—Un arma —dijo Dhamon después de unos segundos—. Aquí tienes muchas. ¿Te importaría darme una?
Centella entornó los ojos.
—Puedes quedarte con la alabarda. Está en la cámara del tesoro. Pero no cojas nada más.
Dhamon echó a andar por el pasadizo. No tenía intención de coger nada más del tesoro del dragón ni de arriesgarse a una muerte segura por una parte del botín, aunque un par de monedas le habrían servido para comprarse ropa. El espadón resplandecía contra el muro del fondo. Dhamon se abrió paso entre montañas de monedas y piedras preciosas. La hoja curva del espadón brillaba a la luz de los líquenes. Tenía una empuñadura larga, de casi un metro y medio de longitud, grabada con imágenes de aves de presa en vuelo, y la hoja era curva, semejante a un hacha, y acababa en una punta de lanza. El arma era ligera y equilibrada y el metal de color azul plateado.
Dhamon regresó junto a Centella y se atrevió a pedirle otro favor.
—Tardaré mucho en llegar a cualquier parte. ¿No podrías llevarme a la isla de Schallsea, junto a la sacerdotisa Goldmoon?
Oyó un suave retumbo: la risa del dragón.
—Pides demasiado. Eso está cerca del reino de Sable.
—Sí.
—No. Piensa en otro lugar.
Dhamon reflexionó un momento y mencionó otra posibilidad. El dragón asintió. Sus ojos verde esmeralda sondearon los del joven, ocupando todo su campo de visión. La cueva pareció derretirse a su alrededor, y los grises y marrones de la roca se fundieron con el verde, arremolinándose como hojas arrastradas por el viento. Luego el suelo de piedra se esfumó bajo sus pies.
Una reunión peligrosa
Gilthanas quitó el cordón del cuello de su túnica azul índigo, lo usó para recogerse el cabello y se metió los mechones sueltos detrás de sus prominentes orejas de elfo. Luego, sin aflojar el paso, se alisó la túnica y tiró de un par de hilos sueltos. Era una de las prendas que Rig había comprado para él hacía menos de una semana en Gander, donde habían dejado a la mayoría de los refugiados de los Eriales del Septentrión. Afortunadamente, a partir de ese momento el barco había quedado menos atestado.
El marinero había comprado ropas coloridas para todos y había entregado un saquito de monedas de acero a cada pasajero. Gilthanas recordó que la generosidad de Rig había sorprendido gratamente a Feril, aunque esa buena obra no había salvado al marinero de las reprimendas de la kalanesti.
Gilthanas apuró un poco el paso para ablandar sus nuevas botas de cuero. Feril caminaba a su derecha, y ambos se habían rezagado un poco con la intención de conversar. El elfo había llegado a la conclusión de que la kalanesti era una persona temible, y se alegraba de haberle caído bien. Le convenía mantener su amistad con ella. Acarició la empuñadura de su alfanje prestado y advirtió que Feril lo miraba. La elfa tragó saliva y desvió la vista.
—¿No te gustan mis orejas? —bromeó él—. Porque a mí no me molestan las tuyas. Aunque en realidad es imposible verlas debajo de todos esos rizos.
Feril negó con la cabeza. El hombre se refería a que ella era una kalanesti y él un qualinesti, bastante más alto y de piel más clara, un aristócrata comparado con los Elfos Salvajes. En el pasado, las distintas razas de elfos no se llevaban muy bien, aunque bajo la tiranía de los señores supremos habían comenzado a limar sus diferencias. En algunos territorios, los qualinestis, los kalanestis y los silvanestis habían unido sus fuerzas. Una de dichas colonias residía en la costa meridional de Ergoth del Sur.
—¿Tus orejas? —repitió ella con una risita—. No; no es eso. —Hizo una pequeña pausa—. Dhamon tenía el cabello rubio y solía recogérselo igual que tú.
Gilthanas la miró con expresión compasiva.
—En el barco me han hablado mucho de él. Tengo entendido que era un buen hombre, a pesar de que en el pasado formó parte de la Orden de los Caballeros de Takhisis. Parece que estabais muy unidos.
—Eso deseábamos, aunque el destino no nos dio ninguna oportunidad. —Feril respiró hondo y miró al cielo—. De todos modos no habría funcionado. Él era humano.
—¿Y qué tienen de malo los humanos? —preguntó Gilthanas con voz lo bastante alta para que lo oyeran Palin y su hijo, que caminaban varios pasos más adelante.
Los Majere miraron por encima del hombro, y Gilthanas dedicó una sonrisa traviesa a Feril. Ulin frunció el entrecejo y cabeceó.
La kalanesti se ruborizó y sonrió a Palin y a su hijo.
—Los humanos no tienen nada de malo. Me caen bien..., en serio. —Una vez que los Majere se volvieron para continuar tras los pasos de sus guías, añadió en voz más baja:— Pero no son como nosotros. Tienen una vida más corta, se consume como una vela. Ven las cosas de otra manera. Ellos prefieren las ciudades, y yo la selva. Se sienten mejor con individuos de su propia raza. No; la relación entre Dhamon y yo no habría prosperado. Además, ya no tiene sentido pensar en ello. Él ha muerto.
—Hace algunas décadas, yo pensaba como tú —confesó Gilthanas—. Era joven y mucho más necio, tanto que estuve a punto de empañar la felicidad de mi hermana Laurana. Dudo que ella haya perdonado mi ignorancia.
—¿Laurana se enamoró de un humano?
—En cierta forma; de un semielfo llamado Talanthas.
—¡El semielfo Tanis! —exclamó Feril con entusiasmo—. He oído hablar de él. Fue un héroe como Caramon y Raistlin y murió poco antes de la guerra de Caos. Sin embargo, no sé mucho más de él..
—Su madre murió al traerlo al mundo y mi familia lo adoptó. Era mi confidente, mi compañero de juegos. Pero era diferente, imperfecto, según pensaba yo entonces, no tan bueno como los qualinesti y, desde luego, un mal partido para mi hermana. Ella se quedó prendada de él la primera vez que lo vio. Un día, mientras jugaban, Laurana le hizo prometer que se casaría con ella cuando fueran mayores. El lo tomó a broma y oí que le hacía la promesa. Entonces sentí la sangre palpitando en mis oídos. Comprendí que mi querida hermana no bromeaba. Llevé a Tanis aparte y lo amenacé, pues estaba firmemente decidido a mantener pura la sangre elfa de mi familia. Acabé con nuestra amistad diciéndole que era un mestizo indigno de mi hermana.
»
Tanis se marchó, y a mi hermana se le partió el corazón. Yo estaba muy satisfecho de mí mismo, feliz de haberla salvado. Hasta que él regresó unos años después. Laurana volvió a perseguirlo, con mayor pasión que nunca. Pero Tanis era lo bastante prudente para recordar mis palabras. Él mantuvo las distancias, y yo lo vigilé de cerca.
—¿De modo que nunca llegaron a unirse? —preguntó Feril en voz baja.
—Durante la Guerra de la Lanza, el destino nos llevó al Muro de Hielo y luego a Ergoth del Sur, tu patria. Las tres razas que vivían allí, tu pueblo, el mío y los silvanestis, estaban enfrentados. Aunque compartían el mismo territorio, no se portaban bien unos con otros. Esto me abrió los ojos. Verás; me enamoré de una kalanesti. Mi relación con ella me hizo comprender que los elfos son elfos, y que sus nombres y circunstancias de nacimiento son irrelevantes. Lo que cuenta es lo que hay en el interior de una persona, independientemente de su aspecto.
—¿Y dónde está ella ahora? ¿Qué le pasó?
—Le juré amor eterno, me enamoré tanto que ella se convirtió en mi vida entera y dejé de pensar en Laurana y Tanis. Pero entonces... —Gilthanas hizo una pausa y se acarició la barba— mi amada me reveló su auténtica naturaleza. Me confesó que no era una kalanesti y yo le volví la espalda.
—¿Su verdadera naturaleza?
—Me sentí traicionado. Ella no era quien decía ser, o lo que decía ser. No había sido sincera conmigo. Creía que la conocía, pero no era así. Pensé que se había mofado de mí y que había jugado con mis sentimientos. Ya no estaba dispuesto a confiar en ella y me negué a aceptar mis sentimientos. Luego desaparecí. ¿Desaparecí? ¡Ja!
—¿Fue entonces cuando te encarcelaron?
—Sí, pero fueron los silvanestis quienes lo hicieron. Durante los años de soledad en una celda tuve ocasión de reflexionar sobre mi vida, mi aristocrática vida. Mi propio pueblo me había entregado a los silvanestis. Primero había decidido que Tanis no era lo bastante bueno para mi hermana. Gracias a los dioses, finalmente se casaron. Luego me había obsesionado con Verminaard. Él había matado a algunos de los míos y juré vengarme, pasara lo que pasara. Por último me había ensañado con Silvara. La amaba con toda mi alma, pero la rechacé con la misma pasión con que me había enamorado de ella. Más tarde comprendí que debía haberles dado una oportunidad a ella y a nuestro amor. Cuando por fin me escapé de la prisión, comencé a viajar por todo Ansalon en busca de Silvara. Pero más tarde volvieron a traicionarme y acabé en la prisión donde nos conocimos.
—Es probable que todavía puedas encontrarla.
—Es probable —asintió Gilthanas en voz tan baja que Feril tuvo que esforzarse para oírlo—. ¡Qué mezquino fui! ¡Y qué indigno de ella! La raza no tiene nada que ver con el amor, Feril.
La kalanesti estudió el semblante de Gilthanas durante unos instantes y pensó en la posibilidad de hacerle más preguntas sobre Silvara. Pero el elfo tenía la vista perdida en la distancia.
—Dhamon y yo no tuvimos ocasión de pasar mucho tiempo juntos —murmuró mirando al suelo.
Gilthanas guardó silencio durante un rato.
La mujer delgada y el joven pelirrojo encabezaban la pequeña expedición a través de Witdel. La mayor parte de la ciudad tenía un aspecto miserable. Aunque en el pasado había sido una localidad próspera, ahora pasaba una mala racha que había comenzado con la guerra de Caos. Casi todos los edificios eran de madera y acusaban los estragos del mar y la falta de cuidados: pintura desconchada, puertas colgando de las bisagras. Los carteles de los comercios eran rústicos y algunos estaban tan deteriorados que eran imposibles de descifrar.
Sin embargo, algunos establecimientos parecían marchar viento en popa. A dos manzanas del muelle había una pequeña hostería que estaba en mejores condiciones que la mayoría de los edificios. En el porche colgaban cestos con macetas llenas de flores, y los marcos de las ventanas parecían recién pintados. Cerca de allí estaban reformando y ampliando una tienda de artículos de caza y pesca.
La mujer delgada miró su reflejo en el escaparate de una zapatería e hizo una mueca de disgusto al ver su aspecto desaliñado. Agotada por los sufrimientos padecidos en su cautiverio, no caminaba con excesiva rapidez, pero su andar era resuelto.
—No puedes liberarlos a todos, ¿verdad? —preguntó a Palin—. Es evidente que los Caballeros de Takhisis estarán haciendo prisioneros en otras ciudades y no podréis salvarlos a todos.
Palin no respondió. Sabía que la mujer no esperaba una respuesta.
—Salvar aunque sólo sea a una sola persona es importante —terció Gilthanas—. Nadie debería ser esclavo de los caballeros.
El qualinesti sabía lo que significaba estar prisionero; había pasado más de diez años en manos de los silvanestis. Como segundo candidato al trono, su encarcelamiento había obedecido a razones de conveniencia política. Era un tiempo breve en la vida de un elfo, pero no por eso la experiencia había sido más agradable. Y luego lo habían capturado los Caballeros de Takhisis. Estaba muy agradecido a Palin, Rig, Ampolla y Feril por haberlo rescatado.
En los dos períodos de confinamiento, Gilthanas había tenido ocasión de pensar en muchas cosas, y muy especialmente en una mujer. Ella no era un miembro de su raza, y por eso Gilthanas había negado sus sentimientos. No obstante, durante las interminables horas de cautiverio el elfo había llegado a la conclusión de que el amor estaba por encima de las diferencias raciales.
Varias décadas antes debía encontrarse con su amada cerca de la Tumba de Huma, en Ergoth del Sur, y ahora creía que no acudir a la cita había sido el mayor error de su vida.
En las afueras de la ciudad, Palin detuvo a sus guías.
—¿Es por este camino?
La mujer delgada asintió.
—A unos tres kilómetros de aquí. El campamento está en un claro junto al camino. No tardamos mucho en llegar de allí al muelle, a pesar de que era de noche. Seguidnos.
—Creo que podemos continuar solos —dijo Palin.
La mujer iba a protestar, pero cambió de idea cuando el joven pelirrojo le tiró del brazo.
—Os esperaremos aquí —repuso ella.
Feril adelantó a Palin y se acuclilló al borde del estrecho sendero de tierra que conducía al sudeste.
—Los caballeros van y vienen por este camino.
Señaló unas ramitas rotas y unas hojas de helecho aplastadas y siguió con los dedos el contorno de unas huellas de botas.
—¿Cómo sabes que esas huellas son de los Caballeros de Takhisis? —preguntó Ulin.
—Porque son profundas y relativamente uniformes, como las que hubieran dejado personas con armadura; es decir, soldados. Estas otras seguramente son de los prisioneros que llevaron al muelle. —Feril miró a Palin—. Voy a explorar el camino.
La kalanesti recorrió una docena de metros por delante de los hechiceros. Estaba en su elemento, con sus aguzados sentidos concentrados en las plantas y el suelo, buscando el rastro de los caballeros. Cuando oyó voces, se agachó y comenzó a andar a gatas hasta que vio un campamento en un claro. Entonces se ocultó detrás de un arbusto grande, apartó las hojas y observó cómo un caballero arrastraba a un alce hacia el claro. El animal tenía una flecha clavada en el pecho. El caballero dejó el alce junto al fuego que estaba avivando uno de sus compañeros y se puso a desollarlo y a cortarlo.
Detrás de la pareja, otros dos caballeros vigilaban a un grupo de personas atadas entre sí por las muñecas y los tobillos. Feril contó diez caballeros y cuarenta y tres prisioneros. Tras observar la escena durante unos minutos, regresó junto a los hechiceros y les contó lo que había visto.
—No me gusta —dijo Ulin.
—Rig diría que son pocos para nosotros —protestó Feril.
—No es que no crea que podemos vencerlos —se apresuró a explicar el más joven de los Majere—, pero temo que algunos prisioneros resulten heridos en la lucha. Sin embargo, tengo una idea.
* * *
Un Caballero de Takhisis se internó en el campamento con paso tambaleante. Tenía el peto de la armadura cubierto de sangre y la cara sucia de polvo. Había perdido sus armas y su escudo y el yelmo colgaba de su mano. El resto de los caballeros se pusieron de pie en el acto, desenvainaron sus espadas como un solo hombre y miraron detrás del herido. El caballero que desollaba al alce corrió en auxilio de su compañero. Pero el herido dio un paso atrás, rehusando su ayuda, y señaló hacia el camino que conducía a Witdel.