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Authors: Katherine Webb

El Legado (39 page)

BOOK: El Legado
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Me quedo mirando la última lista de nombres que aparece en la pantalla y la vista resbala a través de los píxeles hasta que la fijo en un punto a media distancia. El bebé probablemente murió en Estados Unidos. Eso y lo que fuera que llevó a Caroline a dejar al hombre que firmó como C. podrían ser el motivo de que viniera a Inglaterra, y explicaría sin duda su carácter distante y frío. ¿Por qué no puedo dejarlo aquí? ¿Qué es lo que me empuja a seguir, lo que me suplica que no abandone? Algo que sé pero que he olvidado. Me pregunto cuántas de esas cosas persisten en mi mente, esperando que las eche fuera. Saco el mordedor de mi bolsillo y deslizo los dedos por el marfil liso y pulido. En el interior de la campana, en el borde, está el sello. Un pequeño león, un ancla, una G gótica y algo que trato de distinguir. Lo llevo a la luz y lo sostengo cerca de la cara. ¿Una llama? ¿Un árbol... delgaducho como un ciprés? ¿Un martillo? La luz rebota en él. Es la cabeza de un martillo. Vertical, como vista de lado cuando golpea algo.

Vuelvo al ordenador y tecleo «sellos de plata Estados Unidos G». Me salen varias enciclopedias y guías de coleccionistas de plata online. Busco las entradas de la letra G, y enseguida encuentro el sello de la campana: Gorham. Fundado en Rhode Island en 1831. Un influyente fabricante de plata que hizo varios juegos de té para la Casa Blanca y la Copa Davis de tenis, pero que comerciaba sobre todo con cucharillas, dedales y otros objetos pequeños. Encuentro la cabeza del martillo vertical en la lista de las fechas de Gorham: 1902. Eso es lo que he logrado demostrar: sea quien sea el bebé de la foto, y le ocurriera lo que le ocurriese a quienquiera que fuese su padre, este mordedor de plata y marfil le pertenecía. El fue el buen hijo al que se le ofreció, y no Clifford ni ningún otro hijo que hubiera perdido Caroline estando ya en Inglaterra. Cierro el puño y siento el calor del metal; el movimiento contenido del badajo me recuerda el de un corazón pequeño y tembloroso.

Me abro paso despacio por la calle principal, a través de puñados de curiosos que caminan llenos de determinación. Los escaparates están atestados de carteles chillones que prometen gangas imposibles de perder y descuentos ridículos; de ellos sale música y calor; la gente lleva cuatro, cinco o seis grandes bolsas colgando de los brazos. Me veo arrojada hacia uno y otro lado y, cuando llego, la cafetería está hasta los topes. Siento una oleada de irritación, hasta que veo a Dinny sentado a una pequeña mesa junto a la cristalera empañada. Dentro, el olor a café es fuerte y delicioso. Camino de lado entre las mesas atestadas.

—Perdona..., ¿llevas mucho rato esperando? —Sonrío, colgando el abrigo en el respaldo de la silla que tiene delante.

—No. He tenido suerte con la mesa... Justo cuando he entrado salía una pareja de ancianos.

—¿Quieres otro café? ¿Algo para comer?

—Otro café estaría bien. —Junta las manos sobre la mesa pegajosa y de pronto me quedo mirándolo, sin saber por qué. Por fin caigo en la cuenta; pocas veces lo veo bajo un techo. Sentado a una mesa, sin prisas por salir, haciendo algo tan mundano como tomarse un café en una cafetería—. ¿Qué pasa?

—Nada. —Niego con la cabeza—. Ahora vuelvo.

Regreso con dos grandes tazones de café cremoso y un cruasán de almendras para mí.

—¿No has desayunado? —pregunta Dinny mientras me siento.

—Sí. —Me encojo de hombros mientras arranco una punta y añado—: Pero es Navidad.

Dinny sonríe y arquea una ceja a modo de concesión. El sol que entra por la cristalera crea un brillante halo a su alrededor, casi demasiado deslumbrante para mirarlo.

—¿Has encontrado lo que buscabas?

—Sí y no. No consta que el bebé muriera a este lado del Atlántico, de modo que debió de morir en el otro, como tú dijiste.

—O... —Dinny se encoge de hombros.

—¿O qué?

—O no murió.

—Entonces, ¿dónde está?

—No lo sé... Es tu investigación. Solo estoy señalando una razón por la que podría no estar registrada su muerte.

—Es cierto. Pero en el certificado de matrimonio pone soltera. No lo pondría si hubiera venido con el bebé de otro hombre.

Dinny vuelve a hacer un gesto de indiferencia. Le doy el mordedor.

—Pero fíjate en la marca que hay aquí. Es...

—¿Un mordedor?

—Parece que todos lo sabéis menos yo. —Pongo los ojos en blanco—. Es una marca norteamericana... y se fabricó en 1902.

—Pero ¿no sabías ya que el bebé había nacido en Estados Unidos? ¿Qué demuestra eso?

—Eso demuestra, para empezar, que Caroline era su madre. Cuando le enseñé a mamá la fotografía, sugirió que podía ser su madrina, o que a lo mejor era el hijo de una amiga o algo así. Pero para que guardara todo este tiempo el mordedor..., tuvo que ser su madre, ¿no crees?

—Supongo que sí. —Dinny me devuelve el aro de marfil.

Bebo un sorbo de café y siento calor en las mejillas. Dinny se vuelve hacia la calle atestada, aparentemente ensimismado.

—¿Y qué sentís siendo las señoras de la casa? ¿Ya os vais acostumbrando? —pregunta de pronto, sin apartar la mirada de la ventana.

—A duras penas. No creo que sintamos jamás esa casa como nuestra. En cuanto a quedarnos a vivir en ella..., bueno, aparte de todo lo demás, los gastos de mantenimiento no nos lo permitirían.

—¿Qué hay del rumor que corre por el pueblo sobre la fortuna que habéis heredado de los Calcott?

—Me temo que solo es un rumor. La fortuna de la familia ha estado yendo a menos desde la guerra..., me refiero a la primera. Meredith siempre se quejaba a mis padres de que no la ayudaban lo suficiente para mantener la casa. Por eso tuvo que vender tantas tierras, los mejores cuadros, la plata... y un largo etcétera. Todavía quedaba dinero cuando murió, pero se irá en pagar el impuesto de sucesiones.

—¿Qué hay del título?

—Ha pasado a Clifford, el padre de Henry. —Mientras pronuncio su nombre, levanto la vista y la clavo por un instante en la de Dinny—. Mi bisabuelo, que también se llamaba Henry, se sirvió de una ley parlamentaria para cambiar la cédula de cesión del título, porque no tenía hijos. Lo arregló para que pasara a Meredith y a su descendencia masculina. El varón descendiente lineal o como se llame.

—¿Por eso Meredith siguió siendo Calcott cuando se casó? ¿Y por eso su madre también era Calcott? Pero entonces, ¿cómo es que tú y Beth sois Calcott?

—Porque Meredith no paró hasta convencer a mis padres. Pobre papá..., no tuvo nada que hacer. Ella insistió en que el apellido Calcott era demasiado importante para que se perdiera. Al parecer Allen no tiene el mismo peso.

—Es extraño que os dejara la casa a vosotras si el título era para vuestro tío y estaba tan interesada en mantener la línea de descendencia y demás —comenta, agitando los restos de café en el fondo de su tazón.

—Meredith era extraña. No pudo decidir el destino del título, pero podía hacer lo que quisiera con la casa. Tal vez pensó que la única posibilidad de mantener la familia unida pasaba por nosotras.

—Entonces, ¿después de Clifford, se...?

—Perderá, sí. Dejará de existir el título. Clifford, en teoría, podría acudir de nuevo a los tribunales y pasárselo a Eddie, pero Beth jamás lo permitiría.

—¿No?

—No quiere tener nada que ver con el título. Ni con la casa, en realidad. Lo que condiciona mi decisión, ya que si quisiéramos conservarla tendríamos que vivir las dos aquí.

Dinny guarda silencio un rato. Siento la renuencia de Beth, sus motivos, tratando de fundirse en el aire entre nosotros.

—La verdad es que no me sorprende —murmura Dinny por fin.

—¿No? —pregunto, echándome hacia delante.

Pero Dinny se recuesta con un gesto de indiferencia.

—¿Por qué has venido entonces si sabes que no vas a quedarte?

—Pensé que sería bueno. Bueno para Beth. Para las dos en realidad. Pasar un tiempo aquí y... —Agito una mano, tratando de encontrar las palabras—. Recordar, ya sabes.

—¿Por qué iba a ser bueno para ella? Me parece que no quiere ni pensar en ello, y no digamos recordarlo. Me refiero a vuestra niñez aquí.

—Dinny... —Guardo momentáneamente silencio—. Cuando fuiste a casa, ¿a qué te referías cuando dijiste que había cosas que ella tenía que saber, cosas que necesitabas decirle?

—Escuchaste a escondidas, ¿eh? —dice con un tono ambiguo.

Finjo arrepentimiento.

—¿Qué cosas, Dinny? ¿Algo sobre Henry? —lo presiono, con el corazón palpitando con fuerza.

—Creo que se lo debo... No se lo debo, esa no es la palabra. Creo que ella debería saber ciertas cosas que ocurrieron cuando éramos niños. No sé lo que piensa, pero... puede que ciertas cosas no fueran lo que parecieron —susurra.

—¿Qué cosas? —pregunto inclinada hacia él para obligarlo a mirarme.

Él titubea, pero guarda silencio.

—Beth no para de repetir que no es posible dar marcha atrás al reloj, que las cosas no pueden ser como eran entonces, pero quiero que sepas que... puedes confiar en mí, Dinny.

—¿Confiar en ti para qué, Erica? —pregunta él, y detecto una nota de tristeza en su voz.

—Para lo que sea. Estoy contigo. Pase lo que pase, o lo que pasara.

No me estoy explicando con claridad. No sé cómo hacerlo. Dinny arruga la nariz y cierra los ojos un instante. Cuando los abre de nuevo, me sorprende ver en ellos lágrimas, no del todo listas para caer.

—No sabes lo que estás diciendo —responde en voz baja.

—¿Qué quieres decir?

Vuelve a guardar silencio, ensimismado.

—Entonces, ¿ya has hecho lo que tenías que hacer en la ciudad? —dice por fin, preparado para irse.

Cuando consulto el móvil, hay tres llamadas perdidas de mi compañera de piso, Annabel. El nombre parece proceder de otra época, de otro mundo totalmente distinto. Me pregunto distraída si habrá algún problema con el alquiler, o si el radiador de mi habitación seguirá perdiendo agua y manchando la moqueta. Pero esas preguntas parecen muy remotas e irrelevantes. Luego caigo en la cuenta: esa ya no es mi vida. Era la vida que llevaba, pero en algún momento, sin que me diera cuenta, he dejado de vivirla. Y no tengo que pensar mucho para deducir qué me deja eso. Subo a mi habitación para leer cartas y pensar. Me llega de fuera el amortiguado grito de los grajos. Ni un trino musical, ni las campanadas de una iglesia, ni las risas de los niños cautivan mis oídos; solo el silencio profundo que tanto me perturbaba al principio. Dejo que vuelva a inundarme. Qué extraordinario sería que lo sintiera siempre como mi hogar.

El martes voy en coche a West Hatch con los ojos entrecerrados bajo el perezoso sol. El pueblo no es muy grande. Doy un par de vueltas hasta que encuentro lo que busco. Frente a un bungalow de ladrillo compacto, construido en los años sesenta, hay una caravana destartalada que ocupa todo el camino de entrada. Hubo un tiempo en que era nueva, de color crema y con una ancha raya color café a cada lado. Ahora está verde por el moho y sin ruedas, pero la reconozco enseguida. He estado en su interior, me he sentado en el banco de plástico acolchado y pegajoso, y en ella he bebido grandes cantidades de limonada casera. Casi me quedo sin habla al verla. La casa de Mickey Mouse. Visualizo a Mo tal como era entonces, redonda y un tanto irónica, apoyada contra la jamba de la puerta y secándose las manos con un trapo azul mientras Dinny, Beth y yo le volvíamos la espalda. Mickey, con su sofisticado bigote, un mono siempre manchado de aceite de motor y mugre negra en las grietas de las manos.

En la puerta me sorprendo con los nervios a flor de piel. Más emocionada que asustada. El timbre emite un sonido suave y electrónico de ping... pong. Nunca imaginé que Mo respondería a un timbre así, pero lo hace. Se la ve más menuda y avejentada, como menguada, pero la reconozco inmediatamente. Más arrugas en la cara, y el pelo de un castaño homogéneo inverosímil, pero los mismos ojos penetrantes. Me clava una mirada fija y calculadora, y me alegro de no tener que venderle nada.

—¿Sí?

—Esto, he venido a ver a Honey y al bebé. Soy Erica. Erica Calcott. —Sonrío ligeramente mientras observo cómo reconoce el apellido y me escudriña la cara buscando las facciones que conoció.

—¡Erica! ¡Santo cielo, nunca te habría reconocido! ¡Estás cambiadísima!

—Veintitrés años suelen tener ese efecto en una niña. —Sonrío.

—Pero pasa, pasa. Estamos todos en la sala. —Me invita a pasar, señalando una habitación a la izquierda, y de pronto me da apuro entrar. Me pregunto quiénes son todos.

—Gracias —digo, titubeando en el pasillo, y me noto húmedas las manos con que rodeo el papel plastificado del ramo de flores.

—Pasa, pasa —repite, y no tengo elección—. ¡Me han dicho que estuviste a punto de conocer a Haydee al ir al hospital!

—Es cierto —respondo.

Y de pronto soy la única persona de pie en una habitación llena de gente sentada. Hace un calor agobiante. La vista de la ventana oscila ligeramente con la bruma del radiador y noto que me pongo colorada. Miro alrededor, sonriendo como una boba. Dinny levanta la mirada con brusquedad desde un extremo del sofá y sonríe cuando me ve.

A su lado está sentada Honey, con un capazo vacío a sus pies y un bulto en los brazos. Hay una chica que no reconozco, con el pelo de un rosa estridente y una cuenta de cristal en el labio. Mo me la presenta como Lydia, una amiga de Honey; y un hombre entrado en años, delgado y con los ojos pequeños y brillantes, es el compañero de Mo, Keith. No hay ningún sitio para sentarme y titubeo incómoda en la pequeña habitación mientras Honey trata de erguirse.

—¡No te levantes! —digo, ofreciéndole las flores y los chocolates, y dejándolos finalmente en la mesa entre ruido de tazas de café vacías y un plato de galletas.

—No iba a hacerlo. Te la estaba pasando —dice Honey, parpadeando con sus ojos pintados con
kohl
. Y me tiende con cuidado el bebé.

—Oh, no te molestes. Parece tan cómoda en tus brazos.

—No seas gallina y cógela —insiste Honey, sonriendo a medias—. ¿Cómo nos has encontrado?

—He ido al campamento... y me he encontrado con Patrick. Me ha dicho que estabas en casa. —Miro a Dinny. No puedo evitarlo. Me está observando con atención, pero no logro interpretar su expresión.

Dejo el bolso en el suelo y cojo a Haydee. Una cara pequeña y rosada, todavía arrugada y enfadada, debajo de una mata de pelo negro y más fino que una telaraña. No se mueve cuando me acomodo en el brazo del sofá, la beso en la frente y huelo a piel tersa y a saliva con leche. De pronto me intriga saber qué sentiría si este bebé fuera mío. Participar de esos secretos: la fuerza que hay detrás de la mirada de Beth cuando observa a su hijo, cómo él la sostiene y le hace sentir completa solo con su presencia. Estas pequeñas criaturas tienen ese poder sobre nosotros. Percibo dentro de mí el comienzo de una necesidad que no sabía que albergaba.

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