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Authors: Jean-Claude Lalumière

El frente ruso (4 page)

BOOK: El frente ruso
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Una vez hubo terminado el discurso del jefe de gabinete, el señor Langlois, que había vuelto de la enfermería con un chichón más grande que cuando se había ido, más o menos del tamaño de un huevo de gallina, reluciente por la pomada con la que la enfermera lo había untado, nos distribuyó a cada uno un papel en el que figuraba nuestro destino, que ya sabíamos, y el lugar en el que se encontraba nuestro despacho (el ministerio ocupaba varios edificios en la explanada de Les Invalides). Fui el último en saber dónde realizaría mi futuro trabajo. Langlois me tendió la hoja mientras me precisaba que en el último momento se había hecho una pequeña modificación. Leí las indicaciones. Langlois esperaba mi reacción, con una sonrisa nerviosa dibujada en la cara. El tipo, por el modo en que se comportaba, seguro que tenía una hipoteca altísima. En la nota figuraba lo siguiente:

Destino:
Oficina de los países en vías de creación. Sección Europa del Este y Siberia.

Localización:
Edificio Austerlitz, sexto piso, oficina 623. Avenida de Francia, número 8. Distrito XIII. París.

—En nuestra jerga, llamamos a esa sección «el frente ruso» —añadió satisfecho—. Son las únicas oficinas descentralizadas en el distrito XIII. Nadie quiere ir allí. Y no sé por qué. El XIII está más al este que el VII, lo que lo acerca a Siberia. Resulta más práctico.

Sin más dilación, se dio media vuelta y me dejó allí plantado, en medio del Salón del Reloj, contento con la mala pasada que me acababa de jugar. Mis colegas comenzaron a marcharse para dirigirse hacia sus puestos de trabajo. Pregunté a dos o tres sin hacerme ilusiones: yo era el único al que habían destinado al distrito XIII. Me resistía a irme del gran salón ya vacío. Me vi, hacía años, en la sala polivalente del instituto, en la que nuestro profesor de educación física nos enseñaba los deportes de equipo. Las clases comenzaban cada semana del mismo modo. Agrupados junto a las colchonetas apiladas que soltaban aquel extraño y tan familiar olor, una mezcla de sudor y de látex a punto de desintegrarse, esperábamos que estuviera el resto de la clase preparada para comenzar. La sala vacía amplificaba el sonido de nuestras voces; los más atléticos calentaban con un balón que les había dejado el profesor mientras pasaba lista. Cuando todo el mundo había salido de los vestuarios y se había unido al grupo, el profesor designaba dos capitanes, los que a su vez estaban encargados de escoger a aquellos que querían que estuvieran en su equipo. Las dos selecciones iban formándose lentamente, sus miembros se felicitaban cada vez que había una nueva incorporación. Invariablemente, yo habría de encontrarme entre los dos últimos. Y si conseguía escapar por los pelos de la vergüenza de ser el último, era gracias a la existencia de un pobre compañero obeso cuyo nombre, qué ingratitud, he olvidado. Padecía esta difícil prueba con resignación y esperaba mi turno observando la superposición de los diferentes terrenos deportivos que se cruzaban en el suelo como si fueran los geoglifos de Nazca, esas figuras del desierto peruano que solo tienen sentido si se observan desde un avión. Yo nunca conseguía saber sobre qué terreno había que jugar, pero eso no tenía la mayor importancia ya que mi papel solía consistir en quedarme plantado en una esquina, con mis dos piernas delgadas e inútiles que salían de unos pantalones de nailon negro decorados con dos franjas naranjas a los lados, cuando los de mis amigos tenían tres, esperando un balón que mis compañeros de equipo no me pasaban nunca. Sabía que la falta de elasticidad de mis hombros, consecuencia de los verdugos hechos a mano, hacía que nunca pudiera agarrar el balón. No estaba ni siquiera seguro de encontrarme en el terreno de juego apropiado. ¿Las líneas verdes pertenecían al campo de baloncesto? ¿Las azules, al de balonmano? ¿Las rojas, al de voleibol? Jamás pude memorizarlo. Y me preguntaba cómo mi profesor de gimnasia había logrado hacerlo. Si él no hubiera sido el causante de mis humillaciones públicas, habría podido admirarlo por esa hazaña. Escogían incluso a las chicas antes que a mí.

Humillado por mi primer día en la función pública y tras un último vistazo a las decoraciones del Salón del Reloj, me dirigí hacia la salida con la sensación de haber sido enviado al gulag. Antes de dejar el número 103 de la calle de L'Université, me detuve delante del mostrador de la entrada y pregunté al bedel dónde se encontraba aquel anexo del ministerio. Miró la hoja que me había dado Langlois.

—¡Lo envían al frente ruso! ¡Eso está genial para un nuevo!

No quería discutir con él.

—¿Puede simplemente decirme dónde se encuentra?— insistí.

—Está en los barrios nuevos, justo detrás de la estación de Austerlitz.

—¿Y cuál es él medio más rápido para llegar a la estación de Austerlitz? —le pregunté.

—¡El modo más rápido para llegar a una estación es el tren!

Se giró soltando una risotada mientras buscaba con los ojos a alguien que hubiera sido testigo de su broma, pero el vestíbulo del ministerio estaba en calma y vacío, así que nadie pudo hacerse eco de su hilaridad. Por mi parte, yo no estaba de humor para bromas. Un chupatintas atrabiliario acababa de poner punto y final al sueño que tenía desde hacía semanas de quedarme en los pasillos enmoquetados del Quai d'Orsay y me había largado hacia un «vecindario con futuro», como se describen este tipo de barrios en los folletos de los promotores inmobiliarios aunque no sean más que un páramo ruidoso y polvoriento atrapado entre las vías de una estación secundaria y una carretera de circunvalación. Mi plan de hacer carrera se encontraba en un callejón sin salida. Ante mi falta de reacción, el bedel volvió a ponerse serio y me indicó dónde estaba la estación de cercanías situada bajo la explanada de Les Invalides. La línea C te llevaba directamente a Austerlitz, que solo se encontraba a tres estaciones. Siempre igual.

3

El trayecto en cercanías era solo de veinte minutos, una pérdida de tiempo que, aunque me contrariaba, era aceptable. Se lo expliqué a mi madre cuando, como estaba previsto, me llamó para preguntarme qué tal había ido mi primer día. Ella a su vez me hizo saber la mala noticia con la que mi padre se había encontrado tras su regreso de vacaciones. La empresa para la que trabajaba tenía algunas dificultades y había anunciado despidos. Sin embargo, según ella, no había nada que temer. La situación de mi padre, cuyo ascenso año tras año le hacía ocupar una posición imprescindible en la jerarquía empresarial, lo preservaba de ese tipo de disgustos. Aquellas palabras cargadas de certeza no evitaron que me angustiara ante la idea de que mi padre pudiera quedarse sin trabajo.

Afortunadamente, el inmueble en el que estaba instalada la sección de Europa del Este y Siberia se encontraba justo detrás de la estación de Austerlitz, de manera que no debía adentrarme demasiado en ese barrio desalmado, de nueva creación, que pretendía ser moderno cuando era únicamente una reproducción de las cuadrículas urbanísticas romanas. Como si fuese un Broadway falsamente
hightech
, reservado a los negocios, la avenida de Francia se abría camino en una diagonal construida al modo haussmanniano, justo en medio del barrio. Los inmuebles que se habían construido no destacaban por nada. Solo eran la repetición de unos principios arquitectónicos dictados hacía cincuenta años, cuando era urgente construir y construir mucho: estructuras de hormigón armado y fachadas de vidrio llamadas «muro-cortina». Algunas veces, cuando los constructores estaban dispuestos a pagar por algo que se podía considerar superfluo, los arquitectos añadían elementos decorativos y se felicitaban del aire nuevo que de este modo insuflaban sobre su profesión: alféizares exteriores de aluminio cepillado, tejadillos en fibra de carbono que imitaban la onda temblorosa de una tarde de primavera sobre el lago de Annecy, columnas de cartón piedra de un clasicismo barato capaces de resistir a la intemperie que simbolizaban la democratización de la arquitectura de las clases superiores del Antiguo Régimen, cascadas de vegetación que recordarían al presidente de un grupo petroquímico aficionado al deporte extremo su última expedición al Amazonas en el Camel Trophy.

Los locales que ocupaba la sección se encontraban en la sexta planta de un edificio de doce. Y aunque había otros servicios públicos, también había empresas que alquilaban, del mismo modo que lo hacía el Ministerio de Asuntos Exteriores, algunas oficinas o una planta entera para alojar la parte del personal que no cabía en los edificios prestigiosos de las oficinas centrales. La sección disfrutaba, así, de cinco oficinas.

En la primera se encontraba Michel Boutinot, el jefe de la sección, un hombre pequeño y panzudo cercano a la jubilación y que vestía todavía trajes de tres piezas. El chaleco le permitía disimular un par de tirantes y la tensión que padecían los botones de su camisa. Parecía que proviniera de otros tiempos y a menudo hablaba con nostalgia de los años en los que el general De Gaulle estaba aún en el poder.

— «¡Viva Quebec libre!» Eso sí que era una frase. Uno sabía cómo había que comportarse entonces. Hoy en día Francia agacha la cabeza con tal de que le dejen construir centrales nucleares y líneas de metro. Ya no existe la diplomacia, todo es puro comercio. ¡Buenos días, señor presidente! y, tachón, coloco el pie en la puerta como si fuera un vulgar vendedor de aspiradores.

El día en que llegué, Boutinot me recibió en su despacho con mucha solemnidad. Me felicitó por haber superado las oposiciones y me apretó durante un buen rato la mano.

—Una oposición te convierte en un hombre —me dijo—. Es el pedigrí del funcionario, una etiqueta de calidad irrefutable. Nada que ver con los enchufes con los que los políticos envían a sus protegidos a los mejores puestos. ¡Si todavía reclutaran a gente competente!, pero no, ¡solo enchufan a mediocres! Y como siempre digo, si no cuentan con nosotros pero nombran a hombres competentes, inclinémonos, pero si les bastan los mediocres, entonces ¡que opten por nosotros!

Tomé este circunloquio como un discurso humorístico y sonreí ostensiblemente, pero Boutinot tenía un gesto serio, por lo que borré de mi cara cualquier rastro de diversión suscitada por sus palabras.

Me informó que le sorprendía ver a un nuevo candidato. Durante años había reclamado refuerzos, pero la oficina central nunca había respondido a sus demandas, razón por la que desde hacía dos años ya no lo solicitaba más.

—Me encantaría saber qué mosca les ha picado para que de pronto se hayan decidido a mandarnos a alguien.

Se levantó y comenzó a recorrer la habitación mientras me soltaba una parrafada histórica sobre la sección y me explicaba su lugar en el dispositivo diplomático. Yo me aseguraba de que mi maletín no pudiera cruzarse en su deambular.

La sección de Europa del Este y Siberia se había creado unos meses después de la caída del Muro de Berlín. La oficina de los países en vías de creación, de la que dependía, existía desde hacía tiempo, pero antes de ese suceso no se disponía de un ojeador estratégico sobre los países del bloque del Este, ya que la situación parecía detenida. Y después había llegado Gorbachov: un paseo por la orilla del mar Negro, la idea de la Perestroika y todo se había acelerado. El Muro de Berlín había caído, la gente había derribado las estatuas de Lenin y la sección de Europa del Este y Siberia vigilaba los movimientos políticos de esa zona geográfica y entraba en contacto con las fuerzas disidentes mientras cuidaba de los poderes establecidos. Las coyunturas políticas evolucionaban con una velocidad tal y a menudo tan inesperadamente que era imposible prever quién estaría en el poder en las zonas más inestables en el futuro.

—Trabajamos en la sombra —me dijo—. En el Quai d'Orsay llaman a esto «misiones diplomáticas no oficiales», pero consiste en relevar a los servicios secretos y preparar la llegada de las misiones diplomáticas oficiales una vez que se ha estabilizado la situación política en cada país. Por decirlo de algún modo: una misión de transición.

Me sorprendió un poco que una sección semejante pudiera existir en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Y ya que la nuestra se ocupaba de Europa del Este y de Siberia, supuse que existía otra para África, Oriente Medio y Sudamérica. ¡Yo, que me había imaginado poniendo sellos a los visados en una ciudad exótica y me encontraba en la antecámara de la secreta por culpa de un maletín demasiado grande!

—Tendrá que viajar —prosiguió él.

Cuando escuché esas palabras agradecí interiormente la reacción de Langlois, de personal, quien, creyendo que me castigaba enviándome a esa sección, me había ofrecido el puesto de trabajo con el que había soñado desde siempre. Mi madre regresó a mis oraciones. Sentí que una sonrisa crecía en mis labios, atravesaba mis mejillas y llegaba casi hasta mis orejas. Mi cabeza habría parecido una rodaja de sandía demasiado madura bajo el sol del mediodía si Boutinot no hubiera calmado mi entusiasmo.

—No se embale. Los viajes de los que le hablo no son paseos dominicales. Viajará a menudo por trabajo, muy raramente con un visado turístico y no se beneficiará de la inmunidad diplomática. Andamos por encima de huevos, huevos podridos, lo que es peor. El suelo está minado. Tiene que saber que a veces hemos de sostener a dos partidos opuestos que luchan por el poder mientras que la diplomacia oficial apoya a la autoridad que gobierna. No, debe creerme, joven, no siempre va a disfrutar. Cada maniobra es delicada y exige sangre fría. Me parece increíble que nos hayan enviado a un novato. Juraría que no posee ningún tipo de entrenamiento. A veces tengo la impresión de que el cuartel general no sabe ni dónde nos encontramos.

—¿El cuartel general?— pregunté un poco sorprendido.

—Sí, en fin, ya sabe a lo que me refiero. Quería decir la oficina central. Bien, voy a presentarle al resto de la tropa. Luego iremos a la intendencia para equiparle y finalmente tomará posesión de su puesto.

Salimos de su oficina. Me había cogido por sorpresa el discurso de mi superior y comenzaba a lamentar mi ligereza, aquella inconsecuencia que me había llevado a confundir el Quai d'Orsay con una agencia de viajes. Sin embargo, pronto aprendería que no había que dar mucha importancia a las palabras de Boutinot. Vivía en un mundo distinto al nuestro.

La segunda oficina estaba ocupada por Aline y Arlette, las dos secretarias de la sección. Boutinot me presentó y preguntó quién iba a preparar «mi macuto», palabra ante la que ni Arlette ni Atine reaccionaron. Atine, la más joven de las dos, se levantó, abrió un armario metálico en el que se acumulaba el material y comenzó a preparar un lote de bolígrafos, lápices, cuadernos,
post-its
y no sé qué más.

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