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Authors: Jean Rabe

Tags: #Fantástico

El Dragón Azul (5 page)

BOOK: El Dragón Azul
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—¡Corre, Ampolla! —gritó mientras se arrodillaba.

Un rayo pasó por encima de su cabeza. Otro drac abrió la boca y disparó un segundo rayo. Feril lo esquivó y cayó en el camino de un tercero. El rayo le dio en el hombro y la arrojó violentamente al suelo.

—¡Feril!

La kender echó un último vistazo a sus amigos caídos y al drac que se acercaba y luego echó a correr más rápidamente de lo que había corrido en su vida.

2

Mirielle Abrena

El Caballero de Takhisis corría por el polvoriento sendero. Su larga espada le golpeaba la pierna y amenazaba con enredarse en la larga capa negra. Corría torpemente, sorteando las chozas en llamas y los cuerpos de los ogros que habían cometido la imprudencia de desafiarlos. Mientras saltaba un cuerpo decapitado y atravesaba una nube de insectos atraídos por la sangre, pensó que sus enemigos deberían haberse rendido. Los caballeros les habían dado esa oportunidad. ¿Por qué no habían atendido a razones? Otros clanes de ogros se habían aliado con los caballeros. Sabían que someterse a la Orden era la única medida sensata.

El caballero se detuvo un instante para recuperar el aliento y observar el menudo cuerpo de una niña ogro. Con los miembros retorcidos y rotos, los ojos desorbitados fijos en el vacío, parecía una muñeca vieja. Era uno de los tantos niños que habían muerto durante el ataque. Él sabía que era inevitable. Los caballeros siempre evitaban enfrentarse a aquellos que no podían defenderse. No era honorable. Sin embargo, a veces los niños se cruzaban en su camino.

Corrió hacia un claro en las afueras de la aldea, donde se había reunido parte de su unidad. Al ver a su comandante, aflojó el paso, irguió los hombros y avanzó con movimientos largos y rítmicos —como si estuviera marchando—, tal como le habían enseñado tres años antes, cuando se había unido a la Orden. Se sacudió el polvo de la capa y se enderezó el yelmo. Cuando se detuvo ante su comandante, contrajo el estómago y se puso en posición de firmes.

—Señor —dijo mientras saludaba—, viene la gobernadora general.

—¿Aquí, Arvel?

—Sí, señor. El oficial Deron ha avistado el séquito de la gobernadora general dirigiéndose hacia nuestras trincheras, señor. Me ordenó que os informara de inmediato.

—Muy bien, Arvel. ¡A la fila!

Arvel se unió rápidamente a la primera fila. Así tendría ocasión de ver a la gobernadora general. Con sus trece años, Arvel era el más pequeño de la unidad. Y también el más joven, aunque no por muchos meses. Los Caballeros de Takhisis reclutaban escuderos muy jóvenes. Pocos llegaban a ocupar ese puesto si superaban los quince años.

El corazón de Arvel latió de expectación mientras el comandante inspeccionaba a cada hombre con rapidez pero a conciencia. La gobernadora general estaba allí, ¡en una aldea de ogros en la frontera entre Neraka y Blode! El joven se puso en posición de firmes y procuró permanecer perfectamente erguido mientras aguardaba con emoción. Su malla negra pesaba casi tanto como él, y rogó a la ausente Reina Oscura que le diera fuerzas suficientes para no encorvar los hombros. Un hilo de sudor descendió por su frente, pero resistió la tentación de enjugarlo.

—¡Indumentaria correcta! —exclamó el comandante.

El joven escudero giró la cabeza hasta que su barbilla le rozó el hombro. Entonces la vio, cabalgando lentamente por el sendero en dirección a ellos: la gobernadora general Mirielle Abrena.

Montaba un gigantesco caballo negro, tan negro como la noche, tan negro como la armadura y la cota que lucía. Su cabello era rubio, aunque alguna que otra hebra de plata veteaba los rizos que caían bajo el casco y rodeaban el cuello. Tenía facciones angulosas y una piel tersa, rosada y perfecta. Sus ojos azules eran rasgados y su nariz pequeña, aunque ligeramente ganchuda. El joven escudero pensó que no era una mujer hermosa, pero tampoco carente de atractivo. La palabra que mejor la describía era «poderosa»; la clase de mujer con un porte y unos modales que atraían y retenían miradas.

Ella era el único oficial que había sido capaz de reunir a los dispersos caballeros y convertirlos una vez más en una honrosa Orden. Había subyugado a los draconianos, hobgoblings y ogros de Neraka, ganándose el puesto de gobernadora general y jefa del cuerpo de caballeros. Y estaba allí... ¡a escasos metros de él! Arvel respiró hondo y siguió mirándola. Le echaba unos cincuenta años, aunque aparentaba como mínimo diez menos. Era musculosa, segura y no mostraba señal alguna de fatiga pese a llevar una armadura mucho más pesada que la del joven.

A su espalda cabalgaba más de una docena de hombres, todos montados en caballos negros. Casi todos eran Caballeros del Lirio, como él, guerreros de la Orden. Pero Arvel vio dos hombres con coronas de espinas bordadas en la capa, lo que proclamaba su condición de miembros de la Orden de la Espina. Hechiceros.

Mirielle Abrena desmontó con agilidad a pocos pasos de distancia y saludó al comandante con una inclinación de cabeza.

—¡Gobernadora General Abrena! —anunció éste con un saludo y un ademán que incluía a su unidad—. Nos sentimos muy honrados por vuestra inesperada visita.

—Habéis tomado la aldea rápidamente —dijo ella mirando las filas de hombres.

—Y sólo ha habido unos pocos heridos, gobernadora general. No han matado a ningún caballero.

La mujer se paseó frente a la primera fila.

—¿Y los ogros, comandante? ¿Habéis tomado prisioneros?

Se detuvo a escasos metros de Arvel, y el corazón del escudero latió con fuerza. ¡Estaba tan cerca! Recordaría ese día durante el resto de su vida.

—Sólo tres, gobernadora general. Todos lucharon como perros rabiosos. Y no se rindieron ni siquiera cuando comprendieron que los habíamos derrotado.

—Idiotas —dijo ella—. Pero también admirables. Traedme a esos tres.

Ahora estaba delante de Arvel, con sus fríos ojos clavados en los de él.

—¿Ha sido tu primera batalla? —preguntó.

—No, gobernadora general —se apresuró a responder Arvel. Tenía la garganta seca, y sus palabras sonaron ásperas como ramas marchitas—. Es mi tercera batalla, gobernadora general.

La mujer se balanceó sobre los talones y se alejó unos metros de los caballeros. Los dos hechiceros que la flanqueban guardaron silencio mientras llevaban a los prisioneros ante ella. Los tres ogros eran jóvenes, casi niños. Tenían las manos atadas a la espalda y cojeaban debido a las cuerdas que les unían los tobillos. Miraron a la gobernadora con expresión desafiante y el más grande de los tres blasfemó en la lengua de los ogros cuando los obligaron a arrodillarse.

—Estáis vencidos —declaró la mujer con firmeza—. Nos hemos apoderado de vuestras tierras. Vuestros compañeros han muerto. Sois los únicos sobrevivientes de vuestro clan. —Su voz era monocorde, sin inflexiones—. Este territorio es crucial para nuestros planes de expansión. Desde aquí será más fácil preparar un asalto a Sanction. Es fundamental que ganemos acceso al Nuevo Mar, y la costa de Sanction nos permitirá ampliar nuestros dominios.

—Hay una gran distancia entre aquí y Sanction —gruñó el más grande de los ogros—. No conseguiréis apoderaros del puerto.

—¿No? —Extendió una mano y atenazó el cuello del ogro—. Vuestra aldea ha sido sólo el primer paso, y ha caído fácilmente.

—Hay muchas aldeas más —dijo el ogro con voz ronca—. Más grandes que ésta. Os... vencerán.

—Dime, ¿cuántos ogros hay en los clanes vecinos?

La respuesta del ogro fue un escupitajo. Y la respuesta de la gobernadora general fue partirle el cuello. El ogro cayó al suelo, y Mirielle se volvió hacia los otros dos.

—¿Cuántos ogros hay en las aldeas vecinas? —repitió.

El más cercano la fulminó con la mirada y negó con la cabeza.

—No diremos nada.

—Lealtad hacia vuestros compañeros —dijo ella con el mismo tono imperturbable—. Lo respeto.

A una señal de Mirielle, uno de los hechiceros dio un paso al frente. Su mano brilló con un resplandor rojo durante un instante, y el joven ogro insolente gritó. Su piel se onduló y estalló, como si le hubieran arrojado aceite hirviendo. Mientras su pecho se hinchaba, el hechicero levantó el puño, apretando y cantando. El joven ogro se desplomó en el suelo, donde se retorció durante unos segundos antes de morir.

La mujer se volvió hacia el único sobreviviente, el más joven de los tres.

—Quizás a ti se te haya aflojado la lengua.

Al principio el joven ogro tartamudeó, chapurreando las palabras del Común, aunque puso al corriente a la gobernadora general de todo lo que sabía sobre la localización de las aldeas cercanas y el número de ogros que allí se encontraban. Luego las palabras surgieron con mayor facilidad y delató las defensas del clan, los nombres de los jefes que podía recordar, las horas en que los combatientes ogros salían a cazar.

—Mucho mejor —dijo ella.

El ogro la miró con un atisbo de esperanza, pero ella eludió su mirada y fijó la vista en Arvel. Lo llamó con un dedo.

El joven escudero de Takhisis se hinchó de orgullo, respiró hondo y se dirigió hacia la mujer.

—¿Sí, gobernadora general?

—Este ya no nos sirve de nada —dijo ella señalando al ogro—. Mátalo.

Arvel miró al ogro, que aparentaba un par de años más que la niña que había visto poco antes. En los ojos del ogro había odio y miedo. El joven escudero de Takhisis desenfundó la espada, atrajo al ogro hacia él y con una estocada limpia le cortó el cuello. Arvel se sentía orgulloso. Había recibido una orden directa de la gobernadora general. De todos los caballeros allí reunidos, le habían encomendado esa tarea precisamente a él. Limpió la hoja de la espada en la túnica del ogro, enfundó y se colocó en posición de firmes.

—Ocúpate de que quemen los cadáveres —dijo Mirielle, siempre dirigiéndose a Arvel—. Todos. Y también las chozas, aunque antes habrá que registrarlas. Entregad los objetos de valor a estos hombres, que se encargarán de llevar los tesoros a Neraka. —Señaló a los hechiceros y echó a andar hacia su caballo—. Comandante, tengo que hablar con vos.

Arvel vio que su comandante se reunía rápidamente con la gobernadora general y oyó que hablaban de los dragones. Luego se entregó a la tarea de deshacerse de los cuerpos. ¡Cuántas historias podría contar de ese día en el futuro!

* * *

—Comandante, estacionad las tropas en los alrededores, desde donde puedan ver la aldea. Montad guardias por si otros clanes de ogros deciden venir a investigar. En tal caso, matadlos. En el curso de esta semana enviaré más brigadas para reforzar vuestras filas. Cuando tengáis suficientes hombres, tomad las aldeas vecinas. Enviad mensajeros para informar de vuestros progresos. Cuando contemos con un escuadrón lo bastante fuerte, regresaré y avanzaremos hacia Sanction.

—Gobernadora general...

Los impasibles ojos de la mujer se encontraron con los suyos.

—¿Sí?

—Estamos cerca del territorio de Malystryx, señora suprema de los dragones. ¿Sabe ella que estamos conquistando estas tierras?

Los labios de Mirielle esbozaron una sonrisa.

—Malystryx está al tanto de mis planes. No ha puesto objeciones y no tenemos nada que temer. Después de todo, comandante, trabajamos con ella y para ella, no en su contra.

El comandante tragó saliva y aventuró otra pregunta:

—Gobernadora general, habéis asignado brigadas al Azul, Tormenta sobre Krynn. Nuestras unidades dominan en vuestro nombre Palanthas, Elkholm, Foscaterra, prácticamente todos los territorios de los Eriales del Septentrión. Y el dragón nos recompensa económicamente. Sin embargo, aunque no ganamos nada de la Roja, vos le enviáis caballeros continuamente. No veo por qué...

—La Roja es el dragón más poderoso de nuestros señores supremos, comandante —dijo Mirielle lacónicamente mientras se acomodaba en la silla de montar. Tiró con suavidad de las riendas, y su caballo dio media vuelta—. Malystryx nos perdona la vida. Creo que eso merece un mínimo de lealtad.

3

El coraje de Ampolla

La kender miró fijamente la entrada de la caverna, restregándose las doloridas manos con nerviosismo. Palin, Feril, Rig... ¡todos estaban allí abajo, a merced del drac! Ella había conseguido salir, pero no del todo ilesa. Sentía un intenso dolor en la espalda, en el sitio donde la había alcanzado uno de los rayos.

—Me pregunto si me habrá estropeado la túnica —dijo para sí—. ¿Estaré sangrando? ¿Y los demás se encontrarán bien?

Inclinó la cabeza y aguzó el oído, pero sólo oyó la cháchara de los wyverns; sus roncas voces retumbaban entre los muros de la cueva. No se oían aleteos ni el crepitar de los rayos. Tampoco oía a sus amigos.

—Debería pedir ayuda —dijo—. Eso; podría volver al barco a buscar a Jaspe, a Groller y a
Furia
y coger la lanza de Dhamon... mejor dicho, de Rig. Luego volveríamos a rescatarlos. Si es que para entonces no han muerto. ¿O acaso habrán muerto ya?

Miró el cielo oscuro, luego la arena que se extendía en todas direcciones y que se veía gris a la tenue luz de las estrellas.

—De todos modos, dudo que pudiera encontrar el
Yunque.
Ni siquiera sé dónde está el norte. —La kender se mordió el labio inferior y dio un paso vacilante hacia la cueva—. No veré nada sin la luz de Palin. No puedo ver en la oscuridad.

Dio otro paso y palpó con cautela la roca de la entrada. No podía sentir la roca a través de la gruesa tela de sus guantes.

—Alguien tiene que ayudarlos. Y yo soy el único «alguien» que hay aquí.

Ampolla se quitó los guantes, dejando al descubierto unos dedos deformes y llenos de cicatrices. Dio otro paso al frente y se internó en la oscuridad. Luego tocó el muro de la cueva y comenzó a descender a tientas.

Shaon era la única persona a quien había hablado del accidente que le había desfigurado las manos. Años antes, la curiosidad la había empujado a abrir el cofre de un mercader, y una trampa mágica le había dejado las manos doloridas y cubiertas de unas cicatrices que procuraba disimular bajo una variopinta colección de guantes. Quizá la confianza que había depositado en Shaon al contarle su historia fuera una de las causas del infortunio de su amiga. Ampolla no quería perder ningún amigo más.

La kender tocó un punzante afloramiento de piedra y dio un respingo de dolor. Las yemas de sus dedos eran extremadamente sensibles; tanto, que podían percibir la brisa que soplaba hacia el interior y el exterior de la cueva. Y percibían asimismo el estancamiento del aire cuando se acercaba a un objeto que le cerraba el paso, como una afloración de piedra o los restos de un camello.

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