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Authors: Katherine Webb

El Legado (38 page)

BOOK: El Legado
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En el otro extremo de la ciudad se elevaba humo de las vías del tren. Caroline echó a andar en esa dirección, con la maleta en una mano y el capazo en la otra. El peso hacía que se tambaleara, pero avanzó con resolución, intentando mantener la mente en blanco, porque los pensamientos eran demasiado tenebrosos. El andén estaba envuelto en vapor y el olor caliente y metálico que la había acompañado hasta Woodward. Pero esa enorme y negra locomotora miraba en la otra dirección. Hacia el norte, Dodge City, Kansas City y más allá. De vuelta al lugar del que había venido, bien lejos de la pradera que le había partido el corazón.

—¡Mira, William, el tren! —exclamó, cogiendo en brazos al bebé para que mirara su primer tren.

William lo miró con desconfianza, y alargó la mano tratando de atrapar una voluta de humo. El silbato del vigilante los asustó a los dos; el tren exhaló una enorme y pesada tos de vapor, y sus ruedas empezaron a rodar. Un pasajero que llegaba tarde corrió por el andén, abrió la puerta de un vagón y subió de un salto justo cuando el tren empezaba a avanzar despacio.

—¡Vamos, señora! ¡Dese prisa o lo perderá! —El hombre sonrió, tendiéndole una mano.

Caroline titubeó. Luego cogió la mano del hombre.

Capítulo 6

La risa de Meredith era algo insólito. Durante el baile de verano o en las cenas que a veces ofrecía —los niños, que estábamos vetados, nos levantábamos de la cama para escuchar a escondidas— casi nunca la oía. Solo sonreía, y como mucho hacía un único sonido de satisfacción en la pared posterior de la garganta cuando algo la complacía. Como a casi todos los niños, la risa me salía con tanta facilidad como respirar. Recuerdo que pensaba que debía de ser algo que se agotaba con los años, como si la risa fuera una masa de cintas de colores enrolladas en tu interior, y una vez que las habías desenrollado todas, se acabó.

Solamente la oí en una ocasión y me quedé perpleja. No solo por el sonido —agudo y fuerte, con una nota oxidada como una bisagra vieja—, sino por lo que la causó. Era un día encapotado, poco antes de que Henry desapareciera, y soplaba una brisa suave. Estábamos en la caravana de Mickey y Mo, escuchando la radio y jugando a
rummy
con Dinny, a quien, para su disgusto, le habían prohibido salir porque tenía unas décimas de fiebre. Traté de tentarlo a subir a la cabaña del árbol para jugar, pero él hizo lo que le había dicho Mo; era más obediente que Beth y yo. El campamento estaba silencioso, la mayoría de los adultos trabajaban. Fuera las sábanas colgaban de una cuerda extendida entre los vehículos. Aparecían y desaparecían por la ventana con regularidad a medida que se hinchaban y caían. Yo las veía con el rabillo del ojo, mientras movía los muslos sobre el banco de vinilo, suplicando en silencio que Beth tirara un cuatro o una jota. De modo que fui la primera en verlo: el cambio de escena al otro lado de la ventana. La repentina y extraña transformación de las sábanas; el color, la forma en que el cielo se volvió más denso por encima de ellas.

Las sábanas estaban ardiendo. Las miré boquiabierta, perpleja ante ese cambio inesperado. Llamas azules y amarillo pálido las recorrían formando extraños dibujos, garabateando líneas de negro chamuscado, rezumando humo que se elevaba en nubes, reduciendo la tela a guiñapos oscuros que se desprendieron como telas de araña. Fuera se oyó un grito y Dinny se levantó e, inclinándose por delante de mí, miró por la ventana.

—¡Mira! —dije inútilmente.

—¡Erica! ¿Por qué no has dicho nada? —me reprendió Beth mientras Dinny salía corriendo.

Lo seguimos. Fuera, dos mujeres que guardaban cama con el mismo virus que Dinny arrancaban las sábanas de la cuerda y las pisoteaban frenéticamente. La cuerda plastificada se había fundido y caído a trozos, esparciendo los restos carbonizados de las sábanas por el suelo, lo que tal vez era lo mejor. En el lateral de la caravana, una desagradable mancha marronácea demostraba lo cerca que habían estado las llamas.

—¿Cómo demonios ha pasado? —gritó una de las mujeres, recuperando el aliento mientras se extinguían las últimas llamas.

Con las manos en las caderas, miraban los restos humeantes.

—Si no hubiéramos estado aquí... Mo las ha tendido antes de irse... ¡Puede que no estuvieran del todo secas! —exclamó la otra, mirándonos con severidad.

—¡Estábamos dentro jugando a las cartas! ¡Os lo juro! —dijo Dinny con énfasis.

Beth y yo asentimos desesperadas.

El humo se me metió por la nariz y me hizo estornudar. La primera mujer se agachó para coger un trozo de tela con los dedos y lo olió.

—Queroseno —dijo con cara sombría.

Beth y yo nos fuimos de allí, y en cuanto nos alejamos un poco echamos a correr. Rodeamos los establos, miramos en la cochera y encontramos a Henry en el cobertizo de la leña. Tenía en la mano una botella plana de plástico con el pitorro rojo. Pensé en las formas que habían dibujado las llamas, casi como si hubieran seguido unas líneas. Dejó la botella en un estante alto y se volvió hacia nosotras sonriendo.

—¿Qué? —preguntó con indiferencia.

—Podías haber incendiado las caravanas. Podías haber matado a alguien —dijo Beth en voz baja, mirándolo con una expresión tan seria y solemne que me quedé aún más preocupada y asustada.

—No sé de qué estás hablando —dijo él con altivez.

Estaba impregnado del olor a queroseno, lo tenía en las manos.

—¡Has sido tú! —declaré.

—Demuéstralo —dijo, esta vez sonriendo.

—Escucha, podías haber matado a alguien —repitió Beth, pero Henry no dejó de sonreír.

—Tenéis prohibido estar en el campamento —se burló—. No se lo diréis a nadie.

Beth se volvió y se dirigió hacia la casa, y Henry y yo la seguimos en lo que pronto se convirtió en una carrera. Entramos en el vestíbulo ruidosamente y sin aliento, llamando a gritos a Meredith.

Nos pareció que era demasiado grave para callar. Pensamos que, aunque Henry era su favorito, no nos reñiría por eso. Una cosa era envenenar a los perros. Pero Beth tenía razón, el fuego podía haber matado a alguien. Hasta para Henry era demasiado.

—¡Henry ha pegado fuego a la colada de los Dinsdale! —Beth pronunció las palabras primero, mientras Meredith, sentada ante el pequeño escritorio del salón, levantaba la vista de la carta que estaba escribiendo.

—¿Qué es todo este alboroto?

—Estábamos en el campamento, ya sé que no deberíamos haber ido, pero solo estábamos jugando a las cartas, y Henry ha pegado fuego a las sábanas que había tendidas. ¡Lo ha hecho con el queroseno del cobertizo! ¡Por poco quema la caravana, y podía haber matado a alguien! —soltó Beth todo de corrido, pero articulando las palabras claramente.

Meredith se quitó las gafas y dobló las patillas con tranquilidad.

—¿Es cierto eso? —preguntó a Henry.

—¡No! No me he acercado a ese apestoso campamento.

—¡Mentiroso! —grité.

—¡Erica! —Sonó como un restallido de un látigo, que me hizo enmudecer—. ¿Cómo empezó ese fuego entonces, si es que ha habido un fuego?

—¡Por supuesto que lo ha habido! ¿Por qué íbamos a decírtelo si no...? —protestó Beth.

—Bueno, Elizabeth, también dijisteis que no ibais a tratar más a esos gitanos, como tantas veces os he pedido. ¿Cómo puedo saber cuándo mentís y cuándo no? —preguntó Meredith, con tono impasible.

Beth apretó los labios, echando fuego por los ojos.

—¿Y bien, Henry? ¿Sabes qué podría haber causado el fuego?

—¡No! Pero esas dos se llevan tan bien con esos gitanos como el fuego y la madera, tal vez sea eso lo que lo ha causado —dijo él, levantando la mirada con cautela hacia ella, calibrando su reacción.

Meredith lo observó un momento y luego se rió. Ese extraño y fuerte sonido que nos sorprendió a todos, incluido Henry. Y en sus mejillas aparecieron dos manchas coloradas de satisfacción.

A pesar de que Caroline no iba nunca a verla a Surrey y de que no asistió al funeral de Charles, Meredith regresó y se instaló a vivir con ella. Tal vez la vida fuera demasiado difícil allá, sin un marido y con dos hijos. Tal vez Caroline necesitaba a alguien que la cuidara y Meredith la quería, a pesar de todo. Además, ella iba a ser la próxima lady Calcott; tal vez creyó que era su deber volver a la casa solariega. Nunca lo sabré, por supuesto, porque las cartas se detienen a su regreso. Pienso en las demostraciones de cariño y en los cuidados que dispensó a Caroline cuando era anciana, dándole de comer, vistiéndola, leyéndole en voz alta. ¿Es posible que hiciera todo eso y no recibiera nunca afecto a cambio de sus esfuerzos? ¿Y si había esperado alguna confesión en el lecho de muerte que nunca llegó, que siempre la había querido, que había sido una buena hija? ¿Y si había soñado con casarse de nuevo y emprender una nueva vida? Tal vez contaba con que Caroline muriera al poco de volver, y tenía previsto dar vida a la casa, tentar con ella a un nuevo marido y tener más hijos para llenarla. Pero, como la reina, Caroline vivió y vivió, y su heredera envejeció esperando sucederla. Debió de haber algo de eso..., esperanzas frustradas, una gran decepción. Ello explicaría que Meredith acabara siendo de ese modo, que tratara a nuestra madre con tanta dureza cuando se negó a hacer los mismos sacrificios.

Eso es lo que pienso un lunes por la mañana, mientras me pongo unos abrigados pantalones de pana y me meto el mordedor en el bolsillo. La campanilla suena como una alegre risa. Voy a la biblioteca, busco en los cajones del escritorio un bolígrafo y una libreta, y me los meto en el bolso. Fuera hace otro día claro y despejado, dolorosamente deslumbrante. Trato de sentir el optimismo que experimenté la última vez que el cielo estuvo así de azul y fuimos a Avebury, y Eddie estaba aquí para alegrarnos el corazón. Dejo a Beth hablando por teléfono con Maxwell, rogándole que le devuelva a su hijo. Está sentada junto a la ventana, bañada en un rayo de luz incandescente que le borra la expresión de la cara.

El sol está bajo en el cielo, ineludible. Me apuñala a través del parabrisas, se refleja en la carretera mojada, de modo que debo conducir a través de un muro de luz cegadora. Giro con cautela al salir del pueblo y tomo la carretera principal, donde veo una figura que me resulta familiar caminando por el borde blanco escarchado. Ropa ligera, como siempre; las manos hundidas en los bolsillos como única concesión al frío cortante. Algo brinca en mi interior. Detengo el coche, bajo la ventanilla y lo llamo. Dinny se cubre la cara con una mano, ocultando los ojos, dejando solo la mandíbula a la vista..., esa línea recta de la boca que puede parecer tan seria.

—¿Adónde vas? —pregunto.

El frío me acuchilla el pecho, me deja los ojos llorosos.

—A la parada del autobús.

—Eso ya me lo imagino. ¿Y luego? Voy a Devizes..., ¿quieres que te lleve?

Dinny se acerca al coche y baja la mano. Con el sol tan brillante veo que tiene los ojos castaños, no negros. El cálido color de las castañas de Indias, con toques de carey en el pelo.

—Gracias. Te lo agradecería.

—¿Vas a comprar? —pregunto mientras arranco de nuevo, el motor lento con la escarcha.

—Se me ha ocurrido buscar algo para el bebé, y necesito provisiones. ¿Y tú?

—Voy a la biblioteca... Allí tienen conexión de Internet, ¿verdad?

—No lo sé..., nunca he estado —reconoce, con cierta timidez.

—Qué vergüenza —digo bromeando.

—Ya hay suficientes dramas en los periódicos para que leamos más inventados —dice él sonriendo—. ¿Vas a consultar tu correo electrónico?

—Bueno, sí, pero también quiero comprobar algo en el registro de nacimientos, matrimonios y defunciones. Estoy investigando un secreto de la familia Calcott.

—¿Ah, sí?

—Encontré una foto de mi bisabuela, Caroline... ¿Te acuerdas de ella?

—La verdad es que no. Creo que la vi de lejos un par de veces.

—Era norteamericana. Vino para casarse con lord Calcott a finales de 1904, pero he encontrado una foto suya de 1904, en Estados Unidos, con un bebé. —Busco en mi bolso y se la doy—. Nadie parece saber qué fue de ese niño..., no consta que ella hubiera estado casada anteriormente, pero he encontrado una carta que da a entender lo contrario.

—Bueno, el bebé debió de morir antes de que viniera. —Se encoge de hombros.

—Es posible —concedo—. Pero quiero verificarlo, por si consta en los registros. Si es..., si puedo demostrar que Caroline perdió un hijo, otro hijo, como sabemos que perdió una hija aquí en Barrow Storton..., tal vez eso explique por qué era como era.

Dinny guarda silencio. Estudia la foto frunciendo ligeramente el ceño.

—Tal vez —murmura, al cabo de un rato.

—Verás, he intentado averiguar por qué los Calcott..., la generación anterior, han estado tan obsesionados con vosotros los Dinsdale. Me refiero a Caroline y a Meredith. He intentado averiguar por qué se comportaron así con vuestra familia —añado, necesitando de pronto su apoyo en mi búsqueda.

—¿Obsesionados? —repite él en voz baja—. Eso es quedarse corto.

—Lo sé —digo en tono de disculpa. Cambio de tema—. ¿Qué tal está Honey?

Charlamos un rato sobre su hermana hasta que intento aparcar en Devizes, y me encuentro con riadas de gente, e hilera tras hilera de coches aparcados.

—¿Qué pasa aquí?

—Las rebajas. —Dinny suspira—. Prueba en Sheep Street.

Al final consigo meter el coche en un hueco y golpeo al de al lado al abrir la puerta. Madejas de humo de los tubos de escape se elevan hacia el cielo y la ciudad bulle de voces, del eco de pasos llenos de determinación. Todo me parece tan ruidoso que tengo la sensación de que, de algún modo, se me ha metido dentro el silencio de Storton Manor. Se ha instalado con sigilo y ahora noto su ausencia, como si hubiera desaparecido algo de vital importancia.

—¿Quieres que te lleve también de vuelta? —ofrezco.

—¿Cuánto tardarás?

—No estoy segura. Una hora y media, un poco más.

—Sí, gracias. ¿Quedamos aquí?

—¿Qué tal el café de la calle principal, el del toldo azul? —sugiero—. Se estará mejor si uno de los dos tiene que esperar.

Dinny asiente, retuerce la mano a modo de saludo y se aleja entre los coches aparcados.

La biblioteca está en Sheep Street, por lo que no tengo que caminar mucho. El aparato que hay encima de las puertas expulsa un chorro de calor sofocante y en cuanto las cruzo me detengo, tratando de quitarme el abrigo y la bufanda en el ambiente agobiante. Casi no hay nadie, solo un par de personas curioseando entre los estantes y una mujer de aspecto severo frente al mostrador que está ocupada en algo y no levanta la vista. Me siento delante de un ordenador y consulto las defunciones de 1903, 1904 y 1905, para ampliar el campo de búsqueda, y los apellidos Calcott y Fitzpatrick, en Londres y en Wiltshire. Delimito los resultados a las defunciones de menores de dos años. Mi libreta sigue intacta a mi lado encima del escritorio. Al cabo de una hora, garabateo: «No está aquí».

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