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Authors: Katherine Webb

El Legado (43 page)

BOOK: El Legado
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De pronto unas manos me sujetan por debajo de los brazos, me sacan del agua hasta que tengo las rodillas en el suelo. Un tirón más y estoy fuera, chorreo agua de la ropa, del pelo, de la boca. Toso y me echo a llorar, de felicidad por estar fuera, de tanto dolor.

—¿Qué coño estás haciendo? —Es Dinny.

Su voz resuena extrañamente en mis oídos y aún no puedo verlo, no puedo mover mi pesada cabeza sobre el cuello rígido.

—¿Querías suicidarte, joder? —Brusco, furioso.

—No... estoy segura —gimo, y vuelvo a concentrarme en toser.

Detrás de su cabeza, las estrellas vibran y giran.

—¡Levántate! —me ordena.

Parece tan enfadado que lo que me queda de voluntad me abandona. Me rindo. Tumbada en el suelo, vuelvo la cabeza hacia el otro lado. No siento el cuerpo, no siento el corazón.

—Déjame sola —digo. O creo que digo. No estoy segura de si he formado las palabras o solo he exhalado.

Él me da la vuelta, se coloca detrás de mi cabeza y me levanta sujetándome por debajo de los brazos.

—Vamos. Tienes que entrar en calor antes de tumbarte a descansar.

—Tengo calor. Estoy ardiendo —digo, pero los temblores empiezan a llegar, de los pies a las puntas de los dedos, sacudiendo cada músculo.

La cabeza me va a estallar.

—Vamos, camina. No estamos lejos.

Al cabo de un momento cobro conciencia de mí misma, de la sensación de tener la piel pelada, del dolor en las costillas, en los brazos y en el cráneo. Los dedos de las manos y los pies me están palpitando, agonizantes. Estoy sentada con la ropa interior mojada en la furgoneta de Dinny. Envuelta en una manta. A mi lado hay un té caliente. Dinny echa azúcar a cucharadas y me dice que lo beba. Bebo un sorbo y me quemo la lengua. Sigo tiritando, pero un poco menos. En el interior de la ambulancia hace más calor del que había imaginado. Las brasas de la estufa nos iluminan la cara. A un lado estrechas literas y, al otro, armarios, estanterías y una mesa. Un espacio para cazos. Un hervidor de agua encima de la estufa, sartenes colgadas de los mangos.

—¿Qué hacías en el estanque? —pregunto.

Me tiembla la voz de un modo poco saludable.

—No estaba en el estanque. Volvía a casa cuando he oído el ruido de algo cayendo al agua. Has tenido suerte de que el viento soplara del este o no lo habría oído. ¿Sabes lo que habría pasado si no hubiera ido? Si te hubieras quedado tumbada en la orilla media hora, imaginando que hubieras logrado salir...

—Sí. —Estoy arrepentida, avergonzada. Ya no hay rastro de whisky en mí. Me he despejado nadando.

—¿Qué estabas haciendo? —Está sentado frente a mí en un taburete plegable, con un tobillo apoyado en el otro, los brazos cruzados. Todo barreras. Me encojo de hombros.

—Trataba de recordar. El día que murió Henry.

Que murió, digo. No que desapareció. Espero para ver si Dinny me corrige. No lo hace.

—¿Por qué querías recordarlo?

—Porque no lo recuerdo, Dinny. Y tengo que hacerlo. Necesito hacerlo.

No responde durante largo rato. Se queda sentado, examinándome con los ojos entrecerrados.

—¿Por qué? ¿Por qué tienes que hacerlo? Si no te acuerdas, entonces...

—¡No me digas que es mejor! ¡Eso es lo que me dice Beth y no es verdad! No es lo mejor. Me falta algo... No puedo dejar de pensar en ello...

—Inténtalo.

—Sé que está muerto. Sé que lo matamos. —Mientras hablo vuelvo a estremecerme y derramo gotas de té sobre mis piernas.

—¿Lo matamos? —Dinny me mira furioso, con los ojos encendidos—. No, no lo matamos.

—¿Qué quieres decir con eso? ¿Qué pasó, Dinny? ¿Adónde se fue?

Las preguntas quedan suspendidas entre nosotros. Pienso que me lo dirá. El silencio se prolonga.

—No son secretos míos que pueda contar —dice, con expresión angustiada.

—Solo quiero que las cosas sean como antes —digo en voz baja—. No las cosas..., la gente. Quiero que Beth sea la adulta que debería haber sido si eso no hubiera sucedido. Todo empezó allí, lo sé. Y quiero que seamos amigos, como entonces...

—Podríamos haberlo sido. —Su voz es inexpresiva. Levanto la vista, esperando una explicación—. ¡Pero dejasteis de venir! —exclama, con los ojos muy abiertos—. ¿Cómo crees que me sentí después de todo lo que...?

—¿Después de qué?

—Después de todo lo que pasamos juntos... De pronto dejasteis de venir.

—¡Éramos niñas! Nuestros padres dejaron de traernos..., no podíamos hacer nada...

—Os trajeron el verano siguiente. Y el siguiente. Os vi, pero vosotras no me visteis. Nunca bajasteis al campamento. La policía registró a mi familia de arriba abajo, buscando a Henry. ¡Todo el mundo nos trató como delincuentes! Apuesto a que no registraron la casa grande de arriba abajo. Apuesto a que no levantaron el jardín buscando una tumba.

Lo miro fijamente. No sé qué decir. Trato de recordar a la policía registrando la casa, pero no puedo.

—Al principio pensé que os habían prohibido bajar aquí. Pero siempre os lo prohibieron y eso nunca os detuvo. Entonces pensé que tal vez estabais asustadas y no queríais hablar de lo que había pasado. Al final lo entendí. No os importaba.

—¡Eso no es cierto! ¡Éramos unas niñas, Dinny! Lo que pasó era... demasiado gordo. No sabíamos cómo encajarlo...

—Tú eras una niña, Erica. Pero Beth y yo teníamos doce años. Son bastantes. Los suficientes para saber dónde está tu lealtad. ¿Tanto os habría costado venir, solo una vez, para darme vuestra dirección? ¿O mandar una carta?

—No lo sé. No sé qué pasó. Yo... siempre seguía el ejemplo de Beth. Todavía ahora no sé lo que hicimos ni lo que ocurrió. No sé cuándo salió de mi cabeza. Apenas me acuerdo de lo que pensé o lo que hice los veranos siguientes. Y de pronto dejamos de venir.

—Bueno, no me extraña. Estuvisteis tan ausentes que vuestra madre debió de pensar que era malo para vosotras.

—Y lo era, Dinny.

—Ahí lo tienes, entonces. El pasado, pasado está. No hay forma de cambiarlo, aunque queramos.

—Pues yo quiero —murmuro—. Quiero recuperar a Beth. Quiero recuperarte a ti.

—Estás sola, Erica. Yo también lo estuve, durante mucho tiempo. No tenía a nadie con quien hablar de ello. Supongo que tenemos que aceptar lo que nos merecemos.

—¿De quién son esos secretos, Dinny, si no son míos ni tuyos?

—No he dicho que no fueran tuyos.

—¿Míos y de Beth?

Me mira fijamente y no dice nada. Noto las lágrimas en los ojos; empiezan a caer, muy calientes.

—¡Pero no lo sé! —digo en voz baja.

—Sí que lo sabes. —Dinny se inclina hacia mí. A la tenue luz veo cada pestaña negra, recortada en el resplandor naranja de la estufa—. Creo que es hora de que te vayas a casa y te acuestes.

—No quiero irme.

Pero él ya se ha levantado.

Me limpio la cara y noto que tengo las manos rojas e irritadas, con barro debajo de las uñas.

—Puedes quedarte la manta. Devuélvemela cuando quieras. —Enrolla mi ropa mojada y me la da—. Te acompañaré.

—¡Dinny!

Me levanto, tambaleándome ligeramente en el reducido espacio. Estamos a solo unos centímetros de distancia, pero son demasiados. Se detiene y se vuelve hacia mí. No sé qué decir. Me envuelvo bien con la manta y me inclino hacia él, hasta apoyar la frente en su mejilla. Doy un paso y cierro los ojos, pongo una mano en su hombro y toco con el dedo el hueso de su clavícula. Me quedo inmóvil unos segundos, hasta que noto que me rodea con los brazos. Levanto la barbilla, siento el roce de sus labios y los presiono con los míos en un beso, torpe de deseo. Me abraza con fuerza y se me corta la respiración. Detendría el mundo si pudiera; haría que la Tierra dejara de girar con tal de quedarme aquí para siempre, en este espacio oscuro con los labios de Dinny contra los míos.

Me acompaña hasta la pesada puerta principal y mientras la cierro detrás de mí oigo algo que me impulsa a detenerme: el ruido de agua que corre; resuena débilmente por las escaleras, y en las paredes se oye el estrépito de las cañerías.

—¿Beth? —grito, con los dientes castañeteando.

Me quito con esfuerzo las botas empapadas y me abro paso hasta la cocina, donde la luz está encendida. Beth no está ahí.

—¿Beth? ¿Todavía estás levantada? —grito, encogiéndome ante el resplandor de las luces, con un fuerte dolor de cabeza.

El agua sigue corriendo, inundando mis pensamientos de una inquietud nauseabunda. Lucho por fijar la mirada, porque hay algo que no está bien aquí en la cocina. Algo que hace que me palpite la sangre en las sienes, que se me seque la garganta. La tabla de cortar tirada de cualquier forma, colocada de lado en la encimera, y varios cuchillos desechados. Por segunda vez en esta noche oscura no puedo respirar. Me vuelvo y subo corriendo las escaleras sobre piernas que no se mueven lo bastante deprisa.

Perpetuidad, 1904-1905

El jefe de estación de Dodge City fue de lo más comprensivo. Escuchó pacientemente la explicación de Caroline sobre el billete extraviado y le permitió pagar allí mismo el trayecto completo de Woodward a Nueva York. Pasó los largos días de viaje en tren contemplando por la ventana los cielos grises tormentosos, de un blanco abrasador o azul porcelana, tan hermosos que le dolía la cabeza. No pensó en nada, pero de vez en cuando sondeaba la tristeza en su interior, para ver si disminuía con la distancia ya que no lo había hecho con el tiempo. William, que todavía se recuperaba de la fiebre, durmió mucho, gimiendo inquieto cuando se despertaba. Pero conocía a Caroline y dejaba que lo calmara. Ella sacrificó la comida en el hotel Harvey de Kansas City para comprar pañales, mantas y un biberón, y regresó al tren con el corazón latiéndole con fuerza, por miedo a que se fuera sin ella. El tren era el único hogar que tenía en ese momento. Era su único plan, lo único que sabía.

—¡Qué preciosidad! ¿Cómo se llama? —exclamó una mujer una tarde, y se detuvo al cruzar el vagón para inclinarse sobre el capazo juntando las manos sobre el corazón.

—William —respondió Caroline tragando saliva, con la boca de pronto dolorosamente seca.

—El nombre también es precioso. ¡Y qué pelo más negro!

—Sí, en eso ha salido a su padre. —Caroline sonrió, pero no logró borrar el dolor de su voz; la mujer la miró rápidamente, y vio sus ojos enrojecidos y la palidez de su tez.

—¿Está sola con William? —preguntó con amabilidad.

Caroline asintió, asombrada de la facilidad con que acudía la mentira a sus labios.

—Me lo llevo para vivir con mi familia —dijo, sonriendo con languidez.

La mujer asintió compasiva.

—Me llamo Mary Russell. Estoy en el tercer vagón, si necesita algo..., aunque solo sea compañía..., venga y nos encontrará a mi marido Leslie y a mí.

—Muchas gracias. —Caroline volvió a sonreír cuando Mary se alejó, deseando aceptar el ofrecimiento y poder buscar algo de compañía. Pero eso solo podría ser en otro mundo, en el que Corin no hubiera muerto y fueran a visitar a su familia de Nueva York, con un bebé que hubiera llevado en las entrañas y no solo en los brazos. Se concentró de nuevo en el paisaje y William volvió a dormirse.

Nueva York era horriblemente ruidoso y grande. Los edificios parecían inclinarse desde su enorme altura, proyectando profundas y húmedas sombras, y el ruido era como una ola gigantesca que se estrellaba espumosa en todas las esquinas de todas las calles. Sintiéndose pesada por el cansancio, y con la mente ofuscada por los nervios, Caroline detuvo un coche de punto y se subió. La ropa con que había viajado estaba sucia y olía.

—¿Adonde, señora? —preguntó el cochero.

Caroline parpadeó y se puso colorada. No tenía ni idea de adónde ir. Había chicas cuya dirección conocía, a quienes en otro tiempo había considerado amigas, pero era impensable llamarlas después de más de dos años sin decir palabra, con un bebé de ojos negros y la cara sucia del hollín del tren. Pensó brevemente en la familia de Corin, pero William se retorcía en sus brazos y ella reprimió las lágrimas. No podía haber dado a luz un nieto sin que Corin les hubiera escrito comunicándoles la noticia. Y no quería estar en ningún lugar donde pudieran encontrarla. Ese pensamiento cayó como un jarro de agua fría. No podía ir a ninguna parte donde alguien pudiera ir a buscarla.

—Humm..., a un hotel. El Westchester, gracias —respondió por fin, dando el nombre de un lugar donde en una ocasión había comido con Bathilda.

El cochero sacudió las riendas y el caballo se precipitó hacia delante, esquivando por los pelos un automóvil que se detuvo para dejarlos adelantar y tocó el claxon con impaciencia.

Bathilda. Caroline no había pensado en ella. Llevaba meses y meses sin pensar en ella. Sabía lo que su tía habría opinado de sus temores y del fracaso que había sido su vida en el condado de Woodward. Cerró los ojos y vio la mirada astuta de Bathilda, su expresión feroz. La imaginó escuchando su difícil situación y respondiendo con un grave y mojigato «Bueno...». No acudiría a ella, aunque se hubiera quedado en Nueva York, se dijo Caroline desafiante. No acudiría a ella ni siquiera ahora, que no conocía a nadie y no tenía ni idea de adonde ir o qué hacer. Contuvo el traicionero anhelo de ver una cara conocida, aunque no fuera amistosa. Porque ¿qué caras seguirían siendo amistosas con ella? Pensó en Magpie, esperando en la caseta..., pero solo por un segundo. El pensamiento era demasiado terrible. Pensó en Hutch, en las emociones que registraría su rostro cuando regresara a caballo de la pradera y encontrara a Nube Blanca muerta, y quizá a otros también, y le dijeran que ella y William se habían ido sin decir nada. Las entrañas parecían arderle, se retorcían alrededor de sí mismas, y sintió dolor detrás de los ojos. Con un breve sollozo ocultó la cara entre las manos y se concentró en mantenerse erguida en el banco acolchado del coche de punto.

En el Westchester pagó por una habitación respetable y pidió una niñera para William, explicando que la suya había enfermado gravemente y se había visto obligada a volver con su familia para que la cuidaran. Enseguida encontraron a una, una chica con la nariz chata y pelo pelirrojo brillante llamada Luella que pareció poco menos que aterrada cuando Caroline le entregó a William. Él echó un vistazo a los ojos aterrados y el pelo chillón de la extraña chica, y empezó a berrear. Tras coger al niño con torpeza, Luella salió de la habitación. Caroline entró en el cuarto de baño y, dándose cuenta como nunca lo había hecho de lo milagroso que era tener agua corriente, se preparó un baño caliente, se sumergió en el agua y trató de silenciar la mente, que estaba llena de preguntas sin respuestas, pensamientos y miedos, amenazando con sumirla en el pánico en cualquier momento.

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