El Desfiladero de la Absolucion (83 page)

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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El Desfiladero de la Absolucion
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La única otra pista sobre su contexto era la siguiente: el arma hipométrica representa una clase general de tecnologías ligeramente acausales normalmente desarrolladas por culturas galácticas antes la fase de los inhibidores, durante el segundo o tercer millón de años de su historia de navegación por el espacio. Había otras muchas capas de tecnología más allá de esto, afirmaba Aura, pero no podían ser ensambladas con herramientas humanas. Las armas de ese teorético arsenal mantenían la misma relación abstracta con el aparato hipométrico que un sofisticado virus informático y un hacha de piedra. Simplemente entender que esas armas estaban en desventaja con algo ligeramente análogo a un enemigo habría requerido tal replanteamiento de la mente humana que sería absurdo seguir llamándola humana. El mensaje por lo tanto era: sacad el máximo partido de lo que tenéis.

—Los equipos han llegado —dijo el otro cerdo, introduciéndose un auricular en su retorcida oreja, que parecía de hojaldre.

—¿Han encontrado algo?

—Solo la bomba haciendo ruido de nuevo.

—Párala —dijo Escorpio—. Ya nos encargaremos de la sentina más tarde.

—¿Que la pare, señor? Es una bomba de programa uno.

—Ya lo sé. Y ahora me vendrás con que no se ha apagado en veinte años.

—Sí se ha apagado, señor, pero siempre poniéndole una sustituía al lado para reemplazarla. No tenemos una de repuesto disponible y no podremos bajar una ahí en varios días. Todos los equipos de servicio estás ocupados siguiendo otras pistas acústicas.

—¿Y pasaría algo malo?

—Lo peor que puede pasar. A menos que instalemos una unidad de reemplazo, perderíamos tres o cuatro cubiertas en pocas horas.

—Entonces supongo que habrá que perderlas. ¿Es el equipo lo suficientemente sofisticado como para filtrar los sonidos de la inundación de esas cubiertas?

El técnico dudó por un momento, pero Escorpio sabía que el orgullo profesional acabaría venciendo.

—No debería ser ningún problema, no.

—Entonces mira el lado bueno, esos fluidos han de venir de algún sitio, estaremos aliviando la carga de trabajo de las demás bombas, probablemente.

—Sí, señor —dijo el cerdo, más resignado que convencido. Dio la orden a su equipo para que sacrificasen esas plantas. Tuvo que repetir las instrucciones varias veces antes de que comprendiesen que iba en serio y que tenía la autorización de Escorpio.

Escorpio entendía sus reservas. La gestión de sentina era un asunto serio a bordo de la
Nostalgia por el Infinito
y desconectar una bomba no era algo que se tomara a la ligera. Una vez se inundaba una planta con los humores químicos y exudaciones del capitán, era muy difícil devolverla a un uso humano. Pero lo que más le importaba ahora era la calibración del arma. Apagar la bomba tenía más sentido que apagar los micrófonos en esa área. Si perder dos o tres cubiertas ayudaba a tener esperanzas realistas de vencer a los lobos que los perseguían, era un precio razonable.

Las luces se atenuaron, incluso el constante
runrún
de las bombas de sentina quedó en silencio. El arma estaba siendo disparada. Conforme el arma rotaba ganando velocidad, se convirtió en un silencioso borrón alargado con piezas móviles, un reluciente torbellino. En el vacío se movía con una velocidad de vértigo. Los cálculos mostraban que bastaría con que fallase una diminuta pieza del arma hipométrica para que la
Nostalgia por el Infinito
saltase en pedazos. Escorpio se acordó de los combinados colocando cada cosa en su sitio, con sumo cuidado y ahora entendía por qué.

Siguieron las instrucciones de calibración al pie de la letra. Debido a que sus efectos dependían fundamentalmente de las tolerancias de escala atómica, Remontoire les había dicho que dos versiones del arma no podían ser exactamente iguales, como los rifles hechos a mano; cada uno tenía su inconfundible tiro, un efecto inevitable de la manufactura que debía ser calibrado y compensado. Con un arma hipométrica no era cuestión de apuntar por aproximación para compensar. Se trataba más bien de encontrar una relación arbitraria entre la causa y el efecto dentro de un margen de expectativas. Una vez determinado este patrón, el arma podría, en teoría, producir su efecto casi en cualquier parte, como un rifle capaz de disparar en cualquier dirección.

Escorpio ya había visto el arma en acción. No necesitaba comprender cómo funcionaba, sino solo que lo hacía. Había oído los estampidos sónicos conforme volúmenes esféricos de la atmósfera de Ararat se borraban de la existencia (o posiblemente eran trasladados o redistribuidos hacia otro lugar). Había visto porciones de agua semiesféricas desaparecer del mar. El recuerdo de aquellos muros de agua como una avalancha le provocaba escalofríos incluso ahora por la pura irracionalidad de lo que había visto.

La tecnología, le había comentado Remontoire, era espectacularmente peligrosa e impredecible. Incluso cuando estaba construida adecuadamente y calibrada, un arma hipométrica podía volverse contra su dueño. Era parecido a usar a una cobra agarrada por la cola para azotar a los enemigos esperando que la serpiente no se revolviese y mordiera la mano que la sujetaba. Pero el problema era que necesitaban a esa serpiente.

Afortunadamente no todos los aspectos del funcionamiento del arma h eran totalmente impredecibles. El alcance estaba limitado a una hora luz de la propia arma y había una relación suficientemente definida entre la frecuencia de giro del arma (medida con unos parámetros en los que Escorpio no quería ni pensar) y el alcance radial en una dirección determinada. Lo que resultaba más difícil de predecir era la dirección en la que la burbuja de extinción sería lanzada y el tamaño físico del efecto de la burbuja.

El proceso de prueba requería la detección de un efecto causado por la descarga del arma. En un planeta esto no habría representado ninguna dificultad: los constructores del arma simplemente afinarían la frecuencia de giro para que su efecto se mostrase a una distancia segura y después suponer el tamaño y la dirección en la que ocurriría. Después de disparar el arma examinarían la zona previamente seleccionada para comprobar los efectos de la burbuja de espacio tiempo, es decir, que toda la materia que contenía simplemente se había volatilizado.

Pero en el espacio era mucho más difícil calibrar un arma hipométrica. Ningún sensor existente podía detectar la desaparición de unos pocos átomos de gas interestelar de unos pocos metros cúbicos de vacío. Por lo tanto, la única solución práctica era intentar calibrar el arma dentro de la propia nave. Por supuesto, esto era extremadamente peligroso. Si la burbuja aparecía en el centro de uno de los motores combinados, la nave estallaría inmediatamente. Pero el procedimiento de calibración en pleno vuelo ya había sido probado con anterioridad, según había dicho Remontoire, y ninguna de sus naves había resultado destruida en el proceso.

Lo que no habían hecho era seleccionar inmediatamente un objetivo dentro de la nave. Prefirieron probar sobre la piel de la nave, a una distancia segura de cualquier sistema vital. El procedimiento, por lo tanto, consistía en introducir las coordinadas iniciales para generar una pequeña burbuja que pasase desapercibida fuera del casco. El arma sería disparada repetidamente con pequeños ajustes en su frecuencia de giro en cada disparo, disminuyendo la distancia radial y por lo tanto acercando cada vez más la burbuja al casco. No podrían verlas ahí fuera, solo podrían imaginárselas acercándose y nunca podrían estar seguros de si estaban a punto de agujerear el casco de la nave o si aún estaban a cientos de metros de distancia. Era como convocar a un espíritu malevolente a una sesión de espiritismo: el momento de su llegada estaba cargado de miedo y expectación.

El área de pruebas alrededor del arma había sido sellada hasta la piel de la nave, excepto para los sistemas de control automatizados. Todos los que aún no estaban congelados habían sido trasladados lo más lejos posible. Tras cada disparo (cada uno de los temblores y rebotes del mecanismo giratorio), los técnicos de Escorpio estudiaban detenidamente los datos para ver si el arma había generado su efecto, escaneando la red de micrófonos y barómetros para comprobar si había alguna pista de si había dejado de existir un pedazo esférico de la nave de un metro de diámetro. Y así continuó el proceso de calibración mientras los técnicos afinaban el arma una y otra vez, escuchando los posibles resultados. Entonces las luces volvieron a atenuarse.

—Capto algo —dijo el técnico, al cabo de un momento. Escorpio vio un grupo de indicadores rojos brillando en la pantalla—. Las señales provienen de… —Pero el técnico no terminó la frase. Sus palabras fueron ahogadas por un aullido creciente, un ruido que no se parecía a nada que Escorpio hubiese oído jamás a bordo de la
Nostalgia por el Infinito
. No era el crujido del aire escapándose por una cercana grieta, no el rugido de un fallo estructural. Se parecía más a una vocalización grave y agónica, al sonido de algo enorme y bestial al ser herido. El gemido remitió, como un estruendo sordo o un trueno.

—Creo que ha surtido efecto —dijo Escorpio.

Bajó a comprobarlo por sí mismo. Era mucho peor de lo que se había temido. No se había producido un agujero de un metro de ancho, sino una herida de quince metros. Los bordes por los que las mamparas y suelos habían sido seccionados brillaban con un impecable color plata. Fluidos verdosos llovían por toda la cavidad desde las líneas de alimentación. Un cable eléctrico se retorcía de un lado a otro en el aire, soltando chispas cada vez que contactaba con una superficie metálica.

Podría haber sido peor, se dijo. El volumen de la nave arrancado por el arma no coincidía con ninguna zona habitada, ni cruzaba ninguno de los sistemas críticos de la nave ni la superficie del casco. Había una ligera pérdida de presión local al dejar de existir el aire dentro de ese volumen, pero finalmente el arma había tenido un efecto insignificante en la nave. Y sin duda había tenido un efecto en el Capitán. Parte de su sistema nervioso, difusamente trazado, debía de haber pasado por allí y el arma obviamente le había causado un gran dolor. Era difícil juzgar la gravedad del mismo, si había sido pasajero o si aún continuaba. Quizás no existía una analogía en términos humanos. Si la hubiera, Escorpio no estaba seguro de querer saberlo. Por primera vez se le cruzó por la mente un pensamiento inquietante: si este era el dolor que el Capitán sentía cuando se dañaba una pequeña parte de la nave, ¿qué sentiría si pasara algo mucho peor? Sí, definitivamente podría haber sido peor.

Visitó a los técnicos que estaban calibrando el arma, que lo esperaban con gestos y rostros nerviosos. Esperaban una reprimenda, como poco.

—Parece ser que ha salido un poquito más grande de un metro —dijo Escorpio.

—Era un resultado incierto —dijo aturrullada la jefa—. Lo único que podíamos hacer era probar suerte y desear que… —Escorpio la cortó en seco.

—Ya lo sé. Nadie dijo que sería fácil, pero sabiendo lo que sabéis ahora, ¿podéis reducir el volumen a un tamaño más práctico?

La técnica puso una expresión de alivio y de incertidumbre al mismo tiempo, como si no acabara de creerse que Escorpio no fuese a castigarla.

—Creo que sí… teniendo en cuenta el efecto que acabamos de observar… por supuesto, tampoco podemos garantizar nada…

—No esperaba ninguna garantía, solo quiero que lo hagáis lo mejor posible.

Ella asintió rápidamente.

—Por supuesto, ¿y las pruebas?

—Seguid así. Seguimos necesitando esa arma, por muy complicada que sea de utilizar.

35

Hela, 2727

El deán había llamado a Rashmika a su buhardilla. Cuando llegó se sintió aliviada al ver que estaba solo, que no había rastro del inspector general de Sanidad. No sentía ningún afecto por el deán, pero aún menos por la acechante atención de su médico personal. Se lo imaginaba merodeando por la
Lady Morwenna
, liado con sus asuntos de la Oficina de Transfusiones o con alguna de las atroces prácticas de las que se rumoreaba era partidario.

—¿Se ha instalado cómodamente? —le preguntó el deán mientras se sentaba en su puesto entre un bosque de espejos—. Espero que sí. Estoy muy impresionado por su perspicacia, señorita Els. Ha sido una sugerencia muy acertada por parte de Grelier traerla hasta aquí.

—Me alegra haberle sido de ayuda —dijo Rashmika. Se sirvió una taza pequeña de té, sujetando con mano temblorosa la taza de porcelana. No tenía hambre. El simple pensamiento de encontrarse en la misma habitación que el sarcófago de hierro bastaba para perturbarla, pero era necesario mantener una apariencia calmada.

—Sí, un verdadero golpe de suerte —dijo Quaiche. Permanecía casi estático, moviendo únicamente los labios. El aire de la buhardilla era más frío de lo habitual y con cada palabra podía observar un halo de condensación—. Casi demasiado afortunado, diría yo.

—¿Cómo dice, deán?

—Mire en la mesa —dijo—. En la caja de malaquita junto a la tetera.

Rashmika no había visto la caja hasta ese momento, pero estaba segura de que no estaba allí en sus anteriores visitas a la buhardilla. La caja tenía unas patitas, como las pezuñas de un perro. La cogió, sintiéndola más ligera de lo que esperaba, y trasteó con el cierre dorado hasta que logró abrir la tapa. Dentro había una gran cantidad de papel: hojas y sobres de todos los colores y clases, pulcramente sujetos por una goma elástica.

—Ábralos —dijo el deán—. Écheles un vistazo.

Cogió el paquete y soltó la goma elástica. Los papeles se esparcieron por la mesa. Al azar, eligió una hoja y la desdobló. El papel lila era tan fino, tan traslúcido, que solo estaba escrito por una cara. Las pulcras letras a tinta vistas por el reverso le resultaron familiares incluso antes de darle la vuelta. La letra de color rojo oscuro era suya, infantil pero fácilmente reconocible.

—Esta es mi correspondencia —dijo—. Mis cartas para los grupos de estudio arqueológicos patrocinados por la iglesia.

—¿No le sorprende verlas reunidas aquí?

—Me sorprende que fuesen guardadas y traídas a su presencia —dijo Rashmika—, pero no me sorprende que haya podido pasar. Estaban dirigidas a un cuerpo dentro del ministerio de la iglesia adventista, después de todo.

—¿Está enfadada?

—Depende. —Lo estaba, pero ese era solo un sentimiento entre otros muchos—. ¿Alguien del grupo de estudios ha llegado a leerlas?

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