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Authors: Katherine Webb

El Legado (34 page)

BOOK: El Legado
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—Mira, todo va a salir bien, de verdad. ¿Estás segura de que puedes caminar? El coche no está muy lejos de aquí.

Honey asiente, con los ojos cerrados con fuerza. Su respiración es como un rugido. El corazón me late con fuerza, pero me siento tranquila, tengo un objetivo.

Llegamos al coche y siento a Honey en el asiento trasero. Tengo barro hasta las rodillas. Honey está calada, pálida y tiritando.

—Ya conduzco yo. Tú ayuda a Honey —dice él, acercándose a la puerta del conductor.

—¡No! ¡Te necesita a ti, Dinny! —grito—. Es mi coche, y la dirección va un poco brusca con la lluvia. Es más seguro que conduzca yo.

—¡Mierda, que uno de los dos conduzca! —grita Honey.

Paso por el lado de Dinny y me siento al volante; él se sienta detrás. Nos alejamos del borde con un patinazo, recorremos el camino haciendo eses y llegamos a la carretera principal.

Conduzco hasta Devizes a una velocidad imprudente, lo más deprisa que me atrevo, forzando la vista para ver entre la lluvia. Pero cada vez que tomo una curva Honey se ve arrojada a un lado y a otro del asiento trasero, de modo que reduzco, sin saber qué es mejor. Ella grita bajito entre contracciones, como para sí, y Dinny parece mudo.

—¡Ya casi estamos llegando, Honey! ¡Lo vas a hacer muy bien, así que haz el favor de no asustarte! —grito, mirándola por el retrovisor—. Te sacarán a ese bebé antes de que puedas decir epidural.

Espero que no sea mentira.

—¿Está cerca? —pregunta, con los ojos clavados en mi reflejo, suplicante.

—Solo cinco minutos más, te lo prometo. Y allí se ocuparán de ti y del bebé. Todo va a salir bien, ¿verdad, Dinny?

Él da un respingo como si lo hubiera asustado. Tiene los nudillos blancos alrededor de las manos de Honey.

—Sí, todo va a salir bien, cariño. Resiste.

—¿Ya tenéis pensando el nombre?

Quiero distraerla. De su miedo, del frío, de la noche lluviosa, del dolor que le cubre la cara de sudor.

—Humm, creo que... Callum, si es niño... —Jadea, y hace una pausa, con la cara contraída mientras se estremece por una contracción.

—¿Y si es niña? —insisto.

—Niña..., si es niña... Haydee... —gime, trata de incorporarse—. Necesito empujar.

—¡Aún no! ¡Ya estamos! —Piso el acelerador hasta el fondo mientras el resplandor naranja de la ciudad aumenta ante nosotros.

Freno justo delante del hospital y Dinny baja del coche antes de que pare. Vuelve con ayuda y una silla de ruedas.

—Allá vamos, Honey. —Me vuelvo hacia ella y le cojo la mano—. Ahora estarás bien.

Ella me aprieta la mano con las lágrimas corriéndole por la cara, y no hay rastro de su actitud altiva, de su fuego, de la desdeñosa inclinación de su barbilla. Parece un poco más niña. La lluvia golpea el techo del coche durante un momento de silencio, luego la puerta trasera se abre y la sacan; ella grita y maldice, entramos en tropel en el edificio y parpadeamos bajo la cruda luz. Los sigo a lo largo de tres ruidosos pasillos y a través de varias puertas, hasta que me desoriento. Frente a las últimas puertas alguien nos detiene a Dinny y a mí. Una mano en mi brazo, amable pero implacable.

—Lo siento, pero a partir de aquí solo las parejas. Puede esperar en una sala de espera que hay al fondo del pasillo —me dice el hombre, señalando en la dirección en que hemos venido.

—¿Es usted la pareja de Honey? —pregunta a Dinny.

—Sí..., no. Soy su hermano. No tiene pareja.

—De acuerdo. Sígame entonces.

Desaparecen por las puertas de vaivén, que se abren y se cierran detrás de ellos, una, dos, tres veces. Mi respiración se vuelve acompasada con ellas, hasta que finalmente se quedan inmóviles. Dinny es su hermano.

El reloj de la pared es como el que colgaba en el aula del colegio. De plástico blanco, redondo, con la esfera amarillenta, el segundero delgado y rojo avanzando con un temblor. Marca la una menos diez cuando me dejo caer en una silla de plástico verde, y observo cómo da vueltas y más vueltas, preguntándome por qué no se me ha ocurrido que Dinny podía tener una hermana. No tenía ninguna cuando éramos pequeños, de modo que asumí que seguía sin tenerla. No se parecen en nada. Hago memoria, tratando de recordar si los he visto tocarse alguna vez o hablar como si fueran una pareja. Nunca lo han hecho, por supuesto. Siento algo al saber que él no es de ella, que no es su bebé. Siento un atisbo de esperanza.

Las tres y media, y sigo siendo la única persona en esta sala de espera cuadrada. De vez en cuando alguien recorre el pasillo, las suelas de los zapatos chirriando sobre las baldosas. Noto las piernas pesadas de llevar demasiado rato sentada. Me estoy quedando dormida. Veo con los ojos de la imaginación el campamento de Dinny un día de verano..., de principios de verano, las flores marchitas de los árboles caen con una brisa ligera, el sol se refleja en las rejillas metálicas de las furgonetas aparcadas. El abuelo Flag está dormitando en su mecedora..., el viento le levanta las toscas puntas de su pelo color grafito, pero por lo demás está totalmente inmóvil. Nunca nos dijo gran cosa, pero siempre me pareció amable, seguro. Se arrellanaba, como si estuviera profundamente dormido, y de pronto se reía de algo que alguien decía o hacía. Una gran carcajada que retumbaba en su pecho. Siempre con un sombrero destartalado, inclinado sobre la cara y, a su sombra, unos ojos oscuros que centelleaban. Tenía las mejillas curtidas, profundamente marcadas. Toda una vida a la intemperie le había vuelto del color de una avellana; como los brazos de Dinny en verano. Hicieron que se trasladara, una y otra vez. La policía, después de que ocurriera. El abuelo Flag los observó con mirada tranquila, penetrante. Les hicieron mover las furgonetas, una y otra vez, con un estruendo de motores y columnas de humo diesel. Fue necesario remolcar una caravana, que era de un hombre llamado Bernie, para trasladarla. Mickey y los demás hombres la empujaron con el hombro, la cambiaron de sitio, como les ordenaron, aunque estaba lo suficientemente elevada para que resultara fácil mirar debajo. Le pregunté a mamá qué buscaban.

«Tierra removida», se limitó a decir, y no lo entendí.

Una figura que pasa por la puerta me despierta. Dinny, andando muy despacio. Corro torpemente hacia el pasillo.

—Dinny..., ¿qué ha pasado? ¿Va todo bien?

—Erica, ¿qué estás haciendo aquí todavía? —Parece aturdido, agotado y sorprendido de verme.

—Bueno, yo... esperaba tener noticias. Y pensé que tal vez querrías que te llevara de vuelta a casa.

—Creía que te habías ido... ¡No hacía falta que esperaras todo este tiempo! Puedo coger el autobús de vuelta...

—Son las tres y media.

—Pues un taxi —se corrige, obstinado.

—Dinny, ¿vas a decirme cómo está Honey? ¿Y el bebé?

—Bien, está bien. —Sonríe—, El bebé estaba boca abajo, pero ella lo ha logrado. Es una niña y lo está haciendo muy bien. —Tiene la voz ronca, suena agotado.

—¡Qué alegría! Felicidades, tío Dinny.

—Gracias. —Sonríe, un poco cohibido.

—¿Y cuánto tiempo van a quedarse aquí?

—Un par de días. Honey ha perdido bastante sangre y el bebé tiene un poco de ictericia. Los dos están dormidos.

—Pareces agotado. ¿Quieres que te lleve a casa?

Dinny se frota los ojos con el índice y el pulgar.

—Sí, por favor.

El tiempo no ha mejorado. Conduzco a una velocidad más prudente. El campo está tan negro y vacío. Tengo la sensación de que estamos abriendo un túnel a través de él, las dos únicas personas en el mundo. Estoy mareada de agotamiento, pero al mismo tiempo me siento demasiado cansada para dormir. Tengo que concentrarme mucho para conducir con prudencia. Bajo un poco la ventanilla; el aire frío me golpea, me caen gotas. El rugido de la lluvia llena el coche, envuelve el peso del silencio entre nosotros.

—No me habías dicho que Honey era tu hermana. No lo sabía —digo, en un tono no del todo despreocupado.

—¿Quién creías que era?

—Bueno, pensé que era... No lo sé.

—¿Pensaste que era mi novia? —pregunta con incredulidad, luego suelta una carcajada—. ¡Erica..., tiene quince años!

—¡Eso no lo sabía! —digo a la defensiva—. ¿Qué iba a pensar? No tenías una hermana la última vez que te vi.

—No. Nació mucho después de que os fuerais. Un regalo tardío, la llamaba mi madre. —Sonríe—. Ahora no está tan segura.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, ya la has conocido. Honey no tiene un carácter muy fácil.

—¿Y qué pasó? ¿Cómo es que está viviendo contigo?

—El bebé. Cuando se quedó embarazada, mamá quiso que se deshiciera de él. Pensó que tener un hijo tan joven le arruinaría la vida. Honey se negó. Entonces mamá le propuso que lo diera en adopción y ella de nuevo se negó. Tuvieron una gran discusión y Keith tomó partido. Entonces Honey se fue de casa y le dijeron que no podía volver. —Suspira—. Solo están enfadados unos con otros, eso es todo.

—¿Keith es el nuevo marido de tu madre?

—No están casados, pero, a efectos prácticos, sí. Es un buen tipo. Un tanto puritano.

—No me imagino a tu madre con alguien puritano.

—Ya, bueno, Honey tampoco.

—Pero Honey debe de estar acostumbrada a... una vida más convencional, ¿no?

—Viajó con nosotros hasta los siete años, cuando murió papá. Supongo que lo lleva en la sangre. Nunca se ha adaptado del todo a la vida convencional.

—Pero ahora, con el bebé..., ¿no querrá quedarse contigo?

—No puede —dice él con firmeza, y lo miro.

Parece agobiado, y el silencio se instala de nuevo en el coche.

—¿Qué ha pasado con el padre?

—¿El padre? Por ahora nada. Pero eso podría cambiar si le pongo las manos encima —dice Dinny con tono sombrío.

—No ha sido un caballero entonces.

—Es un capullo urbanita de veintinueve años que le dijo a Honey que no podía quedarse embarazada la primera vez.

—El viejo truco. —Hago una mueca—. ¿Veintinueve? Debía saber que era mentira...

—Ya te digo que algún día lo agarraré... Honey no quiere decirme su nombre completo ni dónde vive.

Le lanzo una mirada irónica.

—Por qué será —murmuro—. Aun así, debe de ser una buena manera de criar un niño... Viajar a donde os apetezca. Sin hipotecas, ni horarios de nueve a cinco, ni malabarismos para llevarlo a la guardería... Al aire libre, sin tener que competir con los vecinos...

—Está bien para la gente como yo, pero ¿para una niña de quince años sin padre? Ni siquiera ha acabado el colegio. —Suspira—. No, tiene que volver a casa.

Aparco frente a la casa. He dejado la luz de la biblioteca encendida e ilumina los troncos de los árboles pelados que rodean la casa.

—Gracias por llevarnos, Erica. Has estado estupenda con Honey antes, has estado estupenda —dice Dinny, abriendo la puerta.

—¿Por qué no pasas? Para entrar en calor. Hay brandy y podrías ducharte, si quieres. Estás cubierto de barro.

Me mira, inclinando la cabeza de manera burlona.

—¿Me estás ofreciendo una ducha? —Sonríe.

—O lo que quieras. Podría buscarte una camisa limpia.

—No creo que sea buena idea, Erica.

—¡Por Dios, Dinny! ¡Solo es una casa! Y ahora eres bien recibido en ella. No se te van a pegar los convencionalismos solo por utilizar el agua caliente.

—No estoy tan seguro de si soy bien recibido. Vine a hablar con Beth y no me dejó pasar —susurra.

—Lo sé —digo, y no puedo frenarme.

Me mira interrogante.

—Estuve escuchando desde lo alto de las escaleras —digo con tono de disculpa.

Dinny pone los ojos en blanco.

—No has cambiado.

—¿Vas a entrar o no? —Sonrío.

Dinny me mira largo rato, hasta que empiezo a sentirme inmovilizada; luego mira hacia la noche hostil.

—De acuerdo. Gracias.

Lo llevo a la biblioteca. La lumbre se ha apagado pero sigue estando muy caldeada. Corro las cortinas.

—¡Dios, qué negro está ahí fuera! En Londres tienes que correrlas para protegerte de la luz y aquí de la oscuridad.

El viento arroja una hoja muerta contra el cristal y la deja ahí.

—¿Sigues creyendo que no existe el mal tiempo? —pregunto con ironía.

—Sí, aunque reconozco que esta noche llevo la ropa inadecuada —concede él.

—Siéntate. Iré a buscar brandy.

Entro de puntillas en la sala de estar para coger la licorera y dos vasos de cristal, y cierro la puerta intentando hacer el menor ruido posible.

—Beth está dormida —digo, sirviendo las copas.

—La casa está tal como la recordaba. —Bebe un sorbo de líquido ámbar haciendo una ligera mueca.

—Meredith nunca fue partidaria del cambio innecesario. —Me encojo de hombros.

—Los Calcott son parte de la vieja guardia. ¿Por qué iba a querer cambiar nada?

—Eran parte de la vieja guardia. No puedes decir lo mismo de Beth y de mí... Yo soy una maestra pobre, por Dios, y Beth una madre trabajadora sin pareja.

Dinny me lanza una sonrisa rápida e irónica.

—Eso debió de fastidiar al viejo pájaro.

—Gracias. Eso nos gusta pensar. —Sonrío—. ¿Quieres otra? —pregunto cuando apura su vaso.

Niega con la cabeza, luego se recuesta, estira los brazos por encima de la cabeza y arquea la espalda como un gato. Mientras lo observo, siento calor en el estómago, el zumbido de la sangre en los oídos.

—Pero acepto esa ducha. Reconozco que hace bastante que no tengo acceso a instalaciones como estas.

—Claro. Por aquí.

La habitación más alejada de la de Beth es la de Meredith y hay un baño adjunto con la mejor ducha de la casa; el gran cubículo de cristal está opaco de la cal acumulada, pero tiene una de esas alcachofas grandes que dejan caer el agua caliente en una amplia cascada. Encuentro una pastilla de jabón nueva y una toalla limpia, y enciendo la lámpara de la mesilla porque la luz principal es demasiado potente. Si Beth se despierta, podría ver una rendija de luz por debajo de la puerta y salir a investigar. Dinny se queda en medio de la habitación y se vuelve, abarcando con la mirada la enorme cama, las pesadas cortinas, el elegante mobiliario de anticuario. La alfombra sobre las tablas desiguales es de un verde salvia gastado. Se percibe el familiar olor a polvo, naftalina y perro.

—Esta era su habitación, ¿verdad? ¿La de lady Calcott?

A la luz tenue sus ojos son negros, inescrutables.

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