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Authors: Jean Rabe

Tags: #Fantástico

El Dragón Azul (12 page)

BOOK: El Dragón Azul
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En todas partes reinaba el caos. La kalanesti luchaba con un caballero que había conseguido eludir a los elefantes. La kender cargó su honda con excrementos de las bestias y disparó contra los caballeros. El elefante más grande empaló a un caballero con un colmillo y arrojó el cuerpo destrozado a un lado.

Rig hizo una seña a los prisioneros para que huyeran y se unió a la pelea. Se escurrió entre dos de los encolerizados elefantes y clavó su cuchillo a diestro y siniestro derramando sangre en cada estocada.

Desde algún lugar del patio interior, hacia donde habían ido los elefantes, se oían gritos de dolor y órdenes estridentes.

—¡A la muralla! —dijo alguien—. ¡Coged los arcos!

Palin continuó murmurando las palabras de su encantamiento hasta que de su mano brotó energía convertida en una poderosa fuerza mágica.

Miró el castillo de arena, los muros negros, las torres y las almenas. Pronunció las últimas palabras de su hechizo, instando a los cimientos del castillo a derrumbarse.

En ese preciso momento, una andanada de flechas llenó el aire. Aunque alcanzaron a los elefantes, sólo sirvieron para enloquecerlos. Una de las flechas hirió a Palin en el hombro derecho. Una segunda y una tercera se clavaron en su pierna izquierda. El hechicero gimió de dolor y cayó de rodillas. Otra flecha se hundió en la arena, peligrosamente cerca. Aunque el dolor era intenso, el hechicero consiguió arrinconarlo en su mente. No podía permitir que lo dominara, que rompiera su concentración. En estas condiciones era difícil practicar su magia, pero no imposible. Se mordió el labio inferior y fijó la vista en el suelo de arena del castillo.

—¡Palin! —gritó Feril mientras corría a su encuentro.

El hechicero oyó sus pasos sobre la arena y sintió que el suelo vibraba en lo más profundo de las entrañas de la tierra. Otra flecha se hundió en su brazo haciéndolo estremecer de dolor. Las sensaciones —el barritar de los elefantes, el dolor, el ardor de su piel quemada por el sol, y el calor húmedo y pegajoso de la sangre— comenzaron a superponerse.

—¿Qué pasa? —oyó que preguntaba un caballero—. ¡El Bastión! ¡Huid!

Hubo otras palabras, pero el hechicero ya no podía descifrarlas. Se dejó envolver por una agradable oscuridad.

Luego sintió que Feril tiraba de él, ayudándolo a levantarse. Sus piernas parecían de plomo y se negaban a moverse, y mucho menos a soportar su peso, pero la kalanesti insistía. «¿Fue esto lo que sintieron mis hermanos, lo que sintió mi primo Steel? —se preguntó Palin—. ¿Sufrieron una agonía semejante antes de morir?»

Feril le pasó el brazo por debajo de la axila izquierda, lo puso de pie y comenzó a arrastrarlo. Las vibraciones del suelo se intensificaban, y Palin giró la cabeza hacia el fuerte. Las murallas se desmoronaban y las torres se plegaban sobre sí mismas. La arena negra estallaba. Los caballeros apostados en las murallas y las torres caían al foso, y a aquellos que sobrevivieran a la caída les aguardaba una muerte aun más horrible.

—Los escorpiones —murmuró Palin.

Una ruido seco destacó sobre el bullicio y el suelo tembló. Uno de los elefantes había caído, asesinado por los caballeros. Los otros tres continuaron cargando contra los caballeros y los cafres, creando un mar de sangre y miembros destrozados.

Ampolla corrió hacia Feril y Palin, y los tres vieron a Rig. Estaba cubierto de sangre: la suya y la de los caballeros con los que había combatido. El marinero corría hacia el camino que conducía a las puertas de la ciudad y al desierto. Los prisioneros ya marchaban con paso tambaleante por ese camino, apremiados por los gritos de Rig. Algunos llevaban a sus compañeros en andas o a rastras.

Feril y Ampolla condujeron a Palin en esa dirección. Los caballeros que pasaron a su lado estaban demasiado ocupados luchando por su vida para detenerlos. Procuraban esquivar las patas y los colmillos de los elefantes y miraban con ojos desorbitados a los millares de escorpiones que salían del foso.

Los escorpiones reptaban sobre los caballeros caídos, se metían entre las planchas de las armaduras y picaban las manos, el cuello o la cara de sus víctimas. Los caballeros gritaban y se retorcían en el suelo, tratando de ahuyentar a los arácnidos. Pero, si espantaban a uno, otros tres ocupaban su lugar. Las mortíferas criaturas también trepaban por las piernas de los cafres, que se movían frenéticamente para quitárselos de encima. Pendientes de los escorpiones, los cafres no podían defenderse de los elefantes y muchos de ellos cayeron bajo sus enormes patas mientras las bestias seguían a la kalanesti.

—Cuántas muertes —susurró Palin. Recordó la guerra de Caos y el suelo del Abismo cubierto de cadáveres de Caballeros de Takhisis, Caballeros de Solamnia y dragones.

—Si no nos damos prisa, nosotros seremos los siguientes —dijo la kender.

Feril y Ampolla empujaron al hechicero, a quien prácticamente llevaban en andas.

—Tenemos que detenernos a curar tus heridas —dijo la elfa—. O morirás desangrado.

Palin negó con la cabeza.

—No estoy tan mal. Seguid adelante —insistió—. Ampolla tiene razón; tenemos que largarnos de aquí y alejarnos de los escorpiones.

Feril protestó, pero habían llegado al borde del hoyo, donde se habían encaramado los prisioneros fugados, y sus exaltados murmullos acapararon su atención.

Rig hablaba con el demacrado elfo de cabello rubio, largo y enmañarado y ropas harapientas, que había convencido a los prisioneros de que se fiaran del marinero de piel azul. Cuando vio a Palin, Ampolla y Feril, corrió hacia ellos.

—Ya lo tengo —dijo Rig. La kalanesti y la kender dejaron que sujetara al hechicero.

—¿Palin Majere? —preguntó el prisionero mirando los vidriosos ojos del hechicero. Su voz sonaba débil, pero cargada de reverencia—. He oído hablar de ti. Conozco a tus padres. Eres el hechicero más poderoso de Krynn.

—Ahora no me siento tan poderoso —respondió Palin—. Y tú eres...

—Gilthanas. —El hombre se puso un mechón de pelo detrás de una oreja sucia pero graciosamente puntiaguda—. Era el segundo candidato al trono de Qualinesti. Nos has salvado a todos. —Hizo un amplio ademán con la mano para incluir al centenar de hombres, mujeres y niños que los rodeaban—. Te debemos algo más que la vida. Estábamos destinados a...

—Convertiros en dracs —concluyó Rig.

—Los elfos no —corrigió Gilthanas—. Al parecer, no nos querían para eso. A mí me capturaron cuando intentaba evitar el secuestro de humanos en las afueras de Palanthas. Me condenaron a morir ejecutado por mi insolencia.

—¿Has dicho que te llamabas Gilthanas? —preguntó Palin, parpadeando y mirando a su alrededor, tan desorientado como si acabara de despertar. Se volvió a mirar al elfo y estuvo a punto de perder el equilibrio—. Mi padre me contó historias del legendario Gilthanas. ¿Dónde has estado? Tu hermana esperó tu regreso durante mucho tiempo. Tenemos que marcharnos de aquí antes de que vuelva el dragón.

El marinero asintió.

—Nos aguarda un largo viaje por el desierto. —Palin hizo un gesto afirmativo y se mareó. Rig se apresuró a auxiliarlo y lo levantó casi sin esfuerzo—. Feril, ¿crees que podrías convencer a esos animales de que aceptaran algunos jinetes?

—Espero que el dragón no adivine quién es el responsable de esta carnicería —dijo Gilthanas—. Los dragones son una raza vengativa.

—Skie se enterará —murmuró Palin. El hechicero recordó a los sivaks muertos, que ahora habrían adoptado la cara y el cuerpo de su asesino. Finalmente se rindió al dolor y al cansancio y se sumió en un pacífico estado de inconsciencia.

8

Mentes mágicas

—¿Cómo vamos a alimentarlos?

Ampolla alzó la vista hacia Rig con ansiedad, se reclinó sobre el palo popel y bostezó. No estaba acostumbrada a levantarse al alba y se restregó los ojos soñolientos con los acolchados dedos de sus guantes.

Nadie la había obligado a levantarse, sobre todo porque había pasado la mitad de la noche acomodando a los prisioneros a bordo; o a los refugiados, como los llamaba Rig. Pero le resultaba difícil dormir con tanta gente a su alrededor. Cabía la posibilidad de que se perdiera algo, como una conversación importante.

—Tienen tanta hambre que desde aquí oigo cómo les ruge el estómago. ¡Despierta, Rig Mer-Krel! Estoy aquí abajo. ¿Cómo vamos a alimentarlos?

El marinero la miró y encogió sus fornidos hombros. La kender resopló, se cruzó de brazos con furia y volvió a fijar la vista en la multitud congregada en la popa del
Yunque de Flint.

Algunos dormían junto al palo mayor, otros estaban tan ebrios de libertad que seguían de pie ante la batayola, contemplando el agua y especulando sobre el futuro. Había otros tantos en la cubierta inferior: los heridos y los más desnutridos habían quedado al cuidado de Jaspe. El barco estaba peligrosamente atestado.

Ampolla los había contado siete veces. Sólo después de tantas intentonas había obtenido la misma cifra en dos ocasiones: eran ciento dieciocho, casi todos humanos. Gilthanas era uno de los seis elfos.

—¿De dónde vamos a sacar comida suficiente? —insistió la kender.

—¿Y tú querías subir a bordo a uno de los elefantes? Entonces sí que habrías tenido motivos para preocuparte. —El marinero la miró con atención. Era evidente que no estaba dispuesta a cambiar de tema—. En la cocina hay un par de hombres preparando el desayuno. ¿No lo hueles?

Rig aspiró, contuvo el aliento y sonrió al percibir el aroma a huevos y cerdo con especias que impregnaba el aire marino. Él también tenía hambre.

—¿Y después? —preguntó la kender, olfateando el aire.

—Antes de salir de Palanthas, cogimos provisiones: cecina, harina para pan y grandes cajas de patatas y zanahorias.

—Todo lo cual durará como mucho tres días. Ya lo he calculado. Tenemos agua para seis días; con suerte, siete. —La kender frunció sus pequeños labios—. Salvar a estas personas ha sido maravilloso, y me alegro de haber podido ayudar. Pero ¿qué vamos a hacer con ellos?

Rig volvió a encogerse de hombros. El marinero sabía que no podían dejar a los prófugos en Palanthas, la ciudad más cercana. Esa región estaba bajo el dominio de los Caballeros de Takhisis... los caballeros de Khellendros. No serviría de nada ocultarlos en la bodega mientras iban a buscar más provisiones a la ciudad. Los caballeros inspeccionaban casi todos los barcos que atracaban en el puerto.

—Quizá los dejemos en Gander —respondió después de un largo silencio. Estaba a tres semanas y media de distancia, tal vez un par de días menos si los vientos les eran propicios. La kender tenía razón; debían conseguir provisiones y agua en algún momento pero, en opinión de Rig, cualquier sitio antes de Gander estaba demasiado cerca del dragón—. O en Witdel, Portsmith o Gwyntarr, que están más al sur. Quizá dejemos una docena en cada sitio para no llamar la atención. Esas ciudades están en Coastlund, donde Skie no causa tantos problemas.

—¿Así que no habrá demasiados caballeros?

—Exactamente. Son lugares más seguros.

Ampolla hizo un gesto de negación.

—Creo que ya no existe ningún lugar seguro, pero voto por Gwyntarr. Es la ciudad más lejana. Además, nunca he estado allí y me gustaría visitarla. Me pregunto por qué le pusieron ese nombre.

La kender estaba resuelta a conocer el mayor número posible de localidades de Krynn en lo que le quedaba de vida. Decía que tenía «pies inquietos» y que era incapaz de permanecer mucho tiempo en el mismo sitio. Su pasión por los viajes la había empujado a marcharse de Kendermore hacía varias décadas y a unir fuerzas con Dhamon unos meses antes. Y la perspectiva de seguir viajando era una poderosa razón para continuar junto a Rig y Palin Majere. Si podía luchar contra unos cuantos dragones en el camino, tanto mejor.

—¿Y qué harán luego? —prosiguió ella—. Eso siempre y cuando consigamos comida suficiente para mantenerlos con vida.

—No lo sé. Comenzar una nueva vida en alguna de esas ciudades. Y evitar problemas. Mantenerse alejados de cualquier Caballero de Takhisis que se cruce en su camino.

La kender frunció el entrecejo y negó con la cabeza.

—No me refería a eso. No tienen dinero, sólo la ropa que llevan puesta, y que no es precisamente bonita. Mira a ese hombre. No tiene camisa y sus pantalones están hechos jirones. Y aquel otro. ¡Su túnica tiene más agujeros que tela! ¿Cómo van a empezar de nuevo en una ciudad desconocida? ¿Quién va a contratar a unos mendigos?

Rig advirtió que varios prisioneros lo miraban y sonreían. Le alegraba pensar que había ayudado a salvarlos. La idea mitigaba parte del dolor que todavía sentía por la pérdida de Shaon.

—Tendrán que robar para conseguir dinero o comida. Y si los pillan, acabarán muertos o en prisión. —La kender seguía especulando sobre el futuro de los prisioneros, en voz baja para que éstos no la oyeran pero lo bastante alta para que Rig no pudiera pensar en otra cosa—. Y si acaban en prisión, es probable que otros Caballeros de Takhisis los secuestren. O que se mueran de hambre. Quizás...

El marinero miró a la atribulada kender y le tiró con fuerza del copete.

—Dame un respiro, Ampolla —dijo—. Les daremos provisiones y algunas monedas. Los ayudaremos a empezar una nueva vida.

—¿Cómo? Palin no es tan rico. Ya ha pagado la reparación del barco y comprado provisiones. También pagó...

—Yo me ocuparé de todo.

—¿Tú?

—No preguntes —repuso él con firmeza—. No quiero hablar de ello.

Se dirigió al timón para reemplazar a Groller. Había pensado invertir el dinero que sacaría de las joyas del dragón en provisiones para el barco. Tenía bastante para mucho tiempo. Había perlas, rubíes, esmeraldas... suficiente para comprar un barco más grande y todo lo necesario para equiparlo. Pero Rig tomó la decisión de repartir la mayor parte del botín entre los refugiados y quedarse con lo imprescindible para costear los gastos del
Yunque
durante un par de meses.

Groller se reunió con Jaspe en la cubierta inferior. El enano estaba en la bodega de carga, examinando un vendaje, palpando chichones, ofreciendo palabras de consuelo; en resumen, haciendo todo lo posible para que los refugiados se sintieran mejor. Algunos de ellos lo ayudaban. Gilthanas, el elfo, distribuía vasos de agua. También había personas que no necesitaban mayores cuidados y que simplemente estaban allí acompañando a sus amigos o tratando de aplacar sus náuseas.

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