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Authors: Jean-Claude Lalumière

El frente ruso (3 page)

BOOK: El frente ruso
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Unos instantes más tarde, estaba en la planta baja del edificio en el que se encontraba mi pequeña
chambre de bonne
, en el bulevar de la Tour-Maubourg a solo unos minutos a pie del Ministerio de Asuntos Exteriores.

Había elegido ese barrio ya que deseaba consagrar el máximo de mi tiempo al lanzamiento de mi carrera y deseaba por tanto llegar pronto y salir tarde del despacho, tal y como mi padre me había inculcado, y no perder el tiempo en los transportes públicos. Ocupaba ese apartamento desde hacía tres días. Una vez hube firmado el contrato de alquiler, informé a mis padres. Al día siguiente llegaron con una furgoneta alquilada. Comenzamos por descargar el sofá, pero una vez lo conseguimos colocar en aquel estudio amueblado, comprobamos que era enorme. Ocupaba la mitad del espacio. Alojamos la nevera frente al plato de la ducha, lo que dejaba unos veinte centímetros para acceder a la ventana y a la taza del váter. La expresión «nicho» tenía aquí su pleno significado. Un minúsculo lavabo se encontraba justo enfrente. Una placa eléctrica y una cafetera encima de la nevera permitían la transición ideal en ese espacio de dos metros cuadrados que conformaban la cocina-cuarto de baño-servicio. Añadimos también una mesa y dos sillas y, finalmente, un armario a la derecha de la puerta de entrada. Para terminar, coloqué un televisor portátil encima de ese armario. Los muebles se alineaban en la pared de la derecha. Había previsto también instalar una estantería a lo largo de la pared de la izquierda. Satisfecho con el resultado, por fin podía saborear por adelantado la dicha de vivir en mi primer apartamento.

Mi madre me preguntó cómo podría sobrevivir en un espacio tan reducido. Y era verdad que la configuración de mi apartamento, tan alargado y estrecho, planteaba un problema real: no permitía ni abrir el sofá-cama. Durante la primera noche dejé a mis padres la habitación de hotel en la que había dormido hasta entonces e intenté conciliar el sueño en aquella cama semiplegada. Tuve que dormir con las piernas encogidas. En un primer momento, me acomodé, pero la postura me resultó demasiado incómoda y decidí acostarme en el sofá cerrado. Tras semanas de dormir con la cabeza y los pies apoyados en los reposabrazos, emprendí una excursión a Ikea para encontrar un sofá-cama que se adaptara a mi apartamento. Ya en la tienda, pedí a un dependiente que abriera todos y cada uno de los modelos y que los midiera concienzudamente. Terminé por encontrar uno que se adaptaba a mis necesidades: la referencia Beddinge, con un sistema de abertura llamado clic-clac, era mejor para mi apartamento que el sistema de tipo BZ con el que se abría el viejo diván familiar. Era cuestión de dos centímetros. En la tienda observé todos aquellos artículos que ya me habían conquistado al hojear las páginas del catálogo de la firma. Sin embargo, mi razonamiento era el siguiente: lo exiguo de mi apartamento no me permite ningún tipo de excentricidad decorativa. Me detuve en la sección de «orden». Delante de mí, toda una gama de productos con los que no solo resolvería mis problemas de espacio sino que también respetaban la divisa familiar: «Cada cosa en su sitio, un sitio para cada cosa».

Me enviaron el nuevo sofá-cama y el resto de mis compras unos días más tarde. El viejo sofá de terciopelo marrón acabó en la acera, esperando la recogida de los trastos. Me separé de él con pena. Su sola presencia evocaba una versión concentrada de la casa de mis padres. Y la instalación del nuevo mobiliario, a pesar de que aportaba una pizca de color, no aligeró en nada la estrechez.

Aquella mañana de septiembre atravesé la explanada de Les Invalides con una bola de aprensión flotando entre mi estómago y mi garganta. Al final de mi mano derecha se balanceaba el maletín que mi madre me había regalado, tan pesado a pesar de estar casi vacío: en su interior no había más que el expediente administrativo que agrupaba las hojas que me había pedido el departamento de personal del ministerio, la carta en la que me convocaban y una pequeña agenda de cuero. Todavía había espacio para dos diccionarios: uno de nombres comunes y otro de nombres propios, un tentempié con su tartera, unos patines, una silla plegable y una lamparilla de gas con su recambio. Mi madre había tenido vista.

Andaba de cara al sol sobre un césped húmedo todavía por el riego matinal, con cuidado de no pisar las cacas caninas abandonadas allí por dueños incívicos. Si aquella mañana no hubiera sido la mañana de la vuelta de vacaciones para todo el mundo y la calle no hubiera estado atestada de coches, habría podido oír los pájaros. Los conductores, exasperados, pitaban con la menor excusa. Esa constatación me alejó unos minutos de mi propia ansiedad, pero no mejoró mis nervios. Me angustiaba la sola idea de tener que subir las escaleras de entrada del Ministerio de Asuntos Exteriores. Aquellas mismas en las que había visto tan a menudo, en las noticias, cómo los sucesivos ministros recibían a las diferentes legaciones internacionales.

Cuando llegué al edificio construido por Lacornée a mediados del siglo XIX y sede del Ministerio de Asuntos Exteriores desde entonces —por esa estabilidad que dura más de siglo y medio se le llama «Quai d'Orsay» cuando llegué, decía, me di cuenta de que la verja de la entrada estaba cerrada. Pregunté al guardia que estaba dentro de la garita y le enseñé la carta que había recibido.

—Tiene que dar la vuelta a la manzana. Hay una entrada para funcionarios en la parte trasera. Es el número 103 de la calle L'Université.

Recuperé la carta, agradecí al guardia las indicaciones que me había dado, desanduve lo andado y eché una mirada sin piedad al majestuoso frontón del edificio. ¡Yo, que me había imaginado entrando por la puerta principal! Cuando mi destino era el de entrar por la puerta de funcionarios, en otras palabras: la puerta del servicio, como cualquier empleado anónimo de la Administración, lo que a decir verdad, era yo. Lo admito.

Di la vuelta al edificio para encontrarme delante del número que me habían indicado. Frente a mí, una estructura moderna cuya fachada era una cuadrícula de hormigón. Me había alejado de aquellos salones dorados del Segundo Imperio que había podido admirar en la página web del ministerio para entrar en esas funcionales instalaciones que no se enseñaban en ningún sitio. En el vestíbulo de acceso al inmueble se acumulaba una treintena de personas que parecían haber comprado su ropa en la misma tienda. Los hombres llevaban trajes grises —en todas sus tonalidades, desde el gris ratón al gris antracita— y las mujeres, trajes de chaqueta, grises también en su mayoría. Algunas iban de negro: sin duda, las excéntricas. Así, todos en grupito, me recordaban a la imagen de un crepúsculo de noviembre en la meseta picarda (
Geo
n.° 73: especial regiones de Francia).

Me dirigí hacia el bedel que estaba sentado detrás de un mostrador semicircular que se asemejaba a una sonrisa de bienvenida, lo que dispensaba a su morador, el bedel, de este movimiento cigomático. Le tendí mi convocatoria. La hojeó más someramente todavía que el oficial de la puerta principal y me señaló con el mentón y con gesto desinteresado el confuso grupo de gente que esperaba a mis espaldas.

—Tiene que esperar ahí, junto a los demás. Ahora vienen a buscarlos.

Doblé la carta, la metí en el bolsillo de mi chaqueta y fui a reunirme con los otros reclutas. No era el único que ese día iba a hacer su entrada en el ministerio. Mi vestimenta azul no destacaba demasiado entre tanto gris. Lamentaba únicamente no haber aprovechado el espacio disponible para meter una corbata en mi maletín. Además de las mujeres, yo era el único que no llevaba. Me di cuenta igualmente de que el tamaño del resto de carteras y maletines de mis futuros colegas era totalmente razonable y maldije a mi madre por haberme hecho semejante regalo. No sabía dónde meter ese maletín que parecía ir agrandándose cuanto más me acercaba a los demás. Decidí quedarme en la periferia del grupo, esperando, mientras intentaba disimular detrás de mí aquel objeto desmesurado, pero sobresalía unos buenos veinte centímetros de cada uno de mis muslos.

Tras una media hora de espera, dos personas de la oficina de personal, un hombre y una mujer, vinieron a buscarnos. El hombre se presentó. Era el señor Langlois y dirigía la oficina encargada de recibirnos. Como me encontraba en la retaguardia del grupo, solo me llegaban fragmentos de su discurso (bienvenidos, expediente administrativo, director, Salón del Reloj), suficientes para reconstruir el sentido de su locución. En primer lugar debíamos completar nuestros expedientes administrativos y después iríamos hasta el prestigioso Salón del Reloj —el oro de la República no estaba muy lejos—, donde el jefe de gabinete del ministro, Henri Dejean —había podido leer su nombre en el organigrama del ministerio—, pronunciaría un discurso de bienvenida.

Tras esta sumaria recepción, el señor Langlois nos invitó a que lo siguiéramos. La mujer, que había estado callada en todo momento, hacía de perro pastor, asegurándose de que nadie se equivocara de camino. Iba a mi lado; en un intento de ser cariñosa, me preguntó:

—¿Viene de provincias?

No supe qué conclusión deducir de esa pregunta. ¿Acaso me lo había preguntado porque era el único que no llevaba corbata? ¿El corte de mi traje era tan malo? ¿Tenía la pinta del pueblerino que acude a la primera comunión de un sobrino lejano? Decidí responder a su pregunta con otra:

—¿Cómo ha podido adivinarlo?

—Por su maletín —dijo ella mientras lo señalaba.

Maldije a mi madre en silencio y comencé a sospechar que me había hecho ese incómodo regalo con el único objetivo de hacerse presente durante mi primer día. Ella sabía que no sería tan desalmado como para no utilizar su maletín y yo a mi vez sabía que cuando me llamara por la tarde para preguntarme qué tal el día, deslizaría de manera anodina en la conversación una alusión al maletín para confirmar que efectivamente lo había llevado conmigo.

Entramos en una gran sala donde se alineaban las mesas y las sillas y me dio la impresión de haber vuelto a una de las aulas del colegio. Nos pidieron que termináramos nuestros respectivos expedientes administrativos. Saqué los documentos justificativos que la Administración nos había pedido y seguidamente deslicé el maletín debajo de la silla para intentar disimularlo un poco. No cabía. Tuve que conformarme con dejarlo en el pasillo, cerca de mi mesa.

La información que nos pedían era la que se suele pedir en este tipo de circunstancias: estado civil, número de la Seguridad Social, dirección, teléfono, además de la fotocopia del título de mayor grado que hubiéramos obtenido, cuatro fotografías y otros documentos adicionales. El señor Langlois nos explicó que una de esas fotografías se destinaría a hacernos nuestro carné de funcionario, con una pequeña bandera azul, roja y blanca en la parte superior, a la derecha. Mientras nos daba estas explicaciones, se movía entre nosotros agitando su propio carné por encima de su cabeza para que todo el mundo pudiera verlo. Una chica levantó la mano para preguntarle si ese carné permitía obtener descuentos en las tiendas o en el cine. El jefe de la oficina se contentó, por toda respuesta, con un silencio consternado. Abochornado, volvió a meter el carné dentro de su cartera y echó a andar por el pasillo con paso decidido. Cuando pasaba a la altura de mi mesa, desapareció de pronto como si se lo hubieran tragado unos abismos sin duda mucho más profundos que aquel en el que se había sumido tras el comentario de mi compañera. Se armó un barullo, dos personas se lanzaron en su socorro y lo ayudaron a levantarse. Se sujetaba la rodilla y se frotaba la frente, donde un chichón del tamaño de un huevo de paloma iba apareciendo lentamente.

—Pero ¿quién ha dejado este trasto de maleta en mitad del pasillo? —gritó.

Susurré que se trataba de mi maletín, pero él no escuchó mi respuesta. Tras lanzarme una mirada llena de cólera y de odio, se dirigió hacia su colaboradora, a quien le pidió que se ocupara de nuestros expedientes mientras él iba a la enfermería.

En ese momento, de haberse encontrado allí, habría atado a mi madre a un potro de tortura. Me prometí arrojar semejante monstruosidad de cuero a las profundidades del Sena en cuanto se hiciera de noche.

Una vez terminamos con las formalidades administrativas, nos guiaron hasta la residencia del ministro. Atravesamos los elegantes jardines que unían los dos edificios. Todavía desconocíamos en qué lugar se encontraban nuestras oficinas. Este misterio habría de revelarse tras el discurso del jefe de gabinete. Entramos en el Salón del Reloj. Me sentía como un niño en una juguetería. Miré alrededor, al techo, en todas partes brillaba una decoración de una finura que hasta entonces había visto en contadas ocasiones. En Eysines, capital de las tierras bordelesas en las que había nacido, era más fácil que tuviera acceso a la decoración campesina (vigas vistas y terracota) de las casas de los labriegos o a las casas construidas en serie de las urbanizaciones que a las ricas ornamentaciones del Segundo Imperio. Por supuesto que había hecho una visita al palacio de Versalles cuando estaba en el instituto, pero esta se produjo tras horas y horas de un viaje de pesadilla en autobús, en medio de una muchedumbre de turistas y del crepitar de los
flashes
. Uno tenía la sensación de que una fuerte lluvia golpeaba los espejos de la famosa Galería de los Espejos.

Las luces de los
flashes
multiplicadas hasta el infinito por los espejos otorgaban al lugar el aspecto de una discoteca saturada de luz estroboscópica. No se puede decir que gozáramos de las condiciones propicias que despiertan la fascinación por el castillo en el visitante que accede a horas más tranquilas.

Tras unos minutos de espera, resonó una pequeña sirena. Un hombre se subió en la tarima que habían colocado para la ocasión y desde allí, frente a un micrófono, comenzó su parlamento. En un primer momento escuché con atención su discurso. Nos habló de las funciones de nuestra Administración, del lugar que ocupaba Francia en el tablero de juego de las relaciones internacionales, de la larga tradición francesa en materia diplomática, de los sacrificios que algunos de nuestros predecesores habían tenido que realizar para asegurar su papel. Tenía la impresión de haber escuchado antes esas mismas palabras. Sin duda me recordaban aquellas que había podido leer en los folletos que me habían ayudado a preparar la fase oral de la oposición o aquellas otras de la página web del ministerio que había visitado en repetidas ocasiones. Terminé por desinteresarme de su alocución para pasar a admirar los detalles de la decoración de la sala.

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