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Authors: Jean-Claude Lalumière

El frente ruso (9 page)

BOOK: El frente ruso
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Informé a Boutinot de la petición. No le extrañó que hubiéramos retomado el trabajo y solo me preguntó si necesitaba apoyo logístico para la operación, apoyo por el que estaba dispuesto a arriesgar a uno de los suyos ante el Estado Mayor. Decliné su oferta. Las gestiones de nuestro jefe de sección no podrían mejorar nada.

La delegación yakuta se alojaba en un hotel del centro de París, en el bulevar Saint-Michel. Mi misión era sencilla. Yo debía seguir a esa delegación de unas cuarenta personas en sus desplazamientos turísticos: el palacio de Versalles, el museo del Louvre, la torre Eiffel... Ese programa parecía una excursión de fin de curso, si bien no tendría por qué compartir la última fila del autobús con mis amigos, ni hacer tonterías, ni padecer la comparación de las bolsas de la comida que habían preparado nuestras madres. A esas actividades culturales organizadas para nuestros invitados yakutas había que añadir medio día en Eurodisney, unas horas de compras en las tiendas del bulevar Haussmann y una degustación de la gastronomía francesa. La duración de la estancia sería de tan solo tres días, al término de los cuales la delegación tendría que asistir a un discurso del secretario de Estado de comercio exterior. A priori nada difícil.

Sin embargo, cuando llegué al vestíbulo del hotel de la delegación yakuta, tuve, para empezar, la desagradable sorpresa de descubrir que nadie en aquel grupo hablaba ni inglés ni francés. Tuve que pedir al ministerio que me enviaran urgentemente un intérprete. Me culpaba por haber olvidado ese detalle organizativo que demostraba tan a las claras mi inexperiencia. Mientras esperábamos al intérprete intenté convencer lo mejor que pude a los miembros de la delegación de que debían abrigarse para salir. Estábamos a finales de octubre y los ocho grados de temperatura exterior de la capital, un frío temprano e inhabitual para esas fechas, aconsejaba una vestimenta más cálida que las camisetas serigrafiadas para turistas con el lema
I love Paris
que llevaban, pero después de mis explicaciones gestuales, en absoluto más eficaces por haber vivido el episodio de la paloma, se contentaron con sonreír mientras hacían cola para subir en el autobús que había estacionado frente al hotel. A su llegada, el intérprete me aclaró sin demora que en su país de origen la temperatura media es de cuarenta grados bajo cero y que ocho grados para ellos es estar en verano.

Mi ombliguismo occidental me había cegado. Había llegado el momento de volver a suscribirme a
Geo
.

Los yakutas subieron al autobús. Aproveché para preguntar al intérprete más datos sobre ese país nuevo para mí a pesar de todos los años que había pasado investigando. Me confirmó las informaciones sucintas que me habían transmitido mis colegas.

—¿Hay muchos yakutas? —le pregunté— . He leído que tienen una densidad de población muy baja.

—¿Cuántos hay en esta delegación?

—Creo que cuarenta y dos— le precisé.

—Entonces creo que ya están todos...

La parte turística de la jornada se desarrolló sin problemas. Los yakutas se fotografiaban delante de todos los monumentos, siempre con una sonrisa, desde la mañana hasta la noche, contentos de hallarse en París. Algunos habían pasado la jornada con el ojo pegado a la pantalla de sus cámaras fotográficas sin admirar en ningún momento con sus propios ojos los monumentos que visitábamos. Al final del tercer día, el autobús nos condujo hacia el Ministerio de Economía para que asistiéramos al discurso del secretario de Estado de comercio exterior. Yo estaba muy satisfecho por cómo se había desarrollado la misión. Ya imaginaba los términos con los que iba a redactar el informe y contaba con las conclusiones y las cartas de felicitación que el consulado de Yakutia no tardaría en mandarme.

Cuando llegamos a Bercy, el jefe de gabinete del secretario de Estado nos recibió y nos llevó hasta un salón donde ya esperaban algunos turistas. Los yakutas se acomodaron y, disciplinados, se colocaron los auriculares esperando que comenzara la traducción.

—¿Tiene los
dossieres
de prensa? —me preguntó el jefe de gabinete.

—¿Qué
dossieres
de prensa? —pregunté yo a mi vez.

—Os los enviamos esta mañana por
email
, para que los validarais, añadierais vuestra documentación y los imprimierais.

—Pero hace tres días que no piso mi oficina. Usted sabía que estaba de acompañante y que debía estar con la delegación en todos sus desplazamientos y que...

El jefe de gabinete me cortó la palabra y me deslizó en las manos la carpeta de cartón que contenía el discurso del secretario de Estado.

—Diríjase hacia la entrada. A su derecha se encuentra la oficina de los bedeles. Ellos tienen una fotocopiadora. Así al menos les daremos esto a los periodistas.

Obedecí sin abrir la boca. Sabía que era mejor aparentar un perfil bajo ante esa clase de altos funcionarios mandones. Cuando ya me dirigía hacia la puerta, me dijo:

—Y dese prisa. Ese es el ejemplar que va a utilizar el secretario de Estado. Y estará aquí en cinco minutos.

Elegir el número de ejemplares presionando la tecla correspondiente, seleccionar el tamaño y la intensidad y apretar el botón verde: todo aquello no me llevaría más de tres minutos. Y cuando estaba a punto de decir, para mis adentros, que era mejor que hubiera fotocopiadoras
self-service
como aquella en lugar de aquellas de código, como las de mi sección, un mensaje de error apareció en la pantalla de control: «Papel atascado: retire los originales y vuelva a meterlos en el orden inicial». El pánico comenzó a adueñarse de mí. En la pantalla, una flecha indicaba el lugar en el que se encontraba el atasco. Solo tenía que seguir las instrucciones. Abrí la tapa lateral para constatar que tres páginas se habían quedado atrapadas en una especie de rodillo. Saqué con algunas dificultades dichas páginas, las puse en la fotocopiadora, recogí los ejemplares que estaban todavía en la bandeja de salida, los puse en la bandeja de entrada y levanté la tapa para recuperar la hoja que estaba sobre el cristal. Y fue entonces, mientras intentaba coger la hoja, cuando el resto se deslizó desde la bandeja de entrada hasta el suelo y quedaron atrapadas entre la fotocopiadora y la pared. Comencé a sudar. Si Afine se hubiera encontrado a mi lado, nada de aquello me habría sucedido. Tenía ganas de gritar su nombre. Recuperé el amasijo de papeles desordenados y constaté con horror que las páginas no estaban numeradas. Habían transcurrido ya más de cinco minutos desde que había salido del salón en el que iba a tener lugar la conferencia. Ya imaginaba al secretario de Estado impacientándose en la tribuna mientras esperaba su texto. Temía también que el jefe de gabinete terminara por constatar mi ineptitud en tareas tan sencillas como la de hacer fotocopias.

Había unas quince páginas. Era fácil distinguir y separar el principio del discurso. El resto, presa del pánico, me parecía más confuso y me resultaba imposible seguir el encadenamiento de palabras en el principio y final de las páginas. Agobiado por el tiempo, volví a meter las hojas en la bandeja de entrada con la esperanza de no haber cambiado demasiado su orden y volví a empezar el trabajo. Diez minutos más tarde tenía las diez fotocopias y volví al salón donde todo el mundo me esperaba. El secretario de Estado ya estaba allí y discutía con su jefe de gabinete. Este último vino a mi encuentro mientras me lanzaba una mirada furibunda.

—¡A buenas horas! Pero ¿se puede saber qué hacía?

Me arrancó el discurso de las manos sin esperar mis explicaciones y se lo dio al secretario de Estado, quien se puso detrás del micrófono y comenzó, por fin, su alocución:

—Señoras, señores, queridos amigos yakutas. Un célebre economista francés, el profesor Paindorge, autor de una obra sobre la globalización y la descentralización, nos explicó claramente el problema de los países desarrollados. Para ser competitivos solo tenemos dos teorías de base: la lógica del coste por una parte y la lógica de la innovación por la otra. Dos lógicas que no se excluyen.

»A esto habría que añadir...»

Prosiguió. Yo escuchaba angustiado, esperando que llegara a la segunda página:

— ... esta empresa debe soportar los costes consecuencia de las tasas de cambio, los costes de...

Giró la página.

— ... la amistad entre nuestros dos países es una base sólida para el éxito de los intercambios...

No, la mezcla de las páginas no iba a pasar desapercibida. El intérprete reproducía con fidelidad las palabras que se pronunciaban y los asistentes, poco concentrados hasta entonces, levantaron la cabeza, extrañados.

El jefe de gabinete se giró hacia mí, con las cejas fruncidas. Mis horas estaban contadas.

El secretario de Estado prosiguió la lectura sin pararse.

—En el dominio de las energías renovables, el sistema y los mecanismos de ayuda han sido fundamentalmente reformados como consecuencia de un estudio...

Cambio de página: mi cabeza iba escondiéndose entre mis hombros.

— ... sobre los intercambios culturales susceptibles de ser llevados a cabo por nuestros dos países y los intercambios turísticos que estos implican.

Los yakutas reían de buena gana después de cada incoherencia del discurso. Algunos incluso aplaudían. Para mí aquello era una catástrofe. Acababa de tener tres días de trabajo impecable con la delegación yakuta y aquella anécdota del discurso mal fotocopiado, tarea que no formaba parte de mis atribuciones sino de las de un administrativo a las órdenes del gabinete del secretario de Estado, acababa de cargárselo todo. Según la legislación reguladora de la función pública, no debía temer ningún tipo de sanción disciplinaria, pero ponerme en contra a un jefe de gabinete y, probablemente, también a un secretario de Estado, aunque fueran de otro ministerio, no era el mejor modo de comenzar una carrera. Esperé, resignado, a que llegara el final del discurso para recuperar a la delegación cuyos miembros todavía se reían cuando subieron al autobús que habría de llevarlos hasta el aeropuerto. Su salida estaba prevista a las 20.47h.

Por la tarde, me encontré con Aline y le conté mis desventuras: desde el colapso de la fotocopiadora —ella aprovechó para hacerme algunos comentarios técnicos sensatos que no me reconfortaron en nada— hasta el aparte que tuvo conmigo el jefe de gabinete, que aprovechó para susurrarme «Ya me ocuparé de usted personalmente» antes de regresar con el secretario de Estado, quien le pidió que acudiera inmediatamente a su despacho para explicarle qué había pasado. Él iba a aguantar el chaparrón, pero si algún día decidía vengarse, sería sobre mi cabeza.

6

Me enteré por los periódicos de la destitución del jefe de gabinete del secretario de Estado de comercio exterior. Seguramente no había sido enviado a Limoges, lugar que el mariscal Joffre había designado como exilio para los oficiales que estaban a sus órdenes, destino que sin duda ha cambiado la percepción de los franceses hacia la capital lemosina. Respecto a mí, la idea que había podido hacerme de esa ciudad y de su campiña la había ido construyendo en las múltiples visitas que había hecho a mis abuelos, quienes vivían en la provincia del Alto Vienne.

Mi padre había nacido en un pueblo perdido de la región llamado Chéronnac, un lugar del que se sentía especialmente orgulloso por ser el del nacimiento del río Charente, algo que nunca había dejado de sorprenderme. Mi padre nos llevó allí muchas veces, como si fuera un peregrinaje, para enseñarnos la escuela y el patio en el que jugaba cuando era pequeño, con las rodillas enrojecidas por el frío, ya que por entonces los niños llevaban pantalones cortos tanto en invierno como en verano, porque solo la gente más pudiente podía permitirse otro tipo de pantalón. Nos enseñaba también el Tardoire, un río en el que se pescaban unas truchas magníficas pero en el que a día de hoy apenas se podrían encontrar algunas brevas, junto a todas esas porquerías que «ellos» han ido arrojando, aunque mi padre nunca nos explicó a quiénes se refería cuando decía «ellos». Nos descubrió la casa en la que había abierto por primera vez los ojos, una granja abandonada desde que sus padres, integrantes del éxodo rural, se hubieran marchado a la ciudad, Limoges, en 1961, dejando la pequeña explotación agrícola que habían heredado para ir a trabajar a las fábricas de porcelana Bernardaud. Cada vez que escuchábamos el
jingle
publicitario «Bernardaud, porcelana de Limoges» en el televisor, mi padre me decía con un cierto orgullo tintado de chovinismo regional: «Mis padres fabricaban esos platos». Sobra decir que en las grandes ocasiones cenábamos con la vajilla de Bernardaud. El resto del tiempo, debíamos contentarnos con el indestructible Duralex. Mi padre hasta había conseguido un juego de café Duralex de un cristal marrón amarillento gracias a los puntos que habíamos acumulado repostando con nuestro Renault 12. ¿Cuántas de aquellas tazas y platos debíamos a nuestros viajes entre la provincia de Gironda y la del Alto Vienne? No sabría decirlo.

Aquellas expediciones no eran las únicas ocasiones en las que mi padre podía evocar su infancia. También lo hacía en las interminables comidas familiares en las que mi padre y sus primos —nunca los mismos, ya que en mi familia hay una cantidad astronómica de primos más o menos lejanos que provienen todos del Chéronnac y alrededores— recordaban la belleza de su vida allí, los pantalones cortos y las truchas del Tardoire. En esas visitas de primos o amigos, mi madre me obligaba a estar presente durante toda la comida para demostrar mi buena educación, simulando escuchar con atención las conversaciones de aquellos adultos que se dedicaban a desenterrar sus recuerdos. Solo intervenía cuando alguno de aquellos adultos me interpelaba directamente. El resto del tiempo, me refugiaba en los motivos más contemporáneos del papel pintado del comedor: líneas marrones, beises, púrpuras y naranjas que se entrelazaban en un circuito laberíntico por el que, en cuanto podía, hacía circular mis cochecitos para desesperación de mi padre, un hombre pragmático y con los pies en la tierra, que me decía que un coche ha de circular por el suelo, en horizontal, y me pedía que jugara en las baldosas beises del suelo, muy poco evocadoras —como mucho un desierto— por su falta de relieve.

Como decía, el jefe de gabinete del secretario de Estado de comercio exterior no fue enviado a Limoges. Se le destinó, siguiendo el principio no oficial de promoción-sanción, a otra administración para que ocupara funciones mejor retribuidas. Esta decisión no se debía al error del que yo era responsable, que se habría podido olvidar rápidamente, sino a un artículo sobre la conferencia de prensa que apareció al día siguiente en un periódico satírico y que ridiculizaba al secretario de Estado, quien hizo cortar una cabeza: la del jefe de gabinete. La otra cabeza culpable, la mía, se encontraba en otro ministerio y, por lo tanto, lejos de su alcance.

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