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Authors: Katherine Webb

El Legado (47 page)

BOOK: El Legado
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Lord Calcott se limitó a gruñir cuando la nueva criada, que era gruesa y poco agraciada, corrió las cortinas del dormitorio una mañana.

—¿Qué ha sido de la otra joven, la de pelo castaño? —preguntó perezosamente.

—Tuve que dejarla ir —replicó Caroline con rotundidad.

Él no volvió a tocar el tema, ya que no le suponía una gran molestia. De hecho, cada vez pasaba menos tiempo en la casa, y estaba con su mujer el tiempo justo para concebir un segundo hijo, si bien el embarazo tardó mucho en llegar. Caroline temió no volver a experimentar nada tan maravilloso como sostener a Evangeline en sus brazos por primera vez, pero el cambio que se produjo en su cuerpo trajo consigo un amor anticipado tan irresistible que sucumbió a él, tarareando débilmente a la criatura que estaba por nacer, sintiéndola acurrucada debajo de sus costillas, un foco de calor y vida en el esqueleto muerto de su ser. Pero el niño, porque era un niño, nació muy prematuro y no tuvo posibilidad alguna de vivir. El médico quiso llevárselo con las sábanas ensangrentadas, pero Caroline exigió verlo. Estudió la diminuta cara amorfa, asombrada... de poder experimentar todavía la sensación de pérdida, de que sus ojos tuvieran lágrimas que derramar. Pero fue el resto del amor que poseía lo que volcó en esa última mirada al rostro del bebé muerto. El último calor que había dentro de ella se lo dio a él; luego el médico se lo llevó con las sábanas ensangrentadas y todo se perdió.

La convalecencia de Caroline fue lenta y nunca llegó a ser completa. Cuando estuvo lo bastante fuerte para recibir visitas de amistades y de Bathilda, la encontraron lenta y aturdida; su conversación era casi inexistente; sus movimientos, aletargados; su belleza estaba muy menguada. Tenía los ojos y las mejillas hundidos, las manos huesudas como las garras de un pájaro y toques grises en las sienes aunque todavía no había cumplido los treinta años. Poseía un aire fantasmal, como si parte de ella hubiera pasado a otro plano. La gente sacudía la cabeza con tristeza y se lo pensaba dos veces antes de añadir a los Calcott a una lista de invitados. Si la dejaban sola, Caroline paseaba mucho. Daba vueltas y más vueltas por los jardines, como si buscara algo. Un día cruzó el bosque hasta el claro donde los Dinsdale seguían acampando. Habían aprendido a evitar la casa a toda costa, y nunca volvieron a pedir trabajo a cambio de comida. Por lo tanto, Caroline no tenía motivos para exigir que se fueran, y verse frustrada de ese modo no hacía sino aumentar el rencor que sentía hacia ellos.

Esperó entre los árboles, mirando el carro pintado de vivos colores, y el poni que parecía hecho con retazos de tela atado cerca. Su hogar parecía tan alegre, montado en la verde hierba de verano; tan práctico, tan saludable. Le recordó la tienda de Nube Blanca, y eso, como cualquier pensamiento relacionado con el rancho, hizo que se le nublara la vista y se le bloquease la mente por el dolor. Justo en ese momento los Dinsdale volvían del pueblo. La señora Dinsdale, con el pelo rubio colgándole en tirabuzones angelicales, tenía un bebé en los brazos, y cogido de la mano del señor Dinsdale iba un niño de unos tres años, de tez morena y redonda. Los pasos del hombre eran firmes pero avanzaba despacio, deteniéndose cada pocos metros para que el niño se agachara y examinara algo cerca del suelo con infinita curiosidad. Caroline contuvo el aliento. William se parecía tanto a Magpie que era casi insoportable mirarlo.

Los observó largo rato. La señora Dinsdale puso a dormir al bebé dentro del carro, luego se sentó en los escalones y llamó a William, que corrió hacia ella con los brazos en alto para que lo cogiera. Ella no lo llamó William, por supuesto. Utilizó otro nombre que Caroline no pudo oír bien pero que sonó como Flag. Observándolos, Caroline se sintió desgarrada por un dolor y una envidia que no supo cómo contener. Pero también enfadada porque esa familia de vagabundos floreciera cuando la suya le había sido arrebatada dos veces. Ya basta, pensó, no puedo más. El precio que le habían hecho pagar era demasiado alto, y aunque una parte de ella creía que esa injusticia debía de ser reparada de algún modo, sabía que eso no era posible. Se sentó a la sombra y lloró en silencio por Corin, que no podía ayudarla.

Por eso te serán gratas todas las estaciones,

tanto si el verano reviste de verde la tierra

como cuando el petirrojo se posa y canta

entre los penachos de nieve de las ramas desnudas

del manzano cubierto de musgo, mientras del techo de paja cercano

se eleva vaho del deshielo al sol; tanto si las gotas que caen de los aleros,

se oyen solo en los trances del viento huracanado

como cuando el ministerio secreto de la helada

las deja suspendidas en silenciosos carámbanos

que brillan plácidamente bajo la plácida luna.

SAMUEL TAYLOR COLERIDGE,

«Frost at Midnight»

Capítulo 7

Las escaleras se llevan mis últimas fuerzas, y cuando llego a la puerta del cuarto de baño estoy jadeando, luchando por respirar. La luz está encendida, sale vaho por debajo de la puerta. Y el grifo sigue abierto. Con una mano en la puerta me quedo inmóvil, cierro los ojos un segundo. Tengo tanto miedo; miedo de lo que me pueda encontrar. Pienso en Eddie apartando el pelo de la cara de Beth cuando llegó a casa después del colegio y se la encontró tumbada. Cuánto necesito su coraje en estos momentos.

—¿Beth? —llamo, demasiado mansamente.

No hay respuesta. Tragando saliva, llamo un par de veces a la puerta antes de abrirla.

Beth está dentro de la bañera, con el pelo flotando alrededor de ella, el agua peligrosamente cerca del borde, escapándose por el desagüe. Tiene los ojos cerrados y por un momento creo que la he perdido. Es Ofelia, se alejará de mí flotando en un sereno vacío. Pero de pronto abre los ojos y vuelve la cara hacia mí, y siento tanto alivio que casi me caigo. Entro tambaleándome y me siento en la silla donde ha dejado su ropa doblada.

—¿Rick? ¿Qué pasa? ¿Dónde está tu ropa? —me pregunta, cerrando el grifo con el dedo gordo del pie.

La he dejado caer en el pasillo, junto con la manta de Dinny, antes de echar a correr. Solo llevo puesta la ropa interior mojada y llena de barro, nada más.

—Pensaba... pensaba... —Pero no quiero decirle lo que he pensado. Parece una traición creer que podría volver a hacerse eso.

—¿Qué? —pregunta con voz más inexpresiva, cada vez más tensa.

—Nada —murmuro.

La luz me apuñala los ojos, me hace entrecerrarlos.

—¿Qué haces bañándote a esta hora de la noche?

—Ya te he dicho que te esperaría hasta que volvieras —responde—. Y tenía frío. ¿Dónde has estado? —me pregunta mientras se sienta, con el pelo mojado sobre los pechos.

Dobla las rodillas y se las rodea con los brazos brillantes. Se le marcan todas las costillas, todas las vértebras de la columna.

—Con Dinny... Me... he caído en el estanque.

—¿Que has hecho qué? ¿Qué hacía Dinny allí?

—Ha oído cómo me caía. Me ha ayudado a salir.

—¿Te has caído? —pregunta con incredulidad.

—¡Sí! Demasiado whisky, supongo.

—¿Y se te ha... caído la ropa? ¿Y él también te ha ayudado con ella? —pregunta cortante.

La miro fijamente. Estoy enfadada... del susto que me ha dado. De haberme asustado tanto.

—¿Quién está celosa ahora? —pregunto, igual de cortante.

—Yo no... —empieza a decir, luego apoya la barbilla en las rodillas y aparta la mirada—. Es extraño, Erica. Es extraño que estés persiguiendo a Dinny.

—¿Por qué es extraño? ¿Porque fue tuyo primero?

—¡Sí! —grita; y me quedo mirándola, asombrada de que lo admita—. No te líes con él, ¿de acuerdo? ¡Parece incestuoso! ¡Es... incorrecto! —Intenta explicarse, abriendo las manos—. No puedo soportarlo.

—No es incorrecto. Simplemente no te gusta la idea, eso es todo. Pero no tienes que preocuparte. Creo que sigue enamorado de ti —digo en voz baja, y siento una gran tristeza.

Espero ver cómo cambia su expresión, pero no lo hace.

—Deberíamos irnos de aquí, Erica. ¿No te das cuenta? Deberíamos irnos de aquí y no volver nunca más. Sería lo mejor. Podríamos irnos mañana mismo. —Su voz adquiere convicción, me clava sus ojos desesperados—. Me traen sin cuidado las cosas de Meredith. Esa no es la razón por la que hemos venido aquí. ¡Podemos pagar a alguien para que se ocupe de ello! Por favor, vámonos.

—Sé por qué vine aquí, Beth. —Estoy cansada de no hablar de ello, cansada de dar rodeos de puntillas—. Quería que viniéramos las dos porque pensé que eso te iría bien. Porque quería averiguar qué es lo que te atormenta, Beth. Quiero sacarlo a la superficie. Quiero sacarlo a la luz y... demostrarte que no es tan malo. ¡Nada es tan malo a la luz del día, Beth! ¿No es eso lo que le dices a Eddie cuando tiene pesadillas?

—¡Hay cosas que lo son, Erica! ¡Hay cosas que son malas! —grita, y las palabras se desprenden de ella, aterradas—. Quiero irme. Me iré mañana.

—No, no te irás. No hasta que nos enfrentemos a esto, sea lo que sea. ¡No hasta que nos enfrentemos a ello!

—¡No sabes de qué estás hablando! —grita con aspereza.

Se levanta bruscamente, arrojando agua al suelo, coge su albornoz y se lo pone con violencia.

—No puedes detenerme si quiero irme.

—No te llevaré a la estación.

—¡Iré en taxi!

—¿En Año Nuevo? ¿Aquí en medio de la nada? Buena suerte.

—Maldita sea, Rick. ¿Por qué estás haciendo esto? —La cólera se refleja en sus ojos, traba sus palabras, que rebotan en las paredes de azulejos, atacándome doblemente.

—Yo... se lo he prometido a Eddie. Que conseguiría ponerte bien.

—¿Cómo? —susurra.

Pienso detenidamente antes de hablar de nuevo. Pienso en lo que vi cuando el estanque se cerró encima de mi cabeza.

—Dime qué buscaba Henry en la orilla del estanque —pregunto en voz baja.

—¿Qué? ¿Cuándo?

—En la orilla del estanque, ese día. El día que desapareció y que yo estuve nadando en el estanque. Buscaba algo en el fondo. —Oigo a Beth inspirar bruscamente. Sus labios palidecen.

—Creía que decías que no te acordabas.

—Está volviendo. Algo. Recuerdo que me tiré de nuevo al agua, que miré a Henry y que él buscaba algo en el suelo. Y entonces recuerdo... —trago saliva—, recuerdo que sangraba. Que la cabeza le sangraba.

—¡Calla! ¡Calla! ¡No quiero hablar de eso! —vuelve a gritar Beth, llevándose las manos a las orejas y sacudiendo la cabeza como loca.

La observo, perpleja, hasta que deja de hacerlo y se queda inmóvil, con el pecho agitado, atrapando aire. Le agarro el brazo con cuidado y ella hace una mueca.

—Solo dime lo que buscaba.

—Piedras, por supuesto —dice en voz baja, derrotada—. Buscaba piedras para tirárnoslas.

Se aparta de mí y sale del cuarto de baño hacia la oscuridad del pasillo.

No logro conciliar el sueño. Trato de contar la respiración, los latidos de mi corazón; pero cuando lo hago este se acelera, como sorprendido de tanto examen. Me duele la cabeza. Cierro los ojos con tanta fuerza que cuando los vuelvo a abrir aparecen formas de colores en la oscuridad cruzando el techo. Esta noche hay luna, y mientras rozo el sueño y las horas pasan a gran velocidad, la veo deslizarse despreocupada de un panel de la ventana a otro.

Me siento fatal cuando me levanto: pesada y agotada. Me duele la garganta; detrás de los ojos siento un dolor que no quiere irse. Anoche estábamos bajo cero; Dinny tenía razón cuando me dijo lo que podría haberme ocurrido si me hubiera quedado allí acurrucada, borracha y aturdida. Ahora hay una bruma densa, tan pálida y luminosa que no sé dónde acaba y dónde empieza el cielo. El caso es que ese día corrimos. Beth y yo corrimos. Recuerdo que salí con dificultad del estanque lo más deprisa que pude, rasguñándome los pies con las piedras. Recuerdo que los dedos de Beth se cerraron en mi brazo como las garras de un pájaro, y que corrimos. Volvimos a la casa y esperamos escondidas sin hacer ruido a que empezara el lío. O mejor, a que se dieran cuenta del lío. No regresamos al estanque, estoy segura. La última vez que vi a Henry fue en la orilla; se tambaleaba. ¿Se cayó? ¿Por eso salí del agua tan desesperada? ¿Por eso les dije a todos que estaba en el estanque..., por eso insistí tanto en ello? Pero no estaba allí, y solo estuvo otra persona con nosotros. Solo otra persona pudo sacar y llevarse a Henry a otra parte, porque solo no se pudo ir. Lo llevaron a algún lugar tan secreto y escondido que en veintitrés años de búsqueda no se ha descubierto. Pero ahora estoy cerca.

Podría ser este recuerdo que he tratado de recuperar a toda costa lo que me provoca el dolor de cabeza. Ya no tengo que concentrarme para recordarlo. Surge espontáneamente en mi imaginación, una y otra vez. Henry sangrando, Henry cayendo. Me preocupa que no me apetezca desayunar. He mirado la comida y he recordado a Henry, y me ha resultado imposible ingerir algo. Llevarme algo a la boca, el disfrute o la satisfacción. ¿Es así como se ha sentido Beth durante veintitrés años? Con solo pensarlo me quedo helada. Es como si supieras que alguien te persigue. Un hormigueo en la nuca, una distracción constante; algo tan oscuro y permanente como una sombra.

El timbre me sobresalta. Dinny está en la puerta, con las manos hundidas en los bolsillos. Por una vez lleva un pesado abrigo de lona. Me pongo colorada y siento una oleada de algo indefinido. Alivio, o tal vez pavor.

—¡Dinny! Hola..., pasa.

—Hola, Erica. Solo quería saber si te encuentras bien, después de lo de anoche —dice, entrando en el umbral pero quedándose en el felpudo.

—Pasa..., no puedo cerrar la puerta si te quedas ahí.

—Tengo barro en las botas.

—Ese es el último de nuestros problemas, créeme. —Agito una mano.

—¿Cómo estás? Quería saber si... tragaste agua del estanque. Podrías tener náuseas.

Una timidez que no manifestaba antes, una inseguridad que me conmueve.

—Estoy bien, de verdad. Me siento de pena, y estoy segura de que tengo un aspecto penoso, pero estoy bien. —Sonrío nerviosa.

—Podrías haber muerto —dice muy serio.

—Lo sé, lo sé. Lo siento. Créeme que no era mi intención. Y gracias por rescatarme..., te debo una.

Al oír mis palabras me mira fijamente, escudriñándome la cara. Pero luego se ablanda, alarga una mano y desliza sus fríos nudillos por mi mejilla. Contengo el aliento, tiemblo un poco.

BOOK: El Legado
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