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Authors: Jean Rabe

Tags: #Fantástico

El Dragón Azul (11 page)

BOOK: El Dragón Azul
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Feril y Ampolla lo vieron desaparecer al otro lado del umbral. Luego la kalanesti se arrastró hacia el fondo del pesebre y se situó junto al elefante. Acarició la rugosa y áspera piel del animal y, poniéndose de puntillas, lo rascó detrás de la enorme oreja. Moldeó una bola de arcilla con la forma aproximada del elefante y pocos segundos después ambos se enfrascaron en una conversación plagada de bufidos y gruñidos que Ampolla se quejaba de no entender.

* * *

Al otro lado de una de las arcadas del castillo, en una pequeña cámara, había dos cafres con orejas puntiagudas. Estaban tan abstraídos afilando las espadas con muelas, que al principo no prestaron atención al marinero. Un pasillo sombrío se abría tras ellos y Rig echó a andar hacia allí. Pero los cafres olfatearon el aire, miraron mejor al marinero y llegaron a la conclusión de que no era uno de ellos.

El más grande, que debía de medir al menos dos metros veinte, fue el primero en levantarse y gritar a Rig en una lengua desconocida. A modo de respuesta, el marinero le arrojó una daga que se hundió en el cuello del cafre. El grandullón rebotó contra la pared y cayó sentado. Se quitó la daga del cuello y apretó la herida con las manos. Su respiración era entrecortada, pero no murió.

El compañero del herido dio un paso al frente, dibujando grandes arcos con la espada y gritando a voz en cuello.

Rig se agachó para esquivar una estocada y se lanzó hacia adelante con el alfanje, con toda la intención de empalar al cafre. Pero el hombretón azul era ágil y saltó hacia un lado.

—Intruso —espetó a Rig, prietos los dientes. Ya no hablaba en un idioma misterioso.

El cafre volvió a arremeter, y el marinero se salvó por los pelos, apretándose justo a tiempo contra la pared de arena. Cuando el grandullón pasó junto a él, Rig tomó impulso y le clavó el codo en el costado. Pero el golpe ni siquiera turbó al guerrero, cuya piel pintada de azul parecía actuar como una armadura. El marinero se agachó para esquivar otra estocada.

Dispuesto a ganar un poco de terreno para maniobrar, Rig corrió hacia el pasillo y luego volvió a enfrentarse a su oponente. Se llevó la mano izquierda al taparrabos, buscando la daga. Con un único movimiento empuñó el arma y la lanzó. Fue un buen tiro, y la hoja de la daga se hundió hasta el mango en el estómago del cafre.

Pero el grandullón no se desplomó. Las propiedades curativas de la pintura lo protegían, de modo que el musculoso hombre azul miró la daga, la cogió por el mango y la liberó. La brillante sangre roja manaba a borbotones de la herida mortal, pero el cafre estaba resuelto a seguir en sus pies hasta que consiguiera llevarse consigo al intruso.

Con un gruñido gutural, se lanzó hacia el frente, alzando la espada por encima de su cabeza. Rig se puso de cuclillas y levantó el alfanje, preparado para atajar el golpe. Pero de repente el cafre voló por los aires, y su espada cayó a los pies del marinero. Había resbalado en su propia sangre. Rig saltó hacia un lado para evitar que el guerrero le cayera encima y hundió su alfanje entre los omóplatos del cafre, que no volvió a levantarse.

El marinero respiró hondo un par de veces y miró a su alrededor. El otro cafre seguía sentado contra la pared, con los ojos abiertos, pero sin parpadear. La pintura no había podido protegerlo de la herida mortal.

La conmoción había sido breve y sin duda las gruesas paredes del castillo la habían amortiguado. Nadie fue a investigar... al menos por el momento. Rig recuperó sus dagas, las limpió en el taparrabos de uno de los cafres y cogió su alfanje. Luego corrió por el pasillo en busca de los prisioneros.

* * *

Palin subió por una escalera de caracol. Las dagas de Rig le habían servido para despachar al par de guardias distraídos que había encontrado al pie de la escalera. El hechicero había considerado la posibilidad de dormirlos con un encantamiento, pero llegó a la conclusión de que debía ahorrar energías para el futuro.

Pensó que el camino estaba despejado, hasta que encontró a otro caballero en lo alto de la escalera.

—No deberías estar aquí, nómada —le espetó el caballero. Miró a la abertura de la capucha de Palin—. Será mejor que te marches con la caravana.

—La caravana partió hace un rato —replicó Palin.

El caballero hizo ademán de quitarle la capucha, pero Palin se agachó y lo esquivó.

—¡Intruso! —gritó el caballero. Levantó la espada por encima de su cabeza y la dirigió a Palin.

El hechicero dio un salto, pero no fue lo bastante rápido. La espada le cortó en el brazo, y no pudo contener un grito de dolor.

Cuando el caballero volvió a lanzarse sobre él, Palin usó su magia sobre sí mismo y desapareció. El caballero cruzó el espacio vacío donde antes había estado el hechicero, rodó escaleras abajo y yació inmóvil en el suelo.

Palin respiró hondo varias veces y se miró el brazo. La manga de su brazo izquierdo estaba oscura, empapada de sangre. El hechicero se arrancó la otra manga, se hizo un torniquete en la herida y enfiló hacia la única puerta de esa planta. La puerta tenía una ventana pequeña, a través de la cual se veían dos sivaks.

Eran los draconianos más grandes que había creado Takhisis, incubados en huevos de Dragones Plateados y educados para seguir los perversos designios de la Reina Oscura. El cuerpo de uno de los sivaks, cubierto de escamas plateadas, era casi esquelético. Sus brillantes ojos negros estaban hundidos en sus cuencas y su cola de saurio apuntaba al suelo. Con la cabeza inclinada en un gesto de vergüenza, escuchaba la regañina de otro sivak, más grande y robusto, sentado detrás de un escritorio de madera. Palin adivinó que el sivak más corpulento era lord Sivaan, el administrador del siniestro fuerte, y estaba claro que el flacucho era uno de sus esbirros. Palin respiró hondo e irrumpió en la estancia. Lord Sivaan se puso en pie de un salto, arrojando la silla al suelo. Palin alzó el brazo ileso y disparó una flecha de fuego al corpulento pecho del sivak. Cuando se volvió, vio que el flacucho caminaba furtivamente hacia la puerta. Palin permaneció inmóvil un instante, compadeciendo a la patética criatura, y el sivak se volvió para arrojarle un cuchillo. Palin lanzó otra llamarada. El abrasador rayo de luz atravesó el pecho del esbirro en el acto. La daga cayó al suelo y el sivak se desplomó.

Debilitado por el esfuerzo y la herida del brazo, Palin salió de la habitación con paso tambaleante y cerró la puerta a su espalda.

El pasillo estaba vacío. El hechicero se detuvo un instante y se apoyó contra la pared para mantener el equilibrio. Sabía que los sivaks asesinados por humanos adoptaban la apariencia de su asesino, proclamando la identidad de éste a los que encontraran su cadáver. Los cuerpos del despacho delatarían el aspecto de Palin durante varios días. No había forma de evitarlo, ya que este efecto formaba parte del encantamiento a que Takhisis los había sometido al nacer. La Reina Oscura quería saber quién mataba a sus criaturas.

Palin bajó rápidamente por la escalera. Sentía una opresión en el pecho, la garganta seca y un dolor palpitante en el brazo. El caballero que había empujado por la escalera lo esperaba abajo.

* * *

Rig avanzó por el pasillo con la rapidez y el sigilo propios de un gato. Una antorcha solitaria y mortecina le proporcionaba la luz imprescindible para orientarse. La pintura azul le producía picores por todo el cuerpo, pero resistió la tentación de rascarse para evitar desprenderla.

El aire sofocante y fétido estaba impregnado de olor a sudor y orina. Al torcer por una esquina vio una sucesión de celdas, vigiladas por otro cafre. El guardia era enorme, con piernas como troncos y brazos gruesos y musculosos. Medía más de dos metros veinte, y la espada amarrada a su cintura era extraordinariamente grande y larga.

El cafre inclinó la cabeza a un lado y miró a Rig, que apretó la empuñadura de su daga. Dijo algunas palabras incomprensibles para el marinero y arrugó la frente. El marinero se encogió de hombros, sonrió y dio por concluida la farsa sacando la daga.

El cafre cayó en la cuenta de que Rig no era uno de sus compañeros y se arrojó sobre él en el acto. La daga voló de la mano del marinero y se hundió en el pecho del grandullón. Sin embargo, el cafre continuó avanzando, y Rig se apartó de su camino apretándose contra la pared del pasillo.

Sin molestarse en arrancarse el cuchillo del pecho, el cafre se volvió y arremetió contra Rig.

Se enzarzaron en una feroz pelea; dos grandes y borrosas manchas azules contra un fondo de muros negros. Después de unos minutos, Rig dio unos pasos atrás. Había decidido que la mejor táctica era cansar al cafre herido. Se agachó y saltó, avanzó y retrocedió, hasta que la pérdida de sangre y el esfuerzo marearon al cafre, que cayó de bruces al suelo, muerto. Rig se arrodilló y de inmediato encontró las llaves entre las escasas ropas del muerto.

Fue hasta la celda más cercana, abrió la puerta y se estremeció al aspirar el hedor que salía de allí. La celda no tenía retrete. Los excrementos se alineaban contra la pared y media docena de elfos se acurrucaban en el espacio sobrante, con capacidad para apenas dos o tres. Los demacrados e inexpresivos elfos miraban al vacío con sus hundidos ojos. Tenían la piel mugrienta y las ropas manchadas de sudor y orina. Un par de ellos, apretujados en el único catre de la celda, parecían cadáveres. Rig los miró mejor y observó un casi imperceptible movimiento ascendente y descendente en sus pechos.

Tragó saliva.

—Salgamos de aquí —dijo haciendo una seña hacia el exterior, pero los elfos permanecieron inmóviles, mirándolo con expresión ausente—. Escuchad, no he venido a llevaros para que os conviertan en dracs. —Se restregó el brazo hasta levantar la pintura y les enseñó la piel oscura que había debajo. De inmediato comprendió que eso no probaba nada. No sabía de qué color eran los cafres debajo de la pintura—. Estoy aquí para rescataros. Palin Majere, Feril y...

—¿Majere? —La débil voz masculina procedía del catre. Un elfo de pelo largo y enmarañado y una cicatriz en la cara se levantó con dificultad—. ¿El hechicero?

—Está fuera. Tenemos que darnos prisa —dijo Rig.

Volvió a señalar la puerta, y esta vez los elfos lo siguieron lentamente, arrastrando los pies. El marinero abrió rápidamente el resto de las celdas.

Una de ellas albergaba sólo a mujeres. Otra contenía más de veinte hombres, que debían de haber llegado hacía poco porque parecían algo más sanos y andaban más aprisa. En una tercera había un solo ocupante: un anciano que se aferraba con desesperación a una tablilla de arcilla, a la que farfullaba palabras incomprensibles. Rig tuvo que levantarlo del catre y arrastrarlo al pasillo, donde aguardaban los demás prisioneros.

El marinero continuó liberando cautivos con rapidez, mirando una y otra vez hacia el pasillo, temeroso de que aparecieran más cafres.

—¡Dejadnos en paz! —gritó alguien detrás de una puerta cerrada.

Al abrirla, vio con horror que allí había varias mujeres y más de una docena de niños y niñas. Los caballeros también secuestraban criaturas. En el suelo había cuencos de madera, llenos de gachas espesas e infestados de insectos. Era el primer indicio de que alimentaban a los prisioneros. Las mujeres lo miraron con expresión desafiante y se pusieron delante de los niños.

—¡No iremos sin resistirnos! —espetó una de ellas al marinero, agitando un huesudo puño.

—Tranquilas —dijo el elfo que había reconocido el nombre de Majere—. Nos están rescatando.

La mujer miró al marinero azul con desconfianza, pero el elfo de pelo enmarañado la tranquilizó y la sacó con suavidad de la celda. Los demás los siguieron, mientras Rig se ocupaba del resto de los prisioneros.

En las dos celdas del fondo había cadáveres apilados como leños. Basándose en los distintos niveles de descomposición, Rig calculó que algunos llevaban muertos un día, mientras que otros estaban pudriéndose allí desde hacía varias semanas.

—¿Alguna celda más? —preguntó el marinero a la patética congregación.

El elfo de pelo enmarañado señaló en la dirección por la que había llegado Rig.

—Tengo entendido que arriba hay más celdas, pero supongo que también estarán vigiladas.

El marinero empuñó su alfanje y se alejó del grupo de prisioneros.

* * *

Palin bajó los últimos peldaños corriendo y saltó sobre el caballero, que se desplomó bajo su peso. El aire abandonó los pulmones del caballero con un bufido sordo. El hechicero le quitó el yelmo y, cogiéndolo por un mechón de pelo castaño oscuro, le echó la cabeza atrás y le puso la daga en el cuello. Palin lo miró a los ojos.

—¿Steel Brightblade? —susurró el hechicero.

En ese momento oyó un grito en el exterior del fuerte.

—¡El agua!

El caballero aprovechó la distracción para empujar a Palin, pero sus movimientos eran torpes y lentos. El hechicero le clavó la daga en el pecho, en una rendija entre las planchas de la armadura, y el hombre abrió la boca para gritar. Palin volvió a hundir la daga y la sangre ahogó el grito.

Con la pechera de la túnica empapada de sangre, Palin se levantó con dificultad y salió al patio de armas justo a tiempo para ver a Rig al frente de una multitud de personas harapientas. Un cafre dobló una esquina y señaló al hechicero manchado de sangre.

—¡Intrusos! —bramó.

—¡El agua ha desaparecido! —exclamó una voz desde algún lugar del patio de armas.

—¡Mirad! —dijo un caballero en lo alto de la torre más cercana—. ¡Los prisioneros escapan!

Se llevó un cuerno a los labios y el aire vibró con un silbido estridente.

—¡Palin! —gritó Ampolla—. ¡Aquí!

La kender agitaba frenéticamente los brazos. El hechicero vio a tres Caballeros de Takhisis, maniatados y amordazados, junto a las cuadras. Cerca de allí, la kalanesti hacía señas a los elefantes para que cargaran contra un grupo de caballeros y cafres.

Tres elefantes levantaron la trompa y barritaron prácticamente al unísono. Siguiendo las instrucciones de la elfa, removieron la arena con las patas y arremetieron contra los caballeros. Los cuatro elefantes los pisotearon y doblaron por una esquina del fuerte.

Palin se quitó las ropas ensangrentadas, aunque la túnica y las calzas que llevaba debajo también estaban manchadas. Los caballeros y los draconianos habían perdido tanta sangre que tenía la piel húmeda. Respiró con dificultad, y sus resecos labios articularon un encantamiento. A su espalda, Rig gritaba a los prisioneros. Delante de él, oyó los gritos de los primeros caballeros que caían bajo las patas de los elefantes.

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