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Authors: Katherine Webb

El Legado (18 page)

BOOK: El Legado
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—¿Qué es eso? —me pregunta Beth cuando saco la foto de nuestra bisabuela.

No ha hablado mucho conmigo desde que le pregunté por Henry y su voz suena ligeramente tensa. Pero reconozco un gesto de paz.

—La he encontrado en la habitación de Meredith..., es Caroline —respondo pasándosela.

Beth observa la cara joven, los ojos pálidos.

—Sí, es ella. Recuerdo esos ojos..., aun a la edad que tenía seguían siendo de ese color plateado. ¿Te acuerdas?

—La verdad es que no.

—Bueno, tú eras muy pequeña.

—¡Me daba tanto miedo! No me parecía humana.

—¿De verdad? Pero ella nunca nos molestaba. Nunca nos hizo mucho caso.

—Lo sé. Solo era tan... vieja.

Beth se ríe.

—Lo era. De otra época, no cabe duda.

—¿Qué más recuerdas de ella? —pregunto.

Beth se recuesta en la silla, aparta su plato, donde hay medio pedazo de
quiche
intacto.

—Recuerdo la cara de Meredith cuando tenía que darle de comer o de vestirla. Esa expresión de esmerada neutralidad. Recuerdo que siempre pensaba que debía de tener pensamientos horribles, para preocuparse tanto en no exteriorizarlos.

—¿Y de Caroline? ¿Recuerdas algo que dijera o hiciera?

—Déjame pensar. Recuerdo el día que perdió la cabeza en una fiesta de verano... ¿cuándo fue? No me acuerdo. Poco antes de morir. ¿Lo recuerdas? Con los fuegos artificiales y todos esos farolillos colgados a lo largo del camino para iluminar la entrada a la casa.

—¡Dios! Me había olvidado completamente... Recuerdo los fuegos artificiales, ya lo creo. Y la comida. Pero ahora que lo dices recuerdo a Meredith empujando la silla de ruedas de Caroline para meterla en casa, porque había estado gritando algo sobre cuervos... ¿Qué dijo? ¿Te acuerdas?

Beth niega con la cabeza.

—No eran cuervos. —Y mientras me lo cuenta, imagino la escena como si hubiera estado siempre en mi mente, esperando a que Beth me la recordara.

La fiesta de verano de Storton Manor era un acontecimiento anual que solía celebrarse el primer sábado de julio. A veces llegábamos a tiempo, a veces no, según el calendario escolar. Siempre esperábamos asistir; era la única ocasión en que queríamos participar en algo relacionado con Meredith, porque las luces, la gente, la música y los vestidos convertían la casa en otro lugar, en otro mundo. Ese año Beth pasó horas arreglándome el pelo. Había estado llorando porque mi vestido se me había quedado pequeño y no lo había descubierto hasta que me lo había probado la tarde anterior. Me iba muy estrecho por las axilas y el adorno de frunces me apretaba. Pero no tenía nada más que ponerme, y para animarme Beth me había trenzado el pelo con cintas de color turquesa, quince o veinte en total, que se juntaban en la parte posterior de la cabeza en un penacho de puntas rizadas.

—La última..., ¡estate quieta! Ya está. ¡Pareces un ave del paraíso, Erica! —Sonrió, mientras me anudaba la última cinta.

Incliné la cabeza hacia un lado y hacia otro, y me gustó el roce de las cintas en la nuca.

El camino de entrada estaba flanqueado por antorchas que desprendían un fuerte olor a parafina y parpadeaban en el aire nocturno. Hacían un ruido parecido al de unas banderas ondeando. Había un cuarteto de cuerda en la terraza, cerca de donde habían puesto largas mesas, cubiertas de manteles blancos y de hileras de copas brillantes. En cubos de plata sobre largas patas había botellas de champán enfriándose, y los camareros arqueaban una ceja cuando me veían meter los dedos dentro y coger un cubito para chuparlo. La comida debía de ser maravillosa, pero recuerdo que cogí una pequeña crepe de caviar, me la metí en la boca y la escupí en el parterre más cercano. Sobre nuestras cabezas iban y venían conversaciones de adultos que no entendíamos, y los chismes y los rumores circulaban de aquí para allá ajenos a nosotros, pequeños espías infiltrados en la multitud.

Asistía la mayor parte del clan familiar, al que ya no vemos, así como todo el que era alguien en la sociedad del condado. Circulaba un fotógrafo de
Wiltshire Life
, haciendo fotos a las mujeres más atractivas, a los hombres con más títulos. Mujeres de rasgos caballunos, pelo liso y dientes grandes, con vestidos de noche caros y llamativos en tonos rosas, azul eléctrico y verde esmeralda, que sacaban sus diamantes para la ocasión: piedras que brillaban sobre su pecosa piel inglesa. Todo el jardín estaba inundado de la fragancia de sus perfumes, y más tarde, cuando empezó el baile, del olor de sudor. Los hombres iban con corbata negra. Mi padre se toqueteaba el cuello y la faja del esmoquin, poco acostumbrado a los rígidos extremos, a las capas de tela. Los insectos se arremolinaban alrededor de las antorchas como chispas. Por la explanada de césped resonaban las voces y las risas, un rugido uniforme que aumentaba de volumen a medida que se vaciaban las botellas. Solo lo silenciaban los fuegos artificiales, y nosotros, los niños, mirábamos extasiados cómo el cielo nocturno estallaba en luz.

Se contrataba a toda clase de personal de servicio para la fiesta: camareros para servir el vino; cocineros que se hacían cargo de la comida; camareras para ofrecer las bandejas de canapés calientes; mayordomos serenos e impecables dentro de la casa que señalaban educadamente el cuarto de baño del piso de abajo y desalentaban a los curiosos a mirar en las habitaciones. Fue a uno de esos empleados anónimos a quien Caroline atacó inexplicablemente. La habían instalado con su silla de ruedas en el porche, lo bastante cerca de la terraza para oír la música pero resguardada por la casa. La gente se acercaba a ella para presentarle sus respetos, inclinándose torpemente para no alzarse sobre ella, pero se alejaban en cuanto podían hacerlo sin parecer maleducados. Ella saludaba a algunos con una distante inclinación de la cabeza, a otros simplemente los ignoraba. Y de pronto una camarera se acercó con una sonrisa y le ofreció algo de una bandeja.

Recuerdo que era morena; muy joven, no tendría ni veinte años. Beth y yo nos habíamos fijado en ella al principio de la velada porque envidiábamos su pelo. Lucía la piel aceitunada y un pelo negro azabache que le colgaba en una gruesa trenza sobre los hombros, tan abundante y brillante como la tinta. Tenía un cuerpo esbelto y redondeado, y una cara fina y redondeada de ojos castaño oscuro y manzanas en los pómulos. Podría haber sido española o griega. Beth y yo nos encontrábamos cerca porque la habíamos estado siguiendo. Nos parecía guapísima. Pero cuando Caroline levantó la vista y la vio, abrió mucho los ojos y se quedó con la boca abierta: un agujero húmedo y sin labios en su cara. Yo estaba lo bastante cerca para notar que temblaba toda ella, y la expresión de alarma que apareció en el rostro de la camarera.

—¿Magpie? —susurró Caroline con una respiración tan entrecortada que me pareció haber oído mal. Pero lo repitió, con más firmeza—. ¿Eres tú, Magpie?

La camarera negó con la cabeza y sonrió, pero Caroline alzó las manos con un grito ronco. Meredith miró a su madre, bajando las cejas.

—¿Estás bien, madre? —preguntó, pero Caroline la ignoró, y siguió mirando a la camarera de pelo oscuro con una expresión de terror puro.

—¡No puedes ser tú! ¡Estás muerta! Sé que lo estás... Lo vi con mis propios ojos... —gimió.

—Tranquilícese —dijo la joven, retrocediendo.

Beth y yo observamos la escena fascinadas mientras las lágrimas rodaban por las mejillas de Caroline.

—No me hagas daño..., por favor —gruñó.

—¿Qué está pasando aquí? —exigió saber Meredith, apareciendo al lado de su madre y mirando a la desafortunada camarera, que solo fue capaz de negar con la cabeza, perdida.

—Calle, madre. ¿Qué pasa?

—¡No! Es Magpie..., ¿cómo es posible? Estaba segura de que no..., yo no quería... —suplicó, llevándose unos dedos temblorosos a la boca. Tenía una expresión horrorizada, atormentada. La camarera se alejó, disculpándose y sonriendo incómoda—. Magpie..., ¡espera, Magpie!

—¡Ya es suficiente! ¡Aquí no hay ninguna Magpie! Por el amor de Dios, madre, contrólese —la reprendió Meredith con brusquedad. Y añadió de forma significativa, inclinándose para hablarle al oído—: Tenemos invitados.

Pero Caroline siguió a la joven morena con la mirada, buscándola frenética entre la multitud.

—¡Magpie! ¡Magpie! —gritó, llorando todavía. Agarró la mano de Meredith y clavó unos ojos muy abiertos y desesperados en ella—. ¡Ha vuelto! ¡No dejes que me haga daño!

—De acuerdo. Ya basta. Clifford..., ven a ayudarme. —Meredith llamó a su hijo y entre los dos dieron la vuelta a la silla de ruedas de Caroline y la condujeron a través de las altas puertas de cristal.

Caroline trató de resistirse, estirando el cuello para buscar a la joven, sin parar de repetir el nombre, una y otra vez. Magpie, Magpie. Fue la primera y última vez que yo recuerde que la compadecí, porque parecía aterrada, y tan, tan triste.

—Magpie, eso es. Un nombre extraño —digo cuando Beth deja de hablar, se deshace su larga trenza y se pasa los dedos por el pelo—. Me gustaría saber con quién confundió a esa chica.

—¿Quién sabe? Ya estaba bastante confusa por entonces. Recuerdo que tenía más de cien años.

—¿Crees que Meredith sabía algo? ¡Estuvo tan brusca con ella!

—No lo sé. —Beth se encoge de hombros—. Meredith siempre fue brusca.

—Esa noche estuvo horrible. —Me levanto y pongo agua a hervir para hacerme un café.

—Si lo que quieres son fotos y papeles, deberías echar un vistazo en la buhardilla —dice Beth, de pronto perspicaz.

—¿Cómo?

—El viejo baúl de ahí arriba..., recuerdo que, cuando vinimos para el funeral de Caroline, Meredith metió todo lo que encontró de ella en ese baúl de cuero rojo. Era como si quisiera que todo lo relacionado con su madre desapareciera de su vista.

—No lo recuerdo. ¿Dónde estaba yo?

—Te quedaste en Reading con los vecinos, Nick y Sue. Papá dijo que eras demasiado pequeña para ir a un funeral.

—Luego subiré a echar un vistazo —digo—. Tú también deberías subir.

—No, a mí nunca me ha interesado tanto la historia de la familia. —Sonríe—. Pero puede que encuentres algo interesante.

Noto el interés que tiene en que investigue ese pasado lejano en lugar del nuestro más reciente. Quiere distraerme.

Anhelo, 1902-1903

Cuando la primavera dio paso al verano, Caroline estaba más acostumbrada a la presencia de Joe y Magpie, y a las otras mujeres ponca, que eran la madre de Joe, Nube Blanca, y su hermana viuda, Annie. No volvió a su casa, pero Corin le advirtió que era una tradición entre las mujeres indias visitarse unas a otras e intercambiar regalos, y ella recibió varias de esas visitas antes de que los ponca parecieran perder el interés. A Caroline le horrorizaba ver al trío acercarse, y se sentaba incómoda durante esas visitas, con los nervios de punta, sin saber cómo hablarles o qué darles a cambio de los regalos que le llevaban: tarros de miel, unos guantes, un cucharón de madera elegantemente tallado. Al final solía darles dinero, que Nube Blanca aceptaba con expresión inescrutable. Caroline les preparaba té y deseaba que se fueran, pero cuando las visitas terminaban tenía la impresión de que había fracasado de algún modo. Desde la ventana observaba a Joe deambular por el rancho, siempre intrigada por la singularidad de sus rasgos, su negra melena. De la cadera le colgaba un cuchillo largo dentro de una funda, y cada vez que lo veía un escalofrío le recorría la espalda.

A lo que no se acostumbró fue al calor, que aumentaba con el paso de los días. Hacia el mediodía el sol era un disco blanco y parecía apretarle como una mano gigante la cabeza cada vez que ella salía, empujándola hacia abajo, haciéndola pesada y medio ciega. Cuando soplaba el viento estaba tan caliente que parecía una ráfaga de aire saliendo de un horno. Acostumbrada a despertarse toda su vida a las diez de la mañana, Caroline empezó a levantarse con Corin con la primera luz, a fin de disponer de algo de tiempo para vivir y respirar antes de que el calor se volviera insoportable. A esa hora el cielo estaba violeta y azul celeste por el este, perforado por estrellas trémulas que desaparecían a medida que clareaba el día. Corin la llevó de nuevo a Woodward con el fin de que encargara telas para las cortinas, alfombras y un gran espejo que colgara sobre la repisa de la chimenea, y lo pagó todo con una expresión algo preocupada. Caroline se consumió de impaciencia las semanas que tardaron en llegar las mercancías en tren desde Kansas, y aplaudió emocionada cuando por fin lo hicieron. Arrastró los muebles por la casa hasta distribuirlos mejor y barrió sin parar la arena los días de viento, hasta que le salieron ampollas en las manos y frustrada se rindió, limitándose a colocar trapos alrededor de las ventanas y las puertas.

Aún más difícil para ella fue acostumbrarse a los quehaceres diarios que requería mantener la casa en orden y funcionando. Sabía que como mujer de Corin debía prepararle el desayuno por las mañanas antes de que saliera al rancho, pero cuando se había recogido el pelo, lavado la cara y ceñido el corsé, él ya había desayunado y empezado a trabajar.

—¿Por qué dedicas tanto tiempo a tu pelo, cariño? No hay nadie alrededor para pensar mal de ti si te lo recoges de forma sencilla —dijo él con suavidad, levantándoselo de su cuello húmedo y deslizando un pulgar por los rubios mechones.

—Yo pensaría mal de mí —respondió ella—. Una dama no puede ir con el pelo suelto. No es decente. —Pero creyó entender el mensaje y empezó a levantarse aún más temprano a fin de arreglarse y disponer de tiempo para prepararle el desayuno.

Cuando la cisterna se vaciaba había que ir a buscar agua al pozo, que se encontraba en lo alto de una loma al norte de la casa; un pozo que, como enseguida señaló Corin, era poco menos que un milagro, ya que la mayoría del agua subterránea del condado contenía yeso que pudría las cañerías y sabía a mil demonios.

—Ni la mejor casa de Woodward tiene tan cerca un suministro de agua tan buena. ¡Siguen trayéndola en carro del sur! —exclamó orgulloso.

Llevaba mucho tiempo hervir el agua y, como la leña escaseaba, las boñigas que Caroline había visto en la hoguera del campamento de Hutch eran a menudo el único combustible. Al enterarse de lo que eran —trozos de excrementos secos— ella se había negado a recogerlos, y solo se había dejado persuadir cuando pudo utilizar unas pinzas de hierro. No muy lejos del rancho había un riachuelo poco profundo que los rancheros llamaban Toad Creek, en cuyas orillas crecía una hilera desperdigada de álamos, ciruelos de playa y nogales, creando una agradable sensación de follaje.

BOOK: El Legado
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