El Desfiladero de la Absolucion (86 page)

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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El Desfiladero de la Absolucion
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Habían colonizado un puñado de estrellas y luego colonizaron su galaxia, y luego colonizaron mucho más que eso, saltando hacia territorios cada vez más grandes, pasando de una estructura jerárquica a la siguiente. Galaxias, y luego grupos de galaxias, luego los supercúmulos crecientes de decenas de miles de grupos de galaxias hasta que llegaron a los huecos sin estrellas entre los supercúmulos (las estructuras más grandes de la creación), aullando como simios saltando de un árbol a otro. Hicieron cosas maravillosas y terribles. Dieron una nueva forma a su universo y a sí mismos y llegaron a hacer planes para la eternidad.

Pero fracasaron. A lo largo de toda esa mareante historia, de un salto de escala al siguiente, no hubo ni un solo momento en el que no estuvieran huyendo de algo. No huían de los inhibidores ni nada parecido. Era una especie de maquinaria, pero en esta ocasión más parecida a una plaga, una enfermedad cambiante y feroz que ellos mismos habían liberado. Los detalles en el sueño eran imprecisos, pero lo que entendió era que al principio de la historia habían construido algo, una herramienta, no un arma, cuya función era pacífica y útil, pero que se les fue de las manos.

La herramienta no atacó a la gente, pero tampoco mostró ninguna muestra de llegar a reconocerlos. Lo que hizo con la eficacia sin sentido de un incendio fue hacer añicos la materia, convirtiendo a los mundos en nubes de escombros flotantes, armazones de roca y hielo que rodeaban las estrellas. Espejos en los enjambres de la maquinaria recogían la luz de las estrellas, concentrando la energía vital en los granos de escombros. Transparentes membranas atrapaban esa energía alrededor de cada uno de esos granos y permitían que se desarrollasen diminutas ecologías, como diminutas burbujas. Dentro de esas cálidas bolsas de color verde esmeralda este pueblo podía sobrevivir si así lo decidía. Pero esa era su única decisión posible, y aun así, solo cierto tipo de existencia era posible. La única otra opción era huir. No podían detener el avance de las cambiantes máquinas, solo seguir huyendo del extremo de la onda. Únicamente podían observar mientras el fuego cambiante devoraba sus vastas civilizaciones en un simple parpadeo de tiempo cósmico, mientras los grandes enjambres de materia viva estimulada por las máquinas convertían las estrellas en linternas verdes.

Huían y huían. Buscaban refugio en galaxias satélite y durante unos millones de años pensaron que estaban a salvo. Pero las máquinas finalmente llegaron a esos satélites y comenzaron el mismo proceso, penoso y lento, de destrucción estelar. El pueblo volvió a huir, pero nunca lo suficientemente lejos, nunca lo suficientemente rápido. Ningún arma servía: o bien provocaban más daños que la propia plaga, o la ayudaban a propagarse más rápido. Las cambiantes máquinas evolucionaron, haciéndose más estables, más ágiles que nunca. Sin embargo había algo que no cambiaba: su tarea principal seguía siendo destrozar mundos y reconstruirlos en un billón de brillantes fragmentos verdes. Habían sido creados para hacer algo y eso era lo que iban a hacer.

Ahora, en la parte final de su historia, el pueblo había huido tan lejos como era posible huir. Habían agotado cualquier rincón. No podían regresar, no podían convivir con las máquinas. Incluso las galaxias transformadas eran ahora inhabitables. Su química envenenada, el equilibrio ecológico de vida y muerte estelar, se había visto afectada por la diligencia de los enjambres de máquinas. Las armas originariamente construidas para vencer a las máquinas estaban fuera de control, presentando más riesgos que el problema original.

De modo que el pueblo se fue a otra parte. Si los estaban expulsando de su propio universo, entonces quizás fuese hora de considerar mudarse a otro. Afortunadamente esto no era tan imposible como sonaba. En su sueño, Rashmika conoció la teoría de membranas. Todo tenía una textura alucinatoria. Cortinas de luz y oscuridad aterciopelada se ondulaban en su mente con la languidez de las auroras boreales. Lo que entendió fue que todo en el universo visible, todo lo que podía ver, desde la palma de su mano hasta la
Lady Morwenna
, desde el propio Hela hasta la galaxia más lejana observable, estaba necesariamente atrapado en una membrana, como un estampado entretejido en una tela. Los quarks y los electrones, fotones y neutrinos (todo lo que constituía el universo en el que vivía y respiraba, incluyéndose a sí misma) estaba obligado a viajar solo por la superficie de esta membrana.

Pero la propia membrana era tan solo una de otras muchas hojas paralelas que flotaban en una dimensionalidad espacial mayor llamada volumen. La vida dentro de esas distantes membranas era extraña y extravagante, asumiendo que la física provinciana llegara a permitir algo tan complejo como la vida. En otro lugar, unas hojas se rozaban unas con otras, y el impacto en ángulo de ésta colisión generaba hechos primordiales en cada membrana que se parecían mucho al Big Bang de la cosmología tradicional.

Si la membrana local estaba conectada con otra, entonces el doblez, el pliegue, se hallaba a una distancia cosmológica más allá incluso de la escala de la constante de Hubble. Pero no había nada que evitara que la materia y la radiación realizasen su viaje alrededor de ese pliegue con el tiempo. Si uno viajara lo suficientemente lejos por la superficie de una de esas membranas conectadas (a lo largo de incontables megaparsecs, lo suficientemente lejos a través del universo convencional de materia y luz), uno acabaría finalmente en la siguiente membrana en el vacío multidimensional del volumen.

Rashmika no veía la relación topológica entre su membrana y la de las sombras. ¿Estaban unidas o separadas?

¿Estarían las sombras ocultando deliberadamente esta información, o simplemente la desconocían? Probablemente no tuviera importancia.

Lo que sí importaba, lo único que en realidad importaba, era que había una forma de transmitir señales a través del volumen. La gravedad no era como los demás elementos de su universo: estaba unida de forma imperfecta a una membrana en particular. Podía optar por el camino más largo, rezumando a través de una membrana individual como una mancha de vino que se extiende lentamente, pero también podía filtrarse, tomando un atajo a través del volumen. El pueblo, que ahora caía en la cuenta de que eran las propias sombras, había usado la gravedad para enviar mensajes por el volumen de una membrana a otra. Y con su habitual paciencia, porque, si eran algo, eran pacientes, habían esperado hasta que alguien les contestase.

Finalmente alguien lo hizo. Fueron los scuttlers, una especie viajera de las estrellas por derecho propio. Su historia era mucho más corta que la de las sombras. Tan solo habían pasado unos pocos de millones de años desde que emergieron de su planeta natal, en un rincón perdido de la galaxia. Eran una especie peculiar, con su extraña costumbre de intercambiar partes corporales y su abominación por la similitud y la duplicación. Su cultura era impenetrablemente extraña: nada tenía sentido para ninguna otra especie con la que los scuttlers se encontraron. Por esta razón, habían establecido pocos socios comerciales, hecho pocas alianzas y acumulado muy poca información de otras sociedades. Vivían en mundos fríos, especialmente en las lunas de los gigantes gaseosos. Eran muy reservados y no tenían ambiciones más allá de las pequeñas colonias en unos pocos cientos de sistemas en su sector local de la galaxia. Debido a sus costumbres solitarias, tardaron bastante tiempo en llamar la atención de los inhibidores.

Pero no importó mucho. Los inhibidores no distinguieron entre los pacíficos y los agresivos: las reglas se aplicaban a todos por igual. Para cuando los scuttlers contactaron con las sombras, ya estaban al borde de la extinción. No hace falta decir que estaban en condiciones de considerar cualquier opción.

Las sombras supieron de las penalidades de los scuttlers. Escucharon absortas las historias de las especies que habían sido borradas del mapa por los enjambres de máquinas negras.

«Podemos ayudaros», dijeron. En aquel momento lo único que podían hacer era transmitir mensajes por el volumen, pero con la cooperación de los scuttlers podrían hacer mucho más que eso: el enorme receptor de señales gravitacionales construido por los scuttlers para captar los mensajes de las sombras tenía la posibilidad de permitir la intervención física. En su centro había un sintetizador de masa, una máquina capaz de construir objetos sólidos según los planos que le fueran transmitidos. Como el propio receptor, el sintetizador de masa era una tecnología galáctica antigua. Se alimentaba de los restos ricos en metales del gigante gaseoso que habían sido extraídos para construir el propio receptor. Pero gracias a su simplicidad el sintetizador de masa era muy versátil. Podía ser programado para fabricar receptáculos para las sombras: cuerpos mecánicos vacíos y casi inmortales en los que podrían transmitir sus personalidades. Para las sombras, ya encarnadas en máquinas en su parte del volumen, esto no significaba ningún sacrificio.

Pero los scuttlers, que eran una especie muy prudente, habían instalado salvaguardas inteligentes, conscientes del peligro de permitir la intervención física de una membrana a otra. El sintetizador de masa no podía ser activado a distancia, desde el lado del volumen de las sombras. Únicamente los scuttlers podían accionarla y permitir que las sombras empezasen a colonizar este lado del volumen. Las sombras no estaban interesadas en hacerse con toda la galaxia, o al menos eso era lo que decían. Lo que querían era establecerse en una pequeña e independiente comunidad alejada de los peligros que estaban haciendo de su propia membrana un lugar inhabitable.

A cambio les prometieron a los scuttlers que les proporcionarían los medios para vencer a los inhibidores. Lo único que los scuttlers tenían que hacer era encender el sintetizador de masa y dejar que las sombras atravesasen el volumen.

Rashmika se despertó. Ya era de día fuera y la vidriera arrojaba sombras de colores sobre su almohada empapada. Se quedó allí durante un momento, ungida por los colores, adormecida por el balanceo de la
Lady Morwenna
. Se sentía como si hubiera estado profundamente dormida, y al mismo tiempo se sentía agotada, desesperadamente falta de unas pocas horas de inconsciencia sin sueños. La voz se había ido, pero no dudaba de que regresaría. Tampoco albergaba duda alguna en su mente de que la voz había sido real y su historia era esencialmente verdadera.

Ahora, al menos, comprendía un poco mejor las cosas. A los scuttlers les ofrecieron una oportunidad para escapar de la extinción, pero el precio de aquel trato fue abrirles la puerta a las sombras. Estuvieron a punto de hacerlo, pero en el último momento no fueron capaces de ese acto de fe. Las sombras se quedaron en su lado del volumen y los scuttlers fueron aniquilados.

Al llegar a esa conclusión sintió un punzante sentimiento de fracaso. Se había equivocado al dudar que los scuttlers hubieran sido destruidos por los inhibidores. Todo por lo que había trabajado durante los últimos nueve años, cada una de las certezas en las que se regodeaba, había sido desautorizada por un único sueño revelador. Las sombras la habían corregido.

¿De qué servían sus opiniones si las comparamos con los testimonios de otra inteligencia alienígena?

Ya había considerado la alternativa: que las sombras hubieran acabado con los scuttlers. Pero eso tenía aún menos sentido que la hipótesis de los inhibidores. Si los scuttlers dejaron pasar a las sombras y si las sombras se organizaron lo suficiente como para provocar tantos daños, entonces ¿dónde estaban ahora? Era impensable que hubiesen arrasado Hela, borrando a los scuttlers de su faz y después que volvieran arrastrándose en silencio a su universo. Tampoco era probable que cruzaran el volumen, hiciesen todo este daño y luego desaparecieran sin dejar rastro escondiéndose en un rincón solitario de nuestro universo, porque, según le había contado la voz, seguían necesitando cruzar. Por eso estaban hablando con ella. Querían que la humanidad tuviera el valor que les faltó a los scuttlers.

Ahora comprendía que Haldora era el mecanismo de señalización: el gran receptor que los scuttlers habían construido. Habían usado al gigante gaseoso, lo habían reducido a lo esencial y habían entretejido los restos formando una antena gravitacional del tamaño de un planeta con un sintetizador de masa en su interior.

Lo que los observadores veían cuando miraban al cielo, la ilusión de Haldora, no era más que una especie de camuflaje. Los scuttlers ya no estaban, pero su receptor había perdurado. Y de vez en cuando, durante una fracción de segundo, el camuflaje fallaba. Durante las desapariciones, lo que los observadores vislumbraban no era una brillante ciudadela de Dios, sino el mecanismo del receptor. Una puerta en el cielo esperando ser abierta.

Eso solo le dejaba una pregunta. Era, quizás, la más difícil de todas. Si todo lo que las sombras le habían contado era cierto, entonces también tenía que aceptar lo que le habían dicho sobre ella, que no era quien creía ser.

Espacio interestelar, 2675

Cinco días después, los técnicos estaban sondando a Escorpio en la arqueta de sueño frigorífico. Era un procedimiento quirúrgico: un ritual de incisiones y catéteres, anestesia y bálsamos esterilizantes.

—No tienes por qué verlo —le dijo a Khouri, que estaba al pie de la arqueta con Aura en sus brazos.

—Quiero ver cómo te duermen sin problemas —dijo ella.

—Querrás decir que quieres asegurarte de que me quitan de en medio. —Sabía, mientras lo decía, que era cruel e innecesario.

—Aún te necesitamos, Escorp. Puede que no coincidamos en lo de Hela, pero eso no te hace menos útil.

La niña miraba fascinada cómo los técnicos hundían un tubo de plástico en la muñeca de Escorpio. Aún podía verse la cicatriz donde había estado el anterior, veintitrés años atrás.

—Duele —dijo Aura.

—Sí —dijo él—, duele, pero puedo soportarlo, pequeña.

La arqueta frigorífica estaba en una habitación individual. Era la misma en la que había llegado a Ararat tantos años atrás. Era muy antigua y poco sofisticada: una ruda caja negra con bordes angulares y el aspecto pesado del hierro forjado de algunos artefactos medievales. Pero también poseía un historial operativo perfecto, unos informes impecables de conservación de la vida de sus ocupantes en estado congelado durante los años de viajes relativistas entre las estrellas. Nunca había matado a nadie, siempre había devuelto a todos a la vida con todas sus facultades mentales. Incorporaba la nanotecnología mínima. La Plaga de fusión nunca le había afectado, ni tampoco las influencias de las transformaciones del Capitán. Un humano de base sometido al encantamiento dentro de la arqueta podía estar completamente seguro de su resucitación. La transición hacia y desde el estado criogénico era lenta e incómoda, comparada con las unidades modernas más refinadas. Sería incomodo, tanto física como mentalmente, pero no había dudas de que la unidad funcionaría como era debido y su ocupante despertaría de nuevo al final del viaje.

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