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Authors: Katherine Webb

El Legado (45 page)

BOOK: El Legado
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Caroline tomó aire. Las palabras pedían a voces ser pronunciadas y se le aceleró el pulso. Pero sabía que si confesaba que se había traído consigo un niño, esa nueva vida que Bathilda estaba construyendo para ella se desvanecería como un espejismo y tendría que permanecer en ese presente agonizante, sin posibilidad de disfrutar de un futuro más soportable. Tendría que quedarse con Bathilda, o sola, para siempre. No podría soportarlo. Sabía la respuesta que se esperaba de ella y la dio. Mordiéndose la lengua, negó con la cabeza. Pero cuando levantó la mano izquierda y se quitó la alianza, dejó un perfecto círculo blanco en el dedo. Guardó la sortija en un puño y más tarde la deslizó dentro del forro de raso de su neceser, junto a su foto con William.

El círculo blanco enseguida se difuminó, y lo mantuvo escondido bajo guantes de raso y piel de cabritilla hasta que desapareció del todo. Caroline conoció a lord Calcott en una recepción a la que Bathilda la llevó la semana siguiente, y permaneció obediente y recatada, y casi callada mientras él hablaba; cuando bailaron, él la miró con un calor en los ojos que la dejó fría por dentro. Era de constitución ligera, no muy alto, de unos cuarenta y cinco años, y caminaba con una ligera cojera. Tenía el pelo y el bigote negros salpicados de canas, y las uñas cuidadas. Las manos dejaban húmedas manchas en sus vestidos de seda cuando le agarraba la cintura para bailar un vals. Se vieron un par de veces más, en un baile y en una cena, en estancias sofocantemente caldeadas para combatir el frío de finales de otoño. Mientras bailaban él le preguntó por su familia y cuáles eran sus pasatiempos favoritos, y si le gustaba Londres y la cocina inglesa. Más tarde habló con Bathilda y le preguntó por el carácter de Caroline, su falta de conversación y sus ingresos. Después de una de esas veladas ella aceptó la proposición de matrimonio con un movimiento de la cabeza y una sonrisa tan fugaz como el sol de invierno. Él la llevó de vuelta a Knightsbridge en un elegante carruaje negro tirado por cuatro caballos, y el beso de buenas noches pasó de la mejilla a los labios, con manos temblorosas de lujuria.

—Querida —susurró con voz ronca.

Le levantó las faldas y se arrodilló entre sus piernas para abrirse paso dentro de ella con tanta brusquedad que ella jadeó de horror. «¿Lo ves?» Lanzó el angustiado pensamiento en silencio hacia dondequiera que hubiera ido Corin. «¿Ves lo que ha pasado por haberme dejado?»

Caroline pasó la Navidad de 1904 con Bathilda y la señora Dalgleish, y acordó casarse con Henry Calcott a finales de febrero del año siguiente. Esta vez el compromiso se anunció como era debido, y en
The Tatler
apareció una foto de la feliz pareja, tomada en un baile de celebración. A medida que se acercaba la fecha Caroline empezó a sentir una lasitud que la consumía, un sabor a cobre en la boca y mareos por las mañanas, y se moría por el fuerte café de la pradera que Bathilda y su prima consideraban demasiado vulgar para tener en la cocina. Bathilda observaba con severidad esos progresos.

—Parece ser que cuanto antes sea la boda mejor —comentó una mañana, mientras Caroline yacía en la cama, demasiado mareada y débil para levantarse.

Cuando comprendió la naturaleza de su estado, Caroline se quedó perpleja.

—Pero... pero yo... —Fue todo lo que logró responder a su tía cuando esta arqueó una ceja y pidió caldo de carne para ella, que no podía mirar sin sufrir arcadas.

Caroline se quedó inmóvil durante horas, pensando sin cesar, tratando de ver las implicaciones de su embarazo. Porque estaba tan delgada como lo había estado en Oklahoma, si no más; y se sentía igual de desdichada, si no más. Lo único que había cambiado era el hombre con quien se acostaba.

Storton Manor le pareció poco atractivo a Caroline. Era suntuoso pero carente de elegancia; las ventanas eran demasiado severas para ser bonitas, la piedra demasiado gris para resultar acogedora. El camino de entrada había sido invadido por largos dientes de león y hierbas rastreras, la pintura de la puerta principal se estaba desconchando y faltaban varios remates de la chimenea. Se dio cuenta de lo mucho que se necesitaba su dinero. El servicio se colocó cuidadosamente en fila para conocerla, como resueltos a eclipsar el estado destartalado de la casa. Ama de llaves, mayordomo, cocinera, camarera, doncella, criada, mozo. Caroline bajó del coche y contuvo una tormenta de lágrimas que amenazaba con brotar al recordar a los peones del rancho en hilera para presentarse en su primer hogar conyugal. Y tú los dejaste, se acusó. Los dejaste allí sin decir una palabra. Sonrió y saludó con la cabeza a cada uno mientras Henry la presentaba, y ellos hicieron a su vez una reverencia o una pequeña inclinación, murmurando «lady Calcott». Ella asió su verdadero nombre, Caroline Massey, y lo apretó contra su corazón.

Más tarde, al pasear por los amplios jardines, empezó a sentirse un poco mejor; el caos tormentoso en que se había convertido empezó poco a poco a asentarse en algo parecido al orden. El aire del campo inglés tenía una fragancia, una especie de frescor, aun a finales de invierno. Allí no llegaba el estruendo de calles, caballos, carros, gentío; no rugía el viento de las praderas ni se oía el aullido de los coyotes, no había kilómetro tras kilómetro de horizonte ininterrumpido. No hacía demasiado calor ni demasiado frío. Veía los tejados y las columnas de humo del pueblo a través de los árboles pelados que rodeaban la casa, y la tranquilizaba saber que a unos pasos había seres que vivían sus vidas. Una hilera de brillantes narcisos iluminaba el fondo del jardín, y Caroline paseaba entre ellos despacio, aplastándolos con el bajo de las faldas y liberándolos de golpe. Meditaba sobre el vacío de su mente, la sensación de hueco que no lograba sacudirse, pero por un instante se permitía pensar que estaba a salvo y que podía soportarlo todo.

Henry Calcott era un hombre vigoroso, y Caroline sufrió sus atenciones conyugales todas las noches las primeras semanas de su vida de casada. Ella era pasiva y volvía la cabeza, asombrada de lo diferente que era hacer el amor con alguien por quien no sentía nada. Con la mente y los sentidos totalmente libres de pasión, advertía el sonido húmedo causado por el encuentro de sus cuerpos; el olor ligeramente hediondo a carne humana; el modo en que su marido contenía la respiración, y su forma de ponerse bizco cuando estaba a punto de alcanzar el clímax. Ella trataba de no expresar lo que sentía y reprimía su aversión.

Aparecieron obreros en Storton Manor y empezaron a limpiar los jardines y a hacer reparaciones en la casa, tanto por dentro como por fuera.

—¿Estarás bien si me voy a la ciudad? ¿No te molestarán las obras? —le preguntó Henry a Caroline a la hora de desayunar, tres semanas después de su llegada a la gran casa.

—Claro que no —respondió ella con calma.

—Puedes venir conmigo...

—No, ve tú. Prefiero quedarme aquí y ponerme al tanto de... la casa y...

—Muy bien, muy bien. Solo será una semana, creo. Tengo que atender unos asuntos de negocios. —Henry sonrió, volviendo a los periódicos de la mañana.

Caroline se volvió para mirar por la ventana el día encapotado. «Unos asuntos de negocios», se repitió. En un baile de Londres, una chica de cara delgada y pelo rubio platino le había susurrado que a Henry Calcott le encantaba jugar al póquer, aunque casi siempre perdía. A ella no le importaba siempre y cuando eso le hiciera ir a Londres cada pocas semanas y la dejara tranquila.

El segundo día después de su partida llovió sin parar y una cortina de agua rodeó la casa. Desde la ventana se veían grises, marrones y verdes amortiguados, un borrón de campo lodoso a través del cristal empañado. Caroline se sentó junto a la chimenea del salón, leyendo una pretenciosa novela romántica de una mujer llamada Elinor Glyn. Paseaba los ojos por el texto pero sus pensamientos estaban con el niño que llevaba en sus extrañas. ¿Por qué no sabía aún cómo se sentía? ¿Cuándo debería decírselo a Henry, y por qué no lo había hecho aún? La última respuesta al menos la sabía: porque era insoportablemente amargo tener que darle a Henry Calcott la noticia que tanto había deseado darle a Corin. La doncella, una tímida joven llamada Estelle, interrumpió sus ensoñaciones llamando suavemente a la puerta.

—Disculpe que la moleste, milady, pero una mujer pregunta por usted —anunció con un hilo de voz.

—¿Una mujer? ¿Qué mujer?

—No ha querido decir qué quería, milady, pero me ha dado su nombre: la señora Cox. ¿La hago pasar?

Caroline se quedó boquiabierta. Se hizo un largo silencio durante el cual se oyeron pasos que se acercaban.

—¡No! —logró decir Caroline por fin, poniéndose bruscamente de pie.

Pero era demasiado tarde; la señora Cox pasó por el lado de Estelle dando un empujón y se plantó delante de Caroline chorreando agua de lluvia sobre la alfombra persa. Clavó en Caroline una mirada feroz, con un gesto de determinación en la mandíbula.

—Eso será todo, Estelle. Gracias —susurró Caroline.

La señora Cox parecía inmensa, pero la razón se hizo evidente cuando se desabrochó la gabardina. Debajo estaba William dormido, caliente y seco dentro de una tela de algodón que la mujer se había colgado del cuello.

—¡No sé qué pretende! —exclamó por fin, cuando quedó claro que Caroline no sabía qué decir—. Dejarme el niño todas estas semanas... ¡No sé qué pretende!

—Yo... —Pero Caroline no sabía qué responder. Su cuidadosa neutralidad, la pasiva aceptación de su destino, había dejado a William fuera del guión. Había alejado de sí todo pensamiento sobre él, toda responsabilidad. Verlo de nuevo, despertándose al quedar expuesto a la luz y el aire fresco, fue como un golpe en el estómago, una punzada de amor mezclado con culpabilidad y miedo—. ¿Cómo me ha encontrado? —fue todo lo que se le ocurrió preguntar.

—No ha sido difícil, con la noticia de su boda publicada en los periódicos. Esperé un poco, pensando que querría tener al bebé en un lugar discreto y seguro mientras se casaba, ¡pero luego comprendí que no iba a venir a buscarlo! No pensaba hacerlo, ¿verdad? Y es un niño tan bonito y sano... ¡No sé qué pretende! —repitió la señora Cox, con voz más gruesa. Sacó un pañuelo del bolsillo y se lo pasó por los ojos—. Y ahora he tenido que pagar el billete de tren para traerlo aquí, y me he tomado la molestia de caminar con él bajo esta lluvia para que no pillara un...

—Puedo pagarle. El billete de tren y... el tiempo que lo ha cuidado. Puedo pagarle más que eso..., ¡tome! —Caroline se acercó corriendo al aparador y sacó un monedero con monedas que tendió a la mujer—. ¿Se lo quedará? —preguntó de pronto, con voz temblorosa por el miedo.

La señora Cox se quedó mirándola.

—¿Quedármelo? ¿Qué quiere decir? No llevo una granja de bebés, ¿sabe? Usted es su madre..., el niño tiene que estar con su madre. ¡Y mire la vida que tendrá aquí! —Señaló el suntuoso entorno—. ¡Ya tengo en casa suficientes bocas que alimentar y suficientes cuerpos que arropar!

La mujer parecía afligida. Caroline se quedó inmóvil, mirándola desesperada, mientras la señora Cox empezaba a deshacer el nudo de la tela que llevaba colgada del hombro.

—Tome. He venido a devolvérselo. Sano y salvo. Todas sus cosas están en esta bolsa..., todo menos el capazo, que se le ha quedado demasiado pequeño y que no podía traer hasta aquí con él. Yo... espero que lo quiera, señora. Es un buen chico y merece tener el amor de una madre...

Dejó a William en el cojín de seda rojo de un sillón orejero. El niño alargó las manos hacia ella y sonrió.

—No, cariño, te vas a quedar con tu verdadera mamá —dijo, y se le volvieron a llenar los ojos de lágrimas.

En el momento de separarse de él, titubeó. Su mirada fue de William a Caroline; arrugó la cara de angustia y metió las manos entre los pliegues de las faldas.

—Cuide bien del niño, lady Calcott —dijo, y se apresuró a salir.

William se quedó callado un minuto, paseando la vista por los objetos desconocidos de la habitación. Entonces se echó a llorar.

Frenética por esconderlo, Caroline cogió a William en brazos y subió rápidamente las escaleras traseras hasta su dormitorio. Lo dejó en la cama y retrocedió, llevándose las manos a las sienes, tratando de silenciar sus pensamientos, y su corazón, que palpitaba demasíado deprisa en su pecho. Respiraba breves bocanadas de pánico. Encontró rápidamente un mordedor entre las cosas del niño y se lo dio para distraerlo. Él dejó de llorar y cogió el objeto familiar y tintineante, parloteando consigo mismo. Poco a poco, Caroline se calmó. ¡Había crecido tanto! Ya tenía un año y medio. Tenía la piel más oscura y el pelo más espeso. Su cara empezaba a revelar los pómulos altos y sesgados, y las cejas rectas de los ponca. ¿Cómo había podido creer que era el hijo de Corin? William era indio hasta la médula; habría sido obvio aunque no hubiera descubierto que su problema para concebir tuvo más que ver con Corin que con ella, lo que significaba que había robado el hijo de Joe y Magpie. La magnitud de tan atroz delito la dejó aturdida y cayó al suelo, metiéndose un puño en la boca para contener los sollozos incontrolables que le subían del estómago y casi la estrangulaban. Y no podía reparar ese terrible error. No había compensación que pudiera ofrecer a Magpie, la buena y amable Magpie, que solo había sido leal y generosa con ella, y que echaba de menos a su hijo a miles de kilómetros de donde estaba ahora. Miles de kilómetros que ni William ni ella volverían a recorrer. Era otro mundo, otra vida. Al llevarlo allí había cruzado una frontera sin retorno. En ese momento Caroline no sabía cómo sería capaz de vivir con lo que había hecho. Se desplomó en la alfombra y deseó morir.

Media hora después, las doncellas y el ama de llaves, la señora Priddy, vieron a lady Calcott cruzar penosamente el césped encharcado llevando consigo algo pesado dentro de lo que parecía una bolsa de tela. Preguntándose si debían acompañarla y asegurarse de que estaba bien, la llamaron, pero si lady Calcott las oyó, no dio muestras de detenerse. Desapareció con su carga entre los árboles del fondo de los jardines, y cuando volvió a aparecer en el vestíbulo trasero, pálida y tiritando, ya no la llevaba consigo.

—¡Menudo día para salir a pasear, milady! —exclamó la señora Priddy, mientras buscaban toallas limpias para secarla y le desataban las botas llenas de barro.

En realidad era un día benigno, a pesar de esas compactas nubes inglesas. No hacía tanto frío para causar los temblores que agitaban el frágil cuerpo de su nueva señora.

BOOK: El Legado
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