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Authors: Katherine Webb

El Legado (37 page)

BOOK: El Legado
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A finales de agosto el rancho se volvió más silencioso. Hutch, Joe y algunos hombres se habían ido con casi un millar de reses para cebarlas durante las últimas semanas, antes de cargar los animales en trenes y enviarlos al norte, a los mercados de carne de los estados del Este. Muchos de los hombres que se habían quedado en el rancho sucumbieron a una enfermedad que se contagiaron rápidamente unos a otros, y tuvieron que guardar cama con una fiebre debilitante y temblores. Sentada en el porche una mañana temprano, con la mente en blanco y sin sentir nada en su interior, Caroline vio salir del rancho a Annie, la hermana de Joe, en el poni gris de Magpie. Se dirigió al este a trote ligero. Al pasar, la mujer ponca tenía la cara surcada de profundas arrugas de inquietud. Caroline la observó hasta que desapareció, luego pensó un rato y cayó en la cuenta de que no había visto a Magpie desde la tarde anterior. Se levantó y cruzó despacio el patio.

En el interior de la caseta hacía calor y olía a rancio. Magpie estaba inmóvil en la cama, y William murmuraba y se quejaba en el capazo que Caroline le había comprado. Flotaba un olor inconfundible a amoníaco y heces de bebé, y un hedor metálico detrás que a Caroline le produjo instintivamente miedo. Con el corazón palpitándole con fuerza, se arrodilló al lado de Magpie y la sacudió con suavidad. Le vio la cara, roja y seca. Cuando abrió los ojos, tenían un brillo extraño y mate, y Caroline retrocedió un poco, asustada.

—Magpie, ¿estás enferma? ¿Adónde ha ido Annie? —preguntó rápidamente.

—Estoy enferma. Nube Blanca también. Sus medicinas no nos han curado —susurró Magpie.

Junto a la cama había una cuchara de madera y Caroline la cogió. Había una sustancia con un fuerte olor a vinagre. Se la tendió a Magpie, pero ella volvió débilmente la cabeza.

—Ya no más de eso —susurró.

—Si tienes fiebre tienes que beber algo —dijo Caroline—. Iré a buscar agua. Tienes que levantarte, Magpie. William se ha ensuciado...

—No puedo levantarme. No puedo cambiarlo —respondió Magpie, con un tono tan desdichado que Caroline titubeó—. Debe hacerlo usted. Por favor.

—¡Pero yo no sé! —dijo Caroline—. Magpie, ¿por qué no me avisaste cuando te pusiste enferma?

Magpie la miró y leyó la respuesta en sus ojos. Porque nadie había creído que podría ser de ayuda. Se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Lo limpiaré. Iré a buscarte agua —dijo, secándose la cara.

El olor que desprendían la muchacha enferma y el niño sucio era nauseabundo, y se mareó. Pero se movió con resolución, cogió un cubo y se dirigió a la cisterna.

—¿Dónde está Nube Blanca? ¿Adónde ha ido Annie? —preguntó de nuevo desde la puerta.

—Nube Blanca también ha enfermado. Está en la tienda, descansando. Annie ha ido al Este, a las tierras de nuestra gente en el río Arkansas..., para buscar una medicina.

—¿Al río Arkansas? ¡Eso está a más de trescientos kilómetros! ¡Tardará días!

Magpie la miró, con la cara flácida de cansancio y desesperación.

—Por favor, cambie a William.

Caroline fue a buscar un cubo de agua y un cucharón. Tuvo que emplear todas sus fuerzas para levantar la cabeza y los hombros de Magpie y darle de beber, pero esta solo conseguía tomar pequeños sorbos, pues le costaba tragar.

—Por favor, bebe un poco más —le suplicó, pero Magpie no respondió, se recostó en la cama fétida y cerró los ojos.

Caroline buscó en la caseta y encontró pañales limpios y una toalla. Sacó a William del capazo y salió con él. Lo que encontró cuando desnudó al niño le provocó arcadas, y tiró los trapos a las brasas languidecientes de la cocina. El agua estaba fría, y William se puso a llorar cuando lo sumergió en ella para lavar la masa compacta de su trasero. Pero los gritos del bebé eran débiles, su voz un poco ronca, y pareció cansarse y sumirse en una especie de aletargamiento cuando Caroline terminó de bañarlo y le puso un pañal limpio entre las piernas lo mejor que supo. Sentándose en el suelo, se lo puso sobre los muslos y le acarició los brazos; entonces se dio cuenta de que estaba muy caliente y tenía las mejillas muy rojas. Se llevó los dedos a su frente para comparar y la diferencia era evidente. Corriendo, lo cogió y entró de nuevo en la caseta.

—Magpie..., William está muy caliente. Creo que también tiene fiebre —dijo, llevando al bebé a su lado para que lo viera.

Los ojos de la chica se llenaron de lágrimas.

—No sé cómo ayudarlo. Por favor..., él también se pondrá enfermo. ¡Debe llevárselo..., llevárselo a la casa! ¡Cámbielo y dele de comer! ¡Por favor! —dijo débilmente.

—Ya lo he cambiado, ¿lo ves? Se pondrá bien..., los dos os pondréis bien, Magpie.

—Nube Blanca... —murmuró Magpie confusamente.

Caroline dejó a William en el capazo y fue a la tienda. Titubeó fuera, temerosa de entrar. Pensó en la mirada férrea de Nube Blanca, su extraña voz entonando una canción.

—¿Nube Blanca? ¿Puedo entrar? —preguntó vacilante.

Pero no llegó ninguna respuesta. Respirando deprisa, Caroline levantó la tela que hacía de puerta de la tienda y entró. Nube Blanca estaba acurrucada en el suelo como un montón de trapos viejos. Tenía el pelo gris brillante de sudor, apelmazado contra el cuero cabelludo. Con sus ojos brillantes cerrados era una simple anciana, menuda y débil, y Caroline se avergonzó de tenerle miedo.

—¿Nube Blanca? —susurró, arrodillándose a su lado y sacudiéndola como había hecho con Magpie.

Pero Nube Blanca no se movió. No se despertó. Su piel irradiaba calor, y respiraba rápida y superficialmente. Caroline no tenía ni idea de qué hacer. Salió y se quedó allí vacilante, con las manos temblorosas, rodeada de gente que de pronto la necesitaba.

A insistencia de Magpie, Caroline se llevó a William con ella a la casa. Se durmió enseguida con el puño dentro de la boca. Lo puso en el rincón más fresco y sombreado, y empezó a buscar alimentos en los armarios de la cocina para llevárselos a Magpie. Reuniendo fuerzas, fue a las dependencias de los peones y encontró tres camas ocupadas. Al verla entrar, los jinetes enfermos murmuraron avergonzados de impotencia, asegurándole que estaban bien aunque un poco débiles para levantarse. Caroline fue a buscar cubos de agua y les dio de beber, y antes de irse dejó un vaso de agua al lado de cada cama. Había esperado encontrar a alguien en condiciones de cabalgar hasta la ciudad para ir a buscar al médico, pero ninguno de los que quedaban lo estaba. Solo de pensarlo se le cerró la garganta de pánico. Volvió a la casa y empezó a preparar sopa con judías secas y la carcasa de un pollo que Magpie había asado hacía dos días. También fue a buscar una calabaza de la despensa donde guardaban las provisiones y preparó con ella un puré para William.

Por la noche William se despertó con gritos de dolor, y ella se levantó y lo cogió en brazos para consolarlo con palabras y besos. Cuando volvió a dormirse, lo dejó de nuevo en el capazo, se sentó en el borde de la cama y se echó a llorar, porque todo lo que había deseado era tener un bebé durmiendo a su lado, consolarlo y quererlo. Pero ese niño no era suyo, Corin ya no estaba a su lado en la cama y esa experiencia de lo que le habría gustado tener, de cómo deberían haber sido las cosas, era agridulce.

A la mañana siguiente se hizo evidente que William también había contraído la fiebre. Dormía demasiado, y cuando se despertaba estaba caliente, medio atontado y sin fuerzas. Caroline fue con la sopa que había preparado a las dependencias de los trabajadores, luego se dirigió a la caseta de Magpie, y de camino se detuvo en la tienda. Sabía que debía entrar e intentar despertar de nuevo a Nube Blanca, obligarla a beber agua. Pero el miedo se apoderó de ella, un nuevo y horrible miedo más instintivo que consciente. Se le erizó el vello de la nuca cuando se obligó a levantar la tela de la entrada. Nube Blanca no se había movido. Estaba totalmente inmóvil; ni siquiera le subía y bajaba el pecho con la respiración. Caroline dejó caer la tela y salió corriendo, con el horror atenazándole las entrañas, sacudiéndola de la cabeza a los pies. Sin aliento, entró en la caseta.

Magpie estaba más débil y le costó más despertarla. Tenía el blanco de los ojos gris y la piel aún más caliente. Le lavó la cara con un paño húmedo y le hizo beber más agua a través de sus labios cuarteados.

—¿Cómo está William? —susurró Magpie—. ¿Está enfermo?

—Está... —Caroline titubeó, reacia a decir la verdad—. Tiene fiebre. Está callado esta mañana —dijo con gravedad.

El miedo encendió una luz apagada en los ojos de Magpie.

—¿Y Nube Blanca? —preguntó.

Caroline apartó la mirada, ocupada con el cubo, el paño y el cucharón.

—Está durmiendo —se limitó a decir.

Cuando levantó la vista, Magpie la observaba y no pudo sostenerle la mirada.

—No sé qué hacer. No sé qué hacer por mí o por Nube Blanca —susurró, desesperada—. Solo podemos esperar que Annie vuelva pronto con la medicina.

—¡Tardará demasiado! —dijo Caroline desesperada—. ¡Alguien tiene que ir a buscar ayuda! ¡No puedes esperar a Annie! —Se levantó y dio vueltas por la caseta—. Iré yo —dijo al final—. Estoy en condiciones de hacerlo. Iré y... me llevaré a William. El médico podrá verlo enseguida, después volverá conmigo y cuidará de ti y de todos los demás. Es lo mejor.

—¿Se llevará a William con usted...?

—Es lo mejor. ¡Tú no puedes cuidarlo, Magpie! Iré con la calesa, así el médico lo verá esta misma noche. ¡Esta noche, Magpie! ¡Podría tomar medicinas esta noche! Por favor, es lo mejor. —Una vez que había decidido ir, estaba desesperada por ponerse en camino. Pensó en Nube Blanca, en su forma demasiado inmóvil, como un bulto, y añadió—: Si no, podría ser demasiado tarde.

Magpie abrió mucho los ojos de miedo y parpadeó para contener las lágrimas.

—Por favor, cuídelo —imploró—. Y vuelva pronto.

—¡Lo haré! Te mandaré enseguida al médico. Todo irá bien, Magpie..., todo irá bien —dijo Caroline, y el pulso acelerado hizo que le temblara la voz. Cogió la mano de Magpie y se la apretó con fuerza.

Llevó a la calesa el neceser, el capazo y una bolsa con cosas para William, y se fue lo más deprisa que pudo, conduciendo al caballo entre matorrales como había visto hacer a Corin y a Hutch. El North Canadian corría despacio entre sus orillas y le cayeron gotas de agua fría cuando lo vadeó, removiendo el olor dulce y húmedo a minerales del fondo. Hizo un alto en el camino para que descansara el caballo y cogió a William en brazos. Seguía caliente y gritaba entrecortadamente cada vez que se despertaba, pero dormía, y su cara se sumió en una expresión de calma que le recordó tanto el rostro de Corin cuando se quedaba dormido en la mecedora que se quedó sin aliento. Pensándolo bien, la idea de que pudiera ser hijo de Corin le vació el aire de los pulmones. Se sentó con él en el regazo y lo contempló mientras deslizaba un dedo desde el nacimiento del pelo hasta los dedos de los pies. Dedos largos y separados, como los de Corin. Era moreno, pero tenía la piel más clara que Magpie y Joe. Sus ojos eran castaños, con un círculo verdoso alrededor de los iris que los iluminaban. En el pliegue de la pequeña frente y en el mohín de sus labios por encima de su barbilla hundida, le pareció reconocer los rasgos de su marido. Se llevó el bebé al pecho y se echó a llorar. Lloró por la traición de Corin, por su pérdida, por la perfecta y desesperante sensación de tener consigo a su hijo.

El médico miró la cara desesperada de Caroline y al niño que tenía en los brazos, y los hizo pasar. Cogió a William, lo examinó con detenimiento, y le preguntó a Caroline por los síntomas de los adultos que estaban en el rancho y cuánto hacía que había empezado a extenderse la enfermedad. Auscultó el corazón del bebé y su respiración, y palpó el calor que le coloreaba la suave piel.

—Se pondrá bien. No tiene mucha fiebre aún y su corazón es fuerte, así que no se preocupe demasiado. ¿Se va a quedar esta noche en la ciudad? Bien. Que esté fresco. Lo principal es bajarle la fiebre lo antes posible. Vístalo con ropa fría y húmeda, y cámbielo con regularidad. Échele tres gotas de esto en la lengua, con una cucharadita de agua después, cada cuatro horas. Es un antipirético..., ayudará a eliminar la fiebre. Y si quiere comer o beber, deje que lo haga. Creo que se recuperará enseguida. ¡No tema! Lo ha traído a tiempo. Pero debo salir cuanto antes para el rancho. Si dejamos que esta enfermedad siga su curso podría ser serio. ¿Vendrá mañana para que pueda volver a examinar al niño?

Caroline asintió.

—Bien, que descansen los dos. Y recuerde, ropa fría para su hijo. ¿Hay más niños o algún anciano en el rancho? —le preguntó el médico mientras la acompañaba a la puerta. «Su hijo.»—No hay más niños. Y Nube Blanca... tiene muchos años, pero no sabría decirle cuántos —susurró—. Pero creo... creo que ya está muerta —añadió, con la garganta constreñida.

El médico le lanzó una mirada de incredulidad.

——Debo salir enseguida y viajar durante la noche... Espero llegar allí al amanecer. Encontrará a un colega mío en esta dirección. Si William empeora, llámelo.

Le dio una tarjeta, se despidió con un gesto de la cabeza y se retiró.

Caroline no durmió. Fue a buscar una palangana de agua fría a las cocinas del hotel y envolvió a William en ropa húmeda, tal como le había indicado el médico. Era reacia a apartar los ojos de él, estudiando las facciones de su cara y todos los pelos de su cabeza. Miraba el reloj de forma obsesiva, dándole las gotas cada cuatro horas. Él se despertaba de vez en cuando y le sostenía la mirada, agarrándole el dedo con tanta fuerza que la tranquilizaba. A la mañana siguiente, ella estaba mareada por el cansancio, pero William tenía mejor color y la piel más fresca. Se comió el pudin de arroz que la patrona había preparado para él, mirando a las mujeres con una calma que las hizo sonreír. Caroline lo envolvió en la manta de ganchillo y lo colocó en el capazo, le puso un sonajero en sus manos regordetas y lo miró. Podría ser de ella..., el médico lo había pensado enseguida. Podría ser el hijo de una mujer blanca respetable..., no había nada en él que lo caracterizara como un ponca. De hecho, podría haber sido de ella, pensó. Debería haber sido de ella.

Se resistía a volver al rancho. Debería haber salido hacía horas, al amanecer, pero la idea de emprender el regreso le provocaba tal cansancio interior que apartaba los ojos de la calesa, aparcada en el patio, y del corral donde el caballo había pasado la noche, masticando heno y rascándose la cabeza sudada contra la valla. El médico se ocuparía de los enfermos. Pensó en Magpie, impotente y enferma. Pensó en la vida que le esperaba a ella allí, año tras año, siempre sin Corin. Y cuando miró a William, sonrió y sintió que algo crecía en su interior; algo que desbancó los demás pensamientos e hizo imposible continuar. No volvería. Era una perspectiva tan negra y aterradora como la tumba que había cavado Hutch en la pradera para el ataúd de Corin. No podía volver.

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