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Authors: Jean Rabe

Tags: #Fantástico

El Dragón Azul (15 page)

BOOK: El Dragón Azul
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El caballero asintió y se puso en pie. Su sudorosa cara estaba cubierta de arenilla, pero no la limpió. Se puso el yelmo y dio un paso atrás para formar con sus camaradas.

—Tendrá que acompañarte alguien —añadió Khellendros—. No importa a quién elijas, siempre que sea un hombre íntegro y honrado, de excelentes cualidades; un humano idealista. El objeto que deseo que recuperes podría quemarte la piel, hasta es posible que te resulte imposible tocarlo, pero no causará daño alguno a un hombre piadoso. Más adelante te pediré que busques otros objetos, pero antes debo descubrir su paradero.

—Comenzaremos por éste, mi señor Khellendros. No os defraudaremos —aseguró el portavoz de los caballeros.

Khellendros estaba muy satisfecho de sí. No cabía duda de que era listo. Ahora tenía a Fisura y a los caballeros buscando los antiguos objetos mágicos.

—Asegúrate de no fallarme. El éxito de esta empresa ayudará a tu Orden a expiar la negligencia de vuestros hermanos del fuerte.

* * *

—Ya he visto suficiente.

Mirielle Abrena se separó del cuenco de cristal lleno de agua, en cuya superficie flotaba la imagen de los caballeros y Khellendros. Hizo una seña al hechicero que estaba a su lado.

—Muy bien, gobernadora general —repuso el hechicero, que removió el agua con un dedo deforme para borrar la imagen.

Mirielle se paseó de un extremo al otro de la habitación, una lujosa biblioteca llena de muebles de madera oscura. Los tacones de sus botas rechinaban sobre el lustroso suelo. Se sentó en un sillón de orejas y unió los dedos de ambas manos.

—Dime, Herel, si consiguiéramos apoderarnos de parte de la antigua magia que busca Khellendros, ¿podrías usarla en beneficio nuestro?

El hechicero se quitó la capucha, dejando al descubierto la cara angulosa de un hombre maduro. En la mejilla izquierda tenía una cicatriz semejante al sarmiento bordado en la pechera de su túnica.

—Mi querida gobernadora general, soy un hombre de talento. Sí; podría usar esos objetos mágicos. Agradecería a Takhisis una oportunidad semejante y sin duda sabría emplear la magia para nuestros fines. Pero ¿qué hará Khellendros si se entera de que los caballeros buscan esos objetos para sí?

Mirielle esbozó una sonrisa astuta.

—No se enterará. Los caballeros asignados a su servicio harán exactamente lo que les ha pedido. Si consiguen llegar antes que nosotros, estupendo. Pero si los hombres que yo escoja descubren algún otro vestigio de la magia antigua... —Dejó la frase en el aire y sus ojos bucearon en los del hechicero—. Khellendros ha enviado a los caballeros a la Tumba de Huma. No interferiremos con esa misión, pues sería una carrera imposible de ganar. Pero tú averiguarás dónde se encuentran el resto de los objetos mágicos y concentraremos nuestros esfuerzos en ellos.

—Pero, gobernadora general, parte de la vieja magia está enterrada, oculta. Vaya a saber dónde...

—No será imposible para un hombre de talento como tú, ¿no? —dijo con ironía—. Tampoco para alguien dispuesto a complacer a la gobernadora general de los Caballeros de Takhisis y que haría cualquier cosa para satisfacer sus deseos.

El hechicero palideció.

—Me ocuparé de este asunto de inmediato, gobernadora general.

—Eso espero —respondió ella lacónicamente—. Tengo entendido que el tiempo es...

Un brusco golpe en la puerta interrumpió las palabras de Mirielle. El hechicero se acercó presuroso a la puerta y posó la mano sobre la oscura madera.

—El caballero Breen espera fuera, gobernadora general.

—Hazlo pasar. Pero no digas una sola palabra de lo que hemos hablado, ni a él ni a nadie.

El hechicero se marchó en cuanto entró el caballero. Un brillante peto negro cubría su fornido pecho y una capa también negra, cubierta de galones y medallas, colgaba en grandes pliegues sobre su espalda. Saludó con una pequeña inclinación de cabeza y clavó sus fríos ojos en Mirielle.

—Gobernadora general, nuestras fuerzas han tomado otras cuatro aldeas de ogros. Durante el último ataque sufrimos pérdidas importantes. La aldea era grande y sus habitantes estaban preparados para defenderse. Sin embargo, creo que Sanction estará en nuestras manos antes de fin de año.

Mirielle hizo un gesto afirmativo.

—¿Algo más?

—Me pedisteis un informe de los nuevos alistamientos, gobernadora general. Multitud de jóvenes de Neraka y Teyr se han unido a la Orden y estamos reclutando un número importante en Abanasinia. Este año nuestras tácticas persuasivas han dado buenos frutos. Ojalá Takhisis estuviera aquí para ver nuestros progresos.

—Somos más fuertes que nunca. —Mirielle se puso en pie y se acercó a Breen—. Escoge una docena de tus mejores hombres de la ciudad y envíamelos. Tengo que encomendarles una misión importante. —Lord Breen le dirigió una breve mirada de curiosidad y abrió la boca con intención de preguntarle algo más, pero la gobernadora lo cortó en seco—. Puedes retirarte.

10

El Dragón de las Tinieblas

El dragón era gigantesco, negro y sin rasgos característicos, como si fuera una silueta recortada de un trozo de terciopelo y suspendida en el cielo del atardecer. Flotaba sobre el cuerpo contorsionado de un Dragón Verde, estudiándolo. Luego la mancha se esfumó de la vista.

—¿Qué conclusión sacas? —preguntó el Custodio.

Miró el cadáver del dragón, la sangre que se extendía a su alrededor formando un oscuro charco y las escamas de color verde oliva desperdigadas por el suelo como hojas caídas.

El Hechicero Oscuro removió el agua del cuenco grande que tenía delante. De inmediato, la escena representada sobre la superficie desapareció.

—Durante la Purga, los dragones se mataban unos a otros y absorbían la esencia del vencido para acrecentar su poder. Es muy probable que este dragón esté haciendo lo mismo.

—Aunque es negro, no se trata de un Dragón Negro —comentó el Custodio—. No exhaló ácido sobre el joven Verde. Su aliento era como una sombra sofocante, una nube tenebrosa a través de la cual no podíamos ver nada. Creo que es un Dragón de las Tinieblas.

Su colega asintió.

—Son raros en Krynn, pero no desconocidos. Lo vi por primera vez hace unas semanas, cuando mató a un joven Rojo. También he visto otros cadáveres de dragones, uno Blanco y dos Negros, y me pregunto si este Dragón de las Tinieblas es el responsable.

—Quizás, aunque puede que nunca lo sepamos con seguridad —respondió el Custodio—. No tiene escamas ni garras. No pretende conquistar un territorio, como los señores supremos. Me gustaría estudiarlo con más detenimiento, pues ha despertado mi curiosidad, pero debo seguir buscando los antiguos objetos mágicos. Y tengo que darme prisa. Estoy de acuerdo con Palin en que el tiempo apremia. No debí haberme distraído de mi tarea ni siquiera estos breves minutos.

—A mí también me gustaría estudiar al dragón, pero debo invertir todas mis energías en Malys. Cada día que pasa, la Roja enrola más goblins en su ejército. Este Dragón de las Tinieblas, por el contrario, no parece una amenaza para los humanos, de modo que podemos posponer su estudio.

—No indefinidamente.

—No.

—Bien; entonces queda acordado que, cuando terminemos con nuestras respectivas investigaciones, dedicaremos toda nuestra atención al Dragón de las Tinieblas. —El Custodio se apartó del cuenco de agua y se dirigió a una estantería que cubría una pared entera de la habitación donde se encontraban, una cámara de la Torre de Wayreth. Del suelo al techo había estantes repletos llenos de gruesos volúmenes y rollos amarillentos—. Estas son las notas y los diarios de Raistlin. He estado revisando las copias, buscando información sobre la magia de la Era de los Sueños.

—Otra vez Raistlin —susurró el Hechicero Oscuro. Debajo de la capucha del mago, unos ojos centelleantes seguían todos los movimientos del Custodio—. Conoces muy bien los escritos del hechicero.

El Custodio se detuvo frente a una sección de libros encuadernados en piel, dio la espalda al Hechicero Oscuro y estudió los lomos.

—He leído sus obras varias veces. —Se puso de puntillas y tiró de un grueso volumen del centro de un estante. El libro se resistió a las primeras intentonas, pero finalmente cayó en sus manos—. Sí, es éste.

—Conoces algunos párrafos de memoria. Te he oído recitarlos.

—Algunas de sus obras me interesan mucho.

El Custodio acarició las letras doradas de la tapa del libro. Luego lo abrió por la mitad y estudió un pasaje siguiendo las líneas con el índice y esbozando las palabras con los labios.

—Sí, estoy seguro —dijo el Hechicero Oscuro.

El Custodio cerró el libro y se volvió a mirarlo.

—¿Seguro de qué?

—De que tú eres Raistlin.

El Custodio rió en voz baja.

—Conocí a Raistlin Majere; lo conocí bien, mejor quizá que su propio hermano. Pero también he conocido a otros grandes hechiceros de Krynn. Justarius, de los Túnicas Rojas; Dalamar, Par-Salian, Rieve, Gadar, Ladonna y muchos más. Raistlin era probablemente el más importante. Me halagas con tus acusaciones.

—¿Lo niegas?

—Si yo fuera Raistlin, ¿qué estaría haciendo en esta torre contigo y con Palin Majere? Raistlin ha desaparecido. Además, siempre prefirió la soledad.

—Éste es un lugar solitario. Y Raistlin Majere tendría suficiente interés por su sobrino para...

—¿Acaso me parezco a él? No soy tan frágil.

El Hechicero Oscuro se acercó.

—Ocultas ingeniosamente tu apariencia.

—Igual que tú.

El Custodio regresó junto al estante y dejó el libro en su sitio. Luego bajó el siguiente de la fila.

Debajo de su máscara metálica, el Hechicero Oscuro sonrió.

—Me marcho a estudiar al Terror Rojo, como los kenders llaman a Malystryx. Avísame si encuentras algo interesante en los escritos de Raistlin. —El Hechicero Oscuro enfiló hacia la puerta y añadió en voz baja:—
Tus
escritos, según creo, colega. No has negado mi acusación.

El Custodio abrió el libro en la última sección, buscó un título que recordaba bien y comenzó a leer.

11

Problemas en el muelle

El Dragón Azul descendió en picado, arrastrando consigo a Dhamon Fierolobo en su mortífera caída. Volaron sangre y escamas, y la espada de Dhamon se hundió suavemente, como una aguja de plata pequeña e insignificante. Dhamon parecía una muñeca vieja. La tormenta rugía alrededor, golpeando salvajemente los cuerpos y a Feril, que contemplaba con impotencia la tétrica escena. El dragón y Dhamon se hundieron en el lago, levantando una gran lluvia de agua en el aire. Los dos desaparecieron bajo la superficie. Al principio se vieron ondulaciones y burbujas, señales de vida y esperanza. El corazón de la kalanesti latió desbocado, al ritmo de los rayos.

—¡Dhamon! —gritó.

Pero las burbujas desaparecieron, la tormenta amainó y ella despertó empapada en sudor.

Otra vez el sueño que se repetía noche tras noche. La única vez que no recordaba haberlo tenido había sido cuando había pasado la noche en el desierto con Palin y Rig. Entonces había tenido tanto en que pensar y que hacer, que se había dormido de puro agotamiento.

La elfa estaba en su catre, oyendo el rumor de las olas que chocaban contra el casco, el suave crujido del barco contra el muelle y los lejanos gritos de las gaviotas. De repente oyó unos pasos rápidos en la cubierta, como si alguien tuviera prisa por llegar a algún sitio. Miró por la portilla. El cielo se había teñido de rosa, aunque estaba cubierto de nubes bajas y grises. Pronto amanecería. Oyó otros pasos sobre su cabeza.

La noche anterior habían atracado en el puerto de Witdel. Era un puerto de aguas lo bastante profundas para que pudiera anclar el
Yunque.
Rig había avisado que los últimos refugiados desembarcarían por la mañana, pero no había dicho que fueran a salir tan temprano.

Entonces oyó otros ruidos y sus aguzados sentidos de elfa se centraron en las pisadas. Alguien corría en los muelles. Un grito atravesó el aire, y Feril se levantó de un salto y cogió su túnica y sus botas. Olfateó: algo se quemaba. Lo que había visto a través de la portilla no eran nubes, sino humo.

* * *

Rig Mer-Krel oyó un estruendo a su espalda. El palo popel cayó y sacudió el barco. Las velas ardían y, cuando el palo se desplomó sobre la cubierta, las llamas se extendieron en todas las direcciones.

El marinero corrió hacia el centro de la embarcación, esquivando las llamaradas, y alzó el alfanje por encima de su cabeza. Luego dejó caer el arma para hundir la hoja en la clavícula de uno de los Caballeros de Takhisis. Oyó la cota de malla que se partía, el crujido del hueso y el grito ahogado de su contrincante, que ya se desplomaba sobre la cubierta. La espada del caballero cayó al suelo, y el marinero se apresuró a recogerla.

Rig saltó hacia atrás para enfrentarse al siguiente adversario y se agachó justo a tiempo para evitar una estocada. Dio otro salto al frente y clavó la espada prestada en lo más profundo del estómago de otro caballero. Movió la hoja para liberar el arma, y el caballero cayó hacia adelante.

El marinero se detuvo apenas un instante para contemplar su obra; luego saltó por encima del cadáver y arremetió contra otros dos caballeros. El humo lo envolvía, pues el fuego se extendía progresivamente a otras secciones del barco. Le lloraban los ojos y tosió para descongestionar los pulmones. Con el alfanje en una mano y la larga espada en la otra, balanceó las hojas para mantener a raya a los dos caballeros hasta que pudiera abrirse paso. Los hombres estaban de cuclillas, espadas en ristre, moviéndose para esquivar los golpes de Rig.

Detrás de ellos, un hombre con una túnica gris parcialmente oculta por el humo flexionaba los dedos frente a su arrugada cara y pronunciaba palabras ininteligibles. El marinero frunció el entrecejo y volvió a toser. El hombre de la túnica lucía en el pecho el emblema de los Caballeros de Takhisis, pero en lugar del lirio de la muerte había una corona de espinas.

—Maldito hechicero —susurró Rig.

El marinero se dobló hacia adelante, tosiendo, y los caballeros aprovecharon la ocasión para avanzar. Pero Rig se irguió inesperadamente y empaló al de la derecha con la espada. El hombre de la izquierda se hizo a un lado, esquivando por los pelos el golpe del alfanje. Rig liberó la espada y corrió hacia el hechicero.

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