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Authors: Katherine Webb

El Legado (36 page)

BOOK: El Legado
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—Yo... no lo soporto. ¡No lo soporto! —gritó, y su angustia parecía capaz de hacerla pedazos.

Magpie ocultó la cara entre las manos e inclinó la cabeza llena de dolor.

Pero Angie tuvo que irse al final. Tenía que cuidar de su familia. Magpie la acompañó todo lo que pudo. Durmió sobre una manta doblada en la sala, con William a su lado. Los berridos del niño en mitad de la noche despertaron a Caroline, llenándola de pánico. Eran tan fuertes y desconocidos que creyó que había coyotes dentro de la casa, o que Corin había vuelto y gritaba de dolor. Una vez se despertó del todo, y una sensación de lasitud volvió a apoderarse poco a poco de ella. Una noche espió a Magpie a través de la rendija de la puerta, y observó cómo la joven de piel oscura dormía al bebé a la luz de la vela, cantándole tan bajito que el sonido podría haber sido la brisa, o la sangre zumbando en sus oídos. Sintió la oscuridad a su espalda como una amenaza, un demonio que la atemorizaba demasiado para volverse. La oscuridad del dormitorio vacío, tan vacío ahora como todo lo demás. El dolor de echar de menos a Corin, tumbada en esa cama oscura, era como un cuchillo clavado en el corazón que se retuerce despacio. Se quedó largo rato junto a la rendija de la puerta, atraída por la luz de la vela como una polilla, hasta que Magpie dejó de cantar y cambió sutilmente de postura, lo justo para demostrar que se sentía observada.

No valía la pena luchar contra el calor de mitad de verano a esas alturas. Caroline hacía lo que se le decía, y comía siempre que Magpie se sentara a su lado y la forzara. Por la tarde Magpie le hablaba suavemente de cosas sin importancia mientras la desvestía y le cepillaba el pelo, como había hecho Sara en otro tiempo. Caroline cerró los ojos y pensó en aquella época, el oscuro período que siguió a la muerte de sus padres y cómo había creído que nunca se sentiría tan perdida y triste como entonces. Pero esto era peor; era mucho, muchísimo peor.

—¿Recuerdas esa vez que mi padre nos llevó al circo, Sara? —murmuró, con un atisbo de sonrisa.

—¿Quién es Sara? —preguntó Magpie con brusquedad.

—Soy Magpie, su amiga, señora Massey.

Caroline abrió los ojos y sorprendió la mirada de la joven ponca en el espejo.

—Sí, por supuesto —dijo con tono inexpresivo, para ocultar que por un momento no había tenido ni idea de quién era ella o dónde estaba.

Mientras se ocupaba de sus tareas, Magpie empezó a poner a William en el regazo de Caroline. Lo hacía sobre todo cuando llevaba varias horas sin hablar o no respondía a sus preguntas, con la cara impávida e inamovible. El niño, que entonces tenía diez meses, enseguida empezaba a retorcerse y a trepar por ella, y Caroline se veía obligada a agarrarlo, a sostenerlo, a concentrarse en él.

—Cántele, señora Massey. Cuéntele la historia del Jardín del Edén —le pedía Magpie.

Y aunque Caroline no encontraba historias ni canciones en su corazón, sí lograba esbozar una sonrisa para el bebé, y sus manos se despertaban lo suficiente para hacerle cosquillas, abrazarlo y cambiarlo de postura. No hacía ninguna mueca cuando él le tiraba del pelo. William la miraba con sus ojos oscuros aterciopelados e intrigados, y de vez en cuando sonreía; a veces Caroline lo cogía y lo abrazaba, con los ojos cerrados con fuerza, como si extrajera fuerza de su pequeño cuerpo. Magpie se quedaba cerca cuando lo hacía, lista para coger al niño cuando el abrazo se alargaba demasiado y le hacía llorar.

A lo largo del verano Caroline pasó muchas horas sentada en el porche, golpeando con las puntas de los pies las bases en forma de arco de la mecedora de Corin y escuchando con los ojos cerrados cómo crujían al mecerse. Intentaba no pensar. Intentaba no preguntarse cómo habrían sido las cosas si aquella noche no hubiera acusado a los coyotes de sus miedos. Intentaba no preguntarse cómo habría sido todo si no hubiera ocurrido esa pesadilla, si no hubiese tenido miedo a las tierras vírgenes, si hubiera sido una persona más fuerte; una persona mejor, más adaptable. Más valiente. Cualquier otra persona menos la que había mandado a su marido a morir persiguiendo perros salvajes. Lloraba sin darse cuenta de que lo hacía, e iba por la casa con la cara manchada de sal. No tenía un hijo que cuidar y criar, y al que hablar con callada aflicción de lo bronceado, lo cobrizo y lo maravilloso que había sido su padre. Ni siquiera le había quedado ese rastro para consolarla. Miró hacia el lejano y amplio horizonte, y permitió que la intimidara. Permanecía todo el día sentada con miedo. Era la única manera que conocía de castigarse, y creía que no se merecía menos que esa indigna tristeza.

Unas semanas después Hutch fue a la casa y llamó respetuosamente a la puerta. De no haber estado tan ausente, tan retraída desde la muerte de Corin, se habría dado cuenta de que el hombre sufría y la rehuía, ya que se culpaba de la muerte de Corin. Estaba más delgado porque no podía comer. El accidente lo había afectado profundamente. Las arrugas de su rostro parecían más profundas, aunque aún no tenía treinta y cinco años. La culpa pesaba sobre él y el dolor lo envejecía, dejando su huella en él, así como en Caroline; pero ella no tenía consuelo que ofrecer, ni siquiera a Hutch. Hizo café para él y advirtió, con solemnidad y sin complacencia, que por fin había preparado un brebaje bueno y fuerte, y no aguado, amargo o quemado. Imaginó a Corin bebiéndoselo, la sonrisa que habría aparecido en su rostro, cómo la habría elogiado, rodeándole la cintura con un brazo y plantándole un beso. «¡Cariño, es el mejor café que he probado nunca!» Sus más pequeños triunfos le habían hecho sentirse orgulloso. Pensamientos como ese hacían que se tambaleara. Pensamientos como ese zarandeaban las piernas que la sostenían.

—Señora Massey, sabe que detesto importunarla, pero hay cosas que requieren su atención —dijo Hutch, aceptando la taza.

Con un ligero ademán Caroline lo invitó a sentarse. Hutch se volvió para mirar la silla que le ofrecía, pero se quedó de pie.

—¿Qué cosas?

—Bueno, ahora que el señor Massey... no está, usted es la propietaria del rancho. Sé que puede parecer alarmante, pero no tiene por qué serlo. No quiero que se preocupe por nada. Me quedaré y lo llevaré por usted. Conozco bastante bien su funcionamiento, y llevo aquí el tiempo suficiente para considerarlo mi hogar. Su marido compartía conmigo sus preocupaciones y espero que usted también lo haga. Pero hay ciertas cosas que no puedo hacer y una de ellas es pagar los sueldos a los vaqueros y peones.

—¿Pagarles? Pero... no tengo dinero. —Caroline frunció el ceño.

—Tal vez aquí no. Corin retiraba el dinero cada dos meses de su banco de Woodward, y no creo que haya ningún problema en que usted haga lo mismo.

—¿Quiere... que vaya a Woodward? No puedo —afirmó ella rotundamente, como si él le hubiera pedido que fuera a la luna.

—La llevaré yo. Podemos quedarnos a pasar la noche si lo prefiere, o puede ir a ver a una de las damas mientras estamos allí. Creo... —Hutch hizo una pausa, dando vueltas a su sombrero en las manos—, creo que necesita ir a Woodward, señora. Creo que necesita ver a gente. Le irá bien airearse. Y si no les pagamos, los chicos se irán. Son buenos y leales, pero ya no les queda dinero, y no es justo. Y no puedo llevar el rancho sin ellos. —Dio un sorbo por fin al café, y su expresión de sorpresa al ver lo bueno que era no pasó inadvertida.

Caroline imaginó el viaje a Woodward, y un gran cansancio se apoderó de ella. Se balanceó sobre los talones y trató de mantener el equilibrio, agarrándose al respaldo de una silla.

—De acuerdo, si es la única manera. Corin... habría querido que el rancho siguiera funcionando.

—Sí, señora Massey —asintió Hutch.

Hizo una pausa y bajó la cabeza con tristeza.

—Su marido era un buen hombre. El mejor que he conocido. Este lugar lo llenaba de orgullo y alegría, y creo que le debemos que siga funcionando, y acabe siendo más grande y mejor que nunca —dijo, levantando la mirada para oír a Caroline hacerse eco de su sentimiento.

Pero ella miraba por la ventana y apenas lo oyó.

—Este café está del carajo, si me permite la expresión, señora Massey—dijo, apurándolo.

Caroline lo miró y asintió brevemente.

Había olvidado coger la sombrilla y sintió cómo el sol le quemaba la piel en cuanto partieron hacia Woodward. Con los ojos entrecerrados para protegérselos de la luz, pensó en las arrugas que echarían raíces en su rostro y se dio cuenta de que no le importaba. Soplaba un viento caliente y seco, y alrededor de Woodward flotaba una cortina de polvo. Se le metió arena en los ojos, y mientras recorrían la calle principal le cayeron lágrimas por la cara. Se los frotó bruscamente, hundiendo los granos con los dedos, y sintió la extraña solidez de sus globos oculares bajo los párpados.

—No haga eso —le dijo Hutch con suavidad. Humedeció su pañuelo con agua de la cantimplora y le sujetó las manos mientras le limpiaba la arena de la cara—. Así está mejor. Supongo que sus pobres ojos ya han derramado suficientes lágrimas para toda una vida. —La mano que la sujetaba se relajó, pero no la soltó del todo mientras le limpiaba con delicadeza un último grano de la mejilla con el pulgar.

—¿Es aquí? —preguntó ella confusa.

Se habían detenido frente al Gerlach's Bank, un gran edificio con un elegante y atractivo rótulo.

—Sí. ¿Quiere que entre con usted?

—No, gracias. —Negó con la cabeza—. No se preocupe.

El interior del edificio estaba silencioso y fresco, y las botas de Caroline repiquetearon sobre el suelo de madera cuando entró. Se acercó a un pulcro joven y vio cómo este retrocedía al verle la cara, la ropa y el pelo desarreglados. Un reloj de pared marcaba ruidosamente los segundos, un sonido que Caroline no oía desde que se había ido de Nueva York. Miró el reloj brillante, muy parecido al que había en el vestíbulo de Bathilda, y le pareció un objeto de otro mundo.

—¿En qué puedo ayudarla, señora?

—Querría retirar dinero —dijo ella, dándose cuenta de que no tenía ni idea de cómo se hacía, ya que nunca había hecho tal petición.

—¿Tiene una cuenta con Gerlach's, señora? —preguntó el empleado, haciendo que esa posibilidad pareciera improbable.

Caroline miró el pulido corte de su bigote y el traje inmaculado. Una expresión altiva para un chico que trabaja en un banco, pensó. Se irguió y lo miró con firmeza.

—Tengo entendido que mi marido tiene una cuenta con ustedes hace muchos años. Soy la esposa de Corin Massey.

Detrás del joven apareció un empleado de más edad que sonrió con afabilidad.

—Señora Massey, pase y siéntese. Me llamo Thomas Berringer. La esperábamos. Todo está en orden y puede acceder a la cuenta de su difunto marido. ¿Le apetece un vaso de agua?

El señor Berringer la acompañó hasta una silla y pidió el agua al joven con un ademán.

Cuando le preguntó qué cantidad deseaba retirar, Caroline cayó en la cuenta de que no tenía ni idea. No sabía cuánto había que pagar a un jinete o un peón de rancho, cuánto les debía ni cuántos eran. Al final retiró la mitad de los fondos disponibles. El señor Berringer pareció sorprendido, pero rellenó los impresos necesarios y se los ofreció para que los firmara sin hacer ningún comentario. Al ver la fecha escrita en la parte superior, Caroline dio un respingo.

—Hoy es mi cumpleaños —dijo con voz inexpresiva—. Cumplo veintiún años.

—Caramba. —El señor Berringer sonrió, un poco incómodo—. Muchas felicidades, señora Massey.

El paquete de billetes era grueso y pesado. Caroline lo sostuvo en las manos, sin saber qué hacer con él. Al ver sus apuros, el señor Berringer volvió a hacer señas al empleado, quien buscó una bolsa de tela para ocultar el dinero de ojos curiosos. Fuera, Caroline se detuvo en la acera y miró a los transeúntes, los caballos y los carros. Se había sentido tan a gusto entre la gente. Ahora no se sentía a gusto en ninguna parte. Esa era su oportunidad para ir de tiendas, comprar libros, comestibles o algo de ropa, pero no se le ocurrió nada que quisiera. Al ver una mercería compró una manta de ganchillo blanca y suave para William, y un pequeño capazo de paja tejida.

—Estará más fresco con este calor que en el portabebés de cuero en el que va —explicó a Hutch.

—Es muy amable, Caroline. Estoy seguro de que Magpie estará encantada.

Hutch guardó los regalos debajo del banco de la calesa. Mucho después, demasiado tarde para que pudiera hacer algún comentario al respecto, Caroline cayó en la cuenta de que Hutch la había llamado por primera vez por su nombre de pila.

Se quedaron una sola noche, en el mismo hotel donde se habían alojado la noche de la fiesta. Caroline pidió la misma habitación pero estaba ocupada. Le habría gustado permanecer en un lugar donde Corin había estado, como un peregrino visitando un santuario; como si el lugar lo recordara y su esencia pudiera percibirse aún en él. Se quedó mirando por la ventana cómo se ponía el sol, pintando la ciudad de tonalidades rosas y doradas. Observó a la gente que pasaba y le llegaron fragmentos de sus conversaciones, de sus carcajadas efervescentes, y trató de recordar cómo era ser uno de ellos. Cuando se hizo de noche vio salir a Hutch, con el pelo bien planchado y una camisa limpia. Se alejó despacio por la calle principal y Caroline lo observó hasta que lo perdió de vista entre la multitud.

Los sueldos de los hombres apenas supusieron un tercio del fajo de billetes, y Caroline guardó el resto en la bolsa de tela y la metió en su neceser. Tocó algo con la mano y lo sacó. Era la bolsita de terciopelo azul, con las esmeraldas y otras bonitas joyas de su madre. Desenrolló el collar y contempló las brillantes piedras pensando en la última vez que las había llevado, la noche que había conocido a Corin. ¿Adonde había creído que las llevaba? Se veían ridículas en esa habitación tan sencilla; como flores de invernadero en un campo de trigo. Se las puso por encima y se miró en el espejo. ¡Qué distinta estaba ella ahora! Tan demacrada, tan bronceada; con un puñado de pecas en la nariz, y el pelo mate y desarreglado. Parecía una doncella probándose las joyas de su señora, y se dio cuenta de que nunca podría volver a llevarlas. No tenían cabida en la pradera. Enrolló el collar y lo guardó de nuevo en el neceser. Luego, sin pararse a pensar, empaquetó algunas cosas más: ropa interior limpia y varias blusas; un camisón con las mangas largas que daba demasiado calor en verano, peines y polvos para la cara. Cerró la tapa y sujetó los cierres, preguntándose adonde se creía que podía ir.

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