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Authors: Katherine Webb

El Legado (16 page)

BOOK: El Legado
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—¿Invitarlos?

—A Dinny y a Honey. Ella es su..., bueno, no estoy segura de si están casados. Va a tener un hijo suyo. Podrías quitarle de la cabeza la idea de tenerlo en el bosque. Creo que él te lo agradecería.

—¿Lo va a tener en el bosque? Qué asombroso —dice Beth—. Pero es un bonito nombre..., Honey. —Hay algo más. Tiene que haberlo.

—Oye, ¿estás segura de que estás bien?

—¿Por qué no iba a estarlo? —replica ella, con ese mismo tono desconcertado poco convincente.

Vuelve a mirarme, y veo que tiene los dedos medio hundidos en el tazón. El agua está hirviendo y no ha hecho ni una mueca.

—Pero casi no has hablado con él. Los dos estabais tan unidos..., ¿no querías hablar con él? ¿Ponerte al día?

—Veintitrés años son muchos, Erica. Ahora somos totalmente distintos.

—Totalmente no..., tú sigues siendo tú. Y él sigue siendo él. Seguimos siendo los mismos que jugábamos juntos de pequeños...

—La gente cambia. Pasa página —insiste ella.

—Beth —digo por fin—. ¿Qué pasó? A Henry, quiero decir.

—¿A qué te refieres?

—¿Qué le pasó?

—Desapareció —responde de manera inexpresiva, pero el tono es como hielo fino.

—Ya, pero ¿te acuerdas de ese día en el estanque? —insisto—. ¿El día que desapareció? ¿Te acuerdas de lo que pasó?

No creo que deba hacerlo. En parte quiero saberlo y en parte hacerla reaccionar. Y sé que no debería hacerlo. Ella apoya las manos en la encimera. Golpea la taza sin querer y derrama la infusión. Respira hondo.

—¿Cómo puedes preguntarme eso? —dice constreñida.

—¿Cómo puedo? ¿Por qué no iba a hacerlo?

Pero cuando levanto la vista veo que está temblando, con los ojos encendidos de rabia. Tarda un rato en responder.

—¡Solo porque Dinny está aquí..., solo porque está aquí, no significa que tengas que desenterrar el pasado!

—¿Qué tiene que ver esto con Dinny? ¡Solo te he hecho una pregunta!

—Bueno, pues no la hagas. ¡No sigas haciendo preguntas, Erica! —replica Beth. Y se va.

Me quedo sentada largo rato en silencio, recordando ese día.

Nos levantamos pronto porque había sido una noche muy calurosa. Una noche en que las sábanas parecían enrollarse alrededor de mis piernas, y me desperté una y otra vez con greñas pegajosas en la frente y el cuello. Nos preparamos nosotras mismas el desayuno y luego escuchamos la radio en la galería, que daba al norte y estaba fresca por la mañana. Nos columpiamos en la mecedora de Caroline, que tenía unos cojines de lona azul que desprendían un olor fuerte, casi felino. Caroline ya había muerto cuando yo tenía cinco o seis años. En una ocasión había pasado corriendo junto a esa mecedora, siendo muy pequeña, y no la vi sentada en ella hasta que su bastón salió disparado y me atrapó. «¡Laura! —dijo, llamándome con el nombre de mi madre—. Ve a buscar a Corin y dile que necesito verlo. ¡Necesito verlo!» Yo no tenía ni idea de quién era Corin. Estaba aterrada por el mustio montón de ropa que había en la mecedora, por la fuerza incongruente que había detrás de ese bastón. Me escabullí.

Nos vestimos en el último momento y fuimos de mala gana a la iglesia con Meredith y nuestros padres, y luego comimos en el césped a la sombra del roble. Una pequeña mesa especial para los tres: Beth, Henry y yo. Mantequilla de cacahuete y sándwiches de pepino que mamá había preparado porque sabía que éramos demasiado rebeldes para tomar la sopa con ese calor. La silla de mimbre me hacía cosquillas en las piernas por detrás. Algún pájaro pequeño había rociado la mesa con excrementos desde el árbol. Henry los rascó con el cuchillo y me los tiró. Me agaché con tanta violencia que me caí de la silla, golpeé la pata de la mesa y derramé mi limonada y la de Beth. Henry se rió tanto que se le metió un trozo de pan por la nariz, y a punto estuvo de ahogarse hasta que se le saltaron las lágrimas. Tuvo un humor de perros durante el resto del día. Lo probamos todo para zafarnos de él. El calor lo mareaba y lo volvía violento, como un toro con una insolación. Al final lo llamaron para que se echara un rato, porque lo habían sorprendido atando con una cuerda las patas de un perro labrador mientras jadeaba, dolido y desconcertado. Meredith no toleraba que atormentaran a uno de sus labradores.

Pero volvió a salir después, a media tarde. Nos encontró en el estanque. Entonces ya estábamos los tres. Yo había estado nadando, fingiendo que era una nutria, una sirena, un delfín. Henry se rió de mis bragas empapadas y deformadas, la bolsa de agua que me colgaba de la entrepierna. ¿Te has hecho pipí encima, Erica? Luego ocurrió algo. Algo. Movimiento. Pensamientos de un desagüe en el fondo del estanque, de Henry que se hundía él. Por esa razón debí de decirles, una y otra vez: «Miren en el estanque. Creo que está en el estanque. Todos estábamos en el estanque». Ya habían mirado, me dijeron. Me lo dijo mamá y luego la policía. Habían mirado y no estaba allí. No había necesidad de buceadores, porque el agua era lo bastante transparente para ver el fondo. Meredith me sujetó por los hombros y me sacudió, gritando: «¿Dónde está, Erica?». Una diminuta burbuja de saliva aterrizó caliente y húmeda en mi mejilla. «¡Basta, madre! ¡No hagas eso!» Beth y yo cenamos en la cocina, tostadas con judías en salsa de tomate que nuestra madre nos preparó, pálida y preocupada. A medida que oscurecía, la noche olía a hierba caliente húmeda, y a aire tan fresco que podías comértelo. Pero Beth no probó bocado. Fue la primera vez, aquella noche. La primera vez que la vi cerrar la boca con resolución. No entró ni salió nada de ella.

—¿Qué son todas esas bolsas de patatas fritas? —pregunta Beth señalando el paquete múltiple que hay entre los restos del desayuno en la mesa.

—Oh..., eran para Honey. Me olvidé de llevárselas ayer —digo.

Eddie está sentado en el banco, de espaldas a la mesa de la cocina, tirando una pelota de tenis contra la pared y atrapándola. La pelota está lisa y raída; probablemente era de un labrador. La lanza con una falta de ritmo que enloquece.

—Eddie, ¿puedes parar un rato? —pregunto.

Él suspira, apunta la pelota y la lanza a la papelera describiendo un arco.

—Un buen tiro, cielo. —Beth sonríe.

Eddie pone los ojos en blanco.

—¿Estás aburrido? —pregunto.

—Un poco. No, en realidad no. —No sabe qué decir. Siempre debatiéndose entre la franqueza y el tacto.

—¿Por qué no llevas esas patatas a Honey? —sugiero mientras me bebo los restos del té.

—Si ni siquiera la conozco. Y solo he visto a ese tipo una vez. No puedo presentarme en su patio agitando bolsas de patatas fritas, ¿no?

—Iré contigo —digo, levantándome de repente—. ¿Quieres venir, Beth? Está en el campamento de siempre. —No puedo resistir añadirlo. No entiendo cómo no quiere volver, verlo.

—No, gracias. Voy a ir... al pueblo. A comprar el periódico.

—¿Puedes comprarme un Twix?

—Eddie, te vas a convertir en un Twix.

—Por favor.

—Vamos, Eddie. Ponte las botas, que hay mucho barro por allí —digo.

Tomo el camino más largo para ir al campamento, pasando por el estanque. Se está convirtiendo en una peregrinación diaria. Hoy hace un día frío y marronáceo, sin el hielo y el brillo de ayer. Me detengo en la orilla y miro hacia el fondo. No ha cambiado. No me da respuestas. Me pregunto si no prestaba atención cuando pasó lo que pasó. A veces se me va la cabeza... se queda enganchada en un pensamiento del fondo que la lleva a otra parte. Me pasa a veces cuando otros profesores me hablan. No me gusta pensar en recuerdos reprimidos, en traumas, en amnesia. En enfermedad mental.

—Creo que estás un poco obsesionada con ese estanque, Rick —dice Eddie muy serio.

Sonrío.

—¿Por qué lo crees?

—Cada vez que pasamos cerca de él te vuelves como Luna Lovegood. Te quedas pensando en las musarañas.

—Perdone usted.

—Solo bromeaba —exclama él, empujándome con un hombro, incómodo—. Pero siempre está igual, ¿no?

Se aleja unos pasos, se agacha para coger una piedra y la tira al agua. La superficie se hace añicos. Lo observo y de pronto me duelen las rodillas, de un modo terrible, como si me hubiera saltado un peldaño de una escalera.

—Vamos —digo, volviéndome rápidamente.

—¿Pasó algo aquí? —se apresura a preguntar Eddie. Con voz tensa, preocupada.

—¿Por qué lo preguntas, Eddie?

—Solo es... porque no paras de venir aquí. Se te pone esa mirada, como cuando mamá está triste —murmura Eddie.

Me maldigo en silencio.

—Y a mamá... no parece gustarle este lugar.

Es fácil olvidar la claridad con que ven las cosas los niños.

—Bueno, es cierto que pasó algo aquí, Eddie. Cuando éramos pequeñas nuestro primo Henry desapareció. Tenía once años, los mismos que tú ahora. Nunca se supo qué le había pasado, de modo que no lo hemos olvidado.

—Oh. —Levanta un montón de hojas con el pie—. Es muy triste.

—Sí que lo fue.

—A lo mejor huyó y..., no lo sé, se unió a una banda o algo así.

—Es posible —digo sin más.

Eddie asiente, aparentemente satisfecho con su explicación.

Dinny está hablando con un hombre que no reconozco mientras los perros se abalanzan hacia nosotros, rodeándonos con aire de amos del lugar. Sonrío y hago un gesto con la mano como si pasara cada día por ahí, y Dinny me saluda más indeciso. Su compañero me sonríe. Es un hombre enjuto y fuerte, no muy alto. Tiene el pelo rubio y cortado al rape, y una pequeña flor azul tatuada en el cuello. Eddie se pega más a mí, choca conmigo. Nos adentramos nerviosos en el círculo de vehículos.

—Hola. Perdonad la interrupción —digo.

Trato de mostrarme alegre, pero sueno estridente a mis oídos.

—Hola, yo soy Patrick —saluda el hombre enjuto—. Vosotros debéis de ser nuestros vecinos de la casa grande, ¿no? —Su sonrisa es cálida y franca, y el apretón de manos que me da me sacude el hombro. Ante semejante recibimiento el nudo que tengo en el estómago empieza a aflojarse.

—Sí. Soy Erica y este es mi sobrino, Eddie.

—¡Ed! —sisea Eddie entre dientes, a mi lado.

—Me alegro de conocerte, Ed.

Patrick también le sacude los hombros a Eddie.

Veo a Harry sentado en el escalón de una furgoneta, detrás de los dos. Se me ocurre saludarlo pero cambio de opinión. Tiene algo en las manos, algo que acapara toda su atención. Casi toda su cara está oculta detrás del pelo que le cuelga y de gruesos bigotes.

—Esto, puede que os parezca un poco raro, pero ayer vimos que te habías olvidado de comprar las patatas fritas para Honey. En la tienda. Y se las compramos nosotros. Eso si esta mañana no tiene el antojo de encurtidos. —Sacudo en el aire el gran paquete de patatas.

Patrick lanza una mirada a Dinny, no desagradable, solo un poco desconcertada.

—Sé lo que me molesta que mamá se olvide de traerme lo que le pido cuando va a comprar —dice Eddie saliendo en mi rescate.

Al oír su voz, Harry levanta la vista.

Dinny se encoge de hombros. Se vuelve.

—¡Honey! —grita hacia la ambulancia.

—Oh, no hace falta que la molestes... —Noto que me sonrojo.

Honey aparece en una de las ventanas pequeñas, con la cara enmarcada. Guapa, malhumorada.

—¿Qué? —contesta, mucho más alto de lo necesario.

—Erica te ha traído algo.

Me retuerzo. Eddie se acerca más a Harry, tratando de ver qué hace. Honey sale y baja con cuidado los escalones. Hoy va toda de negro, y el pelo rubio resalta de forma atractiva. Se detiene a cierta distancia y me mira con recelo.

—Es una tontería en realidad. Te hemos comprado esto. Dinny dijo que te apetecían... —Me quedo ahí parada con el paquete en la mano.

Poco a poco Honey se acerca y lo coge.

—¿Cuánto te debo? —pregunta, ceñuda.

—Olvídalo. No me acuerdo. —Agito la mano.

Ella lanza a Dinny una mirada inexpresiva y él se lleva una mano al bolsillo.

—¿Crees que es suficiente con dos libras?

—No es necesario.

—Cógelo, por favor. —Y lo acepto.

—Gracias —murmura Honey, y entra de nuevo.

—No te preocupes por Honey —dice Patrick—. Nació de mal humor, en la pubertad fue a más y ahora que está embarazada..., bueno, ¡olvídalo!

—¡Vete a la mierda, Pat! —grita Honey desde dentro.

Él sonríe de oreja a oreja.

Eddie se ha ido acercando a Harry. Está mirando lo que tiene en las manos, probablemente tapándole la luz.

—No molestes, Ed —digo, sonriendo con cautela.

—¿Qué es? —pregunta él.

Harry no responde, pero lo mira y sonríe.

—Así es Harry —dice Dinny a Ed—. No le gusta mucho hablar.

—Bueno, parece una linterna. ¿Está rota? ¿Puedo verla? —insiste Eddie.

Harry abre las manos, le muestra las pequeñas piezas.

—¿Vais a venir esta noche a nuestra pequeña fiesta del solsticio, Erica? —pregunta Patrick.

—No lo sé. —Miro a Dinny y él me sostiene la mirada con firmeza, como si resolviera un problema.

—¡Por supuesto que sí! Cuantos más seamos mejor, ¿verdad, Nathan? —dice Patrick—. Vamos a hacer una hoguera y habrá barbacoa. Trae algo para beber y serás muy bien recibida, vecina.

—Bueno, entonces tal vez sí. —Sonrío.

—Me gustan tus rizos —dice Eddie a Harry—. Te pareces un poco a
Depredador
. ¿Has visto la peli? —Tiene los dedos en el revoltijo de piezas, y las coge para ponerlas en orden.

Harry parece ligeramente perplejo.

—Tengo que irme. —Patrick se despide con un gesto—. Hasta luego.

Deja el campamento caminando con brío, con las manos hundidas en los bolsillos de su abrigo gastado.

Bajo la vista hacia las puntas embarradas de mis botas, luego me vuelvo hacia Eddie, que está montando la linterna ante los ojos incrédulos de Harry.

—Ed parece un buen chico —dice Dinny.

—Es el mejor. Es una gran ayuda.

Sigue un largo silencio.

—Cuando hablé con Beth... me pareció, no sé —dice Dinny, titubeante.

—¿Qué te pareció?

—No parecía la misma. Era casi como si estuviera ausente.

—Sufre depresión —me apresuro a decir—. Sigue siendo la misma. Solo es que... se ha vuelto más frágil. —Me veo obligada a explicárselo, aunque me siento una traidora.

Él asiente y frunce el entrecejo.

—Creo que empezó aquí —balbuceo—. Creo que empezó cuando desapareció Henry.

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