intento. Entre los regalos que les ofrecería no habría tecnología superlumínica.
Escorpio observó cómo los sirvientes deslizaban otra pieza en su lugar. El aparato parecía terminado ayer, pero desde entonces le habían añadido al menos tres veces más maquinaria. Sin embargo, curiosamente, la estructura parecía incluso más diáfana y frágil que antes. Se preguntaba cuándo estaría terminada y para qué serviría exactamente cuando lo estuviera. Entonces comenzó a alejarse de la ventana con el corazón en un puño.
—Escorp.
No esperaba compañía, por lo que se sorprendió al oír su nombre y aún se sorprendió más al ver a Vasko Malinas de pie junto a él.
—Vasko —dijo, ofreciendo una evasiva sonrisa—. ¿Qué te trae por aquí abajo?
—Estaba buscándote —dijo. Llevaba un uniforme nuevo y rígido de la División de Seguridad. Incluso sus botas estaban limpias, un milagro a bordo de la
Infinito
.
—Pues me has encontrado.
—Me dijeron que probablemente estarías por aquí abajo.
—El lateral de la cara de Vasko recibía la luz roja que despedía el hueco del arma hipométrica, lo que lo hacía parecer joven y feroz alternativamente. Vasko miró por la ventana.
—No está mal, ¿verdad?
—Me creeré que funciona cuando la vea hacer algo más que lucir su bonita figura.
—¿Sigues siendo escéptico?
—Alguien tiene que serlo.
Escorpio se dio cuenta de que Vasko no estaba solo. Había una sombra tras él. Hace años habría sido capaz de ver quién era, pero ahora tenía dificultades para distinguir los detalles en la penumbra. Entornó los ojos.
—¿Ana?
Khouri avanzó hasta la zona iluminada de rojo. Vestía un grueso abrigo y guantes. Unas enormes botas (mucho más sucias que las de Vasko) cubrían sus piernas hasta las rodillas y llevaba algo colgado del brazo. Era un hatillo, un envoltorio de mantas plateadas acolchadas. Tenía una apertura en un extremo, cerca del codo de Khouri.
—¿Aura? —preguntó Escorpio sorprendido.
—Ya no necesita la incubadora —dijo Khouri.
—Puede que no la necesite, pero…
—El Doctor Valensin dice que la estaba retrasando, Escorp. Es demasiado fuerte para eso. Le estaba provocando más daños que beneficios —Khouri inclinó la cara hacia la apertura del hatillo, buscando con los ojos los de su hija.
—Ella también me había dicho que quería salir.
—Espero que Valensin sepa lo que hace —dijo Escorpio.
—No te preocupes, Escorp. Además, lo más importante es que Aura está de acuerdo.
—Solo es una niña —dijo él en voz baja—, apenas. Khouri dio un paso adelante.
—Cógela.
Ya se la estaba ofreciendo. Quiso negarse, no solo porque no se atrevía a coger algo tan precioso y frágil como un bebé, había algo más. Una voz interior le advertía que no debía hacer esta conexión física con ella. Otra voz, más débil, le recordó que ya estaba unido a ella por lazos de sangre, ¿qué daño podía hacerle cogerla ahora?
La cogió en brazos. La apretó contra su pecho, justo lo suficiente para asegurarse que no se le caería. Era sorprendentemente ligera. Le asombró que esta niña, este recurso por el que habían sacrificado a su líder, pudiera ser tan insustancial.
—Escorpio.
La voz no era la de Khouri. No era la voz de un adulto, apenas la de un niño. Era más como un balbuceo que medio se aproximaba al sonido de su nombre.
Miró a la apertura del hatillo. La cara de Aura se volvió hacia él. Sus ojos seguían siendo dos hendiduras pegajosas. Una pompita surgía de su boca.
—No puede ser que acabe de decir mi nombre —dijo con incredulidad.
—Así es —dijo Aura.
Durante un instante quiso dejar caer a la niña. Lo que tenía en sus brazos no era normal, algo así no tenía que existir en este universo. Enseguida el vergonzoso reflejo pasó, tan rápido como había llegado. Apartó la vista de la carita rosada y miró a la madre.
—Ni siquiera puede verme —dijo.
—No, Escorp —confirmó Khouri—, no puede. Sus ojos aún no están listos, pero los míos sí y con eso basta.
Por toda la nave los técnicos de Escorpio trabajaban día y noche para instalar aparatos de escucha. Pegaban nuevos micrófonos y barómetros a paredes y techos, luego desenrollaban kilómetros de cables, introduciéndolos por los conductos naturales y los túneles de la anatomía del Capitán, empalmándolos en los nodos, entrelazándolos en gruesos mazos que iban hasta los puntos centrales de procesamiento. Probaban los aparatos, dando golpecitos en los postes y mamparas, abriendo y cerrando puertas de presión para crear súbitas corrientes de aire de una parte de la nave a la otra. El Capitán toleraba todo esto, incluso parecía que hacía todo lo posible por facilitarles el trabajo. Pero no siempre tenía bajo control absoluto sus procesos de transformación. Las líneas de fibra óptica eran cortadas una y otra vez, los micrófonos y barómetros eran absorbidos y debían ser reemplazados. Los técnicos aceptaban estoicamente, regresando a las entrañas de la nave para volver a colocar un kilómetro de cable que acababan de terminar, incluso, en ocasiones, tenían que repetir el proceso tres o cuatro veces hasta que encontraban una ruta menos vulnerable.
Lo que no hacían nunca era preguntar por qué estaban haciendo este trabajo. Escorpio les había dicho que no preguntasen, que era mejor no saberlo y que si preguntaban tampoco les iba a decir la verdad. Al menos, no hasta que el objetivo de su trabajo estuviera cumplido y la situación fuese de nuevo tan segura como podía serlo en estas circunstancias. Pero él sí sabía por qué, y cuando pensaba en lo que iba a suceder, envidiaba su feliz ignorancia.
Hela, 2727
Las entrevistas con los ultras continuaron. Rashmika se sentaba y observaba. Bebía su té a sorbitos y miraba su propio reflejo fraccionado perderse en los espejos. Pensaba que cada hora que pasaba se acercaban un kilómetro más al desfiladero de la absolución. Pero no había relojes en la buhardilla, por lo tanto no tenía ningún método exacto para estimar su avance.
Tras cada una de las entrevistas le contaba a Quaiche lo que creía haber visto, prestando atención a no exagerar ni omitir nada que pudiera ser importante. Al final de la tercera entrevista, se había hecho una idea de lo que sucedía. Quaiche quería que los ultras trajesen una de sus naves a la órbita cercana de Hela, para ejercer de guardaespaldas.
Lo que temía exactamente no lo pudo adivinar. Les decía a los ultras que deseaba protección contra elementos que surcaban el espacio, que últimamente había frustrado varios intentos por hacerse con el control de Hela y arrancar el suministro de reliquias scuttlers de las autoridades adventistas. Con una abrazadora lumínica bien armada en órbita alrededor de Hela, dijo, sus enemigos se lo pensarían dos veces antes de entrometerse en los asuntos de Hela. Los ultras, a su vez, disfrutarían de un trato comercial privilegiado, una compensación necesaria por el riesgo que acarreaba acercar su valiosa nave tan cerca de un mundo que ya había destruido la
Ascensión Gnóstica
. Rashmika podía oler su nerviosismo. Incluso a pesar de que venía a Hela en lanzaderas, dejando sus naves principales en la seguridad del borde del sistema, no deseaban pasar ni un minuto más de lo necesario en la
Lady Morwenna
.
Pero Rashmika sospechaba que había algo más tras el plan de Quaiche que la mera protección. Estaba segura de que ocultaba algo. Esta vez era una corazonada, no algo que hubiese visto en su cara, ya que era a todos los efectos indescifrable. No era solo por el aparato que le mantenía los ojos abiertos, que ocultaba cualquier matiz de su expresión. También era por la aletargada expresión como de máscara de su rostro, como si los nervios que movían los músculos hubiesen sido seccionados o paralizados. Cuando lo miraba de soslayo, veía una expresión de vacío. Sus gestos faciales eran rígidos y exagerados, como los de una marioneta. Era irónico, pensó, había sido contratada para interpretar la cara de la gente por un hombre cuyo rostro estaba esencialmente cerrado, casi de forma deliberada, de hecho.
Finalmente terminaron las entrevistas de la jornada. Había informado de sus impresiones a Quaiche y él la había escuchado atentamente. No había forma de averiguar cuáles eran sus propias intuiciones, pero en ningún momento cuestionó o contradijo sus observaciones. Simplemente asentía y le decía que había sido de gran ayuda. Habría más entrevistas a ultras, le aseguró, pero por hoy eso era todo.
—Puede irse ya, señorita Els. Incluso si decide abandonar la catedral ahora, me habrá sido de gran utilidad y me encargaré de que sus esfuerzos sean recompensados. ¿Le he mencionado ya lo del buen trabajo en la
Catherine de Hierro
?
—Sí, deán.
—Esa sería una posibilidad. Otra sería que regresase a la región de Vigrid. Supongo que tiene familia allí, ¿no?
—Sí —dijo, pero incluso cuando pronunció la palabra su propia familia de pronto parecía muy distante y abstracta, como si fuera algo que le habían contado. Recordaba las habitaciones de su casa, las caras y las voces de sus padres, pero los recuerdos eran vagos y traslúcidos, como las imágenes de las vidrieras.
—Podría regresar con una interesante bonificación, digamos cinco mil ecus, ¿qué le parece?
—Sería muy generoso por su parte —respondió.
—La otra posibilidad, mí preferida, es que se quede en la
Lady Morwenna
y continúe ayudándome en las entrevistas a los ultras. Le pagaré dos mil ecus por cada día de trabajo. Para cuando lleguemos al puente habrá ganado el doble de lo que ganaría si se marchase hoy. Y no tiene por qué terminar ahí. Mientras así lo quiera, siempre habrá trabajo para usted. Piense en lo que podría ganar en un año de servicio.
—No creo que valga tanto —dijo ella.
—Claro que sí, señorita Els. ¿No ha oído lo que ha dicho Grelier? Uno entre mil, quizás uno entre un millón con su grado de receptividad. Yo diría que eso merece que cualquiera pague dos mil ecus.
—¿Qué pasa si me equivoco en mis consejos? —preguntó—. Soy humana y como todos cometo errores.
—No se equivocará —dijo él, con una certeza que desagradó a Rashmika—. Tengo fe en muy pocas cosas, además de en Dios; pero, Rashmika, usted es una de ellas. El destino la ha traído a mi catedral casi como un regalo de Dios. Sería estúpido que no lo aceptase, ¿no?
—No me considero un regalo de nadie —replicó ella.
—¿Cómo se siente entonces?
Le hubiera gustado decir que como un ángel vengador, pero en lugar de eso dijo:
—Me siento cansada, lejos de mi hogar, y no estoy segura de lo que debo hacer.
—Trabaja conmigo, prueba a ver qué tal te va y si no te gusta, puedes irte cuando quieras.
—¿Lo promete, deán?
—Pongo a Dios por testigo.
Pero Rashmika no supo decir si mentía o no. Detrás de Quaiche, Grelier se puso en pie con un crujido de sus rodillas. Se pasó la mano por las cerdas blancas de su pelo.
—La llevaré hasta sus aposentos —dijo—, asumiendo que haya decidido quedarse.
—Por ahora —dijo Rashmika.
—Estupendo, buena elección. Le gustará esto, estoy seguro. El deán tiene razón: es verdaderamente privilegiada al haber llegado en un momento con tan buenos auspicios. —Le tendió la mano abierta—. Bienvenida a bordo.
—¿Eso es todo? —dijo ella estrechándole la mano—. ¿Sin más formalidades? ¿Sin rituales de iniciación?
—No, para usted no —dijo Grelier—. Al igual que yo, usted es una especialista secular, señorita Els. No queremos que todas esas tonterías religiosas le nublen la mente, ¿verdad?
Miró a Quaiche. Su cara enmarcada por las monturas metálicas era tan ilegible como siempre.
—Supongo que no.
—Solo una cosita —dijo Grelier—. Voy a necesitar un poquito de sangre, si no le importa.
—¿Sangre? —preguntó repentinamente nerviosa. Grelier asintió.
—Estrictamente por motivos médicos. Hay un montón de virus desagradables hoy en día, especialmente en las regiones de Vigrid e Hyrrokkin. Pero no se preocupe —dijo mientras se acercaba al botiquín de la pared—, solo necesito un poquitín.
Espacio interestelar, cerca de p Eridani 40, 2675
Las energías rodeaban el espacio circundante de Ararat. Escorpio contemplaba la cada vez más lejana batalla desde la cápsula de observación con forma de araña, seguro en el cálido y acolchado relleno de su tapicería.
Claveles de luz florecían y se marchitaban a lo largo de varios segundos, lentos y persistentes como acordes de violín. Las luces se concentraban en volúmenes vagamente esféricos, centrados en el planeta. A su alrededor había una oscuridad aún mayor. Los lentos brillos y sus desapariciones aleatorias despertaron recuerdos en él, probablemente de segunda mano, de criaturas marinas comunicándose en las profundidades, emitiendo patrones bioluminiscentes entre ellas. No se trataba de una batalla en absoluto, sino de una poco frecuente e íntima reunión, una celebración de la tenacidad de la vida en la fría oscuridad del fondo del océano.
Durante las primeras fases de la guerra espacial en el sistema p Eridani A, la batalla se libró bajo el paradigma reinante del máximo sigilo. Todas las partes implicadas, inhibidores y humanos, encubrían sus actividades usando propulsiones, instrumentos y armas que irradiaban energía, si es que irradiaban algo, únicamente en los estrechos puntos ciegos entre las bandas de sensores ortodoxos. Remontoire lo describía como si fuesen dos hombres en una habitación a oscuras, moviéndose en silencio, acuchillando la oscuridad a ciegas. Cuando uno resultaba herido, no podía gritar por miedo a revelar su emplazamiento. Tampoco podía sangrar ni ofrecer una resistencia tangible al paso de la hoja. Y cuando el otro resultaba alcanzado, debía retirar la hoja con rapidez, para que no apuntase hacia su posición. Una buena analogía, si la habitación tuviera una anchura de varias horas luz y los hombres fuesen las naves controladas por lo humanos y las maquinarias de los lobos y además las armas hubiesen ido escalando en tamaño y alcance cada vez que lograban esquivarse. Las naves habían oscurecido sus cascos y se adaptaron a la temperatura del espacio; enmascararon las emisiones de sus sistemas de propulsión, usaban armas que se deslizaban sin ser detectadas por la oscuridad y mataban con la misma discreción. Pero inevitablemente llegaba a un punto en el que a una u otra parte le convenía descartar la estratagema del sigilo, y una vez abandonada, el resto debía imitarle. Ahora no era una guerra de sigilo, sino de máxima transparencia. Armas, máquinas y fuerzas eran zarandeadas con despreocupación.