El Desfiladero de la Absolucion (88 page)

Read El Desfiladero de la Absolucion Online

Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El Desfiladero de la Absolucion
9.24Mb size Format: txt, pdf, ePub

[Por eso esa desaparición en particular tuvo que ser eliminada de los archivos públicos] —dijo la voz—. [No podían permitirse que hubiera sucedido.]

Rashmika recordó lo que la sombra le había contado acerca del sintetizador de masa.

—¿Entonces la sonda os permitió cruzar?

[No. Aún no estamos encarnadas físicamente en esta membrana. Lo que hizo fue reestablecer la comunicación. Había estado silenciada desde la última vez que los scuttlers hablaron con nosotras, pero en el momento de la intervención de Quaiche se reabrió brevemente. En esa ventana pudimos transmitir un aspecto de nosotras por el volumen, apenas un fantasma con sentimientos, programado para sobrevivir y negociar.]

Así que con eso estaba tratando Rashmika, no con las propias sombras, sino con su enviado reducido a la mínima expresión. Suponía que no había mucha diferencia. La voz era al menos tan inteligente y persuasiva como cualquier máquina que se hubiera encontrado antes.

—¿Hasta dónde has llegado? —preguntó.

[Dentro de la sonda, cuando cayó en la proyección de Haldora, y desde allí, siguiendo el enlace telemétrico de la sonda, llegamos a Hela. Pero no más allá. Desde entonces hemos estado atrapadas en el sarcófago.]

—¿Por qué allí?

[Pregúntale a Quaiche. Tiene un significado profundamente personal para él, irrevocablemente entrelazado con la naturaleza de las desapariciones y su propia salvación. Su amante, la Morwenna originaria, murió en él. Después Quaiche no tuvo el valor para destruirlo. Era un recordatorio de lo que lo había traído a Hela, un aliciente para seguir buscando una respuesta en memoria de Morwenna. Cuando envió la sonda, Quaiche llenó el sarcófago con los sistemas de control cibernéticos necesarios para comunicarse con la sonda. Por eso se ha convertido en nuestra prisión.]

—Yo no puedo ayudaros —dijo de nuevo Rashmika.

[Tienes que hacerlo, Rashmika. El sarcófago es fuerte, pero no sobrevivirá a la destrucción de la
Lady Morwenna
. Y sin nosotras, habrás perdido tu único canal de negociación. Tendrías que establecer otro, pero no está garantizado. Mientras tanto, estarás a merced de los inhibidores. Se están acercando, ¿sabes? No queda mucho tiempo.]

—No puedo hacerlo —dijo—. Me estás pidiendo demasiado. Solo eres una voz en mi cabeza. No lo haré.

[Lo harás si sabes lo que te conviene. No sabemos todo lo que nos gustaría saber sobre ti, Rashmika, pero una cosa sí tenemos clara: con seguridad no eres quien dices ser.]

Levantó la cara de la almohada, apartándose el pelo empapado de los ojos.

—¿Y qué si no lo soy?

[¿No crees que entonces sería mejor que Quaiche no lo averiguase?]

El inspector general estaba sentado solo en sus aposentos privados en la Oficina de Transfusiones, en la parte media alta de la Torre del Reloj. Canturreaba para sí mismo, contento en su ambiente. Incluso el ligero balanceo de la
Lady Morwenna
(más exagerado ahora que caminaba sobre el terreno abrupto de la carretera desnivelada y llena de baches que conducía al puente) le resultaba agradable al incitarle al trabajo su movimiento continuo. No había comido nada en muchas horas y le temblaban las manos de expectación mientras esperaba a que el análisis acabase. La tarea de prolongar la vida de Quaiche le había ofrecido muchos retos, pero no había sentido esta sensación de excitación intelectual desde sus días al servicio de la reina Jasmina, cuando era el director de la fábrica de cuerpos.

Ya había estudiado detenidamente los resultados de los análisis de la sangre de Harbin. Había estado buscando alguna explicación en sus genes para el don que se manifestaba tan claramente en su hermana. Nunca había habido indicio alguno de que Harbin tuviese el mismo grado de hipersensibilidad a las expresiones, pero eso podía significar simplemente que los genes relevantes se habían activado en el caso de su hermana. Grelier no sabía qué estaba buscando exactamente, pero tenía una ligera idea de las áreas cognitivas que debían de verse afectadas. Lo que tenía era una especie de autismo a la inversa, una sensibilidad aguda a los estados emocionales de la gente que la rodeaba, en lugar de una total indiferencia. Comparando el ADN de Harbin con la base de datos genética de la Oficina de Transfusiones, que incluía no solo a los habitantes de Hela, sino información vendida por los ultras, esperaba hallar algo anómalo. Incluso si no era algo obvio a simple vista, el
software
sería capaz de encontrarlo.

Pero la sangre de Harbin resultó ser aburridamente normal, totalmente deficiente de cualquier anomalía. Grelier regresó al banco de sangre a por una muestra de reserva, por si acaso hubiera habido un error de etiquetado. La historia se repitió: no había nada en la sangre de Harbin que sugiriese nada inusual en su hermana.

Así que, quizás, razonó Grelier, había algo anómalo exclusivo en la sangre de la chica, el resultado de una reordenación estadística de los genes de sus padres que de alguna forma no se manifestó en Harbin. O quizás su sangre resultase tan poco interesante como la de su hermano. En ese caso tendría que concluir que su hipersensibilidad había sido aprendida de alguna forma, que era una habilidad que cualquiera podría adquirir dados los estímulos apropiados.

El aparato de análisis emitió una musiquilla, indicando que había terminado. Se reclinó en su silla, esperando a que mostrase los resultados. Los análisis de Harbin (histogramas, gráficos circulares, mapas genéticos y citológicos) se mostraban ya en la pantalla. Ahora aparecían los resultados de Rashmika Els junto a ellos. Casi inmediatamente, el
software
de análisis comenzó a buscar correlaciones y diferencias. Grelier se crujió los nudillos. Podía verse reflejado, con su fantasmal mechón de pelo blanco flotando en la pantalla. Algo no era correcto.

El
software
de correlación daba errores, mostrando un montón de mensajes rojos que llenaron la pantalla. Grelier estaba acostumbrado a eso: significaba que el
software
había sido programado para buscar correlaciones dentro de un margen estadístico mucho más estrecho que la situación actual. Eso significaba que ambas muestras de sangre eran mucho más diferentes de lo que había esperado.

—Pero si son hermanos —dijo.

Excepto por el detalle de que no eran hermanos en realidad. Al menos según su sangre, Harbin y Rashmika Els no estaban relacionados en absoluto. De hecho, incluso parecía poco probable que Rashmika hubiese nacido en Hela.

36

Espacio interestelar, cerca de Épsilon Eridani, 2698

En el instante de su despertar, asumió que era un error. Seguía en la arqueta negra. Hacía solo un momento que los técnicos le habían abierto para introducirle los tubos, extrayéndole piezas, examinándolas y reemplazándolas como niños buscando tesoros. Ahora estaban aquí de nuevo, con capuchas blancas, revoloteando a su alrededor entre una bruma de vapor. Le costaba enfocar la vista, las formas blancas se volvían borrosas y se juntaban como nubes.

—¿Qué…? —comenzó a decir. Pero no podía hablar. Tenía algo en la boca que le lastimaba la garganta con afilados bordes.

Uno de los técnicos se acercó a su campo de visión. La imagen desenfocada se convirtió en una cara enmarcada por la capucha y medio oculta por una mascarilla quirúrgica.

—Tranquilo, Escorp, no intentes hablar por ahora.

Emitió un ruido que era a la vez furioso e interrogativo. El técnico pareció comprender. Se echó hacia atrás la capucha y se bajó la mascarilla, revelando una cara que Escorpio creyó reconocer. Era un hombre que parecía el hermano mayor de alguien a quien conocía.

—Estás a salvo —dijo el hombre—. Todo ha salido bien. Gruñó otra pregunta.

—¿Y los lobos?

—Nos encargamos de ellos. Al final desarrollaron o desplegaron una defensa contra las armas hipométricas. Simplemente dejaron de funcionar contra ellos, pero aún teníamos las armas caché que no le habíamos dado a Remontoire.

—¿Cuántas? —indicó.

—Las usamos todas menos una para acabar con los lobos. Durante un momento ninguna de estas cosas significó nada para Escorpio. Entonces los recuerdos se ordenaron, cobrando sentido. Tuvo una sensación de desorientación, como si estuviera en un lado de una falla que se ensanchaba, abriéndose a profundidades geológicas. La tierra que parecía estar a su alcance hacía un segundo se alejaba a toda velocidad en la distancia, inaccesible para siempre. El recuerdo del técnico introduciéndole los tubos le parecía muy antiguo de pronto, como un relato de segunda o tercera mano, como si le hubiera sucedido a otra persona.

Le sacaron el respirador de la garganta. Dio unas bocanadas entrecortadas. Con cada inhalación notaba como si le hubieran llenado la cavidad pleural con diminutos cristales.

¿Sería tan doloroso para los humanos? Se preguntaba también si quizás el sueño frigorífico era una especie de infierno para los cerdos Supuso que nunca nadie lo sabría a ciencia cierta.

No tuvo más remedio que reírse. Solo un arma. Les quedaba una jodida arma de las casi cuarenta que tenían al principio.

—Esperemos haber guardado la mejor para el final —dijo cuando sintió que podía terminar una frase—. ¿Y qué ha pasado con las hipométricas? ¿Dices que solo son chatarra?

—Todavía no. Quizás más adelante, pero los lobos de esta zona parecen no haber desarrollado la defensa que usaron los otros. Aún tienen un período de utilidad.

—Vaya, bien, has dicho zona, ¿qué zona?

—Hemos llegado a Yellowstone —dijo el hombre—, o más bien hemos llegado al sistema Épsilon Eridani, pero hay un problema. No podemos reducir a velocidad de sistema, solo lo suficiente para dar la vuelta hacia Hela.

—¿Por qué no podemos frenar? ¿Le pasa algo a la nave?

—No —respondió el hombre. Escorpio se había dado cuenta para entonces de que estaba hablando con una versión mayor de Vasko Malinin. Ya no era un joven, sino todo un hombre—. Pero hay un problema con Yellowstone.

No le gustó cómo sonaba eso.

—Enséñamelo —dijo Escorpio.

Antes de que se lo mostrasen, conoció a Aura. Entró andando en la sala de la arqueta frigorífica con su madre. La impresión casi lo tira de espaldas. No quería creer que era ella, pero sus ojos marrón dorado eran inconfundibles. Destellos de metales engastados arrojaban una luz prismática hacia él, como el aceite en el agua.

—Hola —dijo. Iba de la mano de su madre, de pie a la altura de la cadera de Khouri—. Me dijeron que te estaban despertando, Escorpio. ¿Estás bien?

—Estoy bien —respondió, que era lo máximo que podía asegurar—. Siempre es arriesgado someterse a esto. —El eufemismo del siglo, pensó—. ¿Qué tal tú, Aura?

—Tengo seis años —dijo.

Khouri apretó la mano de su hija.

—Tiene uno de esos días de niña pequeña, Escorp, cuando actúa más o menos como lo hacen los críos de seis años. Pero no es siempre así. Creía que debía prevenirte.

Escorpio las estudió a ambas. Khouri parecía un poco mayor, pero no mucho. Las arrugas de su cara estaban un poco más definidas, como si un artista hubiese cogido el boceto de una mujer joven y lo hubiese repasado con un lápiz afilado, primorosamente delineando cada pliegue y arruga de su rostro. Se había dejado el pelo largo hasta los hombros, con la raya a un lado, sujetándolo con un pasador del color del ámbar gris. Tenía vetas blancas y grises recorriéndole el pelo, pero solo servían para enfatizar el negro del resto. Pliegues de piel que no recordaba marcaban su cuello y sus manos eran más delgadas y anatómicas. Pero seguía siendo Khouri, y si no supiera que habían pasado seis años, quizás ni se habría fijado en esos cambios.

Ambas vestían de blanco. Khouri llevaba una falda con volantes hasta el suelo y una chaqueta de cuello alto sobre una blusa de cuello de barco. Su hija llevaba una falda hasta la rodilla sobre mallas blancas con una sencilla camiseta de manga larga. El pelo de Aura era negro y lo llevaba corto como un niño, con el flequillo recto sobre los ojos. Madre e hija parecían dos ángeles frente a él, demasiado limpias para la nave que él conocía. Pero quizás las cosas habían cambiado; habían pasado seis años, después de todo.

—¿Has recordado algo? —le preguntó a Aura.

—Ya tengo seis años —dijo—. ¿Quieres ver la nave? Escorpio sonrió, deseando no asustar a la niña.

—Eso estaría bien, pero alguien me ha dicho que hay otra cosa que tengo que hacer antes.

—¿Qué es lo que te han dicho? —preguntó Khouri.

—Que no era nada bueno.

—El eufemismo del siglo —replicó ella.

Pero Valensin no le dejó salir de la sala de la arqueta sin un completo examen médico. El doctor le hizo tumbarse en una camilla y someterse al silencioso escrutinio de los verdes sirvientes médicos. Las máquinas se afanaban sobre su vientre, con escáneres y sondas, mientras que Valensin le examinaba los ojos con una luz que le produjo migraña. El doctor chasqueaba la lengua como si hubiese descubierto algo ligeramente sórdido escondido ahí dentro.

—Me has tenido aquí dormido durante seis años —dijo Escorpio—, ¿no podrías haberme examinado entonces?

—Lo que te mata es el despertar —dijo Valensin—. Eso y el período inmediatamente después de la resucitación. Teniendo en cuenta la antigüedad de la arqueta y las inevitables idiosincrasias de tu anatomía, diría que no tienes más de un noventa y cinco por ciento de probabilidades de sobrevivir a la próxima hora.

—Yo me siento bien.

—Si es así, es todo un logro —dijo Valensin levantando una mano y moviendo los dedos frente a la cara de Escorpio—.

¿Cuántos hay?

—Tres.

—¿Ahora?

—Dos.

—¿Y ahora?

—Tres. Dos. ¿Es esto necesario?

—Tengo que hacerte pruebas más exhaustivas, pero me parece que muestras una degradación de la visión periférica de un diez o un quince por ciento. —Valensin sonrió, como si esas fueran exactamente el tipo de noticias que Escorpio necesitaba. El impulso necesario para hacerle saltar de la camilla con brío.

—Acabo de despertar de un sueño frigorífico, ¿qué esperabas?

—Más o menos lo que veo —dijo Valensin—. Ya había cierta perdida de visión periférica antes de dormirte, pero definitivamente ha empeorado. Puede que haya cierta mejora en las próximas horas, pero no me sorprendería si nunca recuperases tu anterior visión.

—Pero no he envejecido. He estado en la arqueta todo el tiempo.

Other books

The Awakening by Montgomery, Elizabeth
Bloodfire by John Lutz
Plum Island by Nelson DeMille
Binary Star by Sarah Gerard
Plain Jane by Fern Michaels
Prime Time by Jane Wenham-Jones