Read El Dragón Azul Online

Authors: Jean Rabe

Tags: #Fantástico

El Dragón Azul (2 page)

BOOK: El Dragón Azul
12.21Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

El feroz amo del lugar —el señor supremo Gellidus, a quien los hombres llamaban Escarcha— estaba sentado a la orilla de un pequeño lago congelado. Con la sola excepción de sus ojos, dos remansos de color verde azulado, el dragón era tan blanco como su territorio. De vez en cuando sus escamas brillaban aquí y allí con vetas azules y plateadas, un reflejo del cielo que a ratos se dejaba ver entre el grueso manto de nubes.

El majestuoso dragón ni siquiera pestañeaba; estaba totalmente inmóvil, con las alas apretadas a los lados y la cola enrollada sobre los cuartos traseros. Su cresta, una escamosa orla que partía de sus enormes y escarchadas fauces, brillaba tanto como los cinco cuernos curvos que se proyectaban sobre la cabeza, semejantes a carámbanos invertidos.

Gellidus contempló el lago y llenó sus pulmones con el bendito aire gélido. Luego lo dejó escapar con un bufido, barriendo la nieve que cubría el agua congelada.

El hielo recién descubierto brillaba, centelleaba, y por un instante pareció fluir, como si estuviera derritiéndose. Luego se volvió más brillante y adquirió una pálida tonalidad rosada, igual que cuando reflejaba el sol del amanecer los días en que las nubes no eran tan espesas. Pero era mediodía y el hielo tenía varios centímetros de espesor; no había peligro de que se derritiera. El color rosado se transformó en un radiante resplandor anaranjado, después en un rojo cálido semejante al de unas brasas mortecinas. Por fin cobró un intenso color sangre y reflejó la cara de Malystryx.

Gellidus contempló con fascinación e interés la imagen mágica del gigantesco dragón. La Roja le devolvió la mirada desde centenares de kilómetros de distancia.

¿Cuál es tu respuesta?,
apremió Malystryx.

Gellidus oyó las palabras en su cabeza; era parte de la magia que el monstruoso dragón usaba para comunicarse. Con sus treinta metros de largo, la hembra tenía dos veces su tamaño y podía aplastarlo sin el más mínimo esfuerzo. Su fuego podía derretir fácilmente el hielo del territorio de Gellidus. Cuando el vapor se disipara, en las llanuras sólo quedaría su cadáver retorcido y chamuscado.

—Me uniré a ti —dijo Gellidus. Su voz era sonora e inquietante, como el gélido viento que soplaba en los valles de su tierra. Pero no era tan autoritaria como la de la Roja—. Trabajaré contigo. No me enfrentaré a ti.

Malys curvó los labios en un amago de sonrisa y un rugido resonó dentro de la cabeza blanca. La Roja parecía satisfecha. Las llamas danzaban entre unos dientes tan blancos como la piel de Gellidus y rodeaban la cabeza de la Roja como un resplandeciente halo.

—Y aceptaré ser tu consorte, Malys —continuó el Dragón Blanco.

La Roja asintió.

De acuerdo, Gellidus. Juntos haremos temblar Ansalon. Mis planes ya están en marcha y pronto te comunicaré cuál es el grandioso papel que desempeñarás en ellos.

—Me siento honrado —respondió el Dragón Blanco—. ¿Nos reuniremos?

Pronto,
se limitó a responder la Roja.
En las Praderas de Arena, en el reino llamado Duntollik.

—Territorio neutral —dijo él—. Eres muy prudente.

Entonces sintió que la mente del dragón se separaba de la suya y vio cómo el resplandor rojo en las heladas aguas del lago se volvía anaranjado y luego rosado. Instantes después, el hielo volvió a ser blanco como la leche y el reconfortante viento frío arrastró la nieve sobre la superficie pulida.

Gellidus detestaba someterse a otros dragones. Era un señor supremo, amo indisputable de Ergoth del Sur. Cuando él había llegado allí, el continente de los elfos kalanestis tenía un clima templado. Había grandes extensiones de tierras cubiertas de hielo de las que podría haberse apoderado con facilidad, pero estaban habitadas por unos pocos Bárbaros de Hielo, y Gellidus pretendía gobernar a una población más amplia. Tras conquistar Ergoth del Sur, hacía casi dos décadas, había trabajado para modificar el clima y el terreno de acuerdo con sus gustos austeros y fríos. Rápidamente había tomado el mando de Daltigoth, la antigua capital. Y con la misma celeridad la había entregado a los ogros, después de apoderarse de sus riquezas. El valle de Foghaven también había caído, y con él el legendario lugar de descanso de Huma, héroe de la Tercera Guerra de los Dragones.

Los ogros de la zona estaban a las órdenes de Gellidus. Habían ofrecido su lealtad y sus servicios al dragón a cambio de sus insignificantes vidas y de una pequeña cantidad de poder. Los thanois —grotescos hombres-morsa— también estaban bajo su dominio. Gellidus había capturado a los thanois al sur de las Praderas de Arena y los había llevado consigo para emplearlos como guardias o mensajeros.

Casi todos los kalanestis, los Elfos Salvajes que antaño habitaban las tierras de la isla, habían huido hacía más de una década. Pero todavía quedaban algunos al oeste del reino del dragón, más allá de las montañas de Fingaard. Aunque el clima era inclemente y el viento furioso, allí estaban relativamente a salvo de las zarpas del dragón. No es que Gellidus fuera demasiado holgazán para conquistar esa parte del continente, aunque el señor supremo llevaba una vida bastante sedentaria. Sencillamente, el Blanco había decidido conceder a los humanos un paraíso seguro. Así tendría algo que mirar, algo que estudiar, un lugar para aterrorizar en el futuro, cuando estuviera aburrido.

Gellidus se incorporó sobre sus patas, cortas y rechonchas, y extendió la cola, que tenía varios metros de longitud y terminaba en una cresta plana como una aleta. Los pliegues de su grueso cuello se alisaron, y el dragón miró fijamente el lago congelado antes de romper el hielo con las patas delanteras y sumergirlas en el agua gélida. De inmediato sumergió también el resto del cuerpo y se dejó envolver por el reconfortante frío glacial.

El Blanco no era el primer consorte de Malys. Ese privilegio correspondía a Khellendros, la Tormenta sobre Krynn, que ahora acaparaba los pensamientos del dragón.

—Khellendros usa caballeros —susurró Malys para sí—, aunque no con tanta habilidad e inteligencia como yo.

Con frecuencia, la Roja pensaba en el Azul, que reclamaba para sí los Eriales del Septentrión y la ciudad de Palanthas. La hembra Roja lo consideraba el más astuto y poderoso de sus subordinados.

—¿Qué trama? —pensó en voz alta. Apoyó una pata en el suelo de tierra de la planicie y comenzó a trazar un extraño símbolo. El polvo flotó alrededor del diagrama y el aire vibró con una energía fría y azul.

Khellendros, quiero hablar contigo... Aquí.

1

Muertes y comienzos

La creciente presión del agua fresca y azul despertó a Dhamon. Flotaba a escasa distancia del cenagoso fondo del lago, con el pecho jadeante, ávido de aire. La pelea con el dragón lo había dejado terriblemente dolorido, pero de algún modo reunió fuerzas y ascendió pataleando hacia la superficie. Mientras subía, notó las extremidades pesadas y entumecidas, y que estaba a punto de perder el sentido. Cuando su cabeza emergió a la superficie, respiró hondo, tosió el agua que le llenaba los pulmones y aspiró el aire con desesperación.

Tenía el cabello pegado sobre los ojos, pero a través de una rendija entre los mechones vio a Palin, Feril y Rig que escalaban una colina no muy lejos de la orilla del lago.

—¡Feril! —Levantó un brazo y chapoteó para llamar la atención de la elfa, pero no consiguió hacer suficiente ruido. Ella estaba demasiado lejos para oírlo y se alejaba más y más a cada paso—. ¡Feril! —volvió a gritar.

Entonces, algo le rozó el cuerpo y le atenazó una pierna. Sus gritos se silenciaron mientras lo arrastraban hacia abajo. El agua bajó por su garganta y la oscuridad lo devoró.

Poco antes del amanecer, el
Yunque de Flint
zarpó de los muelles de Palanthas. El galeón de casco verde se deslizó tan veloz y silencioso como un espectro a través del laberinto de botes de pesca que ya salpicaban la profunda bahía. Palin Majere se dirigió a la proa, atento al suave chapoteo de las redes sobre el agua y al casi imperceptible crujido de la cubierta del
Yunque
bajo sus pies calzados con sandalias.

Hijo de los célebres Héroes de la Lanza Caramon y Tika Majere, y uno de los pocos sobrevivientes de la batalla del Abismo, Palin tenía fama de ser el hechicero más poderoso de Krynn. Sin embargo, pese a sus habilidades para la magia y a sus conocimientos arcanos, se sentía indefenso ante los dragones que amenazaban su mundo. Se maldijo por no haber sido capaz de salvar a Shaon de Istar y a Dhamon Fierolobo el día anterior, cuando los había atacado el Azul.

Palin se inclinó sobre la batayola y miró fijamente el punto del horizonte donde el cielo teñido de rosa se encontraba con las olas. Su melena rojiza, salpicada de hebras de plata, se agitaba al viento. Palin se apartó unos mechones de los ojos y bostezó. La noche anterior no había dormido. Los trabajos de reparación del palo mayor, que el dragón había partido en dos durante el ataque, lo habían mantenido en vela toda la noche. Después había oído el chapoteo del agua contra el casco mientras pensaba en sus amigos muertos.

—¡Ya estamos lo bastante lejos! —gritó Rig Mer-Krel, el marinero bárbaro que capitaneaba el
Yunque.
Hizo una seña a Groller, el semiogro que estaba junto al palo popel. Luego levantó un brazo, señaló las velas, apretó el puño y se llevó rápidamente la mano hacia el pecho.

El semiogro sordo hizo un gesto de asentimiento y comenzó a recoger las velas, esquivando a
Furia,
el lobo rojo que dormía junto a la base del mástil. El resto de la tripulación se encontraba en el centro del barco. El grupo estaba congregado en torno a un bulto con forma humana, cuidadosamente envuelto en una vela vieja. Jaspe Fireforge, sobrino del legendario Flint Fireforge, se arrodilló junto al bulto y pasó sus rechonchos dedos de enano sobre el cordón de seda. Musitó unas palabras a los ausentes dioses del mar, se acarició la corta barba castaña y reprimió un sollozo.

Feril estaba a su espalda. La kalanesti cerró los ojos, y las lágrimas se deslizaron sobre la hoja de roble tatuada en su mejilla.

—Shaon —murmuró—; te echaré de menos, amiga.

—Yo también te echaré de menos —susurró Ampolla, una kender de mediana edad. Con una mueca de dolor en la cara, manoseó los guantes blancos que cubrían sus pequeñas manos—. Eres la única persona a la que he hablado de mi..., de mi...

—Shaon amaba el mar —comenzó Rig, y su voz potente interrumpió los pensamientos de la kender—. Yo solía bromear con ella y decirle que por sus venas no corría sangre, sino agua salada. Estaba más cómoda en la cubierta de un barco que en tierra firme. Fue mi primera compañera, mi amiga y mi... —El corpulento torso del marinero se sacudió cuando se detuvo para alzar el cuerpo. Sus músculos se tensaron, pues habían lastrado el cadáver para asegurarse de que se hundiera—. Hoy la devolvemos al lugar que adoraba.

Se dirigió a la borda y se detuvo, imaginando el rostro moreno debajo de la lona. Echaría de menos el contacto de su piel y jamás olvidaría su contagiosa sonrisa. Arrojó el cuerpo de su primera compañera por la borda y lo vio hundirse rápidamente.

—Nunca te olvidaré —dijo en voz tan queda que nadie lo oyó.

Feril se acercó a él. La brisa agitó su rizada cabellera cobriza y acarició sus puntiagudas orejas.

—Dhamon Fierolobo también ha muerto, aunque no pudimos recuperar su cadáver. Abandonó la Orden de los Caballeros de Takhisis por una causa noble y se sacrificó para matar al Dragón Azul que quitó la vida a Shaon. —La kalanesti sujetaba en su delgada mano un cordón de cuero que había encontrado entre las escasas posesiones llevadas por Dhamon a bordo del
Yunque,
y al que había atado una flecha—. Dhamon nos reunió. Honremos su memoria y la de Shaon permaneciendo unidos y obligando a los dragones a que nos devuelvan nuestras tierras.

La flecha y el cordón se soltaron de sus dedos y se hundieron en el mar, igual que Dhamon y el Dragón Azul, Ciclón, se habían hundido en un lago cercano.

Durante largo rato, sólo se oyó el leve crujido de los palos del barco. Por fin Rig se apartó de la borda e hizo una señal a Groller. El semiogro izó las velas, y el marinero de piel oscura se dirigió al timón.

* * *

Varios días después, a mediodía, Rig, Palin, Ampolla y Feril estaban empapados en sudor en el desierto de los Eriales del Septentrión. Ante ellos había un lagarto de treinta centímetros de largo, con la cola rizada. El animal sacudía su lengua viperina y miraba con especial atención a la elfa que se comunicaba con él. Los demás miraban, pero no entendían ni una palabra de la insólita conversación.

—Sólo podré estar contigo en el desierto durante una breve temporada, pequeño —dijo Feril en voz alta con chasquidos y silbidos.

—Corre conmigo por la arena. Disfruta conmigo de mi bella, bellísima tierra. Hay desierto de sobra para todos.

—Es un desierto muy hermoso —reconoció Feril—, pero necesito saber...

—Caza insectos conmigo. Crujientes escarabajos. Dulces mariposas. Jugosos saltamontes. Muy, muy jugosos saltamontes. Hay suficientes para todos.

—No me interesan los insectos —explicó Feril.

El lagarto pareció decepcionado y dio media vuelta.

—Por favor, no te marches —silbó ella, arrodillándose junto al lagarto.

—¿De qué hablan? —preguntó la kender, que los observaba con su habitual curiosidad—. ¿Sabes de qué hablan, Rig? Lo único que oigo son silbidos. Parecen un par de teteras.

—Calla —la riñó el marinero.

—Ojalá supiera usar así la magia —protestó Ampolla—. Podría hablar con cualquier cosa..., con todo. —La kender se cruzó de brazos y miró al suelo, o al menos a la porción de suelo que alcanzaba a ver bajo su fina túnica anaranjada que el viento tórrido y seco agitaba entre sus cortas piernas. La túnica era otro motivo de irritación. Esa mañana, cuando Ampolla había subido a la cubierta luciendo la larga prenda naranja, guantes y cinturón verdes, Rig le había dicho que parecía una calabaza madura. Ese comentario había bastado para que se decidiera a dejar el sombrero y a ponerse sandalias marrones, en lugar de las botas naranjas a juego—. Palin, ¿no puedes hacer algún conjuro para que todos entendamos lo que dice el lagarto?

—Habla de su inmenso desierto —dijo Feril con una rápida mirada a Ampolla. Acarició la cabeza del lagarto y continuó silbando y chasqueando.

—En verdad es un desierto increíblemente grande —coincidió Ampolla mientras contemplaba el mar de arena que se extendía en todas direcciones. Tenía que forzar la vista para ver los palos del
Yunque
al norte del horizonte. Tan delgados y lejanos estaban que la kender pensó que parecían agujas de coser pinchadas sobre la blanca tela del paisaje—. Sé que es un desierto muy grande porque vi un mapa. Dhamon lo compró en Palanthas hace varias semanas, antes de que nos internáramos en el desierto, cuando Shaon aún estaba con nosotros. —Hizo una pausa al notar que los labios de Rig se crispaban ante la mención del nombre de Shaon—. Naturalmente —prosiguió rápidamente—, Dhamon no conservó el mapa mucho tiempo. Los dracs nos atacaron y asustaron a los caballos, y el mapa estaba en el caballo de Dhamon, que vaya a saber dónde se encuentra ahora. ¿Crees que estará vivo? ¿Necesitaremos otro mapa? O puede que el lagarto nos solucione el problema. Ya sabes, que dibuje un mapa en la arena con la cola. O quizá...

BOOK: El Dragón Azul
12.21Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Haunted Houses by Lynne Tillman
Grave Secret by Sierra Dean
Beautiful boy by Grace R. Duncan
Blood Oranges (9781101594858) by Tierney, Kathleen; Kiernan, Caitlin R.
Claimed by Cartharn, Clarissa
El otoño de las estrellas by Miquel Barceló y Pedro Jorge Romero
Abandoned Prayers by Gregg Olsen
A Station In Life by Smiley, James
The Sixteen Burdens by David Khalaf
Rent-A-Stud by Lynn LaFleur