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Authors: Katherine Webb

El Legado (49 page)

BOOK: El Legado
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—Pero ¿por qué? Has dicho que el golpe en la cabeza no fue tan fuerte.

—Y no lo fue. Fue el rato que estuvo sin respirar. El rato que tardó papá en llegar hasta él y hacer que le volviera el aire a los pulmones. —Dinny parece muy cansado, como apesadumbrado. Hay un atisbo de compasión en el fondo de mi ser, pero no puedo dejar que me invada todavía. Hay demasiadas cosas que sentir.

Me termino el café antes de volver a hablar. No he reparado en el silencio. Dinny me está observando, dándose golpecitos en el tobillo con un pulgar agitado, esperando. Esperando mi reacción, supongo. Un brillo defensivo en los ojos.

—Aquello no se olvidó, ¿sabes? No lo olvidaron ni sus padres ni nuestra familia.

—¿Crees que yo lo olvidé? ¿O mi familia? He tenido que verlo casi cada día de mi vida desde entonces, preguntándome si habría sido diferente si hubiera intentado reanimarlo yo mismo un poco antes... O si lo hubiéramos llevado al hospital.

—Pero nunca lo dijiste. Lo has retenido...

—No lo he retenido. He cuidado de él...

—¡Lo has retenido y has dejado que su familia, que sus padres creyeran que había muerto! Has dejado que Beth y yo creyéramos que había muerto.

—¡Yo no tenía ni idea de lo que Beth y tú pensabais! ¿Cómo iba a saberlo? Huisteis, ¿recuerdas? ¡Huisteis y os lavasteis las manos! ¡Nunca volvisteis para preguntármelo! Me lo dejasteis a mí y yo..., nosotros..., hicimos lo que pensamos que era mejor.

Eso no puedo discutirlo.

—¡Yo tenía ocho años!

—Bueno, yo doce..., era casi un niño, y tuve que dejar que mis padres pensaran que casi había matado a otro niño. Que había causado daños cerebrales a otro niño. Al menos eso es lo que creí que tenía que hacer. Es lo que creí que era lo correcto. Cuando me di cuenta de que vosotras nunca ibais a volver, era demasiado tarde para cambiar nada. ¿Crees que lo pasé bien?

Noto que palidezco al oír sus palabras: «Tuve que dejar que pensaran...». Un recuerdo lucha por abrirse paso a través del estrépito de mi cabeza. Henry agachado, mirando el suelo, reuniendo cuatro o cinco piedras. El agua dentro de mis ojos y de una oreja, que retumbaba, entremezclando las voces; Henry, burlándose, insultando a Dinny; las estridentes órdenes de Beth: «¡Basta! ¡Vete! ¡Para, Henry!». Henry chillaba: «¡Tirado! ¡Guarro! ¡Gitano mugriento! ¡Perro ladrón! ¡Vagabundo!». Después de cada insulto tiraba una piedra, con el tipo de lanzamiento con impulso que se les enseña a los niños en el colegio, pero no a las niñas. Uno que habría lanzado una pelota de criquet desde el límite del campo hasta el guardameta y marcado un buen tanto. Recuerdo que Dinny gritó cuando le alcanzó una y se agarró el hombro con una mueca de dolor. Recuerdo lo que pasó. Y veo a Beth en el umbral, hace un momento; el grito que nos sigue, el terror en su cara. «¡No!»

—Tengo que irme —susurro, y me levanto tambaleándome.

—Erica, espera...

—¡No! ¡Tengo que irme!

Siento náuseas. Hay demasiado dentro de mí, algo tiene que salir. Vuelvo corriendo a casa, tropezándome. En el gélido cuarto de baño del piso de abajo, donde el asiento del inodoro te hiela los muslos, me desplomo y vomito. Pero con la garganta ardiendo y envuelta en el hedor, me siento mejor. Merecidamente castigada. Siento como si empezara a cumplir alguna clase de pena. Ahora sé lo que ha torturado a Beth todos estos años. Ahora sé por qué se ha castigado tanto, por qué ha buscado una pena merecida. Arrojándome agua a la cara, trato de respirar y de encontrar las fuerzas para levantarme. Estoy helada de frío... Y pienso en el justo castigo que es capaz de infligirse.

—¡Beth! —grito, tosiendo a causa de la garganta irritada—. ¿Dónde estás, Beth? ¡Tengo algo que decirte!

Con las piernas temblorosas, el corazón en un puño y mareada, entro y salgo corriendo de todas las habitaciones del piso de abajo.

—¡Beth! —Alzo tanto la voz que es casi un alarido.

Subo ruidosamente las escaleras y corro hasta el cuarto de baño, luego sigo por el pasillo hasta la habitación de Beth. La puerta está cerrada y me arrojo contra ella. En el interior, las cortinas están echadas y la habitación oscura. Y lo que más temo ver, lo que más me aterra, está frente a mí. Llena mi visión y me grita: «¡No!». Entro corriendo en la habitación. Mi hermana, acurrucada en el suelo de espaldas a mí. Unas tijeras de hojas largas en su frágil mano y un charco oscuro alrededor.

—Beth, no —susurro, sin aire en los pulmones, sin sangre en las venas.

Caigo de rodillas y la levanto; pesa tan poco. Por un segundo me quedo muda de dolor, luego le vuelvo la cara hacia mí y ella abre los ojos y los clava en los míos, y me río fuerte del alivio.

—¿Erica? —Un hilo de voz.

—¡Oh, Beth! ¿Qué has hecho? —Le aparto el pelo de la cara y entonces me doy cuenta. Se lo ha cortado todo. El charco oscuro en el suelo son los mechones cortados. Sin su melena parece una niña, tan vulnerable—. ¡Tu pelo! —grito, y me vuelvo a reír y le beso la cara.

No se ha hecho ningún corte, no hay sangre.

—No he podido. Quería pero... Eddie...

—¡No querías hacerlo! Sabes que en realidad no querías.

La apoyo contra mí, meciéndola con suavidad.

—¡Sí que quería! —Llora furiosa, y creo que, si tuviera fuerzas, me apartaría—. ¿Por qué le presionaste para que te lo dijera? ¿Por qué no me hiciste caso?

—Porque tenía que ocurrir. Escucha... Beth, ¿me estás escuchando? Es importante. —Levanto la vista y me veo reflejada en el espejo del tocador. Estoy gris, espectral. Pero la veo en mis propios ojos: la verdad, lista para brotar de mis labios. Respiro hondo—. Beth, Henry no está muerto. ¡Harry es Henry! ¡Es la verdad! Dinny me ha contado todo lo que ocurrió. No murió. Lo llevaron a casa de una amiga para ofrecerle los primeros auxilios y luego fue de campamento en campamento durante años. Por eso nunca lo encontraron.

—¿Cómo? —susurra.

Me observa como observaría una serpiente, esperando el próximo golpe.

—Harry..., el Harry con el que tu hijo ha jugado todas las navidades... Harry es nuestro primo Henry. —Oh, quiero liberarla. Quiero curarla. En el silencio que sigue oigo su respiración. El aire que sale de su cuerpo.

—No es cierto —susurra.

—Lo es, Beth. Es cierto, créelo. Dinny no le dijo a nadie lo que pasó, de modo que Mickey se creyó que lo había hecho él, y como no querían que se lo llevaran...

—¡No, no! ¡Nada de todo eso es cierto! ¡Lo maté yo! ¡Lo maté yo, Rick! —Su voz se eleva hasta convertirse en un gemido, se hace muy pequeña—. Lo maté yo. —Lo dice con más calma, como aliviada por dejar salir las palabras.

—No, no lo mataste —insisto.

—Pero... yo tiré la piedra... —susurra—. ¡Era demasiado grande! ¡Nunca debí tirarla! Ni siquiera Henry habría tirado una tan grande. ¡Pero estaba tan enfadada! Estaba tan enfadada que quería que eso lo detuviera. ¡Se elevó tanto!

Por fin puedo verlo. Por fin. Como si hubiera estado allí mismo todo este tiempo. A las niñas no se les enseña a lanzar piedras. Se le fue todo el cuerpo detrás de la piedra, que soltó demasiado pronto y demasiado alta. Dejamos de verla contra el cielo incandescente de verano. Henry ya se estaba riendo de ella, riéndose de su ineptitud. Se reía cuando la piedra le cayó por detrás, cuando le golpeó la cabeza con un ruido que sonó horrible. Fuerte y horrible. Todos supimos enseguida lo mal que pintaba aunque nunca habíamos oído nada parecido. El ruido de la carne rasgándose, de un golpe en el hueso. Ha sido ese ruido lo que me ha provocado náuseas ahora, como si volviera a oírlo por primera vez y solo ahora lo rechazara. Y luego toda esa sangre, y su mirada vidriosa, y yo saliendo a todo correr del agua, y nuestra huida. Ahora lo veo. Por fin.

—¿No lo maté? —susurra Beth por fin, escudriñándome la cara, sondeando la verdad.

Niego con la cabeza y le sonrío.

—No. No le mataste.

Veo el alivio filtrándose despacio, muy despacio, en su cara; como si apenas se atreviera a creerlo. La abrazo con fuerza y noto que se echa a llorar.

Más tarde regreso al campamento; a primera hora de la tarde, con el sol ardiendo entre la bruma. Cuando aparecen los primeros destellos de cielo —jirones vaporosos, deslumbrantes— siento que algo sale de mí y se eleva. Me quedo con una sensación neutral que podría convertirse en cualquier cosa. Podría convertirse en alegría. Tal vez. Me siento al lado de Harry en los escalones de la furgoneta. Le pregunto qué está haciendo, y aunque no habla, me lo enseña, abriendo las manos. Tiene una navaja diminuta en una mano, un fragmento medio cilíndrico de corteza de árbol en la otra, con dibujos grabados, formas que chocan y se superponen. Ahora me parece milagroso. Trato de cogerlo del brazo pero se aparta, no quiere que lo haga. No lo fuerzo. Es milagroso que Henry se haya convertido en esa alma mansa. ¿Fue dañado, o más bien el golpe de Beth expulsó algo de él? ¿El rencor? ¿La arrogancia infantil, la agresividad? Todas esas cosas básicas, todo el legado de Meredith, todo el odio que ella le inculcó. Ha hecho borrón y cuenta nueva.

Dejo que siga trabajando, pero le sujeto los rizos en un nudo caótico detrás de la cabeza para verle la cara. Me quedo allí sentada mientras él trabaja y observo su rostro. Poco a poco asoman rasgos familiares. Algunas de sus facciones se funden con las que conocí. Aquí y allá, solo trazos. La nariz Calcott que tenemos todos, estrecha por el puente. El tono gris azulado de sus iris. No parece importarle que le observe. No parece darse cuenta.

—Creo que te reconoció —dice Dinny en voz baja, deteniéndose delante de nosotros.

Los brazos le cuelgan a los costados, con los puños cerrados, como si estuviera listo para algo. Listo para reaccionar.

—La primera vez que lo viste en el bosque y que te impidió pasar, creo que te reconoció. —Levanto la mirada hacia Dinny, pero no puedo hablar con él. Aún no. Se le marcan los tendones de los antebrazos, tensos de cerrar los puños. Tiene razón. Todo ha cambiado. Al otro lado del claro, Patrick sale de la furgoneta y me saluda con solemnidad.

Voy a buscar a Beth mientras se va la luz. Lleva horas acostada, asimilándolo. Le digo quién ha venido y accede a bajar. Con toda la solemnidad y el terror de alguien que se dirige al cadalso. Su pelo mal cortado le cae en ángulos extraños, y tiene la cara impasible, con una inexpresividad poco natural. Debe de requerir cierta fuerza de voluntad mantenerla tan impasible. En la cocina las luces están encendidas. Dinny y Henry, sentados uno frente al otro a la mesa, jugando al burro y bebiendo té como si el mundo no se hubiera tensado como un arco y lanzado lejos de sí todo lo que constituía nuestras vidas, como un perro que se sacude el agua lodosa. Dinny levanta la vista cuando entramos, pero Beth solo mira a Henry. Se sienta a una distancia prudencial, y lo mira. Observa y espera. Henry baraja con torpeza, dejando caer en la mesa unas cuantas cartas que devuelve a la baraja, una por una.

—¿Me conoce? —susurra; su voz tan precaria, apenas un hilo de voz. A punto de romperse. Me siento a su lado y alargo las manos para cogerla.

Dinny se encoge de hombros.

—No hay forma de saberlo. Parece... cómodo contigo. Con las dos. Normalmente tarda un poco en acostumbrarse a los desconocidos, de modo...

—Creía que lo había matado. Todo este tiempo he creído que lo había matado...

—Y lo hiciste —dice Dinny con voz inexpresiva.

Ella abre la boca horrorizada.

—Lo golpeaste y lo dejaste boca abajo en el agua...

—¡Dinny! No... —Trato de detenerlo.

—Si yo no lo hubiera sacado, habría muerto. Recuérdalo antes de juzgar lo que yo hice. Lo que mi familia hizo...

—¡Nadie está juzgando a nadie! —digo—. Éramos unos críos..., no teníamos ni idea de qué hacer. Y sí, fue una suerte que pensaras tan rápido, Dinny.

—Yo no lo llamaría suerte.

—Como quieras llamarlo entonces.

Dinny inspira de nuevo, mirándome con los ojos entrecerrados. Pero Beth se echa a llorar. No son lágrimas suaves de autocompasión, sino sollozos entrecortados, desagradables, que le salen del corazón. Su boca es un profundo hoyo rojo. Gemidos débiles que se elevan de una oscuridad interior casi tangible, horribles de escuchar. Me recuesto y la rodeo con los brazos como si pudiera sujetarla. Dinny se acerca a la ventana y apoya la frente contra el cristal, como si solo deseara irse de aquí. Aprieto la mejilla contra la espalda de Beth, siento cómo los escalofríos pasan de ella a mí. Henry ordena las cartas por palos en pulcros montones sobre la mesa. No logro saber qué pienso de Dinny, del secreto que ha estado guardando. Henry, escondido en el laberinto de áreas de descanso y caminos secundarios de Inglaterra; en furgonetas, caravanas y camiones; apenas a un paso pero a un mundo de distancia de la investigación que tenía lugar de puerta en puerta en los pulcros y ordenados pueblos. Tiene tal magnitud que no puedo verlo con claridad.

Nos separamos poco después para consultar con la almohada nuestras respectivas culpas. Dinny se aleja con Henry en la oscuridad; yo subo las escaleras con Beth. Ha llorado mucho rato y luego se ha quedado tranquila. Creo que su mente está creando una nueva versión, como ha tenido que hacer la mía, y que necesita tiempo. Espero que sea todo lo que necesite. Tiene la cara como en carne viva. No roja o frotada, sino como si estuviera todavía por hacer, como si no hubiera sido moldeada ni se hubiera visto marcada por la vida; con una delicadeza infantil. Espero que se borre de ella algo de su cautela, la oscuridad y el miedo. Es demasiado pronto para saberlo. La tapo bien con las mantas como haría una madre y ella sonríe a medias.

—Erica —dice, y suspira un poco—. ¿Desde cuándo estás enamorada de Dinny?

—¿Qué? —Encojo un hombro para rechazar la pregunta, y me doy cuenta demasiado tarde de que es un gesto que me ha pegado él.

—No lo niegues. Lo llevas escrito en la cara.

—Necesitas descansar. Ha sido un día duro.

—¿Desde cuándo? —insiste, cogiéndome la mano cuando me aparto.

La miro. A esa luz sus ojos son impenetrables. No puedo mentirle, pero tampoco contestar.

—No lo sé —digo brevemente—. No sé si estoy enamorada de él.

Me acerco a la puerta, sintiéndome traicionada por cada línea de mi cuerpo, por cada pequeño movimiento.

—¡Erica!

—¿Qué?

—Yo... me alegré cuando dijiste que no te acordabas de lo que había pasado. No quería que te acordaras. Eras tan pequeña...

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