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Authors: Jean Rabe

Tags: #Fantástico

El Dragón Azul (7 page)

BOOK: El Dragón Azul
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El hechicero parpadeó y cabeceó para aclararse la vista. Los rayos lo deslumbraban y se esforzó para ver algo en medio de los haces de luz irradiados por los dientes y las garras de la criatura. Por fin renunció a fiarse de sus ojos, los cerró y buscó a tientas la cintura del marinero. Introdujo las manos entre los pliegues de los bolsillos de Rig y empuñó las dos dagas enfundadas en sendas vainas ocultas.

Rig se apartó del hechicero, se quitó la cinta de cuero que le sujetaba los cabellos y comenzó a balancearla por encima de su cabeza.

—Conque no puedes matarnos, ¿eh? —lo provocó—. Mala suerte. Porque eso es precisamente lo que me propongo hacer contigo.

Saltó sobre la criatura en el mismo momento en que ésta le arrojaba un rayo con la boca. La descarga chisporroteó en el aire en el sitio donde el marinero había estado un segundo antes y estuvo a punto de alcanzar a Palin. Rig enlazó el tobillo del drac con su cinta de cuero y tiró con fuerza. El cordón se ciñó como un lazo, y el peso del marinero derribó al drac.

Rig tendió al drac boca abajo y le hincó la rodilla en la espalda mientras procuraba desatar la correa de piel.

—Ahora ya sé que debo mantener los ojos cerrados cuando exhales tu último aliento.

Rápidamente ató el cordón alrededor del grueso cuello de la criatura. Pero, mientras tiraba para apretar el lazo, el drac batió las alas frenéticamente y logró herir el pecho y los brazos de Rig.

—¡Quieto, maldito seas!

El marinero apretó los dientes y resistió mientras el drac tomaba impulso y se elevaba en el aire. A pesar de sus esfuerzos, el drac se soltó y flotó en círculos encima de él. Las garras de la criatura descargaron nuevos rayos, y uno de ellos alcanzó el estómago del marinero y lo arrojó contra la pared. El drac esbozó una sonrisa maligna y se volvió hacia Palin.

Entretanto, Ampolla estaba ocupada recogiendo perlas y cargando su honda, mientras Feril tocaba el muro a su espalda y comenzaba a canturrear.

—Muévete —susurró la elfa a la roca—. Baila conmigo. Canta. —Al principio la piedra respondió vibrando de forma casi imperceptible bajo las yemas de sus dedos. Luego retumbó suavemente—. Canta —insistió Feril—. Más alto.

—¡Eh, mira hacia aquí, bicho azul y feo! —gritó la kender para llamar la atención del drac. La criatura perseguía a Palin, sorteando las dagas que el hechicero le lanzaba con agilidad—. ¿Por qué no me coges a mí? ¿Acaso te dan miedo los seres pequeños?

Giró la honda y descargó una granizada de perlas sobre la gruesa piel del drac.

—¡Estúpida kender! —espetó la criatura mientras se volvía a mirar a Ampolla—. Los kenders no pueden convertirse en dracs, así que a mi amo no le importará que te mate.

—¡A mí sí que me importaría, patético remedo de dragón! —gritó Ampolla por encima de la creciente conmoción de la caverna.

El drac se lanzó tras ella descargando rayos con las garras abiertas. En el último segundo, Ampolla rodó bajo las zarpas de la criatura, aferró una de sus gruesas patas y la derribó. Pero el drac cayó encima de ella. La kender dio un respingo. Nunca habría imaginado que esas bestias fueran tan pesadas. Los pequeños rayos que chisporroteaban alrededor de su cuerpo se clavaban en el de Ampolla como agujas punzantes. Lo empujó con la poca fuerza que le quedaba y sintió un intenso dolor en los dedos.

—¡No! —gritó cuando el mundo pareció estallar en un fogonazo de luz blanca y azul. Los rayos recorrieron su menudo cuerpo, sacudiéndolo. Dejó de sentir el peso del drac y se hundió en un oscuro vacío que olía a tela quemada y carne chamuscada—. De modo que la muerte es oscuridad —susurró Ampolla, decepcionada, después de un instante de silencio—. Siento un hormigueo en todo el cuerpo y los dedos todavía me duelen. Pensé que la muerte sería más gratificante. ¿Hay alguien por aquí? ¿Dhamon? ¿Rai? ¿Mamá?

—Ampolla...

La voz sonaba lejana, pero la identificó de inmediato. Era Palin.

—¡No! ¿Tú también? ¿Acaso el drac nos ha matado a todos?

—El drac ha muerto, pero tú no —explicó Palin—. Lo he matado con las dagas de Rig.

—Drac estallar —anunció el más pequeño de los wyverns.

—¡Prisioneros malos! —sentenció el otro—. El amo no querer que dracs estallar. Amo ponerse furioso.

—De modo que ha estallado y yo me he quedado ciega como le ocurrió antes a Feril. —La kender buscó a tientas hasta encontrar la pierna de Palin. Se incorporó y se agarró de la túnica del hechicero—. No veo nada. Espero que no dure mucho. Me gusta ver lo que pasa a mi alrededor.

—A mí también —respondió el hechicero—. Aquí dentro está completamente oscuro. ¡Rig! ¡Feril!

El estruendo de la caverna se intensificó y comenzó a filtrarse arena desde las grietas del techo.

—¡Aquí! —gritó Rig—. Palin, ¿no podrías...? —El marinero se interrumpió al ver el tenue resplandor del orbe sobre la mano del hechicero—. Eso es exactamente lo que iba a sugerir.

El orbe parpadeó con reflejos blancos, anaranjados y rojos. La luz permitió ver que la túnica de Palin estaba hecha jirones, y su pecho jadeante cubierto de impresionantes costurones rojos. La sangre manaba de su cuello, donde la cadena de oro había lacerado la piel.

—Tienes un aspecto espantoso —dijo Rig.

—Gracias.

Palin miró al marinero. Tenía los pantalones destrozados y estaba cubierto por un número parecido de zarpazos. Los rayos le habían quemado varios mechones de pelo.

—¿Feril se encuentra bien? —preguntó la kender.

El hechicero se volvió y vio a la elfa. Prácticamente ilesa, estaba apoyada contra la pared de la cueva y acariciaba la piedra con los dedos.

—Baila más aprisa —instó a la roca—. Salta conmigo.

El estruendo se intensificó y unas grietas se extendieron desde sus dedos, alejándose de ella hacia la zona oscura que conducía a la cámara subterránea.

—Cueva temblar. ¿Qué hacer? —dijo el wyvern más pequeño.

—Dracs abajo —respondió el otro—. Alertar dracs.

—¡Dracs! ¡Dracs! —gritó el wyvern pequeño. Su voz ronca retumbó en la cueva, pero apenas podía oírse por encima del rugido de la piedra—. ¡Alertar amo! —añadió—. ¡Tormenta! ¡Tormenta!

—Larguémonos de aquí —gritó Palin—. Sólo hemos matado a dos dracs. No tenemos ninguna posibilidad de vencer a Khellendros. ¡Deprisa, Feril!

La kalanesti se apartó de la pared y echó un último vistazo por encima del hombro a las grietas que continuaban ensanchándose y extendiéndose en forma de telaraña.

—¿Podrías dejarme el orbe un momento, Palin? —preguntó Rig, que buscaba desesperadamente las joyas esparcidas sobre el suelo de la cueva.

El hechicero negó con la cabeza.

—Sólo durará unos minutos si no me concentro en él.

—Yo sólo necesito unos minutos.

—¡Estás loco, Rig! —gritó Feril—. La cueva se derrumbará sobre nosotros en unos instantes y tú sólo piensas en las joyas.

Dio media vuelta, cogió por la manga a la kender, todavía ciega, y tiró de ella hacia la salida.

Palin arrojó el orbe al suelo y corrió detrás de las mujeres.

—¡Haz lo que te dé la gana! —gritó a Rig—. Pero será mejor que te des prisa.

—Lo haré.

El marinero comenzó a recoger puñados de perlas y los collares con que los dracs habían atado a Palin. Después de llenarse los bolsillos de joyas, se dirigió hacia los wyverns.

—¿Dónde está el fuerte que mencionasteis? —vociferó por encima del estruendo de la cueva.

Recuperó las armas que le habían quitado con cuidado de mantenerse fuera del alcance de las colas de los wyverns.

—¡Secreto! —gritó el wyvern más pequeño. Parpadeó furiosamente bajo la lluvia de arena que le caía en la cara. La caverna retumbó con mayor intensidad—. ¡No decir!

—¡Si la cueva se derrumba, moriréis! —proclamó el marinero. Desenfundó su alfanje en el mismo momento en que notó que la luz del orbe comenzaba a extinguirse—. No querréis llevaros un secreto tan precioso a la tumba, ¿no?

—Secreto es secreto —silbó el más grande de los wyverns—. ¡Fuerte de Tormenta secreto!

El marinero procuró mantener el equilibrio sobre el tembloroso suelo de la cueva. Oyó una conmoción de rocas que se derrumbaban a su espalda.

—¡Supongo que tenéis razón! —gritó—. Además, el fuerte estará custodiado.

—Hombres negros y azules. ¡Muchos! —advirtió el wyvern más grande.

—Ya; parece que conviene evitar ese sitio. En fin, ahora me marcho..., regreso al desierto. Si no queréis que me tope accidentalmente con el fuerte, ¿por dónde me recomendáis que no pase?

El wyvern más pequeño arrugó la frente y escupió arena.

—¡No ir hacia donde salir el sol!

—¡Hacia el este! —dijo Rig con la voz ronca de tanto gritar para que lo oyeran a pesar del estruendo de la caverna.

El otro dragón asintió con la cabeza.

—¡No ir hacia agujero grande por donde salir el sol!

—¿A qué distancia no debería ir en esa dirección?

El wyvern más grande se encogió de hombros.

—No pasar más allá de fila de cactus grandes —previno el más pequeño—. ¡No ir al otro lado de grandes rocas negras!

El marinero sonrió. Había visto unos riscos negros esa misma tarde, de camino hacia allí. Sintió que el suelo temblaba con mayor violencia y contuvo el aliento. Desde algún lugar en las profundidades de la caverna se oían los gritos de los dracs. Echó a andar con cautela hacia la salida.

—¿Fila de cactus?

—Cactus con brazos. Grandes como hombres. Cactus cerca de agujero enorme. Cerca de fuerte, en Relgoth. ¡No ir allí!

—¡Gracias por el consejo! —gritó el marinero mientras huía de la cueva.

Fuera el aire estaba fresco; de hecho, Palin lo sintió casi frío en la cara, en marcado contraste con el calor que había hecho unas horas antes. Basándose en la posición de las estrellas, el hechicero calculó que eran la una o las dos de la madrugada.

La vista de Ampolla había ido mejorando mientras Feril la sacaba de la caverna. Palin se había detenido un momento para recoger los guantes de la kender y devolvérselos. También había mirado atrás varias veces, con la esperanza de ver al marinero.

Sin embargo, pasaron varios minutos antes de que Rig saliera de la guarida. Palin se volvió y divisó la oscura silueta del marinero corriendo por la arena en dirección a ellos. Cuando se aproximó, quedó claro que sus abultados bolsillos estaban llenos de joyas.

—¡Feril! —El marinero la levantó en brazos, le dio una vuelta en el aire y la besó. Luego la soltó, metió las manos en los bolsillos y sacó perlas, esmeraldas y cadenas de oro—. No es tanto como deseaba, pero bastará.

La sorprendida elfa sintió una oleada de rubor en las mejillas y dio un paso atrás.

—Esto cubrirá los gastos del
Yunque
durante varios años —dijo Rig con una sonrisa de oreja a oreja decorando su cara.

—¡Guau! —exclamó Ampolla, que había vuelto a ponerse los guantes. La kender comenzaba a recuperar la vista y clavó los ojos en las resplandecientes gemas—. Finalmente conseguimos apoderarnos de una parte del tesoro.

—¿Quieres que te devuelva la daga? —preguntó Palin.

El marinero negó con la cabeza al tiempo que guardaba las joyas en el bolsillo. Consciente del interés de Ampolla, decidió que tendría que controlar su botín de vez en cuando.

—Quédate con ellas. Yo tengo suficientes. He recuperado las que me quitó el drac.

La kalanesti cabeceó.

—Eres un arsenal andante, Rig Mer-Krel. Tu cinta de cuero es como unas boleadoras y tienes más dagas que dedos. ¿Algo más?

El marinero sonrió.

—El resto es un secreto. Y, hablando de secretos, conseguí convencer a los wyverns de que me dijeran dónde está el fuerte. Allí hay personas condenadas a convertirse en dracs. Espero que Groller sepa controlar el
Yunque,
porque en el camino de vuelta vamos a dar un pequeño rodeo para ver si podemos rescatar a alguien.

—¿Nosotros cuatro contra un fuerte lleno de dracs? —se preguntó Feril en voz alta.

—Por lo menos podemos echar un vistazo —respondió el marinero.

—No sin descansar antes —declaró Palin.

Dos horas después hallaron una cuesta rocosa y se acurrucaron en una cómoda gruta. El amanecer estaba próximo, y ninguno de ellos se sentía en condiciones de dar un paso más. Feril se ocupó de las heridas y quemaduras de los brazos y el pecho de Rig. Él apreciaba sus cuidados, pero estaba demasiado cansado para permanecer despierto. Reclinó la cabeza sobre una roca y se durmió mientras la elfa terminaba de aplicarle un bálsamo fabricado por ella.

Entonces Feril se volvió hacia Palin.

—Cuando estábamos en la cueva mencionaste a Khellendros. —Lo obligó a quedarse quieto mientras le aplicaba el bálsamo sobre las heridas—. Es el señor supremo de los dragones que dominan esta zona.

El comentario despertó el interés inmediato de Ampolla, que dejó de contemplar las estrellas y se volvió. La kender se apoyó sobre una roca e inclinó la cabeza hacia Palin.

—Casi todos lo llaman Skie —dijo el hechicero—. Según mis vaticinios, tenía la guarida en el sur, lejos de aquí. En caso contrario no habría aceptado aventurarme en esta región.

—Puede que en efecto su guarida esté en el sur —terció Ampolla—. Quizá tenga varias guaridas. Supongo que un señor supremo puede vivir donde le dé la gana. ¿Así que se llama Khellendros y también Skie?

—Skie es el nombre que le puso Kitiara Uth Matar y resulta mucho más fácil de pronunciar. Ambos servían a la Reina Oscura. Según la leyenda, formaban una pareja curiosa. Los dos eran crueles e increíblemente astutos... además de profesarse una lealtad a ultranza el uno al otro. Kitiara murió hace décadas, y se dice que Skie desapareció poco después. Nadie sabe adonde fue. Pero, cuando regresó, era enorme y se convirtió en uno de los principales señores supremos de los dragones.

Feril se estremeció.

—El dragón que mató a Dhamon y a Shaon ya me parecía bastante grande —comentó.

—Era un enano comparado con Skie —respondió Palin—. Mis compañeros hechiceros y yo hemos estudiado a los señores supremos, y en cierto sentido Skie es el más extraño de todos. Es el que menos interfiere en los asuntos de los habitantes de su reino, o al menos no lo hace de manera directa.

Feril cabeceó y bostezó.

—Supongo que eso lo convierte en el más listo de los señores supremos. ¿Para qué iba a involucrarse directamente? —Volvió a bostezar—. Tiene un ejército de dracs que hacen el trabajo por él. Puede relajarse y contar las piezas de su tesoro... o lo que quiera que les guste hacer a los dragones.

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